Mostrando las entradas con la etiqueta siglo VI. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta siglo VI. Mostrar todas las entradas

miércoles, julio 10, 2024

Calcedonia (y 6): La que has montado, Leoncito

Hablemos (de nuevo) de Arrio
Homooussios y homoioussios: Santísima Trinidad, calienta que sales
Apolinar de Laodicea la lía parda
Los conciliábulos de León, Pulcheria y Marciano
La rebelión egipcia
La que has montado, Leoncito  



Estos esfuerzos eran muy mal vistos en Roma. Roma, lógicamente, concebía Calcedonia como una victoria total por su parte, y no concebía otra cosa que un Imperio sometido a la labor de empoderarla adecuadamente en Oriente Medio. El resultado de esta actitud, muy poco realista, fue que Roma y Constantinopla comenzaron a estar cada vez más lejos la una de la otra; y los encabronados obispos que el Papa enviaba a la capital oriental de cuando en cuando para discutir con el emperador cada vez eran menos escuchados; muchos de ellos, ni siquiera recibidos.

viernes, abril 05, 2024

Curso de arriano upper-intermediate (4): Más Arrio

El sabelianismo
Samosatenses, fotinianos, patripasianos
Arrio
Más Arrio
Semiarrianos, anomoeanos, aecianos, eunomianos y acacianos
Eudoxianos, apolinarianos y pneumatomachi



En ese tiempo, además, Hilario de Poitiers, el campeón de la ortodoxia en occidente, trató de reaccionar a la pujanza semiarriana en su territorio mediante las negociaciones para alcanzar algún tipo de pacto en oriente que los debilitase; pacto que se basaba, sobre todo, en la aceptación por parte de los heréticos del principio de la homoousion. Desde ese momento hasta la muerte de Constancio, en el 361, se sucedieron los concilios, normalmente con diferentes propuestas de Credo adjuntas; algunas semiarrianas, otras homoeanas, otras anomoeanas. Es decir: el arrianismo se imponía, pero esa imposición se hacía desde la división, por lo que se puede decir que, cuando menos en parte, moría de éxito, pues no podía ofrecer algo que es fundamental para cualquier Iglesia, teniendo en cuenta que toda Iglesia es, por definición, un business model: unidad en la gestión.

miércoles, enero 20, 2021

Islam (1: el modesto mequí que tenía the eye of the tiger)

El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro


Mal que nos pese a quienes creemos en más bien poca cosa, la Humanidad actual, tal y como la conocemos, se la debemos, para bien o para mal, a dos hombres cuyo oficio fue ser líderes religiosos: Pablo de Tarso, y Mahoma. Sobre el auténtico teórico e inventor del cristianismo ya he escrito en este blog largo y tendido (como comprobarás visitando la Biblioteca); será sobre Mahoma que despliegue ahora algunas notas que permitan al lector conocerlo. Aquí no se discute quién porta la verdad, sino algo relativamente distinto, como es el nacimiento y desarrollo del Islam; un proyecto religioso, moral, político y militar que, por la rapidez y la extensión de sus éxitos, puede con justicia compararse con las más ambiciosas extensiones que ha conocido la Historia. 

lunes, septiembre 05, 2016

La herejía pauliciana

En el año 1717, una viajera inglesa, lady Mary Wortley Montagu, visitó la vieja Constantinopla y su, por así decirlo, zona de influencia histórica. Entre las ciudades que visitó estaba Filipópolis (actualmente Plovdiv, la segunda ciudad más poblada de Bulgaria). En una carta en la que refiere dicha visita, Mary Wortley cuenta que ha encontrado en la ciudad a una secta de cristianos que se hacen llamar a sí mismos paulinos; que poseían una iglesia en la que, según sus tradiciones, Pablo de Tarso había predicado. La viajera inglesa no lo sabía, pero acababa de encontrar los últimos (bastante romanizados ya) vestigios de una secta gnóstica, los paulicianos, que había tenido no poca importancia un milenio antes del momento en que ella visitó la actual Bulgaria. Lo suficientemente importante como para que en esta ventanita les dediquemos unos párrafos.

lunes, mayo 07, 2012

Mahoma


En el año 570 de nuestra era, con bastante probabilidad, nació Mahoma, en el seno de un clan árabe, los Banu Haxim, que, en el tiempo de la pujanza omeya, había perdido bastante de su fuerza pretérita. Los primeros cuarenta años de su vida son apenas conocidos, aunque se sabe que se casó con una mujer unos veinte años mayor que él, Jadicha, a la cual Mahoma amó tan intensamente que algunos islamistas han llegado a decir que, de haberle sobrevivido, quizás el Islam hoy sería monógamo como el cristianismo. Jadicha tenía una pequeña fortuna que más que probablemente administraría su marido, por lo que podemos estimar que Mahoma, si no era comerciante, debía de conocer algunos de los trucos de esa profesión.

No conocemos información esencial sobre qué pudo pasar en el 610 para que, repentinamente, Mahoma se creyese llamado por Dios. Se ha dicho, desde el descubrimiento de los famosos rollos del Mar Muerto, que pudo ser el contacto con estas comunidades esenias las que lo llevaron por ese camino; también puede ser, por qué no, que el arcángel Gabriel se le apareciese en el monte Hira, le entregase un libro y le invitase a leerlo, como afirma la tradición.

Es importante entender que la revelación que recibe Mahoma no proviene de un Dios distinto del Dios de los cristianos. Para los árabes, hablar de Alá es como para un hispanoparlante hablar de Dios. El Alá que provocó, por así decirlo, la iluminación de Mahoma es el mismo Dios de Abraham, y de Jacob; el Dios padre del Nuevo Testamento. Un musulmán que se precie de serlo no encontrará problema en rezar el Padre Nuestro.

Tras la revelación del monte Hira, Mahoma acopió una estrecha corte de creyentes: además de él mismo, contó con Jadicha, su mujer; su primo Alí abi Talib, que se había casado con su hija Fátima; y que será quien, a través de sus hijos y nietos de Mahoma, Hasán y Husayn, hará nacer las diferentes ramas del mahometanismo.

Desde el 610, año de la revelación, hasta el 622, es decir la primera etapa prosélita de Mahoma, éste parece haber encontrado importantes niveles de aquiescencia entre las personas de más baja clase social de su entorno, por lo que podemos entender que su mensaje se produjo, probablemente, con un importante contenido de orden social, reivindicativo incluso. Esto pudo granjearle la enemiga de los ricos y comerciantes, quienes podrían haberse planteado acabar con él, de no ser Mahoma miembro del clan hashimí, quien lo protegió de facto.

Tras unos años de existencia azarosa y poco relevante, se produjo en el entorno del oasis de Yatrib, es decir en las inmediaciones de Medina, un largo enfrentamiento entre tribus al que nadie parecía encontrarle solución. Por ello, los contendientes buscaron la figura de un mediador, y escogieron a Mahoma porque para entonces ya tenía fama de equilibrado y, además, había, al parecer, pasado algunos años de su infancia en la zona de Medina. Mahoma aceptó la labor y, por ello, burló la vigilancia de sus guardianes mequíes para huir a Medina. Esto ocurrió el 15 de julio del 622, fecha utilizada por los musulmanes para iniciar la cuenta del tiempo. 

En Medina continuó con su labor profetizadora, y esto es algo que muchos islamólogos ven claramente en el Corán, porque Medina, entonces, tenía una importante población de creencia judía, a la cual Mahoma habría intentado atraerse. Y lo hizo de la misma manera que el cristianismo, siglos antes, se atrajo a mitraístas, creyentes en Cibeles y en otros cultos: adaptando su propia teología con elementos que le fuesen familiares a esos creyentes. Como digo, esta es la razón, a decir de muchos expertos, de que existan en el Corán decretos como el ayuno en el día de Ashura (fecha de celebración mosaica; conmemora el ayuno que hizo Moisés después de salir los judíos de Egipto) o la santidad musulmana de la ciudad de Jerusalén (aunque ésta se la podía haber ahorrado, porque con los siglos ha acabado por dar unos problemas de la hueva). Es muy probable que fuese la escasa audiencia de los judíos hacia estas estipulaciones lo que acabase provocando que Mahoma decidiese girar la liturgia hacia elementos puramente árabes, tales como la oración mirando a La Meca o el, por así decirlo, sistema de ayuno propio (que conocemos como Ramadán). Cabe recordar, en este sentido, que también los primeros padres de nuestra iglesia hicieron todo lo posible por distinguir su Pascua de la judía.

En todo caso, la difícil conexión entre musulmanes y judíos plantó la semilla de la fuerte procura monopolística de los musulmanes, absolutamente patente aun a día de hoy, pues son los islámicos los países confesionales donde más difícil, cuando no directamente prohibido, es la profesión de cualquier otra fe.

En todo caso, consolidado ya su gobierno mediní, a partir del 622, Mahoma pudo comenzar con el que, probablemente, era su objetivo desde el principio, pues Mahoma comparte con el otro gran creador de religiones, Saulo de Tarso, la innegable característica de ser un excelente estratega, sobre todo en el largo plazo. Para mí, por lo tanto, lo más probable es que Mahoma no soñara nunca con consolidar una simple creencia local, sino con construir una religión universal, capaz de cautivar (o de invadir) a gentes del mundo entero.

Sin embargo, en su expansión, que era al tiempo religiosa y política, chocó con los coraixíes o coraixitas, es decir los habitantes de la zona de La Meca. En Badr los derrotó, pero en la batalla de Uhud, los mequíes le dieron a su ejército hasta en los bosones de las ingles. Por cierto, que se tiene por bastante probable que esta derrota fuese el origen de la prohibición musulmana de beber vino. Al parecer, en las tabernas de Medina se largó de la leche contra Mahoma por aquella derrota, motivo por el cual, dicen algunos estudiosos, éste incluyó en el Corán suras contra el vino. No obstante, hay que tener en cuenta que el Corán no prohíbe, en realidad, la ingesta de vino; previene a los creyentes contra el efecto de mamarse, porque hace que las personas no sepan ni lo que dicen ni lo que piensan (la más clara, la sura denominada de Las Abejas (43, si no he contado mal), que ordena al creyente no rezar bebido). La sura conocida como de la mesa servida asegura que el vino es abominación del demonio, pero recomienda evitarlo. La prohibición estricta del consumo de vino es, más que probablemente, posterior a Mahoma (y en modo alguno total, ni en la Historia, ni en el mundo musulmán).

El general mequí, al-Jalid ben al-Walid, decidió, tras Uhud, marchar hacia Medina para acabar con Mahoma de una vez.  Sin embargo Mahoma realizó una serie de obras en Medina, mediante la construcción de tapias y fosos, que hicieron la ciudad inexpugnable. Asimismo, secó el oasis de provisiones, con lo que los sitiadores comenzaron pronto a experimentar serios problemas con la alimentación, y tuvieron que retirarse.

El desprestigio sufrido por las tropas mequíes cambió las cosas en la que terminaría siendo ciudad santa de los musulmanes. Las familias de dinero, ante la sospecha de que tal vez no sería posible oponer a las tropas de Mahoma una oposición eficiente, comenzaron a pensar en abrazar su religión como forma de pacto. De esta manera, en el 628 las fuertes oposiciones iniciales a la  organización de peregrinaciones hacia La Meca fueron vencidas, marcando el auténtico punto de inflexión del poder de Mahoma. Al año siguiente, Mahoma peregrinó a la Kaaba por primera vez, peregrinación que duró tres días durante los cuales los coraixíes abandonaron la ciudad. Al año siguiente, los coraixíes se rebelaron, pero fue una lucha desigual, entre otras cosas porque los conversos entre sus filas se contaban por centenares.

En marzo del 632, Mahoma peregrinó de nuevo a La Meca, peregrinación durante la cual promulgó un número muy elevado de disposiciones destinadas a estructurar el nuevo Estado musulmán y su moral pública, y que aún hoy son la base del Derecho en la mayoría de los países musulmanes. Es probable que él mismo se sintiese morir de su malaria crónica. El 8 de junio, pocos días después de una ceremonia en la que se echó a los pies de sus fieles y les pidió perdón por todas las ofensas que les pudiera haber causado, falleció en los brazos de su esposa Aixa.

Terminaba un proceso de gran interés, y comenzaba otro de mayor interés aún, del que hablaremos pronto.

Pour en savoir plus, no podrás hacer nada mejor que leerte el, para mí, monumental, Mahoma, de Maurice Gaudefroy-Demombynes, editado en España por Akal. Menos densa, la biografía de mismo nombre de Juan Vernet.

lunes, febrero 20, 2012

Heráclito Basileus

Siempre he sentido cierta debilidad por la Historia de Bizancio. Por razones lógicas, no es algo que en España se pretenda enseñar ni medio bien y, sin embargo, en mi opinión es un periodo histórico de gran interés, repleto, además, de anécdotas y hechos casi irrepetibles. Creo, además, que demasiado habitualmente Bizancio es pasto de ignorantes. Prácticamente lo que todo el mundo sabe del imperio constantinopolitano es que es una época de la Historia cuyos protagonistas se pasaban el tiempo discutiendo polladas religiosas, como, por ejemplo, el sexo de los ángeles. Esta es una idea que desconoce la gran importancia que tiene para Bizancio la discusión religiosa, pero no en sí, sino como expresión, digamos, metafórica, del gran enfrentamiento existente alrededor de la ciudad de Constantinopla; que no es otro que la construcción de una auténtica alternativa, greco-ortodoxa, a la dominación romana.
Bizancio es el resultado de la inevitable decadencia de Roma. Romanos se hacen llamar los bizantinos cientos de años después de haber abandonado Roma; romano se hace llamar el general Belisario, el último gran general de Constantinopla, así como su ejército. Romanos en su raíz son el Senado y el Consulado bizantinos, hasta que finalmente sean sustituidos por una telaraña, tan meticulosa como intrincada, de cargos griegos. Los emperadores bizantinos, especialmente los primeros, sienten una gran nostalgia de Roma y sufren por su dominación bárbara; es ese sufrimiento el que obligará al mayor de los emperadores del Este, Justiniano I, a intentar reconquistar la península italiana; intentar, con ello, acopiar un pálido reflejo de lo que un día fue el Imperio Romano.

La Historia, sin embargo, nos procura estos fenómenos inversos y extraños. Los españoles rebeldes, acopiando fuerzas y unidad para responder ante el francés invasor que es hijo de la Revolución Francesa, acaban, paradójicamente, adoptando muchos de los principios revolucionarios. Y Constantinopla, ganando fuerza, riqueza e influencia para mantener la luz del imperio romano, acaba siendo un poder distinto, distante y competidor de la propia Roma.
Ambas puertas friccionarán en la bisagra que las une, que es el cristianismo. Las polémicas entre arrianos y cristianos, primero; pero, sobre todo, entre nestorianos y monosifistas, son muchísimo más que una sutil discusión teológica sobre las naturalezas de Jesucristo; discusión que, aún hoy, hace a los católicos occidentales repetir, cada domingo, aquello de engendrado y no creado, de la misma naturaleza que el Padre… Las trifulcas religiosas del siglo VII y siguientes expresan el conflicto entre Constantinopla y Roma; y entre aquélla y Alejandría.

Algún día hablaremos de Justiniano, el más grande de los emperadores bizantinos; que tuvo la suerte de asociarse con una de las mayores inteligencias políticas de la Historia de la Humanidad, su mujer Teodora. Hoy, sin embargo, nos toca situarnos precisamente en su muerte, para poder llegar, poco a poco, a la figura de un emperador tristemente olvidado, a pesar de lo hercúleo de su labor. Me refiero a Heráclito.

Heráclito será emperador de Oriente, sin embargo, aproximadamente medio siglo después de la muerte de Justiniano. Antes que él, la situación se cocerá lentamente para la aceptación de un emperador de grandes poderes, como siempre se cuecen estas cosas, esto es mediante el caos.

En el año 565, Justino II hereda de Justiniano un imperio enorme y arruinado. Los historiadores suelen decir del nuevo emperador que traía ideas muy buenas pero que, en cualquier caso, no pudo llevarlas a cabo por la situación en la que estaban las finanzas públicas. Otra característica de Justino es que había heredado el tremendo orgullo imperial, más que de Justiniano, de Teodora, lo cual le llevó a tomar una decisión poco acertada. Tras unos años de vacilaciones, finalmente decidió denunciar el acuerdo de paz que Justiniano había firmado con los persas, que pasaba por el pago desde Constantinopla de un importante impuesto. Justino consideraba esto humillante y, como digo, dejó de pagar. Esto dio pábulo a los persas para iniciar de nuevo la guerra, guerra que colocó pronto a Justino en un estado que cabría calificar de sicopatía, en el que pasaba, casi sin solución de continuidad, de periodos de cólera desatada a otros de abulia tan profunda que, de hecho, desde el año 573 no será él, sino su mujer Sofía, quien reine en el Imperio.

Sofía, no sabemos si por respeto intelectual u otro tipo de querencias, se apoya en un alto funcionario palaciego, llamado Tiberio, para el que poco a poco irá requiriendo títulos y prebendas (lo cual da que pensar que algún tipo de frote habría) hasta verlo recibir, en 574, el título de César que lo asociaba al trono.

Tiberio reinará del 578 al 582, apenas cuatro años. Un emperador apenas interesante para la Historia del que nadie o casi nadie habla pero que, sin embargo, fue enterrado y llorado por los bizantinos como si hubiese muerto Montoya la Polla. La razón, sencilla: en los cuatro años que reinó, Tiberio se dedicó, básicamente, a pulirse el Tesoro imperial reconstruido por Justino, tacita a tacita, dándole a la gente lo que quería, bajando los impuestos, y todo eso. Aquéllos de mis lectores con el colmillo más retorcido musitarán: negando la crisis...

Mauricio, que sucede a Tiberio en el 582, había sido nombrado César por éste tras dar el braguetazo con su hija Constantina. Afortunadamente para Constantinopla, era todo lo que no era su suegro. Cutre hasta la médula, al parecer los miembros de su corte se desesperaban con su incapacidad de gastar un mango en cualquier cosa. Cualquier cosa que no fuese el ejército pues Mauricio, que por encima de todo era un soldado, soñaba con reconstruir las legiones romanas y volver a poner el Mediterráneo de rodillas a sus pies.

Mauricio aprovechó la feliz (para él) circunstancia histórica de que la corona persa entró por entonces en un proceso de primarias cainitas; momento que es aprovechado por el emperador para atacar y forzar una negociación. En la dicha negociación, conseguirá Mauricio la devolución de la ciudad fronteriza de Daras (cuya pérdida había causado que Justino II se volviese tolili), amén de zonas de Armenia y Mesopotamia. El esfuerzo en Oriente, sin embargo, coloca en grave situación los intereses bizantinos en Occidente, donde, desde el 568, Italia se está viendo invadida por el norte por una raza de germánicos, los lombardos, que de hecho darán su nombre a dicho área; aparte de a una verdura de dudoso gusto, que algunos españoles con mala suerte hubieron de consumir, forzosamente, durante todas las navidades de su infancia.

Asimismo, el problema fronterizo se agravará en los Balcanes, donde ávaros y eslavos presionan, desde el año 580, en Iliria y Tracia, cometiendo crímenes masivos en la persona de los bizantinos. En el 591, Mauricio firma la paz con los persas, lo cual le da la oportunidad de volver grupas hacia el Oeste y comenzar a arrear de capones a los eslavos.

La guerra, sin embargo, viene durando demasiado tiempo, y costando demasiados impuestos. Mauricio, que como todas las personas de espíritu militar es incapaz de entender que haya gente a la que la vida de campamento e instrucción le pese, ha ordenado que sus tropas estén acampadas, en régimen semipermanente, en la orilla exterior (exterior según se mira desde Constantinopla) del Danubio, para así impedir las penetraciones eslavas. Los eslavos no penetran, efectivamente; pero a costa de que los soldados estén demasiado lejos de casa. La cosa se va encendiendo a base de borracheras inocentes que se convierten en conciliábulos más o menos organizados que terminan en golpe de Estado. Un centurión de las tropas bizantinas, que lleva el poco elegante nombre de Phocas, o sea Focas, se alza en jefe de los conjurados, levanta el campamento y se dirige a Constantinopla. Las noticias de su llegada despiertan simpatías dentro de la ciudad entre los que están hasta los huevos, y son muchos, de que les suban el IVA cada día por la tarde para así pagar la guerra.

Tan rarito es el ambiente de Constantinopla que Mauricio le envía a Focas una embajada de negociadores, que lo tratan con honores de jefe de Estado; Focas, sin embargo, los despacha sin atenderlos. Muy seguro se siente el centurión de su fuerza; pero lo cierto es que es la suya una zapaterina seguridad, que tiene sus agujeros. Entre los propios conspiradores hay muchas gentes que se imaginan (y ya veremos que no se equivocarán) que Focas de Basileo sería un desastre; por ello, envían mensajeros al hijo de Mauricio, Teodosio, ofreciéndole a él la corona y a su padrino, Germano, el consulado.

Cuando Mauricio se cosca de todo esto, se coge un globo de la hostia. Hace comparecer a Germano ante él, lo más flojo que le dice es hijoputa, y ordena su ejecución. Germano sale del palacio imperial echando leches y se refugia en la iglesia de la Virgen, donde, a pesar de estar en sagrado, las tropas van a entrar para cargárselo. Pero el pueblo, en un movimiento espontáneo, rodea el templo para impedir la entrada de los milicos. Mauricio, visto que no puede alcanzar a Germano, le da una mano de hostias, con un bastón, a su hijo Teodosio.

El detalle desata la revolución en la ciudad. Las calles son de las turbas, que arramblan con todo. Queman la casa de Constantino, el valido de Mauricio. El visir y el emperador, disfrazados de gente común, escapan en un pequeño esquife con el que ganan, por mar, la iglesia de San Autónomos Mártir.

Focas entra en Constantinopla con sus tropas y, por la fuerza de las armas, se hace coronar emperador en la iglesia de San Juan Bautista; y corona emperatriz a Leoncia, su churri. Nada más salir de la iglesia, montado en un caballo blanco, comienza a diseñar en su cabeza el que será su reinado, todo moderación y concordia.

Lo primero que hace Focas es enviar una partida de soldados a la iglesia donde Mauricio se encuentra bloqueado con cinco de sus hijos. Siguiendo sus órdenes, los soldados decapitan a los infantes delante de su padre antes de cargárselo a él. Fue, eso sí, clemente tanto con la mujer como con las hijas, a las que encerró en un convento de por vida, tal vez para ahorrarles el espectáculo de ver las cabezas de su padre y marido, y de los hermanos e hijos, expuestas, durante largo tiempo, en el Campo de Marte. A partir de ahí, se sique una represión en la ciudad en la cual fueron separadas cabezas de cuerpos de todos aquéllos que alguna vez le dieron la hora a Mauricio; incluso su único hijo superviviente, Teodosio, que es masacrado en la iglesia donde había conseguido refugiarse.

Aquellos militares que no terminaban de fiarse de Focas en el poder tenían sus razones. El reinado del centurión es un puto caos, tanto que, rápidamente, el rey Chosroes II de Persia lo huele, y comienza a pensar en volver a declarar la guerra. El pistoletazo de salida, en el 604, es la defección del único buen general bizantino, Narses o Narsés, quien, harto de las polladas del emperador ex chusquero de mierda, directamente abandona el servicio. A partir de ahí, se librará una guerra de cinco años en la que Bizancio no ganará ni una escaramuza y en la que perderá Siria, Palestina, Mesopotamia, Asia Menor, Calcedonia, y terminará por ver a los persas casi meando contra los muros de la capital.

Focas acabará matando a Constantina, viuda de Mauricio; y también a Germano, a quien acusa de complotar contra él. Pero para entonces, el emperador ni siquiera puede acudir a los espectáculos del hipódromo, pues allí la gente le hace lo que a Zapatero en el desfile del 12 de octubre, sólo que al cuadrado. Cuanto más miedo tiene, más gente ejecuta Focas. Y cuanto más ejecuta, más gente se pone contra él.

Puesto que la anterior familia real ha sido laminada, será finalmente un exarca del norte de África, Heraclio, quien decida ponerse al frente de los golpistas; acción para la cual el propio Senado constantinopolitano se lo pide de rodillas. Heraclio pone a su hijo del mismo nombre (Heraclín, pues), al mando de una flota, y a su sobrino Niketas al de las tropas de tierra, que envía a Egipto. El 3 de octubre del 610, el padre ya situado en Alejandría, el hijo coloca los barcos frente a Constantinopla. Potio, un cortesano muy cercano a Focas que lo ha traicionado, pide el derecho de detenerlo, mientras la ciudad entera aclama a los barcos. Entra en el palacio con una pequeña fuerza y, efectivamente, encuentra al emperador, lo despoja de sus ropajes, y lo lleva frente a Heraclín con las manos atadas a la espalda. Tras hacerlo decapitar, el hijo de Heraclio ordena que se mutile el cadáver y, con dos lanzas, en una de las cuales ha clavado una mano y en otra un trozo del cuerpo del ex emperador, organiza una macabra manifestación por las calles de la ciudad, que los parientes de Focas ya no verán, porque en el momento que se produce están sufriendo el mismo destino que su otrora protector.

Heraclio fue un emperador, desde el principio, sorprendente. Para los bizantinos, acostumbrados a figuras hiperprotocolarias que parecían vivir una vida aparte del resto de los mortales, su capacidad de implicarse en los asuntos de la gente es sorprendente. En tonos laudatorios refiere el historiador Nicéforo el caso del terrateniente Vitilinos que, teniendo un litigio de lindes con una viuda, ordenó a sus criados matar a uno de sus hijos. La mujer fue a Constantinopla, reclamó justicia ante el emperador, y éste hizo llevar a Vitilinos al hipódromo donde, frente al pueblo, lo entregó a los hermanos del muerto para que acabasen con él.

Del 610 al 620, Heraclio se centra en la reforma de la administración bizantina y, sobre todo, la reorganización del ejército, ineficiente e incapaz. En el 619, no parece estar claro por qué causas, el emperador, en un gesto también poco común en la Historia, considera su labor realizada y amaga con volverse al norte de África de donde vino. El pueblo de Constantinopla alucina y, a través de Sergio, el patriarca de la plaza, le ruega que se quede.

En realidad, más que probablemente Heraclio quiere huir de la derrota. En los últimos años, los persas no han hecho sino avanzar en la Capadocia, Armenia y Siria; en 614, toman Jerusalén. El sitio de la ciudad santa de los cristianos (que no tardará en serlo también de los musulmanes) dura veinte días. La ciudad cae finalmente, entre otras cosas, porque sus defensores tienen entre ellos una numerosa quinta columna: los judíos que, por odio a los cristianos, se alían con los invasores. Lo que sigue tras caer la ciudad es una matanza de cristianos y una destrucción masiva de iglesias. La del Santo Sepulcro, kilómetro cero del cristianismo, es incendiada. La más querida reliquia de la ciudad, la cruz en la que murió Jesucristo, es robada por los persas, que se la llevan a la ciudad de Ctesifón.

La presencia de los persas en lo que hoy conocemos como Oriente Medio es mucho más que una conquista militar; es un órdago a la grande al imperio bizantino, de todos sus enemigos. Ya hemos visto a los judíos aliarse a los persas en la toma de Jerusalén. Pero, más allá, a todo lo largo y ancho de Palestina, los nestorianos, que se sienten ninguneados por el monosifismo calcedonita, se apresuran a pactar con los persas el respeto a sus creencias a cambio de volverse, ellos también, contra los que, al fin y a la postre, creen en el mismo Dios padre que ellos. Es en gran parte por la inquina nestoriana por lo que cae la provincia de Egipto; Alejandría es tomada en el 618.

Por si esto fuera poco, en el 617 tropas ávaras y de otras tribus eslavas penetran en Tracia, Tesalia y el Épiro, amenazando Tesalónica en una batalla de la que Heraclio sale vivo de milagro; tras una celada del kagán ávaro, avisado en el último momento, el emperador huye disfrazado de gentil, con la corona escondida bajo el sobaco (y no es una forma de hablar).

Pasado este trago, sin embargo, la toma de Jerusalén, y el robo de la reliquia de la Santa Cruz, juega a favor de Heraclio. Para los, por así llamarlos, europeos, la cosa ya consiste en algo muy parecido a la guerra santa, motivo por el cual el emperador acaba por firmar una alianza con sus hasta ahora enemigos eslavos, y puede iniciar (622) una larga campaña de seis años contra los persas. Campaña en la explotará, hasta la saciedad, el carácter de la guerras como guerra entre creyentes.

En el 626, no obstante, los ávaros, a pesar del chute de pasta (200.000 piezas de oro) que les ha supuesto la alianza con los bizantinos, viendo Constantinopla débilmente defendida, la sitian para tomarla. Heraclio no llegará a tiempo para defenderla, pero, aun así, la ciudad no caerá, merced a las arengas sin descanso del patriarca Sergio. El 10 de julio, el kagán ordena un asalto por mar y tierra, y la flota eslava es destrozada por los bizantinos. Altamente supersticiosos, los ávaros y su kagán, que esta vez más debería llamarse kagón, creen, tras esta derrota, las soflamas de Sergio, según las cuales la Teótokos, o sea la Virgen María soi-meme, combatía al frente de las tropas de los sitiados. Pronto, muchos eslavos supervivientes comienzan a contar la coña de que si vieron a una extraña mujer en esa almena o en aquel barco, y tal. El corolario de todo aquello es que los sitiadores levantan campamento y se van, voluntariamente, a tomar por culo Danubio arriba. Sergio compuso un himno en honor de la Virgen combatiente que aun se canta hoy en las iglesias ortodoxas durante la celebración de este día de salvación de Constantinopla.

En el 627 los jázaros, aliados del imperio, penetran en Albania y luego de ahí al imperio persa, llegando a sitiar Tiflis. Por su parte, Heraclio avanza por Media y Asiria, superando las difíciles zonas montañosas como antes lo hizo Alejandro, y se llega hasta Nínive, en la que no deja enteros ni los llaveros. De ahí enfila cagando melodías hacia Ctesifón, donde recupera parte del botín que los persas habían hecho. Tras retirarse a Genzaca, es informado allí de que Siroés, noble de la corte de Chosroes II, se ha rebelado contra él por su incapacidad de ganar la guerra. Finalmente, tras el éxito del golpe de Estado, el nuevo rey de los persas encierra al antiguo en una habitación llena de oro y piedras preciosas. «Disfruta de lo que has preferido sobre todas las cosas», le dice, antes de cerrar la puerta para siempre. Así pues, probablemente, Chosroes es el único hombre en la Historia que murió, de hambre y de sed, rodeado de cosas con las que podía haber comprado restaurantes enteros.

Siroés pide la paz, y Heraclio la acepta. Pero a cambio, por supuesto, de la devolución de la Santa Cruz y, además, Siria, Palestina y Egipto. En marzo del 630, en medio de una gran procesión triunfal, el emperador resitúa la reliquia en la iglesia de Jerusalén.


Pocas veces en la Historia de la Humanidad un rey consiguió tanto con tan poco. Heraclio fue el gran heredero del sueño de Justiniano, quien quiso rememorar el imperio romano conquistando Europa y el norte de África para Constantinopla y, con ello, creó un imperio de pies de barro que era incapaz de defenderse; Bizancio no será grande en la Historia, en la cultura y en el pensamiento, hasta que no sea pequeña, esto es, hasta que no pierda aquellas partes de su territorio que no podía conservar.

Una parte importante de estos territorios, sin embargo, siguieron siendo bizantinos bajo Heraclio porque él, que era un hombre de guerra a quien llamaron a ser emperador por el caos que suponía su predecesor, lo que quería era guerrear. Y en su afán por ganar batallas imposibles, acabó inventando un elemento estratégico de primer orden que daría, y sigue dando, mucho juego: la guerra santa.

Sin el sentimiento de recuperación y venganza vinculado a la recuperación de la reliquia de la Santa Cruz, Bizancio difícilmente habría ganado la partida contra los persas. Así pues, fue este emperador bizantino el que enseñaría un camino que más adelante sería hollado por muchos otros. Lo cual, nos guste o no, tiene su mérito.

Tras el periodo de los heráclidas, que bien podría ser llamado de los pollas, Bizancio, al calor de los emperadores macedonios y lo que vino detrás, fue grande. Muy grande. Se convirtió en un experimento duradero que ejercería la función de centinela de la Europa cristiana. Pero eso sólo fue posible gracias a que la integridad del Estado constantinopolitano se salvó por la espada de Heraclio, el emperador que, a juzgar por sus gestos, curiosamente, no tenía demasiadas ganas de serlo.

domingo, noviembre 13, 2011

Sin pecado concebida

Cualquier cristiano que se precie de serlo sabe que el acto fundacional de la Iglesia como institución es el momento en que Jesucristo le encomienda a Pedro levantarla, y le dice aquello de que lo que él ate en la Tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desate en la Tierra quedará desatado en el Cielo. De alguna manera, la totalidad de los muchos poderes eclesiales tienen esta frase por único sustento.

La Iglesia, en este caso católica, respondió a esta labor encomendada mediante una compleja red de conceptos y obligaciones, entre los cuales quizá los más importantes (y diferenciales respecto de otras escuelas cristianas) tienen que ver con el hecho de que los católicos no son libres de interpretar la Biblia a su gusto (por eso tienen un catecismo, entre otras cosas); concepto éste que asimismo sustenta otros importantes, como el de la infalibilidad del Papa.

Asimismo, la religión católica, o más concretamente la Iglesia que la articula, se expresa y organiza a través de unos sacramentos, entre los cuales se encuentra el de la confesión. Los católicos deben confesar a un sacerdote, al menos una vez al año, sus pecados de mayor o menor cuantía. La confesión debe ir acompañada de arrepentimiento por las faltas cometidas, dolor de corazón por ser un mal cristiano, y aceptación de la penitencia que el sacerdote, que en ese momento es un directo mensajero de Dios, quiera imponer.

La confesión es un elemento fundamental del entramado de la Iglesia católica y por eso, tal vez, sorprenda descubrir que, a día de hoy, más o menos faltan unos 400 años para que el catolicismo alcance el punto en el que ha vivido el mismo tiempo con y sin confesión. La confesión, tal y como la conocemos, no es algo que se pueda decir date de ayer por la tarde; pero, con las mismas, tampoco se puede decir que forme parte de las características fundacionales de la Iglesia.

En puridad, como decíamos, no hay nada en los Evangelios que diga, así, a las claras, que un seguidor de Jesucristo debe rendir sus pecados ante un sacerdote ni ante nadie que no sea Dios mismo. Desde luego, hay pasajes como el de Mateo en el que se describe a mogollón de personas llegando a Jesucristo de todas partes, muchos de ellos después de haber escuchado las prédicas de Juan; y se nos dice que fueron bautizados «después de haber confesado sus pecados». Se trata, sin embargo, de una confesión pública, no privada, y limitada a las grandes faltas realizadas por quienes ahora querían ser purificados. Este concepto de confesión, exomologesin en las primeras versiones griegas de Mateo, así se entiende: como una pública confesión de que hasta el momento se ha sido un grave pecador. Aun trescientos años después, Cipriano de Lapsis lo sigue entendiendo así: «Ante expiata delicta, ante exomologesin factam criminis (…)». La intervención, no del sacerdote, sino del obispo (o sea, el elegido como superior) se limitaba, en simbólica imitación del gesto bautismal del Cristo, a la ceremonia de imposición de manos, por la cual el pecador entraba, o re-entraba, a formar parte de la Iglesia.

La primera Iglesia no tiene confesión porque el esquema del que ella parte, que no es otro que la religión judía, también carecía de ella. Me refiero a la confesión como nosotros la entendemos. La confesión judía era pública y se refería a aquellas personas que habían cometido faltas gravísimas que habían provocado su apartamiento de la sinagoga, y que antes de ser readmitidas debían confiar y expiar sus pecados ante la ecclesia (asamblea) y, en el caso cristiano, con la intervención final, venturosa, del jefe de dicha iglesia, es decir el obispo. Los famosos esenios, por ejemplo, aparte de tener un largo cursus honorum de años hasta poder integrarse totalmente en la comunidad, tenían también esos procesos de apartamiento y exigencia de contricción para el regreso, reservados a los que no se portaban comme il faut.

Santiago, en su epístola, describe esta ceremonia en la que una persona se enfrenta a la enfermedad mediante la oración con los más ancianos de la Iglesia y mediante la confesión de sus pecados. Algunos exégetas dicen que la expresión utilizada en la carta, «confiesa tus pecados uno tras de otro», es el único rastro que hay en toda la Biblia de una confesión realizada a humanos; el resto de las confesiones de las escrituras sagradas cristianas tienen a Dios por único interlocutor.

La primera literatura de la Iglesia no hace sino confirmar estas ideas. Clemente, en su epístola a los corintios, que se dice escrita apenas sesenta años después de la teórica ejecución de Jesucristo, describe la confesión con estas palabras: «Estando lleno de buenos designios, con gran claridad de mente y confianza religiosa, tiende tu mano a Dios, rogándole para que sea piadoso contigo, si en algo has pecado contra Él en el pasado». El acto de la confesión es, pues, un acto privado entre el pecador y su Dios.

Orígenes, una de las principales fuentes de los primeros tiempos de la Iglesia cristiana, establece que la confesión no sólo es un acto privado, sino plenamente voluntario. Y lo hace utilizando un símil escatológico: «Así aquéllos torturados por la indigestión y que tienen algo dentro de ellos que permanece crudo en sus estómagos, no se sienten liberados sino mediante una adecuada evacuación; así los pecadores, que mantienen sus actos dentro de sus pechos sintiendo una angustia interna (…) mediante la confesión y la auto-acusación, se descargan de su peso».

¿Cuándo comenzó a cambiar esto? Bueno, como bien reza el catecismo creo que del padre Ripalda (yo soy más de Astete), otros padres tiene la Iglesia que sabrán contestar a esta cuestión; pero mi opinión personal es que es más o menos a mediados del siglo III cuando la Iglesia, ya razonablemente estructurada, empieza a mover ficha para comenzar a dar más importancia a la confesión, y alcanzar algún mayor nivel de control sobre la misma. La razón, muy probablemente, no es estratégica, sino movida por la necesidad. La necesidad nacida de que las asambleas de creyentes sean cada vez más masivas y, por lo tanto, la gestión asamblearia inherente a la confesión pública sea cada vez más complicada. Así, las denominadas Constituciones Apostólicas establecen por aquella época que, en el caso de que un cristiano hubiese cometido una falta que fuese contraria a las normas de la Iglesia, sería reconvenido, primero por el obispo; después, si aún persistiere, frente a tres o cuatro testigos de confianza; y, en tercer escalón, sólo si aún seguía sin doblar la cerviz, frente a la asamblea de los creyentes. Pero, como vemos, la confesión tal y como nosotros la entendemos, es decir la confesión de que tengo malos pensamientos del hijoputa de mi primo o deseo a la mujer de Fulano, no parece por ninguna parte. Sigue estando reservada para aquéllos que perpetran burradas suficientes como para colocarse fuera de la legalidad cristiana.

Sin embargo, a pesar de este cambio estratégico, es un cambio fallido a causa de un mal muy habitual de la Historia de la Iglesia: la corrupción. A partir del momento en que, en el seno del cristianismo, se admite la idea de que un pecador puede ser privadamente perdonado, surge el problema de las gentes venales o directamente delincuentes que reclaman su derecho a pertenecer a la Iglesia porque alguien (normalmente ayudado mediante el oportuno peculio o favor de otra naturaleza) dice haberlos perdonado. Es por esta razón que el citado Cipriano de Lapsis brama: «Homo Deo esse not potest major; nec remitere aut donare indulgentia sua servus protest, quod in Dominum delictum graviore, comissum est». Traducción libre, no muy literal: El hombre no puede ser superior a Dios ni, puesto que es su servidor, otorgar indulgencia a aquél que ha cometido una falta contra Él». Nadie, sentencia don Cipri, puede perdonar los pecados cometidos contra Dios, salvo Dios mismo.

No obstante la claridad con la que se expresaba Cipriano de Lapsis (y no será el único prelado de la Historia de la Iglesia católica que se preguntará quién se ha creído que es el hombre para hacer de Dios perdonando pecados) , como decía, la propia evolución de la Iglesia, su masificación, hace necesario acudir a ciertas soluciones. Sabemos, por ejemplo, que allá por el año 370 de nuestra era, siendo Basilio obispo de Cesarea, se nombraba un prelado en cada diócesis que operaba como los médicos clasificadores de las urgencias hospitalarias: escuchaba las confesiones del personal y decidía, él, cuáles debían «pasar» a la asamblea. No obstante, como digo estas reformas son fundamentalmente organizativas. Los padres de la Iglesia (así, Hilario de Poitiers, por esa misma época) siguen aseverando que el perdón de los pecados precisa únicamente de la confesión personal a Dios. El concilio de Laodicea (372) establece que deberá ser readmitido en la Iglesia el pecador que se entregue a «la oración para confesión», a la penitencia, y que se aparte del mal camino.

Agustín, obispo de Hipona, nos dice algunos años después, ya en el siglo V: «Illi enim quos videtis agere paenitentiam, scelera commiserunt aut adulteria aut aliqua facta immania; inde agunt paenitentiam. Nam si levia peccata ipsorum essent, ad haec quotidiana oratio delenda sufficeret». O sea: aquél a quien veáis haciendo penitencia ha cometido adulterio o algún otro pecado mayor; pues para los pecados veniales, la oración diaria basta para lavarlos. Vemos, por lo tanto, que cuatro siglos después de haber nacido la Iglesia cristiana, todavía la confesión, que no es del todo privada sino más bien fundamentalmente pública (sobre todo lo que es público es la penitencia; Agustín nos da la pista de que es perfectamente posible discernir al penitente), además, se refiere únicamente a los pecados de gran gravedad.

Unos pocos años después de su muerte, sin embargo, la tendencia hacia el establecimiento de un sacramento organizado de arriba abajo, que había comenzado allá por el 250 al menos según mi visión, toma cuerpo con el Papa León el Magno. Este vicario de Cristo establece una interpretación sacramental que es de gran importancia para la evolución de la confesión: aquélla por la cual tan efectivo para el perdón de los pecados son los rezos del pecador como los rezos del sacerdote. Hasta ese momento, en la creencia cristiana cada uno rezaba por sus faltas. Pero la reforma leonina introduce el «rezaré por ti»; introducción que, al menos en mi opinión, es de importancia fundamental para comenzar a construir el papel protagonista del sacerdote en el perdón de los pecados.

El Papa León hizo lo que hizo no exactamente por ambición de poder o control sino, una vez más como en otras mil y pico de la Historia eclesial, para evitar el escándalo y la corrupción. Como ya hemos visto, de tiempo atrás se había establecido la existencia del sacerdote que escuchaba los pecados de los feligreses y decidía sobre su publicación. Inmediatamente, surgió el problema de los obispos y prelados que, por razones varias entre las cuales no pocas veces se encontraban la envidia, el odio y todos esos sentimientos tan humanos que los curas alimentan como cualquiera, se dedicaban a publicar esos pecados incluso en ocasiones que no debían, exponiendo a los feligreses a escarnios innecesarios. No pocos obispos repugnaban de esta práctica y León la combatió.

Luchando contra esta práctica corrupta es como León hubo de sostener el principio de que la confesión ante el sacerdote ha de servir para expiar los pecados; esto es, decretó, por mucho que la medida tardase en imponerse, la muerte del principal elemento de la confesión en los primeros tiempos cristianos, cual es el conocimiento por el resto de la asamblea, y la penitencia pública. Decreta el padre santo: «Sufficit enim illa confessio quae primum Deo offertur, tunc etiam sacerdoti». O sea: ha de bastar la confesión que se ofrece primero a Dios y luego al sacerdote.

Sin embargo, los síntomas son de que los fieles no hicieron demasiado caso de esta recomendación. El Papa Simplicio, a finales del siglo V, tuvo que instituir una semana del año en cada una de las tres grandes iglesias de Roma (San Pedro, San Pablo y San Laurencio) para que durante dichos días los sacerdotes estuviesen dispuestos a recibir confesiones. En realidad, esta previsión papal es el primer testimonio que tenemos de confesiones celebradas dentro de las iglesias. Entrado el siglo VI, en la regla de San Benito, la confesión no figura entre las imposiciones a los monjes.

No es hasta finales de este siglo, en torno al 580, que se comienzan a redactar penitenciales, una especie de libros de instrucciones dedicados a la confesión y, sobre todo, al tiempo de penitencia de acuerdo con el pecado cometido. Gracias a los penitenciales que nos han llegado sabemos que, cuando menos en Grecia, en aquel entonces la confesión no se practicaba de rodillas, mucho menos mediando una celosía o cualquier otra división entre confesor y confesante, sino ambos protagonistas del acto sentados uno al lado del otro o frente al otro.

Por lo que respecta a España, existen indicios claros de que la confesión no era en modo alguno práctica común en el siglo VII. Isidoro de Sevilla, en aquella época, describe en sus escritos con gran meticulosidad las obligaciones y tareas de los obispos; y no menciona entre ellas el escuchar en confesión a los fieles. Se refiere a la penitencia de los pecadores, pero los describe manchándose el rostro y la cabeza de ceniza, así pues no es muy probable que se esté refiriendo a otra cosa que pecados de gran cuantía.

A pesar de ello, la Iglesia, como tal, avanza, muy despacio, pero avanza, hacia la protocolización de la confesión. El concilio de Chalons, en el año 650, redacta un octavo canon en el que afirma que la confesión frente a un sacerdote es una prueba de penitencia. Un canon que, claramente, trata de atraer a los fieles hacia el confesionario con la obvia contraprestación de evitarles la penitencia pública.

Sin embargo, la batalla del pequeño pecado no se ha ganado. Beda, en sus comentarios al evangelio lucano, también por esa época, considera que los únicos pecados que han de ponerse en conocimiento de la Iglesia son la herejía, el judaísmo, la infidelidad y el cisma. Los otros pecados existen, pero son lavados mediante la gracia divina buscada mediante la oración. De hecho, en fecha tan tardía aun encontramos casos de cristianos que prefieren confesar sus pecados a no profesionales. Así, los centenares de británicos que, durante la vida del eremita Guthlac, peregrinaron hacia su chabola para confesarle sus pecados; y que, a su muerte, erigieron en su memoria el monasterio de Crowland.

El segundo concilio de Chalons, 813, todavía se ve obligado a reconocer que la confesión no es un hecho obligatorio. El canon 33 nos dice: «Quidam Deo solummodo confitere debere dicunt peccata, quídam vero sacerdotibus confitenda esse percensent; quod utrumque non sine magnu fructu intra sanctam fit Ecclesiam». Más o menos: hay gente que dice que los pecados se confiesan con Dios; otros que dicen que hay que visitar al sacerdote; y ambas cosas se hacen en el seno de la Iglesia. Por lo tanto, el sacerdote era visto más como un consejero que como un juez, y su principal obligación era rezar por el pecador para auparlo hacia el Paraíso.

Sin embargo, la Iglesia quiere, claramente, imponer la confesión obligatoria, y pronto encontrará un elemento fundamental: las peregrinaciones. Heito de Basilea estatuye en el 820 que los penitentes que visiten la ciudad apostólica deben confesar en su lugar de origen sus pecados, «porque han de ser atados o desatados [de la Iglesia] por su obispo o sacerdote y no por un extraño». No es, en realidad, motivo de este post; pero algún día habría que hablar de las muchas querellas que provocó esta pregunta de, en peregrinando, quién es el pichi que tiene el derecho de lavar el alma del peregrino. Lo importante a efectos de los que aquí contamos es que las peregrinaciones, sobre todo cuando, cuatro o cinco siglos después, se hagan masivas, serán una vía importante para generalizar la confesión.

El aldabonazo final, sin embargo, llega con el año 1.000. Primero, por el enorme cambio que en la sicología colectiva del cristianismo provoca el milenarismo y la sensación, o más bien convicción, de que el mundo se acaba. Y, segundo, porque nada más comenzar a extinguirse los ecos de dicho milenarismo, llegarán la cruzadas, que serán el último gran elemento que necesitaba la Iglesia para dictaminar la obligación de confesarse.

En el 1095, durante el proceso de márquetin de la cruzada, el Papa Urbano II, propone, primero el perdón para todos aquellos que asuman la cruz, y luego la confesión como medio ideal para morir limpio, si es que uno ha de morir en los combates. Y no se quedó ahí. Estableció la posibilidad de redimir mediante la cruzada cualquier tipo de pecado, lo cual es enormemente discutible. Al menos, a mí me parece que tomar la espada para defender una Jerusalén cristiana no es razón suficiente, ni aquí ni creo que en el Cielo, para perdonar a, un suponer, un asesino en serie de niños de pecho. Sin embargo, Urbano no sólo puso una autopista hacia el Cielo para los miles de puteros, cabrones, ladrones, violadores y estafadores que se fueron a las cruzadas, sino que incluso estatuyó el perdón colectivo, perdón por compañías o batallones podríamos decir, que es algo, en mi modesta, teológicamente insostenible y humanamente una gilipollez.

Urbano, en todo caso, clavó los últimos clavos que hacían falta para fijar bien la confesión obligatoria. El sínodo de Gran, 1099, establece la confesión en tres momentos del año (Semana Santa, Pentecostés y Navidad) y, finalmente, el cuarto concilio Laterano, 1215, establece la obligación de confesar al menos una vez al año (así como la de comulgar al menos una vez, en Semana Santa). Lo sentencia su canon vigésimo primero: «Omnis utriusque sexus fidelis, postquam ad annos discretionis pervenerit, omnia sua solus peccata confiteatur fideliter (saltem semel in anno) proprio sacerdoti, et injunctam sibi poenitentiam studeat pro viribus adimplere». Todo cristiano, incluso si es mujer, una vez alcanzada la edad del uso de razón, deberá confesar al menos una vez al año con su sacerdote local, y arrostrar la penitencia.

En 1.200 años, por lo tanto, la confesión pasó por muchas etapas, que, de todas formas, se conforman claramente con las características de: voluntariedad, ausencia de la intermediación sacerdotal, y limitación del conocimiento por terceros, además del propio pecador y Dios, para los pecados de especial gravedad.

Con el IV Laterano, sin embargo, la Iglesia católica comenzó una etapa completamente nueva desde este punto de vista (entre otros; el IV Laterano también es el concilio que establece el dogma de la transubstanciación del cuerpo de Cristo en la hostia). A partir de entonces, su conocimiento sobre sus fieles será mucho mayor, y mucho más preciso.

Para bien, y para mal.

domingo, mayo 24, 2009

Los godos molan (3): Recaredo

La religión y la política, o si lo preferís la religión y la guerra, siempre han estado íntimamente unidas, y lo siguen estando. Discutiríamos eternamente sobre si la guerra se esconde detrás de la religión o es la religión la que se esconde detrás de la guerra; pero desde un punto de vista práctico, la verdad es que la diferencia no existe en el terreno de los resultados.

Si hay dos cosas que cohesionan a los pueblos que lo vas flipando, esas cosas son la lengua y la religión. La mayor parte de las personas que son algo (armenios, mongoles, españoles, vascos, uzbekos) están dispuestas a soportar que su pueblo sea agredido de diversas maneras; pero colocan la barrera infranqueable en la discriminación de su idioma y/o la negación de sus creencias. En este mundo moderno y en esta esquina del mundo, que se ha vuelto más bien laica (o, cuando menos, está en el mayor punto de laicidad de su Historia conocida) quizá sea difícil de ver, pero lo cierto es que la religión es uno de los cementos más sólidos a la hora de unir a los hombres bajo un nombre común que designe a una nación, un pueblo, o una raza.

Las religiones, por lo común, se basan en la existencia de un misterio. Por misterio hemos de entender algo imposible o difícilmente aprehensible que hace necesario el concurso de un intermediario experto. El cristianismo tiene a los sacerdotes, el budismo a los lamas y los rimpochés, el musulmanismo a los muftíes... en general, toda religión tiene presbíteros que cumplen ese papel de intérpretes que aprovechan su relativa mayor cercanía con la divinidad.
En el caso del cristianismo, y sobre todo del catolicismo, este elemento primario, que como digo está en todas las religiones pues todas las religiones tienen sacerdotes o sacerdotoides, se lleva a un extremo bastante alto. El catolicismo rechaza la libre interpretación de los mensajes de Dios y crea una institución, que es la Iglesia, la cual interpreta dicho mensaje y debe ser seguida por los creyentes en dicha interpretación. Pero la interpretación católica de las Escrituras y del mensaje de Dios es sólo una más; la básicamente prevalente hasta Lutero, pero una más. Los primeros tiempos del cristianismo, sus primeros diez o quince siglos, fueron el vivero de muchas y muy diferentes interpretaciones de esa realidad, la mayoría de las cuales son conocidas hoy con el sustantivo que desde Roma se les impuso: herejías, lo cual quiere decir doctrinas desviadas de la verdad católica (y atacables por ello).

La mayor parte de los problemas doctrinales surgidos en el seno del cristianismo durante la Edad Media tiene que ver con la Trinidad (a secas; sin Jiménez). La Trinidad es una formulación misteriosa de la existencia de Dios, un monoteísmo matizado, de difícil comprensión desde análisis simples. Siempre he pensado que esto, y no otra cosa, es lo que buscó la Iglesia de Roma con su desarrollo. Cuanto más compleja (se podría decir: más gnóstica) la teoría, mejor: eso reclamaría mayores dosis de liderazgo por parte de la propia Iglesia, como intérprete de esa verdad.

La Trinidad dio en aquellos tiempos para discusiones interminables (bizantinas, en buena medida) sobre la naturaleza del Hijo y del Espíritu Santo; sobre el tipo de voluntad de Jesucristo, humana o divina; sobre la calidad de su sufrimiento. Un curso de teología hereje sería complejo y aburrido. Pero, así, en términos muy gruesos, se puede decir que el primer gran enfrentamiento en torno al concepto de la Trinidad, es decir el momento en el que el monoteísmo judío se hace gentil de la mano de Pablo de Tarso y hace sitio cuando menos a un segundo inquilino, el Cristo; el primer gran enfrentamiento, digo, es si Jesucristo es igual que su padre, si es distinto, qué era cuando estuvo en la Tierra, y qué es ahora mismo.

La Iglesia católica defiende una visión que es bastante complicada de explicar. Está en el Credo que cualquier católico reza los fines de semana en voz alta. Jesucristo es el hijo único de Dios, de su misma naturaleza, engendrado y no creado. Lo cual viene a querer decir que Jesús es y no es el Padre, así pues ambos, y el Espíritu Santo, de alguna forma son y no son lo mismo. Siempre he pensado que en el desarrollo de toda esta historia tuvo que participar un huevo de obispos gallegos.

Los godos, de origen germánico, son cristianizados más tardíamente que los latinos. Por lo demás, cuando comienzan a expandirse hacia el sur, radicándose en terrenos del imperio romano, enrolándose en su ejército y vendiéndoles pan por las mañanas (pues ésta es la invasión goda; quien se imagine a tipos con cuernos en los cascos ganando batallas, yerra en lo fundamental), se encuentran con una organización fuertemente nacionalista a la que le cuesta considerar a esos tipos rubios, altos y que hablan tan fuerte como unos romanos más. A mi modo de ver, fueron los romanos los primeros que hicieron que los godos se sintieran godos. Así las cosas, cuando el imperio se fue a la mierda y los godos dominaron el cotarro, siguieron sintiéndose distintos de los romanos.

Ese desarrollo propio también se llevó a las ideas religiosas. Muchos godos, y entre ellos los visigodos que acabaron sentando el culo en España, eran seguidores de Arrio, un teórico para el cual el Hijo desde luego merecía la atención de los cristianos, pero no al mismo nivel que el padre, pues uno era Dios y el otro, no. El arrianismo siempre me ha parecido a mí como una versión más sencilla del cristianismo, sin tantas complicaciones teóricas. Hay un Padre, hay un Hijo, y el Padre es más que el Hijo. El Padre elije al Hijo y, por lo tanto, el Hijo no es Dios.

Arrianismo y catolicismo son ambos creencias cristianas que, probablemente, no tenían por qué tener muchas dificultades para vivir juntas. Sin embargo, para entender su enfrentamiento en la España visigoda, hay que comprender el concepto fundamental de que aquél era un país en el que vivían dos pueblos. Los visigodos, que dominaron a los hispanorromanos, se quedaron con parte de sus tierras, pero no los sometieron, puesto que los necesitaban para que el país funcionase. Aún así, establecieron dos códigos de leyes distintos, uno para godos y otro para latinos, y consecuentemente instituciones propias para cada pueblo. En este entorno, es lógico que cada uno conservase su religión.

No se puede hablar, sin embargo, de que la España arriana fuese agobiante a la hora de imponerse al catolicismo. Los católicos, en los tiempos de Leovigildo y los reyes anteriores, podían fundar iglesias y monasterios con entera libertad (libertad que se apresuraron a negar a los arrianos tras la conversión de Recaredo). Podían escribir y difundir libros sin problemas (o sea, no fueron los arrianos los que inventaron el Índice de libros prohibidos; serían los católicos). Se dan casos como el del obispo Masona de Mérida, en su día desterrado por Leovigildo, a quien en su destierro se le permitió escribirse libremente con el Papa. De hecho, cuando los católicos empezaron a ejercitar su inveterada tendencia a ir a por los que no concebían las cosas como ellos, cosa que ocurrió con el priscilianismo, la nación arriana les dejó llevar a cabo esa lucha.

La principal presión arriana era social. Si un visigodo se convertía al catolicismo, el trato que recibía era de haber dejado de ser godo para pasar a ser un latino.

Recaredo sucedió a su padre Leovigildo en algún momento de la primavera del 586. Su acceso al trono fue hasta cierto punto un suceso, pues conviene recordar que la monarquía goda no era hereditaria; así pues, que Leovigildo hubiese sido rey no tenía significado alguno para que Recaredo lo fuese también. En todo caso, Recaredo heredó varios ingredientes claros.

Heredó, en primer lugar, una guerra civil reciente, en la que las posiciones se habían radicalizado; entre otras cosas, en sus últimos años Leovigildo había extremado su política anticatólica, aunque esta afirmación hoy parece una coña teniendo en cuenta que su represión de los católicos se hizo, que sepamos, sin tocarles un pelo, mucho menos quemándolos a centenares en las plazas.

La segunda cosa que heredó Recaredo fue el conflicto con los francos, muy especialmente con Childeberto, a cuenta de las brutalidades cometidas por su madrastra Goisunda contra la joven Ingundis, hermana de Childi. Recaredo envió emisarios inmediatamente a la corte de Childeberto para ofrecer la paz. Éste aceptó. De esa manera, los visigodos se aseguraban no tener problemas con dos de los reyes francos, pues con Chilperico no tenían problemas. Sin embargo, el que se negó siquiera a recibir a los embajadores españoles fue Gontrán. No sólo eso, sino que la frontera entre su nación y la Septimania (la región comprensiva de Narbona, Nimes, etc.) quedó cerrada.

Todo hace indicar que los movimientos de Recaredo en el inicio de su reinado tienen como objetivo primario evitar una guerra con los francos. Entre otras cosas, ordenó la ejecución de Sisberto, el asesino de su hermano Hermenegildo; gesto que ganó para él, definitivamente, la neutralidad de Childeberto (bueno; en realidad, al gesto se unió también un montón de pasta). Recaredo incluso se ofreció para casarse con otra hermana de Childeberto, Clodosinda. La boda con Clodosinda, sin embargo, sólo era posible con el consentimiento de Gontrán (asimismo, tío carnal tanto de Ingundis como de la propia Clodosinda), que se negaba. Gontrán argumentó, no sin razón, que no podía enviar a su sobrina a vivir en un país donde su otra sobrina había sido en tal modo maltratada.

Sin embargo, Childeberto acabó accediendo a la boda. Y lo hizo por una razón que registra la documentación de la época: porque Recaredo se había convertido al catolicismo.

Todo parece indicar, por lo tanto, que el movimiento de Recaredo fue un movimiento en parte provocado por la política exterior. Como ya he dicho, cuando menos en mi imaginación, Recaredo se me aparece como un rey muy consciente de la levedad de su mandato, pues entre los godos las sucesiones carnales en el trono no eran comunes; decidido a no buscar soluciones parciales o parches que apenas permitan tirar unos años; y notable analista exterior, por lo que se dio perfecta cuenta de que, en saliendo de España, en aquella Europa ya no ibas a ningún sitio diciendo que eras arriano, pues el Concilio de Nicea había ganado clarísimamente la partida. La conversión de Recaredo, que estaba destinada a marcarnos a los españoles como tales durante siglos, fue, en mi opinión, un movimiento de paz.

En el 589, Gontrán atacó la Septimania. Pero el jefe político de la región, un latino llamado Claudio, le metió tal mano de hostias en la batalla del río Aude, cerca de Carcasona, que en el campo de batalla quedaron 5.000 cadáveres francos.

Fue a inicios del 587 que Recaredo se hizo católico y fue bautizado en secreto. Según el Papa Gregorio I, en dicha conversión habría participado Leandro, el mismo sacerdote sevillano que había convertido a su hermano Hermenegildo.

Se convocó un concilio para resolver el conflicto entre arrianos y católicos, el conocido como III concilio de Toledo; pero, de todas formas, antes de que comenzase, las propiedades arrianas ya habían sido entragadas a los católicos, así pues el resultado estaba cantado. En mayo del 589 comenzaron las sesiones. El concilio declaró anatema la negación de que Jesucristo hubiese sido engendrado por Dios Padre y que fuese de su misma naturaleza, así como a quien le negase la misma naturaleza que a ambos al Espíritu Santo.

En sus inicios, de todas formas, la conversión de España al catolicismo no fue demasiado impuesta; lo cual, en mi opinión, es bastante coherente con el carácter que se adivina en Recaredo por algunos de sus actos. Las actas del concilio toledano son especialmente etéreas en lo que se refiere a quienes han sido arrianos. Como ejemplo, la Iglesia tardó casi medio siglo en dictaminar que los nacidos en la fe arriana no podían ser obispos, en lo que parece una clara evidencia de que, durante los primeros años en los que el catolicismo fue la religión nacional, una medida así o no habría sido eficiencia o no habría sido permitida por el rey. De hecho, en el III concilio de Toledo sólo cuatro obispos godos abjuraron del arrianismo.

Hubo resitencia, y mucha.

En Mérida, el obispo arriano Sunna, junto con sus amigos Segga y Vagrila, parece ser que organizaron una movida para apiolarse a Masona, el obispo católico. Cuando menos Segga pagó la cosa muy cara, pues Recaredo le cortó las manos. Por cierto, que el rey se enteró de la historia por una delación de Witerico; el cual, curiosas putadas de la Historia, acabaría siendo rey después de cargarse... al hijo de Recaredo.

Más seria parece haber sido la conspiración liderada por la siempre inquieta y tocacojones Goisunda, la cual se alió con el obispo arriano Uldila para derrocar al rey. Se descubrió todo y Uldila fue desterrado mientras que Goisunda murió poco después, no sabemos si de muerte natural (lo cual es bastante lógico).

La tercera rebelión se produjo en la Septimania. Allí, el obispo arriano Athaloc y los nobles Granista y Wildigerno se alzaron en armas contra Recaredo por la conversión, y no tuvieron problema en solicitar el apoyo del rey Gontrán (católico). No obstante Claudio volvió a ganarles otra vez como ya hiciera en Carcasona.

La cuarta movida fue impulsada por el noble Argimundo, y buscaba destronar a Recaredo. Tras desmontarse la traición, Argimundo fue decalvado y se le cortó la mano derecha.

En todo caso, lo más importante es que, con la conversión de Recaredo y sobre todo el III concilio toledano, el panorama de la permisividad religiosa entre cristianos cambia radicalmente; aunque, por lo que os acabo de contar, es racional pensar que la radicalización arriana tal vez tuvo algo que ver en ello.

Si hasta entonces los arrianos habían permitido la fe católica en su seno, como he dicho sobre todo impulsados por la consciencia de que era la preferida de medio país, con la conversión de Recaredo las cosas cambian. Se inicia la muy hispana tradición de la quema de libros que dicen cosas que a uno no le gustan, que a juzgar por los resultados debió ser masiva. Se inició también la costumbre de vedar puestos, por ejemplo en la función pública, a los arrianos. Y se inició la también inveterada costumbre de las conversiones forzosas.

Una última cosa queda clara del movimiento de Recaredo. Este rey godo inició, en el terreno jurídico, una tendencia a la que acabaría por poner la guinda, algunas décadas después, Recesvinto: la unificación jurídica entre godos e hispanorromanos. Por lo tanto, es más que racional pensar y sostener que la conversión de España tuvo mucho que ver con el intento de este rey por conseguir tener un solo pueblo bajo su corona. Desde Recaredo, las diferencias entre godos e hispanorromanos comenzarán a desdibujarse, y colocarlos bajo un mismo palio religioso es un primer e importante paso en ese camino.

Recaredo murió en diciembre del 601 y fue sucedido por su hijo, Liuva II. Pero al año y medio de reinar, teniendo aún veinte años, Witerico, como ya hemos dicho, conspiró, lo derrocó y le cortó la mano derecha (el rey no podía ser manco), e, incluso, unos meses después se lo cargó.

De Witerico sabemos que es el último rey godo que intenta llegar a un acuerdo permanente con los francos. Teoderico II de Borgoña le ofreció casarse con Ermenberga, hija de Witerico y con un nombre, la verdad, que al menos en su segunda mitad suena hoy, digamos, poco femenino. Witerico accedió y envió a Ermenilla a Francia al casamiento. Pero mientras llegaba, a Teoderico la vieja Brunequilda y su propia hermana, Teudila, le predispusieron en contra de la candidata, por lo que el borgoñón deshizo la boda (pero que se quedó con la pasta de la dote; muy francés esto). A partir de ahí, los reyes godos tuvieron claro que no tenían nada que ganar en alianzas con los francos. Quizá les hubiera dado un escalofrío de saber que la tierra que gobernaban acabaría siéndolo por una dinastía de tal origen.

A Witerico lo mataron en un banquete y fue sucedido por Gundemaro. De él sabemos que era muy religioso y que asoló la comunidad autónoma de Euskadi (aunque ambos elementos no están en modo alguno relacionados, que yo sepa). Murió en el 612 y fue sucedido por el muy, muy piadoso Sisebuto. El cual comenzaría otra costumbre inveteradamente española: la persecución de los judíos.

A bientôt.

jueves, mayo 21, 2009

Los godos molan (2): Leovigildo

Leovigildo cuenta, como en parte insinuaba yo en mi anterior post sobre la materia, de muy buena prensa entre los godófilos españoles. Y, la verdad, no es para menos. La España que heredó Leovigildo tenía enormes extensiones de la misma cuyo control efectivo por parte de los godos se había perdido en tiempos del manirroto Atanagildo; zonas que vienen a coincidir, más o menos, con los actuales territorios de Orense, Asturias y Cantabria. No sólo recuperó Leovigildo terrenos ya perdidos, sino que logró expansionar los dominios mediante la anexión, para desgracia del nacionalismo gallego, del reino suevo de Galicia.

Además, mostró una importante preocupación por los hechos financieros, que siempre es de agradecer en un jefe de Estado. Hispania era entonces un cachondeo monetario, como correspondía a un país sin soberanía monetaria que funcionaba, fundamentalmente, mediante la circulación en su territorio de monedas bizantinas. Leovigildo impulsó emisiones propias que introdujeron alguna racionalidad en aquel caos. Además, Leovigildo procedió a revisar el código legal de Eurico, creando un corpus legal que rigió a los godos durante casi un siglo.

Las crónicas, además, nos pintan a un Leovigildo que es el primer rey propiamente dicho de la Historia española. Hasta entonces los godos, como corresponde a una monarquía electiva, tenían al rey como uno más de los nobles caballeros, así pues éste no se distinguía demasiado de sus pares. Leovigildo es el primer monarca que viste como un rey (esto es, diferente a los demás) y establece cierto protocolo cortesano.

Como caudillo militar, Leovigildo tuvo dos prioridades: el sur dominado por los bizantinos y el norte, no sólo Galicia como ya hemos comentado sino también el territorio que hoy conocemos como Comunidad Autónoma de Cantabria, en el que, con mucha probabilidad, un grupo de terratenientes hispanorromanos había montado un proyecto secesionista a lo Ibarretxe, sólo que sin referéndum, y que por las referencias que tenemos pudo ser solucionado por la vía ejecutiva por Leovigildo, el cual se habría pasado por la piedra a los dichos mandamases de origen latino.

Con todo, sus grandes acciones son su sofocamiento de la revuelta de Córdoba, que duraba desde Agila; así como la penetración en Galicia. En el año 575, y en una primera fase, Leovigildo invadió la provincia de Orense, donde hizo prisionero a su caudillo militar, un tal Aspidius. Luego penetró en el reino suevo, aunque ante las llamadas del rey Miro a la negociación, alcanzaría una paz con ellos. En el 577 abandonó el norte de la península, pero no es difícil imaginar que se fiaba de Miro más bien poco. Algún tiempo antes, cuando el godo estaba separando cabezas de cuerpo en Cantabria, Miro había enviado mensajes secretos al rey franco Gontrán para intentar una pinza antileovigilda; pero sus cartas habían sido interceptadas por Chilperico, general godo, así pues el rey las conocía.

Isidoro de Sevilla nos cuenta que Leovigildo gobernaba con el cuchillo de capar en la mano. Exilió y asesinó a todo noble que se le puso por delante y le dijo que no. Pero no son pocos los historiadores que tienden a justificarlo con la importancia de su labor, que no era otra que recuperar la cohesión geográfica del país. En diez años de reinado, básicamente, lo había conseguido.

Pero una guerra civil estaba a punto de estallar.


Leovigildo tuvo una primera mujer, de la que poco o nada sabemos, que le dio dos hijos: Hermenegildo y Recaredo. Se casaría una vez más, nada más ser asociado al trono por Liuva, con Goisunda, viuda de Atanagildo; pero no tuvieron hijos (aunque Goisunda, como ahora mismo veremos, sí que los tuvo con Atanagildo). Cuando murió Liuva y por lo tanto Leovigildo llegó a ser rey en solitario, asoció a sus hijos al trono.

En el año 579, y dentro de una típica operación follodiplomática, Hermenegildo se casó con una princesa franca, Ingundis, de religión católica, hija del rey Sigeberto I y de la reina Brunequilda, hija, a su vez, de Atanagildo. Lo cual hace a Ingundis nieta de la segunda mujer de Leovigildo, Goisunda, y, por lo tanto, nos lleva a la extraña conclusión de que el rey godo casó a uno de sus hijos con su nieta; con lo que, de haber tenido Hemegi e Ingun algún hijo, habría sido, a la vez, nieto y bisnieto del rey.

En el viaje hacia España, Ingundis paró en una ciudad de la actual Francia, llamada Agde, que tenía un obispo católico, Fronimius, que era un ultrasur de la religión. El cura se pasó días dándole la brasa a la novia sobre lo cabrones que eran los arrianos y asegurándole que la obligarían a abjurar de sus creencias y, consecuentemente, la condenarían. Ingundis tenía entonces 12 años y pertenecía a una clara estirpe de princesas francas católicas, de las que ya hemos visto especímenes en estas notas. Por la dicha razón, cuando llegó a España chocó rápidamente con su abuela Goisunda, que intentó atraerla hacia el arrianismo. Goisunda, que era de armas tomar, la tiró del pelo, la agredió, la pateó en el suelo y ordenó que la desnudaran y la metieran en estanques de agua fría. Pero la Historia nos demuestra que lo peor que se puede hacer con un católico es putearlo. Ingundis no movió su fe ni un milímetro.

Leovigildo tomó la decisión de ordenar a Hermenegildo que se estableciese en Sevilla, quizá para poner a Ingundis lejos de las aviesas intenciones de Goisunda. Una vez en la ciudad hispalense, la mujer y un monje llamado Leandro con el que se asoció se aplicaron a convertir a Hermenegildo al catolicismo. Tras unas primeras reticencias, Herme acabó por caer y convertirse.

Leovigildo no podía consentir eso. El arrianismo no era exactamente la religión nacional de la España goda, pero de ahí a permitir que un príncipe asociado al trono fuese abiertamente católico mediaba un trecho. Tras negociaciones y amenazas, Hermenegildo decidió desafectarse y buscar alianzas, que encontró fácilmente (estaba en el sur, en Sevilla) entre los bizantinos.

Hermenegildo se declaró rey en Sevilla y abrió una guerra civil de godos contra godos en la que, sin embargo, no parece que estuviese muy seguro de sus medios, pues durante todo el tiempo que duró, ni siquiera cuando en el 581 Leovigildo estuvo en guerra contra los vascos, intentó tomar Toledo. En realidad, durante el principio de la rebelión es más que probable que Leovigildo estuviese más preocupado por los vascos, los cuales podrían haber llegado incluso hasta Rosas, que en los ejércitos de su hijo, lo cual sugiere que la rebelión pudo tener escaso apoyo social. Fue en el 582 cuando Leovigildo pudo volver sus lanzas hacia el sur. Tomó Mérida, que entonces era capital de la Lusitania y, al año siguiente, avanzó hacia Sevilla.

En ese momento apareció el dudoso Miro el suevo en escena, probablemente tratando de obtener ganancia del caos. Pero midió mal sus pasos, porque Leovigildo le dio una mano de capones y le obligó a asociarse a su causa, con lo que la única ayuda de Hermenegildo quedó de lado bizantino. Sin embargo, Leovigildo maniobró por su cuenta y los sobornó. De modo y forma que, cuando Hermenegildo presentó batalla a las afueras de Sevilla, se encontró con la sorpresa desagradable de que sus aliados bizantinos, de repente, lo dejaban solo. En el verano del 583, Leovigildo tomó Sevilla y Hermenegildo salió por patas.

Recaredo, el otro hermano, persiguió a Hermenegildo hasta Córdoba, donde lo alcanzó y lo obligó a buscar refugio en una iglesia. El hermano entró y le convenció de que se entregase a su padre. Hermenegildo se postró a los pies de Leovigildo y pidió perdón. Su padre le alzó y le besó, pero acto seguido lo desterró a Valencia primero y luego, a Tarragona, donde acabó asesinado, en el 585, por un tal Sisberto. Teniendo en cuenta que para entonces Hermenegildo ya representaba bien poca cosa, es al menos mi opinión que ese asesinato pudo ser de encargo. De hecho, el cronista Gregorio de Tours da por hecho que fue orden del padre. Según algunas fuentes, Leovigildo habría ordenado matar a su hijo después de que éste le diese una mano de hostias a un obispo arriano que el rey había enviado para re-convertirlo.

Miro el capullete suevo había muerto en el 582, siendo sucedido por su hijo Eborico. Eborico se apresuró a negociar una paz con Leovigildo y éste a firmarla. Pero dos años después Audeca, hermano de Eborico, le hizo un golpe de Estado suevo y lo echó del trono. Hasta se casó con la mujer de su hermano, Sisegutia. Por alguna razón que no está del todo clara (quizá tuvo alguna información que se nos ha perdido), Leovigildo reaccionó a la subida al poder de Audeca abriendo una campaña para invadir Suevia. Entró en el país a sangre y fuego y prendió a Audeca, para el cual reservó el mismo destino que éste le había impuesto a su hermano Eborico: lo tonsuró y convirtió en monje de un monasterio en el culo del mundo. De esta manera, y hasta el día presente, Leovigildo incorporó Galicia como provincia española; ello a pesar de una fracasada rebelión galleguista, dirigida por un tal Malarico.

En toda esta historia hay un personaje que apenas ha aparecido: Recaredo. Recaredo hace la guerra para su padre, recorre un país quebrado por la guerra civil, contempla las expeditivas actuaciones de su padre, a quien no le temblaba la mano ante nadie y ante nada. Y cabe imaginar que se da cuenta de que todo eso, en el fondo, ocurre por una sola cosa, que es la diferencia de religión.

Todo lo que digamos de Recaredo es pura teoría. Las fuentes son pocas y por lo tanto el espacio para la especulación, anchísimo. Pero yo siempre he imaginado a este Recaredo joven, general de Leovigildo, viendo como Hispania se debate en frontales enfrentamientos religiosos, y se dice: esto no puede seguir así. Levanta la vista, mira a su alrededor, y se da cuenta de que el catolicismo está triunfando en Europa y el papado romano es cada vez más importante.

Por eso Recaredo, algún día del final del siglo VI, comienza batir dentro de su cabeza una idea. Una idea tan duradera que, en realidad, durará más o menos hasta que, en 1869, una Constitución española declare la neutralidad del Estado frente a la religión. Una idea, también, bastante genial a la hora de procurar unidad a esta Hispania siempre proclive a la ruptura.

España estaba a punto de empezar a ser católica.

Continuará, obviously.

viernes, mayo 15, 2009

Los godos molan (1)

A los jóvenes, e incluso no tan jóvenes, que lean este blog, leer este post no les creará emoción alguna. Pero a los talluditos, probablemente, les va a causar un escalofrío. ¿Los godos? Pues sí, los godos. Que, además, molan.

La lista de los reyes godos, o visigodos, ha perseguido a generaciones de españoles durante años. Aunque los godos reinaron en España durante relativamente poco tiempo, lo intrincado de su historia, y sobre todo lo intricado de sus nombres, hizo que la puta lista pasara rápidamente a la categoría de coñazo superferolítico. Si a eso le añadimos que la Historia escolar siempre ha mostrado predilección, de entre los tiempos antiguos, por otros más modernos, tipo Reyes Católicos y tal, pues ahí tenemos, a la vuelta de la esquina, la discriminación en la persona de estos reyes que, sin embargo, tienen su importancia. Normalmente se tiende a creer que tuvieron poca, quizá por dos razones. La primera, obvia, es la gran escasez de testimonios que dejaron. De hecho, los historiadores de esas épocas se las ven y se las desean para encontrar fuentes que les digan algo de lo que pasó y, la verdad, yo creo que es más lo que no sabemos que lo que sabemos. Otro síntoma normalmente citado del insulso paso de los visigodos por España es el escaso rastro dejado en el idioma, pues el español tiene muy poquitas palabras de origen germánico-godo. La segunda razón es que como a los godos los árabes los pasaron por encima como, ejem, el Barça al Madrid, pues tampoco se los valora mucho como guerreros.

Los godos no son la leche en verso, para qué negarlo. Pero sí tienen importancia, sobre todo algunos de ellos. Y, lo que es más importante, su Historia tampoco es tan aburrida.

Voy a intentar demostrároslo.

Los godos son germánicos de origen y se asientan en la Europa occidental conforme el imperio romano va cediendo terreno y dejando de ser imperio. Los germánicos fueron varias veces invadidos y dominados por los romanos, lo cuales acabaron por romanizarlos en un tanto y, en los siglos posteriores al imperio propiamente dicho, transmitiéndoles la religión cristiana, que los pueblos godos tendieron a admitir como propia; aunque entre ellos tenía mucha fuerza el arrianismo, una creencia que daba al Padre preeminencia sobre el Hijo y que sería la principal alternativa al catolicismo en su época. Algunos de estos pueblos godos traspasaron los Pirineos y entraron en España al final del siglo V, dominándola completa salvo más o menos lo que hoy es Galicia, pues formaba parte del reino suevo (pueblo también germánico); y el País Vasco, contra el cual libraron frecuentes guerras defensivas.

Sin embargo, en ese momento la dominación goda no era propiamente una dominación hispánica, pues todo el territorio formaba parte del vasto imperio acumulado por Alarico II, que llegaba hasta el sur del Loira. Los amplios dominios de Alarico despertaron la codicia de otro pueblo godo llamado a tener mucho predicamento en la Historia de Europa: los francos. Su rey Clodoveo presentó batalla a Alarico y en el año 507 le dio una buena mano de hostias en Vouillé, cerca de Poitiers. Fruto de esa batalla, los visigodos perdieron sus territorios franceses, salvo la provincia Narbonense, que no por casualidad viene a coincidir con esa parte del país vecino donde gustan los toros y existen aficiones tan sospechosamente españolas.

La monarquía visigoda era electiva. No pocas veces en su devenir, como veremos, fue hereditaria, pero eso fue con notables dificultades, tan notables que es imposible hablar de dinastías entre los reyes godos. Pero que esto fuese así no quiere decir que los reyes, by default, ambicionasen dejarle el momio a sus crianzas. Alarico II soñaba con dejarle la corona a su hijo Amalarico, pero éste era tan sólo un niño cuando su padre murió en la batalla contra Clodoveo. Los nobles godos eligieron como rey en Narbona a un hijo ilegítimo de Alarico, de nombre Gesaleico (más vale que os vayáis acostumbrando a estos nombrecitos; apenas acabamos de empezar). Gesaleico reanudó la guerra contra los francos, pero perdía una final detrás de otra, y ya se había retirado a España esperando que los Pirineos parasen a los gabachos cuando la solución le vino de Italia, donde Teodorico, rey ostrogodo, decidió intervenir para bajarle los humos a los sarkozys en potencia.

Tenía Teorodico un gran general, Ibbas, que obligó a los francos a levantar el sitio de Arlés, que tenían prácticamente ganado; y que fue el mismo que, tiempo después (511) entró en España con órdenes de mandar a tomar por culo a Gesaleico, pues el bastardo, en un movimiento propio de la época (y de otras muchas, como la presente) había decidido aliarse con sus enemigos de antaño en contra de quien le había salvado el trasero. La batalla decisiva en la que Gesaleico fue derrotado se produjo muy cerquita de Barcelona, tras lo cual el rey huyó a Bizancio, aunque a un tercio de camino fue encontrado y convenientemente apiolado.

Teodorico, que era abuelo de Amalarico, actuó de regente de su corona hasta el 526, año en que murió. Tras heredar la corona, Amalarico firmó un tratado con Atalarico, sucesor de Teodorico (todo rico, rico) por el cual las fronteras de la corona visigoda quedaron básicamente fijadas. Además, en un intento por evitar las agresiones de los francos, decidió emparentar con ellos, así pues se casó con Clotilde, hija de Clodoveo.

Los francos eran católicos (algunos siglos después un franco, Carlomagno, se convertiría en campeón terrenal del papado). Pero Amalarico era arriano. El rey, probablemente, asumió que en situaciones así, la esposa toma las creencias del marido y se jode. Pero Clotilde debía ser de armas tomar, porque se negó a abjurar de su catolicismo. Amalarico, en un gesto un tanto bárbaro, la maltrató e incluso hizo que le lanzasen (a su mujer) bostas de vaca y de caballo cuando iba camino de misa. Según algunas versiones, como la de Gregorio de Tours (pero no hay que olvidar que es franchute), Amalarico probablemente pegaba a su mujer, de modo y forma que ésta acabó por enviarle a Childerberto, su hermano, una carta con un pañuelo suyo manchado de sangre. Algunos historiadores creen que la historia de la sangre es una invención a tiempo.

Childerberto reunió a su pandi, con la que derrotó a Amalarico en Narbona. El rey, además, murió poco después en extrañas circunstancias, más que probablemente asesinado, cuando intentaba encontrar refugio en una iglesia en Barcelona. Pero por alguna razón que desconocemos, los francos no entraron en España. Quizá es que es cierto que sólo pretendían rescatar a la princesa. En todo caso, un comandante nombrado por Teodorico durante su regencia, de nombre Teudis, sucedió a Amalarico, lo cual ha hecho pensar a muchos estudiosos que probablemente tuvo algo que ver en su tropiezo final; y, pienso yo, quizá estaba conchabado con Clodoveo, Clotilde y Childerberto, y es por eso que le dejaron en paz. Sabemos poco de cómo era este rey como tal (aunque sabemos que fue muy permisivo con los católicos, lo cual abona la tesis de su entendimiento inicial con los francos), aunque sabemos que era un buen militar, pues consiguió, a través de su principal general Teudigiselo que, cuando años después los francos decidieron por fin cruzar los Pirineos y llegaron a Zaragoza a sangre y fuego, tuviesen que terminar huyendo mientras expelían por sus anos paté de colon de forma incontinente.

Por el sur, sin embargo, Teudis fue vencido por los bizantinos, que llegaban por el norte de África y tomaron Ceuta (nótese el leve detalle de que visigodos y bizantinos ya peleaban por el dominio de Ceuta antes de que el Islam dijese esta boca es mía). Por cierto, que cuando los visigodos cruzaron el Estrecho y la retomaron, la volvieron a perder, y para siempre, por respetar el descanso dominical, durante el cual los bizantinos los encontraron desarmados y sesteando.

Teudis murió asesinado, aunque sabemos poco de los detalles, y fue brevemente sucedido por Teudigiselo; el cual, así mismo, fue asesinado en Sevilla en el curso de un banquete cuando, según las crónicas, estaba completamente mamado. En el 549 subió al trono Agila, que heredó una corona en retroceso, seriamente amenazada por los bizantinos. Tanto, que estos acabaron por saltar desde África y tomaron para sí el área de Málaga. Estando en situación tan débil, un nombre local, Atanagildo, se estableció en Sevilla, desde donde montó un golpe de Estado para mandar a Agila a amargar pepinos. En marzo del 555, los propios partidarios de Agila, viendo que no era capaz de vencer a la coalición entre Atanagildo y los bizantinos, lo asesinaron y aclamaron a aquél como nuevo rey.

En ese punto, la Hispania visigoda daba la impresión de estar a punto de convertirse, como ocurriría siglos después en la dominación musulmana, en un reino de taifas. Sin embargo, Atanagildo consiguió morir como Franco, o sea en la cama, lo cual en un rey godo es todo un récord. Fue sucedido por su mujer Goisvinda y, posteriormente, por un tal rey Liuva.

A Liuva le pasa lo mismo que a William Baldwin: toda su fama se la debe a su hermano. Durante su reinado, asoció en efecto a su hermano a la corona goda. Al morir en el 572, por lo tanto, le dejó el poder a él. Lo cual hizo rey de España a Leovigildo, a decir de muchos uno de los mejores reyes de España.

Confieso que yo soy más bien recaredista; pero, desde luego, admito que Leovigildo bien merece una pausa y un post para él solito.

viernes, octubre 10, 2008

Discusiones bizantinas (2): ¿Cuántas voluntades tiene Cristo?

Pues si. Tras un largo camino de siglos, la Iglesia católica parecía haber llegado a un acuerdo en que Dios y su hijo eran dos naturalezas sin confusión ni cambio, división o separación; es decir que habían llegado a un acuerdo sobre sabe Dios qué (y nunca mejor dicho).

Sin embargo, la paz estaba lejos de llegar al terreno de la discusión religiosa. En los siglos subsiguientes, se dejó de discutir sobre las naturalezas de Cristo y se pasó a dar hostias por la cuestión de las voluntades que, como espero demostraros pronto, da para mucho.

En el siglo V, el famoso emperador Justiniano vino a alimentar la hoguera de las leches entre teólogos con la publicación del libro denominado de los Tres Capítulos, en el que, entre otras cosas, incluía extractos de las obras de Teodoreto de Mopsuesta, doctrinario que fue de los nestorianos, que eran contrarios al monofisismo.

Los monofisistas estaban fuera de la Iglesia desde el follón de Eutiques, entre otras cosas porque consideraban a Roma excesivamente blanda con el nestorianismo. Ofrecieron a Justiniano el retorno monofisista a la Iglesia a cambio de la condena explícita de los nestorianos por el Papa Virgilio; pero éste declinó la idea, buscando que no hubiese follón.

Justiniano, sin embargo, hizo la guerra por su cuenta. A causa sobre todo de cómo le comió la oreja el obispo de Cesarea, Teodoro Askidas, publicó un decreto condenando a los nestorianos. Los obispos de Oriente firmaron todos como un solo hombre; debían obediencia al Papa, ciertamente. Pero Justiniano, sus ejércitos y sus comisarías estaban más cerca. Cuando el Papa de Roma se enteró de que el emperador había conseguido firmas que sólo podía autorizar él montó en cólera, desposeyó al patriarca de Constantinopla Mennas, que también había firmado, y generó una división de hecho entre iglesia de oriente y de occidente. En realidad, estaba echando un pulso con Justiniano, o Justiniano con él, pues ambos sabían bien que el decreto venía a cagarse y mearse sobre la autoridad del Concilio de Calcedonia, que había admitido en el seno de la Iglesia a dos nestorianos, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, que ahora resultaban condenados.

Justiniano no se lo pensó dos veces. Llevó sus ejércitos a Roma y allí, el 22 de noviembre del año 545, pilló al Papa diciendo misa en Santa Cecilia del Trastevere y lo sacó de Roma a la fuerza. En sus inicios, Virgilio no dio su brazo a torcer; sabía que, si lo hacía, era como admitir que el que mandaba en la Iglesia era Justiniano, y no él. Pero al final acabó dándole la razón.

La decisión del Papa provocó la rebelión de la Iglesia occidental, para la cual Justiniano no era tan poderoso. Un sínodo de obispos africanos retiró la comunión católica a Virgilio, o sea el Papa; a bien quién es el chichi que se atreve hoy a hacerle eso al Ratzinger. El Papa negoció entonces con Justiniano una pequeña patada a seguir, es decir dejarlo todo pendiente hasta un nuevo concilio.

A pesar del pacto, Justiniano fue a lo suyo y publicó un nuevo decreto condenatorio de los nestorianos. Como quiera que el Papa amenazó con echar de la Iglesia a quien se adhiriese al decerto, Justiniano se fue a por él, motivo por el cual el pontífice hubo de huir de Constantinopla a Calcedonia, desde donde excomulgó al equipo teológico habitual de Justiniano (Teodoro Askidas y Mennas) y logró suficientes adhesiones obispales como para acojonar a Justiniano, quien finalmente volvió grupas y le pidió perdón.

Fruto de este frágil acuerdo fue el concilio II de Constantinopla, abierto por Justiniano y al cual el Papa no asistió por si las flies. El concilio condenó a los nestorianos, pero el Papa, desde Roma, se negó a que Teodoreto pudiera ser condenado, motivo por el cual Justiniano se cabreó de nuevo y volvió a desterrar a Virgilio. Lo tuvo en el maco hasta que torció el brazo y condenó a los nestorianos.

El concilio III de Constantinopla, que viene después, es el producto de que los obispos católicos orientales empezasen a notar en la nuca el aliento del mahometanismo, cada vez más en boga. Buscando fortalecer a la Iglesia frente a la nueva amenaza, el patriarca Sergio de Constantinopla trató de elaborar una teoría comprensiva del monofisismo y el catolicismo ortodoxo. En una finta realmente gallega, la teoría de Sergio daba la razón a los católicos al afirmar que en Cristo había dos naturalezas; pero, al mismo tiempo, se la daba a los monofisistas al aseverar que era una sola su voluntad. Es lo que se llama monotelismo. La cosa surgió su efecto: los monofisistas se pasaron en masa al monotelismo y, con ello, el emperador Heraclio tuvo lo que buscaba, que era una Iglesia más unida, o sea más fuerte frente a Mahoma.

La Iglesia católica, con tanto monasterio y tanto lugar de reflexión y oración, siempre tiene la capacidad de alumbrar algún tocanarices que le acaba encontrando problemas a las soluciones. En este caso, se trata de dos monjes, Sofronio y Máximo. Estos dos monjes rechazaban la piedra angular del monotelismo, según la cual era necesario admitir una sola voluntad en Cristo pues, de tener dos, entrarían en conflicto. Los monjes sostenían que, si la existencia de dos naturalezas no provocaba dicho conflicto, no tenía por qué provocarla la existencia de dos voluntades. Además, afirmaban que en Cristo tenía que existir la voluntad humana, y no sólo la divina, pues de otra forma no existiría su libre sometimiento a la voluntad divina (eso de Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu).

Sofronio acabó siendo elegido obispo de Jerusalén, desde donde envió un mensajero a Roma para explicarle al Papa Honorio I que el monotelismo oriental, que el pontífice creía inofensivo, era en realidad una herejía. Como respuesta, Honorio dictó una carta de ésas que tan bien se entienden: «dos naturalezas operando lo que les es propio, sin confusión, sin separación y sin cambio». Ole con ole y ole.

La intención de Honorio era que no se discutiese demasiado la cuestión para no andar dando por culo. Pero, a su muerte, el emperador Heraclio, para quien el apoyo monotelista era muy importante políticamente, dictó un decreto, la Ektesis, en el que claramente se ponía del bando monotelista. Ni este Heraclio ni su sucesor Constantino III, ni el siguiente Constante II, se bajaron de la burra de su decreto, por mucho que los diferentes papas que se sucedieron se lo pidiesen. Finalmente, el Papa Teodosio I se atrevió a deponer al patriarca de Constantinopla, Pablo, después de que éste le escribiese una carta que era algo así como un «sí, soy monotelista. ¿Pasa algo?»

En esta situación tan enfrentada, el depuesto Pablo convenció al emperador Constante de que publicase un nuevo decreto en el que se amenazaba con penas severas al que siquiera hablase sobre si hay una o dos voluntades en Cristo.

Un nuevo Papa, Martín I, celebró un concilio en Letrán en el que condenó el monotelismo y lanzó anatema contra todo el equipo monotelista, es decir los patriarcas Sergio, Pirro, Pablo, Ciro de Alejandría, etc. La respuesta del emperador fue imponer sus decretos en Italia por la fuerza e irse a por el Papa. El general Teodoro Galliopas persiguió al Papa a Letrán, donde lo detuvo y lo mandó a Naxos exiliado. Martín I moriría en ese destierro, bastante maltratado, razón por la cual hoy la Iglesia católica lo venera como mártir.

Por si no hubiese suficiente gente tocando los huevos, surgió otro doctrinario, Pedro de Constantinopla, quien, no sabemos si después de haberse tomado un tripi o qué, decidió resolver la cuestión proponiendo la teoría de que Cristo no tiene una ni dos voluntades, sino tres. Hay que ver la querencia que tiene la Iglesia católica de usar el número tres para explicarlo todo.

El Papa Vitaliano, más listo que los anteriores, ejercitó la paciencia. Se limitó a esperar a que Constante la espichara (fue asesinado en el 668) y, una vez producido el óbito, se dedicó a trabajarse al sucesor, Constantino Pogonato, al cual acabó arrancando la retirada de los famosos decretos.

El buen rollito entre papas y emperadores culmina en el III concilio de Constantinopla, convocado para unir las iglesias de oriente y occidente, siendo Papa Agatón. En sus sesiones se condenó el monotelismo.

Ya se había resuelto el problema de las voluntades. Pero aquella era de las discusiones bizantinas iba a dar para mucho. En la cola de los problemas estaban ya esperando unos tipos de los que seguro que alguna vez habéis oído hablar.

La próxima vez hablaremos, pues, de los iconoclastas.