A España le sientan mal los tiempos finiseculares.
Tuvimos un fin de siglo acojonante en el siglo XV. En el mismo año, multiplicamos por dos el universo Matrix de la civilización occidental y terminamos la empresa, secular, de la unificación de España bajo una sola identidad (religiosa, claro). Pero, a partir de ahí, las cosas no fueron demasiado bien. A finales del XVI muere Felipe II, que deja un país descojonado, que ha debido declarar dos o tres quiebras a la griega y que además, para más inri, es esclavo de su prestigio. Según cuenta muy bien Eliott en su biografía del conde-duque de Olivares, en los tiempos del valido de Felipe IV, en el Consejo de Castilla (léase Consejo de Ministros) todavía quedaban provectos prohombres del felipismo que recordaban al rey prudente con nostalgia, y que bloqueaban cualesquiera medidas de austeridad en las cuentas públicas con el argumento de mantener el prestigio de España. En Flandes, en el Milanesado, en la Valtelina, en las costas caribeñas.
Fruto de todo esto, el 1700 le pilla a España dándose de hostias entre dinastías y regiones, en un proceso que, lejos de haber terminado, no ha hecho que intensificarse con el tiempo. El final del XVIII contempla a un país finalmente esclavo del vecino francés (y digo finalmente porque el proyecto de fagocitosis de España por Francia es un proyecto de largo plazo, ambicionado en París desde cuando menos cien años antes), y del final del XIX, o sea 1898, qué contar.
La crisis de finales del siglo XX se ha hecho esperar unos años, pero ya está aquí. Lo que se ve y se oye hoy en día en España se parece mucho a muchas cosas que leo de la España del 98. El 98 fue, por encima de todo, la pérdida de prestigio internacional de España, el fin del imperio; esto se da ahora, cierto que en menor medida. Pero, en mi opinión, se parece mucho a ese despertar que todos hemos tenido (todos, no sólo Zapatero), puesto que hace cinco años nos creíamos la polla en verso: en España se vivía mejor que en cualquier parte (cosa que ya no era cierta, especialmente si tenemos en cuenta que el horario de trabajo español es quizá el peor organizado de Europa), estábamos convergiendo en salarios (más bien en costes), teníamos un modelo de crecimiento constante porque se basaba en un activo que jamás se desvaloriza (pero lo hace), y captábamos la mayor parte del nuevo trabajo generado en la UE (y por eso ahora tenemos la mayor parte de su desempleo).
Éramos un imperio, la Champions League y todas esas
contraptions retóricas, y ahora resulta que sólo somos una provincia cuya capital es Berlín. Nada nuevo bajo el sol; si no tenemos, hoy, en la península, la misma hora que las Canarias (que sería lo lógico), es porque a finales del siglo XIX nuestros políticos consideraron inconcebible que no tuviésemos la misma hora que la que veía Otto von Bismarck al levantar la tapa de su reloj de mano.
El segundo factor de identidad tiene que ver con eso que se llama la destrucción del modelo económico. España tenía a finales del XIX un modelo económico basado en la posesión de ricos mercados cautivos de materias primas, sobre todo Cuba y Puerto Rico y en menor medida Filipinas, en los cuales había practicado una dominación férrea. Y todo eso era irrenunciable para nosotros; vestíamos esa condición de nostalgia, identificación, tradición y otras mandangas, pero el fondo de la cuestión es que nos llevábamos de allí nuestro PIB.
Hasta una persona liberal como el general Prim había faltado a su palabra con los autonomistas cubanos y les había dejado compuestos y sin parlamento propio. Y no hay que olvidar que, hasta finales de siglo, en aquellas tierras los españoles todavía consideraban legal la esclavitud. Eso sí que era dictadura de los mercados.
La España del siglo XX tuvo que construirse más allá de ese modelo económico, abandonar el proteccionismo y, consecuentemente, rediseñar su sector industrial. Fue un proceso doloroso que, sin embargo, muchos historiadores recuerdan fue enormemente creativo, porque obligó al personal a ponerse las pilas e innovar.
El tercer elemento identificador que yo veo es que, en el 98, doblar España la rodilla e intensificarse los movimientos centrífugos fue todo uno. El post 98 es la edad de oro de Sabino Arana y del partido de Dios y de las Leyes Viejas, y las Bases de Manresa se redactaron apenas seis años antes de que el
Maine volase por los aires.
Hay un cuarto gran elemento en el 98: el regeneracionismo. El desastre del 98 generó todo un gran movimiento de reflexión sobre qué hacer con España, cómo hacer España. Se suele hablar del krausismo como gran aportación a ese debate, pero no fue la única. La verdad es que en aquel tiempo todas las ideologías, desde el catolicismo ultramontano hasta el obrerismo más radical, se aplicaron, de una forma u otra, en hacer propuestas para la regeneración del país y su reinvención.
No estoy seguro de que este proceso se esté produciendo en la España de hoy. Creo que somos, en buena parte, reos de dos problemas que lo impiden.
El primer problema es el estatalismo radical que se ha producido en toda Europa desde hace sesenta años, y que ha provocado toda una filosofía social según la cual todo esto de relanzar la economía y reilusionar el país son «cosas del gobierno». Los gobiernos, en las sociedades actuales, son responsables absolutamente de todo lo que nos pasa, y de todo lo que nos ha de pasar. Consecuentemente, no nos sentimos impelidos a reflexionar sobre qué podríamos hacer nosotros mismos, como colectividad, para mejorar la situación.
El mejor ejemplo de todo esto es, en mi opinión, el famoso movimiento 15-M, que es un movimiento disgregador en mayor medida que aglutinador: se sabe mucho más de lo que no le gusta que de lo que le gusta. En el fondo, es un movimiento que reclama políticos que hagan lo que el movimiento quiere que hagan; o sea, no se sale ni un pelo de esa filosofía de traslación de responsabilidades. A día de hoy, un anarquista y un oyente de Federico Jiménez Losantos podrán pensar que no se parecen en nada, pero se parecen en esto: ambos reclaman del Estado que haga y piense muchas cosas que sus abuelos decían y pensaban por sí mismos (sí; he escrito anarquista, y he escrito Estado).
El segundo factor que nos influye es el franquismo inverso. 36 años de dictadura personal, políticamente identificada con los postulados de eso que llamamos las derechas, distorsionaron la Historia de España en una onda que a día de hoy todavía no se ha extinguido. En parte, España vive hoy aún un franquismo inverso, en el cual la dirección se ha dejado impoluta, sólo que se ha cambiado el sentido de la misma. En otras palabras: con la misma pasión con la que el franquismo santificaba y condenaba cosas, hoy se condenan y santifican. Pero detrás de la actitud está la misma intolerancia, la misma ausencia de debate, que había en el pasado. Consecuentemente, España entera actúa como si 36 años de su Historia fuesen un compendio de todo lo que no hay que hacer, y los 36 que siguen son el compendio de todo lo que hay que hacer.
Yo no sé si alguien se da cuenta de que dentro de 275 días llegaremos al punto en que la democracia habrá durado el mismo tiempo que la dictadura. Una vez leí que cuando dejas de fumar, puedes considerar que tu cuerpo está libre de células precancerígenas debidas a ese hábito tras juntar tantos días sin fumar como días fumaste. Tal vez es que es así. Tal vez es que tenemos que tenemos que esperar al 7 de julio del 2012 para considerar que nuestro cuerpo está liberado de las células cancerígenas del franquismo.
Sean ciertas o no estas opiniones, la pregunta que me hago estos días es: ¿en qué grandes elementos debería basarse la reflexión regeneracionista presente? ¿Cuáles son los
drivers, como se dice hoy en español negocios, del cambio? ¿Hacia dónde debiéramos avanzar? ¿Qué es urgente que cambiemos, qué debiéramos conservar a toda costa? ¿Dónde nos hemos pasado, dónde nos hemos quedado cortos? ¿A quién, y a qué, deberemos dar más importancia, y a quién o qué, menos? En suma, si hemos descarrilado, porque hemos descarrilado, ¿quién será nuestro Ganivet, o nuestro Joaquín Costa, o nuestro Canalejas, por dónde nos llevará, y por dónde nos debería llevar?
Y, bueno, algunas cosas que me surgen.
En primer lugar, se me hace impepinable que coloquemos en un nivel de prioridades muy superior al actual la
responsabilidad personal. O, dicho de otra forma, ese estatalismo global, esa muerte simultánea de la culpa (ni uno mismo, ni la masa, el pueblo, tiene jamás la culpa de nada) y de la fatalidad (nada ocurre por mala suerte; siempre hay alguien responsable de que haya ocurrido y, si no hay nadie, queda el Estado), han de dar marcha atrás. Hace algunos años, cuando yo era adolescente, todo dios leía a Kafka. Hoy, sin embargo, el checo es un autor casi pasado de moda, y no me extraña, porque, en buena parte, el mundo que Kafka temía, el mundo que barruntaba también Aldous Huxley, es el mundo actual, y hay un huevo de gente que está de puta madre viviendo en él. Kafka nunca pensó que a alguien le pudiese molar convertirse en una puta cucaracha, pero es un hecho de que hay un montón de gente a la que le encanta.
Porque hay una resistencia a ultranza a dejar pasar este elemento es por lo que se fabrican, y repiten como mantras, las explicaciones conspiratorias de la situación actual. Es importante que la gente crea que hay conspiradores por ahí que han urdido toda esta desgracia; porque si no lo creyeran tendrían que enfrentarse a la pregunta de en qué medida ellos mismos alimentaron el caos final (pregunta que tiene respuesta muy jodida para muchísima gente), y qué están dispuestos a hacer (léase sacrificar) para salir del mismo. Hace 800 años, sintiéndose uno enfermo o habiendo perdido la cosecha, también resultaba más cómodo echarle la culpa a la bruja del pueblo y quemarla en la plaza pública que admitir errores y ponerse a currar.
A despecho de cegueras interesadas, sin embargo, las trazas son, a mi modo de ver, bastante evidentes de que el mundo camina en un sentido bien distinto. Muchos años antes de que llegase la crisis, en medio de la fiesta de la expansión pues, ya hubo muchos países (la mayoría de los europeos, sin ir más lejos) que realizaron un cambio de letra en sus sistemas de pensiones. Las pensiones pasaron de ser DB a DC. DB quiere decir
Defined Benefit y, por lo tanto, quiere decir que sabes lo que recibirás; DC quiere decir
Defined Contribution y, por lo tanto, designa un sistema en el que lo que sabes es lo que pones. Este corrimiento, que insisto se ha producido igual en países proclives a votar a políticos rajoyenses, rubalcabianos o escubi dubi dúas, es como esa primera hormiga, aparentemente inofensiva, que Charlton Heston se encuentra en
Cuando ruge la marabunta, sin sospechar que detrás de ese individual insecto inofensivo viene una patota de trillones de ellos que se lo comen todo.
La España futura ya no podrá ser un país en el que el administrado deje en manos de un tercero ignoto, el Estado, la administración de su vida y su bienestar. Habrá de tomar cada ciudadano un papel protagonista en su propia vida, y eso creará tensiones, porque la filosofía de que tomará más café quien más café muela chirría en las mentes de los amigos del café para todos, o sea los herederos de Mayo del 68. Hoy y en el futuro, sin embargo, la filosofía de Mayo del 68 aparece como tan primariamente atractiva como irrealizable en la práctica.
Como segundo elemento, me parece a mí que no hay más huevos que
resolver la tensión nacionalista de alguna manera. Si algo nos enseñan los últimos 125 años de Historia es que España tiene la capacidad de derrochar cantidades industriales de esfuerzo en discutir, que no resolver, la cuestión de las nacionalidades. Por lo demás, el nacionalismo ha sido el gran protagonista del siglo XX. Rabiosamente nacionalistas son los fascismos; y los socialismos de un sólo país que suceden a Stalin. Rabiosamente nacionalista es el hoy titubeante imperio japonés, como lo es el emergente chino. El nacionalismo hizo saltar la URSS, al fin y a la postre. Y de la que ha sido y sigue siendo la principal potencia mundial del momento no se puede predicar, precisamente, que practique un nacionalismo tibio.
El debate en torno al nacionalismo va mucho más allá de la mera discusión intelectual. Porque por mucho que se considere absurda esta forma de pensar, por mucho que se comparta aquella famosa frase de Unamuno, salpicada de desprecio como casi todas las suyas, de que el nacionalismo es una dolencia que se cura viajando; por mucho, por lo tanto, que intelectualmente se rechace el nacionalismo, lo que no podemos negar es que, cada vez que nos despertamos, el dinosaurio sigue ahí.
Otra cosa distinta es que a los nacionalistas les interese sentarse en una mesa para discutir en serio un acuerdo de largo alcance. Hace ya mucho tiempo que los nacionalismos de los países más desarrollados han abandonado en la práctica su objetivo final (la independencia) y se han dado cuenta de que les va mucho mejor amagando pero no dando; en este punto se ha convertido en una costumbre acudir a la imagen del tipo que sacude el árbol para hacer caer los frutos. Bien pensado, el nacionalismo no tiene nada que ganar en cualquier tipo de acuerdo que elimine la tensión con la metrópoli, porque eso significa renunciar a su capacidad de obtener más, ergo mina su poder para captar votos, ergo tiende a disminuirlo con el tiempo, ergo reduce su capacidad de presión; ergo puede llegar un día en que, por haber llegado a ese acuerdo, el nacionalismo se convierta en una estrategia, más que una ideología, innecesaria e inoperante.
Es posible, por lo tanto, que se acabe tratando de una negociación, no
con, sino
a pesar del interlocutor. Pero el problema básico estriba en que esta crisis está siendo tan profunda, y está enseñándonos tanto sobre lo costoso que es tener el gesto del buen samaritano de ayudar al que es más debil que nosotros (Grecia lo era, y el resultado no es que los fuertes la han hecho fuerte, sino que ella los ha debilitado), que la salida de la crisis va a ser una carrera a maricón el último en la que va a haber que crear valor añadido a toda hostia y a lo bestia.
Los pedagogos podrán seguir creyendo que pueden pensar en un mundo en el que todos los niños de un aula son iguales y no se tienen que sentir mínimamente malquistados unos con otros; pero, digan ellos lo que digan, y hagan lo que hagan, el mundo que les va a esperar en la calle, en cuanto les crezcan pelos en las gónadas, no va a regalar nada, y sólo va a ser un sitio amable para los que sean capaces de entender por sí solos lo que sus maestros no les quisieron obligar a experimentar.
Los estrategas de la negociación colectiva pueden seguir pensando que no hay diferencia entre negociar un convenio colectivo en el 2017 y en 1984; pero no sólo la hay, no sólo una negociación y otra no se van a parecer en nada, sino que quien cierre los ojos no ganará nada con ello. En algún sitio, quizá en el mismo barrio, en la misma ciudad, o tal vez en otro país, en otro hemisferio incluso, habrá quien sí entienda la diferencia y la aplique. Y ese alguien, tarde o temprano, acabará echando del mercado a aquél que, sin más arma que la ideología, creyó que cerrándole la puerta de papel de fumar al Lobo Feroz ya estaba a salvo.
El asunto de los nacionalismos y la necesidad de un pacto con los mismos me lleva a otro elemento que creo ver necesario: la
refundación de valores de cohesión alrededor de la idea de España. Me parece increíble haber escrito esto por ser yo lo que soy, y ya lo comentaré algunas lìneas más abajo. Pero lo cierto es que, tras reflexionarlo, me ha dado por pensar que una de las corrientes contrarias que operan contra la evolución del país (evolución en todos los sentidos: económica, política, moral) es lo tremendamente pesimistas que tendemos a ser los españoles respecto de nosotros mismos.
En sus inicios, todo esto tiene que ver con que un día fuimos un Imperio. A los imperios le pasa lo mismo que le pasa al que va ganando al parchís; el resto de jugadores, si las reglas del juego lo permiten, se aliarán para que deje de ganar. Así jugaba yo con mis hermanos, permitiendo coaliciones y pactos por los cuales dos jugadores no se comían las fichas el uno al otro. De esta manera, las partidas son interminables y nunca hay alguien que domine el tablero, porque automáticamente todos los demás se vuelven contra él. Obviamente, en la coalición antiimperial siempre hay, escondido, un Caballo de Troya que lo que pretende es sacar beneficio de la situación y convertirse él mismo en emperador; y vuelta a empezar.
España ha sufrido, históricamente, una operación de propaganda muy similar a la que llevan experimentando, en los últimos sesenta o setenta años, los Estados Unidos de América. Esta campaña se basa en valorar bien a sus jerarcas cuando tienden a olvidar su papel como gendarmes del mundo (Jimmy Carter, el primer JFK de antes de lo de Cuba, el Obama que se quería ir de Irak...) y, sobre todo, destacar la cara oscura del imperio, pues todo el que manda tiene cara oscura. Así las cosas, hay gentes para las cuales lo más importante que pasó en la Historia de España fue la Inquisición, y lo más importante que ha pasado en la Historia de los Estados Unidos es el genocidio de las tribus nativas.
La gran diferencia entre España y EEUU es que aquí, quizás por falta de esa moral cohesionadora, nos lo hemos creído. Hoy, para encontrar al más arduo defensor de eso que se ha dado en llamar Leyenda Negra de España no hay que irse a Wisconsin; en cualquier departamento universitario de casi cualquier campus español encontraremos
scholars que hablan y no paran de lo malo malísimos que fueron los inquisitoriales cazadores de conversos (como todo el mundo sabe, los anglicanos en Inglaterra se desplegaron con los católicos, especialmente si eran irlandeses, regalándoles playstations y decorándoles las iglesias con prímulas y rodoendros; y a los hugonotes franceses se los cargó un desgraciado virus de la erisipela) y los colonizadores de América.
Trescientos años supurando dolorosamente por la vena varicosa de la Leyenda Negra han acabado por construir un país que no cree en sí mismo. A esto lo he visto alguna vez designar como
mesogenia, que vendría a ser algo así como odio a uno mismo; el antónimo de la xenofobia, que es miedo a las otras culturas. Los españoles no somos xenófobos; somos xenófilos. Nos gusta que nuestros electrodomésticos sean alemanes, y cuando nos podían contar, hace veinte años, que los terminales telefónicos que instalaban los alemanes en sus casas se fabricaban en Toledo, torcíamos el gesto con incredulidad. Nos ha costado mucho tiempo entender que el
fromage estará bueno, pero es probable que en ningún país del mundo haya quesos tan variados y variadamente sabrosos como España. Durante décadas hemos visto cómo los italianos vendían por el mundo, metido en bellas botellas de cristal, el mismo aceite de oliva salido de Jaén, de Toledo o de Tarragona, que nosotros vendíamos, y seguimos vendiendo, en botellas de lejía, que tiene huevos.
Cada vez que en Meneame se cuelga y se comenta alguna noticia relacionada con la emigración de profesionales españoles hoy en día, en el capítulo de comentarios se pueden leer a un montón de jóvenes que no destilan tristeza por el hecho de que su alternativa sea irse, sino más bien algo así como liberación: por fin me marcho de este país de mierda. Si a esto añadimos el hecho, palmario, de que de cien años atrás porciones anchísimas de la población se han apuntado a sentirse catalanes, vascos, gallegos o bercianos, tenemos el horizonte completo.
El otro día estuve en la tienda de un joyero que vende relojes de una marca belga muy de moda que ha hecho una serie de pelucos decorados en su fondo con banderas del mundo. Me explicó que se forra vendiendo ejemplares con la bandera de los Estados Unidos, porque el local está relativamente cerca de la Embajada y no pocos de los trabajadores de la misma se los han comprado. Me decía que vende muy bien los relojes con la bandera de Brasil, que gusta mucho, y algunas otras escandinavas, porque quedan bonitas en el reloj. ¿Y el reloj con la bandera de España? Tuerce el gesto. No se vende tanto, me dice; es un poco
cantoso ir por la calle con un peluco así.
Es curioso, pensé. El día que al fabricante se le ocurra sacar relojes con la senyera, la ikurriña o cualquiera que sea el nombre de la bandera gallega (la bautizaremos provisionalmente como
La Carmiña), de fijo que se forra.
Todo esto es producto de la presión mesogénica de ciertas generaciones de españoles, a la que yo, lo confieso, pertenezco. Yo jamás, repito, jamás me pondría un reloj con la bandera de España. No por miedo ni por el qué dirán, que ésas son cosas, sobre todo la segunda, que llegados ciertos momentos de la vida te la vienen trayendo ondulante penduleante. No me lo pondría porque pertenezco a una cohorte demográfica, a un tipo de moral social, a la cual la bandera no le dice nada. La bandera de España, para mí, es el símbolo por el cual el Estado me secuestró durante un año para que trabajase gratis de camarero y llevando paraguas de la mujer de un coronel a la clínica paragüera de Sol. Porque yo, como supongo que casi todos, no puedo decir que serví en el ejército para defender a España; serví para llevar y traer paraguas, y para escanciar cafés cortados.
De alguna forma, es necesario que esta generación mía pase a ser una generación casposa y minoritaria.
Estamos aquí, de nuevo, frente a frente con el cáncer del franquismo y su metástasis, es decir el franquismo inverso. La sociedad española no cree en la idea de la patria porque la idea de la patria fue monopolizada por el franquismo. Y, sin embargo, de una forma u otra, hay que recuperarla. Los atletas de élite se concentran antes de la carrera porque saben que ganarla no consiste sólo en tener más y mejores músculos que el contrario; consiste también en correr bien, en hacer en cada momento lo que hay que hacer, y eso sólo se puede conseguir estando bien concentrado y creyendo en uno mismo. De nada nos servirá, en el futuro, tener músculo (eso si logramos tenerlo, claro) si seguimos saliendo a la pista pensando que otros nos van a dar para el pelo porque, al fin y al cabo, es nuestro destino, y si naciste p'a martillo, del cielo te llueven los clavos.
Como, quizá, último comentario, diría que un corolario importante de todo lo dicho es que
el Estado español deberá reinventarse. Lo que tenemos hoy es un montaje que se hizo en y para unas determinadas circunstancias. Honradamente se pensó que sería un montaje que duraría cien años pero, por diversas razones, se ha demostrado obsoleto e ineficiente antes incluso de que sus arquitectos hayan muerto. Sucintamente, el Estado español, tal y como es hoy, no ha conseguido coordinar las dos grandes corrientes de la relación territorial: el desarrollo y la solidaridad. Desarrollo quiere decir que ni se puede ni se debe impedir que cada territorio empuje para ser más rico, más eficiente, más listo; y solidaridad quiere decir que eso no se puede hacer sin procurar un mínimo común múltiplo de inteligencia, eficiencia y bienestar para todos, como ocurre siempre en los proyectos colectivos.
Felipe IV y el conde-duque de Olivares viajaron a Barcelona el día en que su Pedro Solbes de turno les dijo que en toda Europa a los tercios españoles les estaban dando para el pelo y ya no quedaba un mango en las arcas para pagarlos. Fueron a Barcelona a pedirle al viejo reino de Aragón que se corresponsabilizase de los esfuerzos presupuestarios del proyecto España; querían regresar a Madrid con la buchaca llena y la promesa de levas entre los payeses.
Conviene estudiar bien la respuesta que recibieron. Le conviene a todo el mundo, también a los nacionalistas catalanes. Porque el no que recibieron el rey y su valido no fue, exactamente, un no insolidario. Fue, tal y como argumentaron las autoridades catalanas, la consecuencia lógica de una política llevada a cabo por Castilla, en los doscientos años anteriores, de hacer como si el resto de España fuese una colonia. Concretamente, por ejemplo, se le dijo al rey, en la cara, que la nobleza aragonesa llevaba décadas pidiendo que sus miembros entrasen en la gobernación de la nación, privilegio que les había sido negado sistemáticamente por los grandes de España, el almirante de Castilla y toda la clase política central.
Históricamente hablando, ni Cataluña ni los fueristas vascos (el nacionalismo gallego es de antesdeayer por la tarde) han sido serios candidatos a separarse de España. El invento de una Euskal Herria que merece ser por sí misma es un invento moderno; el fuerismo, que es el nacionalismo vasco de toda la vida, se corresponde con la demanda de unos derechos específicos
dentro del conjunto. Un fuerista, por definición, no es independentista. Bolívar no reclamaba un fuero especial para la nación latinoamericana; reclamaba su derecho a separarla de la metrópoli. Otra cosa es que el tremendo error de las diputaciones vascas (que no las navarras), que en el siglo XIX optan por una posición irredenta y excesivamente rígida (al contrario que el foralismo navarro, que pacta con el Estado a través, creo, de la Ley Paccionada), haya terminado por generar las alucinaciones de Sabino Arana y eso que llamamos soberanismo.
Por lo que se refiere a los catalanes, uno de los nacionalistas más preclaros, Françesc Cambó, decía que a Cataluña no le convenía ser independentista, porque una Cataluña independiente tendría que caer en la órbita francesa, y París es jefe mucho más jodido que Madrid. No le falta razón. Si en Sant Boi se queman retratos del rey Juan Carlos, poca cosa pasa. Si se quemasen de Sarkozy, es capaz de enviarles a los
paracas. Para muestra, basta con ver con qué facilidad o dificultad se educa en catalán en Cataluña y en sus antiguas posesiones hoy integradas en el Estado francés. En el fondo, lo que le pasaba a Cambó es que conocía la Historia y conocía, por lo tanto, el
walk on the wild side que hizo Cataluña en la guerra contra Castilla producida tras el famoso Corpus de Sangre. La Diputación pidió ayuda a los franceses, los franceses ayudaron, y poco, pero muy poco, le faltó a los catalanes para acabar cantando
Les Moissonneurs.
No obstante, como decía antes, la pulsión nacionalista es innegable. Ni siquiera nos es privativa. En Italia ocurre lo mismo, y es fácil escuchar a los piamonteses eso de que se matan a trabajar para que los napolitanos se toquen los huevos. Sería necesario, pues, llegar a un pacto, y ese pacto, esto es lo que creo yo, tendría que acercarse a la idea de un Estado central que garantice, incluso recuperando competencias, ese
level playing field al que todos los españoles, por el hecho de serlo, tienen derecho; quedando de la mano de las comunidades autónomas el, digámoslo en términos foralistas, amejoramiento de dichas condiciones. Lo que ha fracasado, a mi modo de ver, es el modelo basado en que ese mínimo de bienestar se pueda garantizar mediante la plena prestación de servicios de las comunidades autónomas y su consecuente coordinación.
A la decepción del 98 le siguió un largo proceso de autoflagelación en el que España (por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa...) se lo reprochó absolutamente todo. Pero ese proceso, paradójicamente, acabó creando un subproceso enormemente creativo que generaría toneladas de progreso en las décadas subsiguientes. En el momento presente, probablemente, entramos en lo peor, que es la fase
Hardy har har o, como se le conoció aquí, Tristón. En nuestra mano está, supongo, ser capaces de pasar a la Fase 2.
¿Ideas?