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lunes, julio 29, 2019

Pericles (15: a modo de epílogo: atenienses, mentiras y libros de Historia)

[Nos vemos en septiembre]

Capítulos anteriores

Un proyecto imperialista
Por qué ser un alcmeónida no era ningún chollo
Xántipo, Micala y el coleguita Leotícides
Cimón
¡Tora, tora, tora!
Pericles, el demagogo
Ahí viene la plaga, me gusta bailar...
El último espich


La gente, normalmente, cuando se imagina la Atenas de Pericles, se imagina una ciudad pequeña, armónica, llena de los edificios que se pueden adivinar en el Partenón, por la que discurren hombres barbados vestidos por túnicas, filosofando o tocando la lira. Sin embargo, como acertadamente han destacado muchos de los estudiosos que se han dedicado a la Historia Social de la antigua Grecia, la Atenas de Pericles se parecía mucho más a una abigarrada zona de la actual Estambul. Pero, la verdad, era una ciudad única.

viernes, julio 26, 2019

Pericles (14: el último espich)

Los que me leéis habitualmente sabéis que mi costumbre es acudir a la cita los lunes y los miércoles, a las ocho si es posible. Hoy, sin embargo, os regalo un post más, que me permitirá dejar el final de la serie pericleana programada para el lunes que viene, tras lo cual abriré mi periodo vacacional, para el que tengo programas dos o tres lecturas jugosas.

En fin, ahí va.

Capítulos anteriores

Un proyecto imperialista
Por qué ser un alcmeónida no era ningún chollo
Xántipo, Micala y el coleguita Leotícides
Cimón
¡Tora, tora, tora!
Pericles, el demagogo
Ahí viene la plaga, me gusta bailar...



Acabo de decir que, personalmente, creo que el último de los discursos de Pericles que nos relata Tucídides contiene, en mucha mayor medida, las ideas Tucídides habría querido que Pericles expresara que las que verdaderamente dijo. Como he dicho, hay bastantes elementos, creo, para pensar que es así. Y la última y más importante es el epílogo del propio discurso, en el que el historiador nos hace una glosa de la vida de Pericles en la que, la verdad, dice cosas que son bastante complicadas de tragar.

lunes, febrero 20, 2017

Crónica del rey doliente

Es una discusión habitual entre frikis de la Historia cuál fue el imperio más grande que ha conocido la Historia. Y las apuestas suelen concentrarse a favor del imperio macedonio, y con razón. Sin embargo, yo suelo matizar, en este punto, que el de Alejandro es el mayor imperio jamás creado, pero no el más grande desde un punto de vista, digamos, ético. A mí me parece que el imperio percibido como el mayor del mundo es el asirio del rey Asurbanipal. Y lo digo porque todos los indicios nos señalan que Asurbanipal tuvo la sensación de que dominaba el mundo entero, pues prácticamente todo el ecumene que conocían los asirios era tributario suyo. Esto es algo que ningún otro imperio ha conseguido nunca.

miércoles, noviembre 18, 2015

Lectura: SPQR, por Mary Beard



Qué: SPQR. A history of Ancient Rome.
Quién: Mary Beard.
Dónde: Profile Books. El libro ha sido editado en su versión en inglés el 25 de octubre pasado. Dudo que haya una versión en español.
Cuánto: 16 pavos en versión Kindle. Otras, no sé.
Nota (de 0 a 10): No menos de 9.

lunes, septiembre 15, 2014

Cannae

A estas alturas de la película, ya es para mí evidente que a una parte nada irrelevante de los lectores de este blog les va la marcha de la guerra clásica. Es por esto que le voy a dedicar algunas líneas a Cannae, la gran victoria de Aníbal.

lunes, septiembre 08, 2014

La guerra griega

El hombre guerrea en todos los rincones del mundo prácticamente desde el principio de los tiempos. Así pues, la guerra es un hecho total, global decimos hoy, que pertenece a todas las culturas y que, por lo tanto, a la vez ha moldeado y sido moldeada por ellas. Para nosotros, occidentales (pido perdón a mis lectores asiáticos), los principios de nuestra forma de hacer la guerra son también los principios de nuestra civilización: y es por eso que tal vez convenga escribiros unas notas sobre la guerra griega, que podemos considerar, un poco, nuestra primera forma de hacer la guerra.

jueves, abril 18, 2013

Turismo romano

Ya sabéis que una de mis obsesiones es demostraros que hay muy pocas cosas nuevas bajo el sol de los tiempos presentes. El pasado no es sino una imagen en sepia de nosotros mismos. Tendemos a pensar que los parlamentarios del pasado sí que eran grandes oradores y, la verdad, en su mayoría eran tan zafios y amigos de los lugares comunes y las frases demagógicas como los tipos que ocupan hoy los escaños de las asambleas legislativas. Y así nos pasa con muchas cosas.

Por ejemplo, el turismo. Es relativamente común escuchar o leer que el turismo es una actividad relativamente moderna. En realidad, lo que es moderno es el turismo masivo. Pero el acto de visitar lugares donde uno no vive es más viejo que la tos. Y voy a intentar demostrároslo hablándoos un poquito de los tiempos de la Antigua Roma.

La costumbre de los romanos urbanos pudientes de irse de vacaciones data de los tiempos republicanos. Era por esa razón que los patricios, o los romanos enriquecidos como Cayo Mario, poseían varias villas en la península itálica, que les permitían pasar temporadas de descanso en distintos ambientes. Personas de riqueza relativamente modesta como el célebre Marco Tulio Cicerón poseían casas de campo de este tipo. Eran tantas estas construcciones que el poeta Horacio, en un alarde que nos parecerá muy moderno, vaticinaba amargamente la desaparición de los agrestes campos de olivos italianos, a manos de esta desesfrenada burbuja inmobiliaria latina. Hay que reconocer que el temor tenía su razón de ser porque los romanos, cuando se ponían a construir, arramblaban con todo y, si les salía del pingo, construían montañas o lagos artificiales, se apiolaban bosques enteros, lo que hiciese falta. No inventaron la legislación urbanística; ellos se corrompían, sobre todo, con las contratas de envío de cereales a la gran capital.

El no va más de la costa pija italiana era, en aquellos tiempos, la bahía de Nápoles. Allí estaban las grandes casas de los grandes, algo de lo que las autoridades arqueológicas de la región se benefician hoy con justicia.

El no va más de aquella bahía, la Marbella romana, era la ciudad-balneario hoy llamada Baia, donde había que ser verdaderamente rico para tener una villa. El ferragosto romano era en Baia un continuo pasar de fiestas de señoras de buen ver y maridos derrochadores, orquestas, representaciones, comidas que no terminaban hasta que comenzara la cena. Y, por supuesto, estaba la actividad de ir a los baños, a mejorar la piel o el tono muscular. Ahora lo llaman spa.

El clima italiano es mediterráneo, pero también tiene sus putadas. Era bastante posible, por lo tanto, que muchas personas acabasen sufriendo del pecho, especialmente si eran asmáticas. Para ellas, si tenían dinero claro, los galenos de Roma solían prescribir estancias en Egipto o en parajes de montaña.

Éste era el turismo de los más ricos. Los pudientes pero no millonarios hacían turismo más al estilo que estamos acostumbrados a ver hoy. Y sus preferencias claras eran los lugares señalados por los hechos históricos o mitológicos. La villa donde fue asesinado Cicerón, por ejemplo, se convirtió en lugar de turismo muy rápidamente. Como lo fue la casa natal de Augusto (especialmente después de haber sido deificado) y, sobre todo, la península griega, que el romano medio se sabía casi de memoria y donde podía visitar muchos lugares, fundamentalmente templos, donde se supone que habían pasado todas las cosas que conformaban los relatos de su vida. Todo romano cultivado aspiraba a viajar a Grecia al menos una vez en la vida. Visitaba Atenas, Corinto o Epidauro, el santuario de Esculapio, Rodas. Si tenía algún dinerito más, cruzaba el charco para visitar Ilión, la ciudad donde todo ocurrió, y todo empezó.

La presión turística sobre los templos griegos y romanos creció de tal manera que, muy pronto, sus avispados diáconos, como lo harían los sacerdotes católicos siglos después, avizoraron el negocio de las reliquias. Algunas eran verdaderas, como la armadura gala que César regaló al templo de Venus, y que estuvo expuesta en el mismo mucho tiempo. Pero otros templos atesoraban dientes de elefante, armaduras, vestidos, esculturas, que decían haber sido regalados, tocados, portados o fabricados por personajes famosos, algunos de ellos mitológicos, para atraer al público. Así, el turista romano podía acudir a lugares donde le enseñarían un huevo de Leda, una copa regalo de Helena la de Paris, un vaciado del pecho de ésta, o partes de los barcos de Agamenón, de Eneas o de Ulises.

Tanto se parecían los tiempos pasados a los presentes que en muchos de estos lugares había lo que los griegos llamaban periegetes, esto es guías profesionales que enseñaban el lugar a los visitantes.

Un aspecto en el que las cosas se han simplificado notablemente, sobre todo si los que viajan son hombres (con las mujeres, ya no está tan claro) es la impedimenta del viaje. Hoy nos movemos de un sitio a otro con un par de maletas o tres. Pero los hombres del pasado no eran así. El hombre antiguo, y no tan antiguo, no se privaba de nada cuando viajaba. Las crónicas nos dicen que los desplazamientos de Domenicos Theotocopouli, El Greco, eran todo un expectáculo, porque el buen pintor se desplazaba siempre en compañía de su biblioteca (este bloguero que os escribe confiesa que ya le gustaría ser millonario para hacer lo mismo). Pero los romanos superaban esto con creces. Un romano rico average no viajaba nunca sin una amplia corte de esclavos y sirvientes, amén de parientes, amigos y clientes, el menaje de su hogar al completo, algunos muebles. Julio César no viajaba nunca sin su suelo de mosaico (que ya es manía), y Marco Antonio siempre llevaba consigo su colección de vasos de oro. Se habla de que Nerón y Popea, cada vez que viajaban, movilizaban cerca de mil carros. Pero, claro, entre otras cosas tenían que desplazar las 500 burras que proveían la leche del baño diario de Popea.

Las personas con dinero iban de villa en villa, bien de su propiedad, bien de amigos o socios. Pero la gente normal también tenía su alternativa, como la de hoy. En muchos lugares donde eran habituales los viajes había hoteles que se anunciaban mediante carteles en los que prometían las mismas comodidades que en la capital (de donde se deduce que los turistas no eran, precisamente, de la Subura donde vivían los del censo por cabezas; porque, allí, en aquellas insulae abigarradas que se incendiaban los días pares y los impares, también, comodidades, la verdad, había pocas).

Los viajes se hacían aprovechando la densa y bien construida red de calzadas romanas, para lo cual los turistas se proveían de guías precisas que les indicaban la ubicación de los caminos, acompàñadas con indicaciones de las características de las poblaciones que atravesarían y su oferta de alojamiento y manutención. Lo que se dice, pues, auténticas guías Repson, sólo que sin gasolina.

Así que, ya sabes. La vida no ha cambiado tanto en dos mil años. Todos nosotros somos, apenas, cromañones con perfil en Facebook.

domingo, marzo 07, 2010

Vita Pauli (y último apéndice: los reyes)

Bueno, pues que parece que os va la marcha, aquí os dejo un segundo, y último, apéndice a la vida de Pablo de Tarso, dedicado a las vicisitudes políticas de Judea en los tiempos inmediatamente anteriores a Jesús. Que la disfrutéis.

Aviso de que el pdf completo de Vita Pauli está ya colgado en la biblioteca. En lo alto del menú de la izquierda tienes el vínculo para llegar allí.

El rey histórico más antiguo que es citado en la Biblia es Darío. Por lo tanto, los exégetas siempre han creído que algunos de los escritos del Viejo Testamento datan del tiempo en que Judea era parte del imperio persa. Entre el imperio persa y la dominación romana, que es la verdadera gran protagonista de los tiempos de Jesús, ocurre la dominación del imperio macedonio alejandrino. Como supongo que sabréis, tras la temprana muerte de Alejandro Magno, sus generales se dividieron su imperio creando con ello varias dinastías reales, la más importante de las cuales fue la de los ptolomeos en Egipto, que tuvo por capital Alejandría; seguida del imperio fundado en el 312 antes de Cristo en Siria por Seleuco I, con capital en Antioquía, y que conocemos como dinastía seléucida. Judea fue ptolemaica hasta el 198 antes de Cristo, año en el que la victoria seléucida en Paneion hizo que cambiase de manos.

En el 198, los seléucidas se las prometían muy felices, pero lo cierto es que estaban a punto de chocar con el primo de Zumosol. Ocho años más tarde, en la batalla de Magnesia, fueron derrotados por los romanos. La posterior Paz de Apamea dejó al imperio seléucida sin sus posesiones en Asia Menor y, además, le impuso unas reparaciones de guerra tan costosas que forzaron la caída de sus reyes en la corrupción. Dado que este proceso coincide en el tiempo con el fin de la costumbre de reservar el sumo sacerdocio judío a la dinastía zadokita, la intensa necesidad de dinero de los reyes seléucidas influirá notablemente a la hora de encumbrar a dicha posición a tipos no muy religiosos, pero ricos.

Antíoco VI Epífanes, que como su propio sobrenombre indica se creía la encarnación de Zeus en la Tierra (sólo superado, algún siglo más tarde, por Cayo Calígula, que se creía Zeus mismo), intentó anexionar Egipto a su imperio para volver a ser grande, pero fue frenado por los romanos en el 168 AC. En Jerusalén, las noticias de su derrota animaron a los puristas a intentar derribar al sumo sacerdote Menelao, bastante helenizante, en la persona de Jasón, hermano de Onías III y, por lo tanto, descendiente de la estirpe de Zadok. La rebelión hizo aque Antíoco considerase a Jerusalén una ciudad traidora y, a su vuelta, la saquease, Templo incluído.

Así las cosas, Jerusalén fue declarada ciudad no judía (manda huevos) y su templo, aún controlado por Menelao El Pelota, dedicado a Zeus Olímpico. Como resultado, todos los judíos se levantaron como un solo hombre, y encontraron como líderes a Matatías, sacerdote asmodeo, y sus cinco hijos, entre los cuales sobresalía Judas Macabeo. La enorme habilidad de este último como jefe militar de guerrilla hizo que, finalmente, los planes helenizantes hubieran de ser abandonados, y el Templo dedicado de nuevo al culto de su Dios. En todo caso, los asmodeos no se quedaron tranquilos con esta victoria, y continuaron la lucha hasta el año 142 AC, cuando el último hijo vivo de Matatías, Simón, consiguió la plena autonomía de Judea. Los judíos eligieron a Simón como su líder político y religioso «por siempre, hasta la llegada del Mesías».

Simón el asmodeo y su descendencia habría que abrir una etapa de más o menos un siglo de gobierno autónomo de Judea y de ocupación del sumo sacerdocio. Su hijo, Juan Hircano, unió al reino Idumea, Samaria y parte de Galilea. Sus hijos Aristóbulo y Alejandro Janeo continuaron el expansionismo judío hasta que el reino de Judea casi alcanzó el tamaño que había tenido en los good old days de David y Salomón. Estos últimos miembros de la dinastía simoníaca, además, adoptaron el título de rey. Rey de los judíos, como rezaba el sarcástico cartel que había sobre la cabeza de Jesús cuando fue crucificado.

El problema para la monarquía simoníaca es que su último miembro, Sandrito, había montado un Estado militar imperialista de tales dimensiones que tenía al país agotado. A su muerte, ocurrida en el 76 AC, fue sucedido por su hermana, Salomé Alejandra; con su hijo mayor Hircano II ocupando el sumo sacerdocio y el más joven, el muy ambicioso Aristóbulo II, la capitanía general del ejército. En el 67 AC, a la muerte de Salomé, ambos hermanos se enfrentaron en una guerra civil. En realidad, Hircano no era sino la fachada que estaba utilizando el noble idumeo Antipater para llevar a cabo sus ambiciones de descabalgar a los asmodeos y hacerse con el reino. Antipater se dio cuenta de que el que manda, manda; así, cuando en el año 63 Pompeyo se presentó en la zona procedente de la guerra contra Mitrídates, rey del Ponto, y para anexionar Siria al imperio romano, en lugar de enfrentársele, como hizo Aristóbulo, se puso de su lado. De esta manera, consiguió que el bello e infatuado Pompeyo le hiciese el trabajo sucio, esto es someter a Jerusalén a sitio y someterlo, anexionando Judea al imperio. Pompeyo llegó a Judea teniendo poderes absolutamente plenos, que le habían sido concedidos por la Lex Manilia. Estaba tan seguro de sí mismo (bueno, la verdad es que siempre fue así de chulo) que cuando se enteró de que en el Templo judío había un sancta sanctorum en el que nunca entraba nadie, salvo el sumo sacerdote el día del Yon Kippur y tras siete días de purificación, se empeñó en visitarlo personalmente. Y lo hizo.

Hircano II fue confirmado en el sumo sacerdocio de la provincia romana de Judea, con Antipater manejando los hilos detrás de él. En los siguientes años, Antipater se trabajó a los romanos y muy especialmente a Julio, el cual le hizo ciudadano de pleno derecho y lo nombró prefecto de Judea. Consiguió sobrevivir políticamente al asesinato del César, pero fue asesinado en el año 43 AC, con lo que su labor debió ser continuado por su hijos Fasael y Herodes. Cuando Marco Antonio adquirió el control de la zona tras la batalla de Philippi, los nombró co-tetrarcas.

Dos años más tarde, en el 40, los partos invadieron Judea y colocaron un rey asmodeo, concretamente Antígono, hijo de Aristóbulo II. Fasael Antipater fue capturado y asesinado, pero Herodes Antipater huyó a Roma, donde el Senado lo proclamó rey de los judíos. En el año 37, con la ayuda del ejército romano, Herodes Antipater entraba en la Jerusalén reconquistada.

Herodes Antipater, que reinaría 33 años, hizo todo lo posible porque los judíos no le viesen como un idumeo usurpador. Repudió a su mujer, Doris, para poder casarse con Marián, la nieta de Aristóbulo. Pero aún así no consiguió ser querido por sus súbditos. Además, tenía el problema de que una de las mayores amigas de Cleopatra, la faraona de Egipto, era Alejandra, hija de Hircano y suegra de Marián. Cleopatra, que estaba en ese momento en lo mejor con Marco Antonio, ambicionaba que Judea volviese a ser, como en los viejos tiempos, parte del imperio egipcio, y trataba de convencer a su novio de que la apoyase, lo cual amenazaba con destrozar a Antipater.

En el año 36, siempre intentando llevarse bien con los judíos, y sobre todo con Alejandra, Herodes accedió a nombrar a Aristóbulo III, hijo de Marián y por lo tanto hijastro suyo, sumo sacerdote. El pobre Aristóbulo, sin embargo, se ahogó algunos meses después mientras se bañaba. No fueron pocos los que creyeron que su padrastro había tenido algo que ver. Marián, indignada, habló con su suegra, ésta con Cleopatra y ésta con Marco Antonio, quien accedió a investigar el hecho.

Afortunadamente para Antipater, que fue imputado y conminado a presentarse ante Antonio en Laodicea, éste en paralelo, como bien sabemos, estaba conspirando junto con Cleopatra contra Octavio, el cual le mandó la flota al mando de Agripa y le infligió una derrota definitiva en Actium, el año 31. Ambos se suicidaron poco después, como también es bien sabido.

Octavio se reunió con Antipater en Rodas y, contra lo que éste pensaba (al fin y al cabo, había sido uno de los aliados de Marco Antonio), le confirmó como rey de los judíos e incluso le otorgó alguna tierra más, como la comarca de Jericó.

Herodes Antipater fue un buen administrador y constructor, que mejoró las instalaciones de Jerusalén y construyó algunas fortalezas defensivas, entre las cuales se encuentra la de Masada, que acabaría siendo crítica para la identidad judía porque ahí se inmolarían decenas de zelotes rodeados por los romanos.

Su política, además, había sido la de no buscar enfrentamientos con el fundamentalismo judío. Ni siquiera tomó medidas contra los ciudadanos, sobre todo fariseos, que rehusaron realizar el juramiento de fidelidad a su persona que instituyó en el 17 AC. Pero en sus últimos años esto fue cambiando y los castigos a los actos farisaicos fueron siendo cada vez peores.

Herodes declaró herederos suyos a Aristóbulo y Alejandro, ambos hijos suyos con Marían y, consecuentemente, al menos medio asmodeos, lo cual hacía fue que fueran mejor vistos por los judíos ortodoxos que su propio padre. No obstante, a ambos los ejecutó en el año 7 AC por conspirar contra él; algo que ya había hecho con su madre años antes. En estas circunstancias, Herodes tuvo que asociar al trono a Antipater, su primer hijo, fruto de su matrimonio con Doris, la mujer en su día repudiada por él. Sin embargo, a éste también lo despojó de todos sus oropeles, también por sospechas de conspiración.

Antipater se estaba quedando sin herederos. Literalmente, tenía que optar por las sobras. Y las sobras eran el joven Herodes, hijo de la conocida como segunda Marián, hija del sumo sacerdote Simon Boethus, con la que se había casado el rey en el año 23 tras apiolarse a la primera Marián. Pero en el año 5 también este Herodes cayó en desgracia; Herodes Antipater se divorció de su madre e incluso le quitó a Simón el sumo sacerdocio. Así las cosas, fue nombrado heredero del trono el hijo de este Herodes caído en desgracia, de nombre Antipas.

Antipas ni siquiera era hijo pata negra de Herodes; era el producto de un polvete con una esposa menor, la samaritana Maltake. Tenía un hermano mayor y más importante, Arquelao, pero por alguna razón Antipater no se fiaba de él.

Herodes Antipater murió en marzo del 4 AC; no sin antes, según los cristianos, haber decretado la matanza de los inocentes, que valiente chorrada es. Probablemente enloquecido por décadas viendo conspiraciones en todas partes, apenas unos días antes de su muerte decretó la ejecución de Herodes Antipater junior, el hijo de Marián la segunda y, en lugar de dejárselo todo a Antipas, dividió el reino en tres: a Herodes Antipas le dejaba Galilea y Peraea como tetrarca; a Herodes Arquelao le dejaba Judea, Samaria e Idumea con título de rey; y una serie de territorios al Este del lago de Galilea a Herodes Felipe o Filipo, el tercer hermano por la vía de otro matrimonio de Herodes Antipater junior, en este caso con la denominada por la Historia Cleopatra de Jerusalén (para distinguirla de la de la nariz y la leche de burra).

Los tres hermanos se fueron flechados a Roma a defender sus derechos para ser los verdaderos reyes de todo. Entre medias, un tal Judas, cuyo padre había sido ejecutado por Antipater, lanzó una rebelión en Galilea en el curso de la cual llegó a tomar la ciudad de Séforis. En Roma, Augusto confirmó los términos del testamento de Antipater, pero muy pronto, en el 6 DC, tuvo que destituir a Arquelao por los enormes problemas que causaba su etnarcado (porque le negó el título de rey), entre ellos su matrimonio con la princesa capadocia Glafira, que había sido la mujer de su medio hermano Alejandro; algo que estaba en contra de la ley judía, que prohibía, no sé si sigue prohibiendo, el matrimonio con la viuda de un hermano. Es tras esta destitución en el año 6 cuando Judea se convierte en una provincia romana bajo el mando de un prefecto.

Herodes Antipas, de lejos el más listo de toda esta panda, se las arregló para que en su tetrarcado no se le presentasen problemas a Roma. No se puede decir lo mismo, sin embargo, de sus relaciones con los judíos. Se casó primero con una princesa nabatea, hija del rey Aretas, pero pasó de ella cuando conoció a Herodias, tía suya y al tiempo hermana política, puesto que era hija de su medio hermano Aristóbulo y estaba casada con su tío Herodes Felipe (no confundir con el Herodes Felipe que recibió una parte de la herencia de Antipater; éste era ciudadano privado y vivía en Roma).

La crítica de este matrimonio, impío a ojos de los judíos, es la que le costó la cabeza a Juan el Bautista.

El principal problema que le supuso este matrimonio a Herodes Antipas fue Agripa, el hijo anterior de Herodias que estaba en Roma. En la capital del imperio, Agripa se había hecho muy amigo de Antonia y de sus hijos Druso y Claudio (el cojo tartamudo que sería emperador). Esta amistad no gustaba al emperador Tiberio y, consecuentemente, a la muerte de Druso, Agripa cayó en desgracia y fue pseudodesterrado a Idumea. Herodias le comió la oreja (y quién sabe si otras cosas) a su nuevo marido para conseguir un mejor tratamiento para su hijo, cosa que consiguió; fue trasladado a Tiberias y acabó de nuevo en Roma, donde intentó poner a Tiberio contra Antipas, pero no lo consiguió. Fue adscrito a la guardia personal de Tiberio Gemelo, donde pudo labrar una gran amistad con Cayo Calígula. No obstante, sus críticas a Tiberio dieron con él en prisión.

miércoles, marzo 03, 2010

Vita Pauli (4)

Pasa el tiempo. La labor evangelizadora en Asia Menor cada día va mejor. Llega un día en el que incluso cabe sospechar que la iglesia cristiana, en realidad, tiene ya más fieles gentiles que judíos. Es el momento, que decimos hoy en día, que llega el peligro de morir de éxito. La palabra mágica es: sincretismo.

El sincretismo es aquel proceso por el cual un creyente de la creencia A se convierte en acólito de la creencia B, pero se trae, por así decirlo, elementos de la creencia A consigo. En realidad, el sincretismo será más que probablemente practicado por la propia Iglesia católica dentro de algunos siglos, cuando decida jugar en la Champions League de ser la iglesia universal del ser humano occidental y necesite, por lo tanto, absorber a miles y miles de mitraístas, baquianos, creyentes en Cibeles, en Atis, en Thot, en Osiris; y lo que haga sea transliterar algunos de sus mitos y de sus ritos para convertirlos en ritos cristianos, como ocurre con la Navidad. Pero estamos en un momento muy previo para eso. De momento, el cristianismo es tan sólo un prometedor Alcorcón F.C. que parece apuntar maneras para ser algún día, con mucha suerte, club de primera.

El problema para un cristianismo que cada vez es más gentil y menos judío es que, en realidad, la creencia en Jesucristo es una creencia judía. La consideración de Jesús como un Mesías, un enviado, es una creencia judía que está en las profecías de dicha religión. A los gentiles este montaje teológico les sonó tan extraño que incluso confundieron en nombre griego del Mesías, Christos, con un nombre de pila, Chrestos, habitual en los esclavos; y es por ello que Cristo comenzó a ser tomado como un nombre de persona, como si fuera el primer apellido de Jesús (Cristo) o parte de su nombre (Jesucristo); en lugar de ser lo que es, que es un apelativo. Jesús es el Cristo porque es el Mesías. Es como si mañana le dijera yo a un amigo que no hable español: «Yo soy Juan y soy tu confidente», y mi interlocutor sacase la conclusión de que mi nombre es Juan Confidente.

Es por esta razón de que los gentiles tendían a no saber lo que es un Mesías que Jesús y Dios comenzaron a ser llamados Señor (Kyrios... remember Kyrie Eleison) o Jesús Hijo de Dios (Theos Hypsistos), conceptos que los no judíos entendían mejor. Es por la dicha razón que hoy cantamos en la iglesia aquello de «El Señor hizo en mí maravillas/gloria al Señor».

Lo mismo ocurre con la promesa de la llegada del Reino de Dios. Para los judíos, pasados, presentes y futuros, esta expresión tiene un significado bastante claro. Pero no para los gentiles. Aquellos gentiles que no habían pisado nunca una sinagoga no sabían una mierda de las visiones de David que están en el fondo de esta promesa; y es por eso que la religión cristiana tuvo que hacer tanto hincapié en la resurección de la carne, algo en lo que no todas las teologías judías creían.

Esta necesaria «des-judaización» del cristianismo, sin embargo, tuvo como consecuencia que el cristianismo cayera en el peligro del sincretismo; en el peligro de acumular, como en un enorme sumidero intelectual, todas y cada una de las creencias que estaban en el sustrato culturo-religioso de sus nuevos prosélitos. Con ello, el cristianismo se veía en peligro de encontrarse en esa situación paradójica de las empresas que producen por encima de costes, es decir la situación por la cual, cuanto más vendes, más pierdes.

Evidentemente, esta situación acojonó, especialmente, a los máximos guardianes de la pureza, es decir la iglesia cristiana de Jerusalén, y muy probablemente también a las hermandades fariseas que eran, si no su apoyo, sí su comprensiva vecindad; pues es bien sabido lo extraño que resulta que los Evangelios hagan de los fariseos los grandes enemigos de Jesús cuando éstos, precisamente por creer en la resurección en una medida no alcanzada por los saduceos, en realidad estaban más cercanos a la doctrina cristiana (una más de las preguntas sin respuesta acerca de la labor de los evangelistas). Y es por esta razón que la iglesia de Jerusalén contraatacó.

Lucas nos cuenta en los Hechos (capítulo 15) que unos tipos de Judea subieron a Antioquía para predicar que todo aquél que no se circuncidase según la ley mosaica, no se salvaría. La expresión usada por el cronista es muy genérica, pero tengo yo por racional sospechar que lo que hubo aquí fue una delegación en toda regla de la iglesia de Jerusalén para tratar de poner las cosas en su sitio. Un pequeño golpe de Estado circunciso que se basaba en dejarse de hostias (nunca mejor dicho) y hacer que fuese claro como el caldo de un asilo, y para todos, el principio de que ser cristiano implicaba seguir las leyes milenarias de los judíos. Más que probablemente, se trataba, además, de una manera de evitar la entrada dentro de la iglesia cristiana de elementos sincréticos o sólo medio creyentes. Esto fue así incluso a pesar de que los propios teólogos judíos no se ponían de acuerdo en la materia. En las disputas teóricas entre dos de las principales corrientes del judaísmo, por ejemplo, la escuela de Shammai sostenía que todo gentil que se convirtiese debía circuncidarse; mientras que la escuela de Hillel, más comprensiva, establecía que no, siempre y cuando las obligaciones espirituales ligadas a la circuncisión fuesen respetadas.

Algo antes de la llegada de los predicadores de Judea, Pedro estaba ya en Antioquía; no sabemos si para tratar este tema u otro. Lo que sí nos cuentan los exégetas es que, cuando llegaron los predicadores, éstos traían un mensaje de Santiago para Pedro/Piedra, en el que más o menos le decía que habían llegado a Jerusalén noticias de que se sentaba con gentiles e incluso compartía comida con ellos; que eso había causado sorpresa entre los cristianos e indignación entre los judíos no cristianos con los que convivían. Y que se cortase un pelo.

Supongo que sabéis que para los judíos la comida no es cosa baladí. Las restricciones que tenemos los católicos, eso de no comer carne los viernes y tal, son caralladas al lado de los escrúpulos de la religión hebrea a la hora de definir qué alimentos son kosher. Para los judíos, que un judío compartiese comida gentil con gentiles era la hostia. Los cristianos de Jerusalén, que necesitaban como el comer la comprensión y el apoyo de los judíos oficiales, se encontraban ante el problema de que éstos, ahora, no les veían como personas pías y observantes de la ley, porque un hebreo que tal sea no se sienta a la mesa de unos mediopensionistas y se come lo que le ponen en el plato. Ni de coña.

Pablo, sin embargo, no podía dar marcha atrás. Llevaba entonces varios años predicando a los gentiles, cada vez más gentiles totalmente alejados de la teología y la moral hebreas. Gentes a las que, por lo tanto, no podía contarles que salvarse consistía en respetar una sedicente ley mosaica inventada por unos tipos de otra nación y otra cultura. Eso sería como predicar el cristianismo en Palencia sosteniendo que para salvarse hay que practicar las costumbres del pueblo azerbaiano. Como decirles a los valencianos que no pueden tirar petardos porque resulta que el Dios auténtico habló en el Cáucaso y allí consideran que los petardos con cosa del diablo. Pablo, en resumen, sabía que, si aceptaba la ligazón mosaica del cristianismo, conforme más se alejase de Jerusalén, menos colines se iba a comer, hasta llegar a un punto en el que no se comería ninguno. Él le contaba a sus prosélitos que para salvarse sólo hacía falta el perdón de Dios y la Fe en Él. Si ahora tenía que introducir una disposición adicional que dijese «y además rajarse la cebolleta», sabía que podía haber problemas o, lo que es peor, retrocesos.

Esto generó el segundo gran concilio del cristianismo, aunque no se llame así. Delegados de la iglesia de Antioquía se desplazaron a Jerusalén para un gran debate sobre la materia. Los Hechos nos dicen que los judíos, apoyados por fariseos, presentaron la moción de que la circuncisión tenía que ser conditio sine qua non para la salvación. Pero perdieron. Según los Hechos, fue Santiago el que intervino finalmente para aportar el argumento final: vista la exposición de Barnabás y de Pablo sobre sus logros entre los gentiles, resultaba obvio que Dios había entrado en ellos. Pero si Dios había entrado en ellos, ¿como podrían los hombres negarlo?

Evidentemente, no tenemos forma de contrastarlo, pero yo diré aquí que se me hace difícil tamaña prueba de comprensión en Santiago. O, mejor dicho: la narración que conocemos es sincrética, como un acta de una junta de accionistas que sólo recogiese la constitución de la misma y los acuerdos aprobados, sin información alguna de los debates intermedios. No podemos saber, por lo tanto, cuáles fueron los argumentos, y sobre todo las amenazas, que se vertieron en medio de la discusión. No podemos saber hasta qué punto lo que pasó allí fue, simple y llanamente, que la iglesia de Pablo y Barnabás era ya tan grande que, en realidad, la de Santiago, Pedro y Juan no podía aspirar a imponerse sobre aquélla. No podemos saber si hubo amenaza de escisión y, si la hubo, quién la blandió. No podemos, por lo tanto, saber si las sabias palabras de Santiago son fruto de la amorosa comprensión, o una simple y pura cesión.

Pero eso sólo significaba que los gentiles no tendrían que circuncidarse. Quedaba la otra cuestión: ¿podían gentiles y judíos comer juntos? ¿Podía un judío sentarse una mesa con tipos que comían alimentos sanguiñolientos? ¿Podía un judío aceptar la relativa mayor laxitud gentil en lo que al contacto de los dos sexos se refiere?

Esta discusión, probablemente, fue mucho, muchísimo más agria, larga y jodida que la del pito. Una vez más, si hemos de creer a las fuentes que tenemos, fue Santiago el que encontró una fórmula de compromiso: los gentiles serían aceptados en la mesa de los judíos, siempre y cuando se abstuviesen de practicar ciertas cosas especialmente rechazables por parte hebrea: básicamente, comer alimentos asociados de alguna manera a alguna idolatría, y carne que aún contuviese sangre, así como respetar las reglas judías del contacto entre sexos.

El decreto de Jerusalén supuso una victoria sin paliativos de los gentiles. Cierto que se les impusieron ciertas restricciones. Pero consiguieron lo que Pablo y Barnabás habían ido a buscar a Jerusalén, y es que fuesen reconocidos miembros de pleno derecho de la iglesia cristiana.

Esta fue la segunda, y más importante, victoria del cristianismo. Lo hiciesen de buen grado o presionados, fruto del convencimiento o la transacción, con el decreto de Jerusalén los judíos cristianos aceptaron un status quo que, suponía, colocar las semillas de una religión universal. Pablo había ganado su partida. Suyo era el gobernalle de la nave. Era su interpretación de las cosas la que se había impuesto y, como él había previsto, esa victoria tuvo como consecuencia, en las siguientes décadas, el crecimiento constante del cristianismo, la formación de un tsunami de conversiones que acabaría teniendo su clímax, siglos más tarde, en la solemne chorrada que conocemos como herencia de Constantino.

Aún nos quedaría seguir los pasos del viejo Saulo hasta su probable decapitación, quizá en el lugar marcado por la tradición y ocupado hoy por la iglesia romana de San Paolo fuori le Mura. Pero en estos tiempos descreídos, tal vez sea demasiado cristianismo.

Le dedico esta serie a Chiky Orange, más que nada porque me da la gana.

lunes, marzo 01, 2010

Vita Pauli (3)

Desde que, en el año 200 Antes de Cristo, Judea fuese incorporada al imperio seléucida, que tenía su capital en Antioquía, esta ciudad se convirtió en destino principal de los judíos que abandonaban Palestina. Era una ciudad con una gran actividad comercial.

miércoles, febrero 24, 2010

Vita Pauli (2)

Tarso era la principal ciudad de una región de doloroso nombre, Cilicia, y allí había nacido Saulo, se dice que algunos, pocos, años después del teórico nacimiento de Jesucristo. Dominada por varios pueblos, formó parte de la monarquía seléucida, aunque en el 170 antes de Cristo el rey Antíoco Epífanes le dio status de ciudad libre, que conservó hasta que, el año 64, fue absorbida por el imperio romano. Se puede decir que Tarso era una especie de Salamanca del área; una ciudad universitaria (aunque las universidades propiamente no existían aún) con un fuerte nivel formativo. De sus ágoras salieron filósofos de cierto renombre, como Atenodoro el Estoico o Néstor el Académico. El primero de ellos es el más sobresaliente, aunque sólo sea porque tuvo entre sus alumnos al mismísmo Octavio. 

La elite de Tarso estaba formada por hombres que tenían el privilegio de la ciudadanía romana. Pablo era un miembro de dicha elite. No sabemos a ciencia cierta por qué, aunque algunos estudiosos han recordado que los suyos eran una familia de skenopoioi, o fabricantes de tiendas (de campaña); lo cual, probablemente, pudo en su momento ser útil para generales que pasaron por Cilicia, como Marco Antonio o Pompeyo, el Warren Beatty y el Brad Pitt romanos respectivamente; y cabe recordar que la capacidad de otorgar a particulares la ciudadanía romana solía ser una prerrogativa incluida en el imperium de los jefes militares en campaña. 

Como judío, portaba el nombre arameo de Saulo, el primer rey de Israel, de la tribu de Benjamín; a la cual, según las Escrituras, pertenecía el fundador de la Iglesia católica. Pablo fue siempre, y siempre se sintió, judío. «Hebreo hijo de hebreos» es la expresión que usa para definirse a sí mismo al escribirle a los filisteos. Más en concreto, en Hechos 23:6, le grita al Sanhedrín que él es «fariseo hijo de fariseos»; lo cual, de ser cierto, le colocaría ligeramente en disposición de creer la palabra cristiana, teniendo en cuenta la creencia farisea en la resurrección. 

Su educación, por lo que se sabe, fue hebrea y bastante coherente con la cosmovisión farisaica, pues el joven Saulo fue enviado a estudiar con Gamaliel, el rabino heredero de la escuela de Hillel. Él mismo reconoce en Hechos (22:3) que fue educado por Gamaliel «en la estricta observancia de la ley de nuestros padres». Al parecer (lo siento, pero en estos momentos no tengo una edición a mano), el Talmud se refiere a un alumno de Gamaliel que se habría mostrado imprudente en materias de aprendizaje. En esta cita, algunos estudiosos han querido ver una referencia al joven Saulo y a ciertas dudas o rebeldías que le habrían surgido. 

En los Hechos (3:34 y ss) aparece Gamaliel tratando de mover al Sanhedrín hacia la comprensión respecto de los cristianos; pero la referencia del Talmud vendría a explicar que su discípulo se mostrase tan cabestro con ocasión del juicio y lapidación de Esteban, por lo que, dentro de los terrenos arenosos de la especulación, cabe imaginarse a un joven Pablo de Tarso dejándose llevar por los naturales radicalismos, en este caso judíos, propios de la adolescencia; pero, al tiempo, y llevado por su sed intelectual, prestando oídos a ciertas teorías que se acabarían imponiendo dentro de su cabolo. 

Como es bien sabido por todos aquéllos que son católicos o han recibido una sólida educación católica (o incluso una educación a secas que tal nombre merezca), en algún momento de la vida de este Saulo que azuzó al personal para apiolarse al buen Esteban y luego lideró la represión de los cristianos de Judea, estando en las afueras de Damasco fue «aprehendido por el Cristo Jesús», por usar la expresión que él mismo usa en su e-mail a los filisteos. Saulo estaba en Damasco junto con una partida de represores, con la orden de detener a todo aquél que perteneciese a El Camino y llevarlo a Jerusalén cargado de cadenas. Estando allí, una gran luz lo rodeó y le provocó un desmayo, dentro del cual oyó la voz de Dios que le amonestaba: «Saul, Saul, ¿ma'at radepinni?» Que creo que quiere decir algo así como por qué narices me puteas, tío. Acto seguido, Dios le dio instrucciones de seguir hasta Damasco y esperar órdenes, cosa que hizo el converso, entre otras cosas porque el flash había sido tan fuerte que tardó tres días en recuperar la vista; y no lo hizo hasta que un devoto del Camino, Ananías, no le visitó, lo saludó como un hermano y le tomó las manos. 

Es Ananías quien le explica a Saulo que la misión que Dios le ha reservado es ser el mensajero de Jesucristo en el mundo. Creer esta versión de los hechos es, como tantas otras cosas, cuestión de Fe y, por lo tanto, entrar a valorarla sería insultante. Cabe la posibilidad, en todo caso, de que lo que se produjese en Pablo fuese una evolución de pensamiento que él revistió luego de conversión fantástica o mágica, dentro de una estrategia para impetrar su misión de divinidad. Como ya hemos insinuado con anterioridad, dentro de las muchas y variadas formas de pensamiento judío de la época, y que sólo de una forma excesivamente simplista podemos dividir en: saduceos, fariseos, esenios, zelotes, ruegos, preguntas, despedida y cierre, existían no pocas escuelas que consideraban que la llegada del Mesías, algo que era esperado y que es repetidamente telegrafiado en el Antiguo Testamento, supondría el final de la Era de la Ley (Mosaica). No es intención de este amanuense dar el coñazo más de lo estrictamente necesario; pero si queréis que algún día hablemos de las diferentes formas de ser judío en los tiempos de Jesús, no tenéis más que pedirlo; lo que pasa, ya digo, es que es un asunto un tanto cansino (o, al menos, a mí se me lo hace). 

En la madurez de su apostolado, Pablo escribirá (Romanos, 10:4): «Cuando vengo a Cristo por salvación, esto pone fin a mi búsqueda de encontrar y obtener justicia por medio de la observancia de la ley». Esta simple frase es la expresión de un cambio radical, sin el cual el cristianismo no habría pasado, a mi modo de ver, de ser una secta judía, y no precisamente de pata negra. En esta convicción paulina, o saulesca, está la clave de por qué los que no somos judíos, y probablemente nunca seríamos aceptados por los judíos como tales aunque quisiéramos serlo, podemos hacer nuestra una creencia que, en realidad, parte del mismo corpus moral y filosófico que la religión hebrea: la creencia en que la ley, las costumbres, todas las reglas en las que se han creído hasta el momento, son sustituibles por una nueva lista de obligaciones y derechos. 

La creencia judía sostiene la existencia de un pacto de hierro, tan sólido como eterno, entre Dios y su pueblo. Pablo, como Mahoma siglos después, supo ver que el siglo estaba en situación de proponer la firma de un nuevo contrato. Y nada de esto es fruto de la casualidad, sino del importante cultivo filosófico del apóstol, y su inteligencia estratégica. De Damasco, Pablo fue a Arabia. Muchos creyentes han dicho que este movimiento fue para hacer como Moisés, es decir retirarse a pensar, chatear con las zarzas ardientes, y tal. Pero es probable que no sea así, porque se nos cuenta que, a su vuelta a Damasco, fue perseguido por el etnarca nabateo Aretas, persecución por cuya causa tuvo que ser sacado por el hueco de una muralla escondido en una cesta (o sea, más o menos como Vito Andolini de Corleone, vaya). 

No sabemos a ciencia cierta, en todo caso, qué tipo de milonga se montó Saulo durante su visita a los futuros pozos de petróleo. Mi teoría personal es que Pablo, ya convertido a la teoría de superación de lo mosaico que está implícita en casi cualquier forma de creencia en el Cristo y su resurrección, fue, sin embargo, consciente de que en Jerusalén, donde estaba todo lo gordo del cristianismo, le iban a hacer tragar su propio talón izquierdo; pues, al fin y al cabo, hasta antesdeayer él mismo estaba porculizando a los cristianos. Quizá por esa razón se marchó a Arabia, para intentar hacer la guerra por su cuenta; pero allí los futuros musulmanes no le debieron hacer mucho caso y algo haría para que el etnarca, además, quisiera ponerse sus huevecillos por collar. A mi modo de ver, esta teoría la confirma el hecho de que cuando Saulo se encontró solo, fané y descangallao, por decirlo en modo tango, no le quedó otra que irse a Jerusalén y pedir plaza en el cotolengo que hasta hacía poco había intentado quemar. Y fue al llegar allí cuando el chipriota Barnabás, quizá ya de antes su amigo Barnabás (¿o su conversor? Yo, de hecho, me pregunto si la luz blanca no será en el fondo Barnabás), terció por él. 

Una vez salvada la cabeza, Saulo vuelve a Tarso, donde desaparece de la vista durante casi diez años. Poco o nada sabemos de esa época. Es probable que sufriese algún tipo de atentado, quizá por parte de partidarios de Esteban que no olvidaban su pasada inquina hacia él pero, según todos los indicios, queda apartado de la misión apostólica. Pedro y Santiago, tal y como yo lo veo, aceptaron barco como animal acuático y asumieron que Barnabás no mentía cuando decía que Saulo era buen chico en el fondo; pero, aún así, lo apartaron del headquarters cristiano, por lo que pudiera pasar. 

La suerte de Pablo no cambia hasta el año 45, cuando el único vicepresidente de la cosa cristiana que parece creer en él, Barnabás, es designado para evangelizar Antioquía, y le llama. Aunque esto no afecte directamente a Pablo, es importante, para aprehender la progresiva radicalización del cristianismo hebreo de Jerusalén, entender que más o menos por aquel tiempo se produjo un gran conflicto con el poder central romano, a cuenta de un emperador que ha sido largamente versionado en el papel y en la pantalla: Cayo Calígula. Calígula sucedió a Tiberio, tras lo cual tomó varias medidas hasta cierto punto rompedoras. De todas ellas, la que nos interesa es su decisión de liberar a Herodes Agripa de la prisión a la que le había sometido Tiberio por haberle ofendido. Calígula y Herodes se llevaban muy bien (aunque el verdadero amigo del judío era el cojo y tartamudo Claudio), tan bien que el emperador le hizo rey.

Uniendo los territorios que Felipe, el tío de Herodes, había gobernado como tetrarca hasta su muerte, y los que en su día gobernó Lisanias, formó Calígula un reino al frente del cual colocó a Herodes (detalle que provocó que Herodias, hermana de Herodes, instase a su marido Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, a reclamar la misma dignidad real para sí, con lo que consiguió que su marido se llevase un cañete imperial). 

Como bien saben quienes han visto o leído Yo, Claudio, o se han entretenido con ese curioso periodista del corazón de la Antigüedad que se llamó Cayo Suetonio, Calígula tuvo un momento en el que, quizás por una enfermedad que le afectó a la cabeza, cambió de forma de ser y comenzó a convertirse en un tipo algo despótico. Entre otras cosas, dentro de sus nuevas decisiones hizo caer en desgracia a Macro, el jefe de los pretorianos que quizá, si hemos de creer algunos rumores en los que también creía Robert Graves, hizo bastante más que mucho para animar a Tiberio a morirse para dejarle sitio a Cayo. Cuando en el año 38 Macro cayó en desgracia, con él lo hicieron varios personajes amigos suyos, entre los cuales se encontraba un tipo venal y corrupto, llamado Aulio Avilio Flaco, que había sido nombrado por Tiberio prefecto de Egipto cuando el otrora imperio pasó a ser provincia romana después de que, tras la batalla de Actium en el 31, las tropas egipcias quedasen laminadas y Cleopatra cometiese suicidio. 

Por razones que probablemente tienen que ver con sus contactos con los habitantes autóctonos de Alejandría, que odiaban a los judíos que allí había en gran número porque siempre fueron prorromanos, Flaco decidió hacerse valer ante Calígula desplegando una política antijudía. Es cierto que las manifestaciones y rebeliones que siguieron terminaron con el arresto de Flaco, que fue llevado a Roma. Pero la inquina con la que el prefecto romano se desempeñó contra los hebreos, despojándolos de casi todos sus derechos, despertó las reticencias entre éstos y el joven emperador. 

Estamos ya en los albores de la quinta década del siglo. Para entonces, Calígula ya se ha toleado bastante y anda haciéndose empanadas mentales, día sí, día también, con el asuntillo de si es un dios o deja de serlo. La megalomanía del emperador va a peor casi con los días. En la ciudad palestina de Jammia, un grupo de no judíos levanta una estatua del emperador revestido de sus dotes divinas y los judíos, considerando el hecho sacrílego, la derriban. Cuando el emperador se entera, monta en cólera y ordena al legado de Siria, Publio Petronio, que marche hacia Jerusalén con sus tropas y eleve manu militari una estatua gigante del propio Cayo en el Templo. O sea, más o menos como construir un minarete en todo el medio de la plaza de San Pedro, o decorar la Ka'aba sagrada de los musulmanes con retratos del Pantócrator. 

La situación alcanzó una gravedad tal como no se conocía desde los tiempos en los que el memo de Antíoco Epífanes poco menos que quiso convertir el templo en un altar a Zeus, que hay que ser tonto de los cojones con siete balcones a la calle, dos trienios de antigüedad y pilas de repuesto. En Ptolemais, Petronio fue interceptado por una delegación de judíos, entre los cuales había incluso miembros de la familia de Herodes, que le dijeron que todo el pueblo judío se levantaría, y moriría si era preciso, como un solo hombre, para impedir tamaña blasfemia. Tanto le dieron la brasa a Petronio que éste escribió a Roma sugiriendo que, al menos, la cosa se aplazase hasta después de las cosechas, ganando tiempo. Calígula le contestó preguntándole qué parte de «¡Obedece!» no había entendido. 

Herodes Agripa sufrió probablemente un pequeño ictus cerebral cuando le contaron la noticia de lo que el emperador quería hacer. Tardó días en recuperarse, pero cuando lo hizo le escribió a Calígula una carta plañidera y convincente que, tal vez, tuvo la suerte de llegar a Roma cuando el niño estaba con el biorritmo ascendente, porque el caso es que decidió hacerle caso y paralizar su proyecto. La carta de Cayo a Petronio en la que le daba instrucciones de volver grupas se cruzó con otra, desesperada, del propio Petronio, en la que éste instaba al emperador a dar marcha atrás por el gran desastre que se avecinaba si seguía adelante. Cuando el emperador leyó esta última carta, quizá ya con el biorritmo decubito prono, se cogió un mosqueo del cuarenta y dos y le escribió a su legado una misiva en la que le anunciaba que le había condenado a muerte y le ofrecía, como era costumbre, la opción de suicidarse para que su familia conservase el patrimonio. Petronio, sin embargo, es uno de los tipos con más suerte de la Historia. Esta carta encontró muy mal tiempo y tardó tres meses en llegar a sus manos. Para cuando llegó, hacía unos veinte días que Petronio sabía del asesinato de Calígula. 

Las cosas, pues, estuvieron a punto de definir una guerra civil en Palestina en la que, los episodios ocurridos décadas después en Masada lo demuestran, los judíos habrían muerto, uno tras otro, bajo la espada romana, antes de permitir que su templo sagrado se convirtiese, como Calígula quería, en un templo dedicado a Zeus Epiphanes Neos, el joven Zeus manifestado, pues tal era lo que se consideraba el muchacho. El suceso, en todo caso, radicalizó a los judíos de Jerusalén, haciéndolos, si cabe, más arrimados a la tradición. 

Y ésta es la parte importante del asunto, como acabaremos por ver. Paciencia.

lunes, febrero 22, 2010

Vita Pauli (1)

Hace algunos días, Tiburcio el elefante colocó en su blog un post en el que sostenía que el triunfo del cristianismo se debía, en gran parte, a hechos azarosos. Yo le dejé un comentario breve diciéndole que no creía en esa tesis y le prometía responderle. La cosa es que pensando en esa respuesta primero me di cuenta de que no podría hacer sólo un comentario y luego me di cuenta de que ni siquiera me bastaría con un post. Contestar a Tiburcio, esto es explicar que el triunfo del cristianismo no es en modo alguno fruto de la casualidad, equivale a explicar las habilidades, la historia, y la vida, del gran arquitecto de esta creencia, que no es otro que Pablo de Tarso, conocido por los creyentes como San Pablo. Pablo de Tarso no fue apóstol de Jesús. No lo conoció (si es que alguien conoció a Jesús, claro). De hecho, en su juventud Saulo fue un furibundo anticristiano que, tras la lapidación de Esteban, se aplicó a reprimir a los creyentes incluso con saña. Sin embargo, al fin y a la postre, Pablo de Tarso es el inventor de la iglesia cristiana, y el hombre que la dota de las características necesarias para ser una iglesia mundial y superar los estrechos limites de Palestina. A mi modo de ver, Pablo de Tarso y Mahoma son los dos grandes estrategas de la Historia de la religión, dos figuras admirables de difícil parangón en la Historia de la Humanidad, pues ambos, a su manera, construyeron imperios mucho más amplios que cualesquiera otros y, además, considerablemente más duraderos en el tiempo. No hace falta creer en sus palabras para valorarlos. Cualquier aficionado a la Historia de los hombres, a la Historia hecha por hombres, debiera saber de ellos, leer sobre ellos y estudiarlos. Empiezo hoy, pues, unas notas sobre la vida de Pablo, vita Pauli, con la intención de entretenerte allí donde estés mirando esta pantalla y de conseguir que al final, cuando leas el último capítulo, te digas: «pues tenía razón este JdJ; este Pablo fue todo un tío». Beberemos de las pocas fuentes que hay para beber. Hablamos de Historia Antigua y, por ello, nuestras referencias son escasas. Habremos de hacer algo que no me parece del todo correcto, que es dar por buenas las Escrituras que nos cuentan esta historia. En todo caso, al revés de lo que a algunos nos pasa con el propio Jesucristo, de la historicidad de Pablo no cabe dudar. Comencemos, pues, con los primeros tiempos del cristianismo. Aquellos tiempos en los que Pablo era un cabrón.

lunes, septiembre 21, 2009

La construcción de las pirámides

Si hay un hecho que es oro molido y habitualmente visitado por los mistabobos, charlatanes, inventagilipolleces paranormales y demás comerciantes de la inopia ajena, ese hecho es la construcción de las pirámides. Siete de cada diez veces que un escritorcillo de lo paranormal no sabe con qué orear chorradas, le da la matraca a la idea, extendidísima, de que los egipcios o bien eran extraterrestres ellos mismos, o bien contaron con la ayuda de extraterrestres o seres superiores para construir las pirámides.

domingo, mayo 25, 2008

Roma, de Steven Saylor


Como ya he comentado en alguna ocasión, soy renuente a comentar mis lecturas, pues muchas de ellas se centran en libros descatalogados o de difícil localización. No obstante, cuando leo algún libro más o menos moderno, y sobre todo si es, por así decirlo, de entretenimiento, sí creo que puedo comentar lo que leo.

Hace algunos años, un notable historiador inglés, Edward Rutherfurd, hizo especialmente famoso un subgénero de novela histórica muy particular. Se trataba de novelas en las cuales se relataban periodos de tiempo muy largos, abarcando en algunos casos incluso la totalidad de la Historia conocida de un determinado lugar, a través de las generaciones de una misma familia; personajes secundarios que, sin embargo, tenían en las diferentes peripecias de su vida contacto directo con algunos de los principales momentos de la Historia de su ciudad o país.

Londres fue, probablemente, el primer hit de Rutherfurd, aunque no estoy seguro que no hubiese escrito ya antes alguno de sus libros. Es un libro interesante y muy apasionante de leer; y tiene, además, el beneficio añadido de que leerlo nos hace encontrar otra dimensión al Museo de Londres, pues no pocos los de los objetos y situaciones que se describen en el libro proceden de cosas que se guardan allí. El Museo de Londres, por cierto, es un lugar que casi nadie visita cuando va allí, y es un error, un error mayúsculo. Pero, claro, mayor error es vivir en Madrid y no haber pisado jamás el Museo Municipal.

El caso es que hay, como decía, un subgénero de éxito, que los editores, supongo, buscan con cierta avidez. A ese subgénero pertenece Roma, el libro de Steven Saylor cuya lectura hoy os comento. Al igual que en los libros de Rutherfurd, Saylor inventa dos linajes patricios, el de los Poticios y los Pinarios (espero que salgan bien escritos en este post; el señor Bill Gates se empeña en escribir Binarios cada vez que escribo Pinarios), cuyo percorrer repasa desde los tiempos anteriores a la fundación de Roma hasta la el año 1 Antes de Cristo, durante el primer reinado imperial, el de César Octavio Augusto. Patricios que son, estos Poticios y Pinarios tienen la ocasión de estar siempre a la que salta en los hechos de esa Roma clásica preimperial; así pues, en la novela los veremos ser coleguitas de los gemelos Rómulo y Remo; o mandar a tomar por culo la solución monárquica tarquinia; o levantar el sitio de Roma con el desgraciado Coriolano; o servir a la religión estatal como vírgenes vestales; o colaborar con las reformas de los gracos; o luchar contra el pérfido Sila; o, desde luego, formar parte del Estado Mayor de Julio César. He aquí, sin lugar a dudas, la principal virtud del libro: rel tema. Steven Saylor sabe bien que la Historia de Roma en los 999 años que relata la novela es una de las novelas negras mejor escritas que se pueden leer. Si me permite el autor esta boutade, que lo es pues escribir siempre es un esfuerzo que lo flipas, en parte el libro se escribe sola, porque esa parte primera que es inventar la historia está notablemente simplificada cuando hablamos de estos tiempos, y esa tierra, que están entre los episodios protagonistas de aquello que nos hizo como somos.

Hablando de novela histórica y hablando de Roma, la comparación se hace obligada con los libros Coleen MacCollough, escritora australiana de enorme erudición quien, sin embargo, para la mayor parte de nosotros, y sobre todo de vosotras (las talluditas), es famosa por una novela que no tiene nada que ver con los tiempos clásicos: The thornbirds (El pájaro espino), historia de amor y religión que fue un exitazo de audiencia en la tele bastantes años atrás.

McCollough es autora de una serie monumental de novelas, de casi 900 páginas cada una, que abarcan desde los inicios de la carrera de Cayo Mario hasta la de Julio César (por lo menos, éstas son las que yo he leído). Creo que, para aquellos de los lectores de este post que estén interesados en este periodo y no hayan leído estos libros, merece la pena que señale las diferencias.

En primer lugar, los ámbitos temporales no son los mismos. El de McCollough es mucho más corto. La suya es una cirugía de precisión y, en consecuencia, sus novelas son mucho más meticulosas. Describe los hechos sin prisas, uno por uno, con la intención de no dejar ni un elemento importante de los años que relata sin ser contado (de hecho, sus capítulos se dividen por años consulares); esto la lleva a una erudición en ocasiones apabullante, pero que al lector, y perdóneme que le llame así, más superficial, se le puede hacer algo pesada. Especialmente, el hecho de que McCollough no se salte ni un miembro de las familias que interaccionan en sus novelas, y que los romanos tuviesen la costumbre de repetir los nombres, hace que en ocasiones sea difícil centrarse. La obra de Saylor, sin embargo, es más ágil en este punto. También tiene muchas páginas, casi 700 en la edición inglesa que es la que yo comento, pero en realidad, como sabemos, la media no sale ni a un año por página. Además, teniendo en cuenta que lo que hace Saylor es situar personajes inventados en una realidad histórica, hace a Poticios y Pinarios atravesar por una serie de peripecias que impiden la confusión que, de todas maneras, es casi imposible teniendo en cuenta los saltos del tiempo.

En el asunto de los personajes está otra diferencia. Los de Saylor son inventados. McCollough, por su parte, hace novela histórica a lo Gore Vidal, es decir, sus protagonistas son los propios protagonistas de la Historia. Las peripecias que seguimos en sus novelas son las de Mario, Sila, Servilia Cepionis, Cicerón, etc. No hay personajes inventados, sino invención en torno a los personajes (invención, en ocasiones, un poco temeraria en mi opinión). ¿Cuál de las dos alternativas es mejor? La respuesta ha de ser galaica: depende. Depende del lector. Hay lectores para los cuales la pura peripecia histórica no es suficiente, porque no tienen demasiada ambición por los hechos históricos o el simple análisis de éstos les aburre o les deja insatisfechos. Éstos deberían leer a Saylor. Aquéllos para los cuales lo importante sea la Historia, sin aditamentos, deben leer a McCollough.

En su versión original, el libro está escrito de forma ágil y eficiente. El autor parece ser plenamente consciente de que los libros de 700 páginas repletos de periodos y tropos son propios tan sólo de los aficionados a la literatura rusa; de todas formas, tengo por mí que el inglés no es un idioma muy propio para ser alambicado en la escritura (o eso al menos dice mi profesora de inglés, quien siempre me está dando la brasa con que escriba frases tres veces más cortas). Otra gran virtud de Saylor, que se hace interesante, es que trata de explicar, desde el conocimiento y la imaginación, el origen de los mitos. A todas luces, Saylor alberga la teoría de que todos los mitos y creencias tienen un origen real. Así pues, no daré más detalles para no fastidiar a futuros lectores, pero diré que en el libro de Saylor se pueden encontrar explicaciones bastante plausibles sobre hechos como por qué la tradición decía que Rómulo y Remo fueron amamantados por una loba; o quién fue Hércules y quién el gigante Caco al que según la tradición mató; o por qué estaba decretado que las moscas no podían entrar en determinados templos; o por qué los romanos celebraban extrañas fiestas como las Lupercalias. De hecho, al finalizar el libro coquetea (no sé si pensando en una segunda parte) con la idea de que el propio símbolo religioso de la cruz podría ser mucho más antiguo que el cristianismo.

¿Lo peor del libro? Lo peor del libro son los pies forzados que se ve obligado a respetar el autor por razón de su elección primera: meter mil años de Historia en un libro voluminoso, pero no tanto como para echar para atrás al comprador/lector masivo. Así las cosas, Roma se convierte en un ejemplo de lo que los británicos llaman cherry picking: el autor para aquí o allá para narrar un determinado periodo de la Historia de Roma, lo cual quiere decir que, necesariamente, se deja otros. Tiene que ser así porque, de lo contrario, por mucho que hubiese querido correr, habría escrito 1.500 páginas, o así. Lo que me parece enormemente discutible es la selección. Está hecha, probablemente, para poder colocar a los protagonistas de la novela, Poticios y Pinarios, ante determinadas situaciones. Pero las lagunas son, a mi modo de ver, pavorosas. Especialmente doloroso me parece el olvido de Cayo Mario, para mí el hombre que dio un vuelco a la Roma republicana, eso sí a largo plazo, con sus siete consulados y su reforma militar a favor de los miembros del censo por cabezas. Pero hay más cosas. En la novela de Saylor nada se dice de la cuestión itálica, que presidió los debates de la República durante siglos; apenas aparecen, como en un segundo plano, las guerras púnicas, a pesar de que su importancia pretende explicarse (no obstante lo dicho, Tiburcio la explica mucho mejor). No existen las conquistas imperiales; los galos toman Roma pero los romanos no pisan Galia en una sola escena, ni abaten las posesiones de los númidas, ni apresan a Yugurta. Se nos cuenta la Historia de Roma sin el concurso de Cicerón, de Catalina, prácticamente sin el concurso de Catón. Pompeyo Magnus se nos queda prácticamente inédito, pues César, en esta novela, no pasa el Rubicón (para pasar el Rubicón tendría que venir de la Galia, y ya hemos dicho de de eso no se dice nada) y, consecuentemente, no se nos cuenta la batalla de Pharsalos; apenas sus consecuencias. En la Historia de Roma hay políticos y líderes importantísimos como L. Apuleyo Saturnino, Marco Livio Druso, Publio Sulpicio Rufo, Cinna, Creso, Quinto Sertorio, Lépido, los Metelos, que no aparecen.

Y, sobre todo, está el problema de la República. Porque alguien que escribe sobre esos años está obligado, en mi opinión, a tratar de hincarle el diente al asunto de cómo, y por qué, murió la República romana. Si es cierto (yo lo pienso así) que era una evolución necesaria para un Estado que había alcanzado la importancia de Roma, o si se debió a la miopía de la clase patricia y a la creciente demagogia de los plebeyos, como también puede pensarse.

En conclusión, como novela de entretenimiento es buena; yo diría que muy buena. Pero si lo que se pretende es, además, obtener de ella una buena foto de la Historia de Roma, yo le recomendaría al protolector que no se hiciese demasiadas ilusiones.

Del libro, por cierto, ha salido edición española; pero desconozco la editorial. Supongo que no os será complejo encontrarla en internet.

Eso sí, visto el rollo catilinario de Tiburcio sobre las guerras púnicas y que a mí me va la marcha, desde hoy queda abierto el descriptor de Historia Antigua. Volveremos sobre ella, espero que pronto. Lo primero que me gustaría contaros es la historia de los gracos. Pero será ya otro día.