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miércoles, julio 13, 2022

La ley de memoria democrática

 

Bueno, pues ya le he echado una primera lectura al anteproyecto de ley de memoria democrática. Os haré algunas apreciaciones sobre el mismo, para luego pasar a una reflexión más genérica, que es la que tengo más interés en hacer.

martes, agosto 28, 2018

Lo de Franco

Todo este verano, conforme veía, leía o escuchaba las noticias en las que el debate sobre la tumba de Francisco Franco iba tomando momento, me decía a mí mismo que tendría cierta lógica que compartiera con mis lectores algunas notas sobre la materia. El tema, sin embargo, me daba bastante pereza; difícilmente se puede encontrar un debate más embarrado y con una mayor densidad de contertulios presentes que tienen dos o tres informaciones muy básicas para ir tirando. Finalmente, me decidí a escribir el post porque, la verdad, es un proceso que se me hace preocupante. Y supongo que seré capaz de escribir por qué.

Por delante, el concepto principal: personalmente, yo creo que el general Franco debería salir del Valle de los Caídos. No tengo muy claro adónde (ya volveré sobre eso), pero debería salir. Sin embargo, tener esta idea no me ayuda a evitar la desazón, porque mi desazón no tiene que ver con el qué, sino con el cómo.

Franco debería salir del Valle de los Caídos. Pero no así, y no sacado por quienes lo van a sacar. Aquí, para mí, está la clave del chirrido que se oye en la lontananza. Esta situación que estamos viviendo tiene, para mí, dos culpables, que se llaman José María Aznar y Mariano Rajoy Brey. Los gobernantes son gobernantes y tienen fuerza jurídica para gobernar; pero los gobernantes, además, tienen fuerza moral para gobernar; y ésta no todos los tienen, ni en la misma medida, ni sobre las mismas cosas. Pensad, por ejemplo, en la reconversión industrial de los años ochenta del siglo XX. Era necesaria, fue muy buena para recuperar la competitividad de la industria española, pero lo cierto es que envió a centenares de miles de obreros españoles al paro, y colapsó grandes pilastras de nuestro edificio industrial (y minero). Imaginemos que quien gana las elecciones en 1982 hubiera sido Manolo Fraga; ¿hubiera podido hacer aquella reconversión como la hizo Felipe González? Ni modo; y eso es porque FG, además de la capacidad jurídica de gobernar la reconversión, tenía también la capacidad moral. La capacidad de reunirse con los suyos y decirles: es lo que hay, compañero.

Con las mismas, a Franco debió sacarlo del Valle, o bien Aznar, o bien Rajoy. Vale que para cuando gobernó Aznar en España hablaban de Franco cuatro friquis, y para que Rajoy tomase una decisión así haría falta que lo dejásemos gobernar unos sesenta o setenta años ininterrumpidos. Pero a uno le debió faltar la inteligencia y a otro el coraje de, como se dice en espanglish, grabear al bul por los jorns. Y eso cabe anotarlo en su debe.

Si el proceso de salida de Franco lo hubiese abordado quien debía, también se podría haber hecho bien, mediante una negociación discreta con la familia, con la Iglesia yendo al Nespresso a por los cafés. Una negociación personal que le hubiese permitido a los Franco hacer lo que paradójicamente yo creo que hubieran preferido hacer. Hay bastantes testimonios, en la tortuosa historia de la enfermedad del dictador, de que al final de la situación la familia estaba hasta los pelos de que su padre, su marido, su abuelo, tuviera que ser un puñetero muerto de Estado. La última operación de Franco la decidió su yerno, el marqués, más que probablemente contra el deseo de la familia carnal, que quería que el general la diñase ya de una vez en paz. Hay, pues, ya de inicio, una corriente, absolutamente lógica, que reclamaba respeto para los sentimientos familiares. Una corriente que, tal vez, hubiera sido sensible a la posibilidad de un re-enterramiento discreto, sin taquígrafos; a una solución mucho más racional que convertir todo este tema en una charlotada.

Pero, claro, quien está impulsando la exhumación ni tiene esa fuerza moral, ni la quiere tener ni por supuesto, esto es lo importante, tiene interés alguno en que el proceso sea un proceso discreto. La exhumación de Franco se ha convertido en un elemento más de una estrategia cuyo objetivo es mejorar en las encuestas, y uno no mejora en las encuestas si no le cuenta a los encuestados lo que está haciendo.

Y bien: es un proceso absolutamente lícito. La política es así. Los políticos suelen decir, en su mayoría, que están en ello por voluntad de servicio al ciudadano y que la única cosa en la que piensan desde que por la mañana se arrancan los pelillos de la nariz en el espejo hasta que en la noche se ponen talco en sus conjunciones cutáneas conflictivas, es el bien común. Pero todos, absolutamente todos, mienten, siquiera parcialmente. El político no se diferencia mucho de, ejem, el propio general Franco (quien, por cierto, también decía que todo lo que le movía era el bienestar de los españoles) en que todo, absolutamente todo, lo que le importa, es obtener, conservar o recuperar el poder. Y si para eso tiene que desenterrar cadáveres o untarse de chocolate delante de un nido de avispas, lo hará. Y, como digo, no sólo es lícito, sino que quien se eche las manos a la cabeza, o es verdaderamente una persona muy naïf o estará, con perdón, mintiendo como un político.

Es, lo repito, un proceso legítimo: cada uno busca los hechos que cree que le van a bienquistar con los votantes, sobre todo con aquéllos que no lo son pero podrían serlo; esto es, de hecho, lo que más le interesa a un político inteligente de las encuestas: cuántos votantes hay que no me votan, pero podrían hacerlo con un pequeño empujón. El problema, sin embargo, es el de siempre. El asunto que el político medio nunca domina y que, de hecho, incluso suele desconocer: el principio de acción-reacción. O el efecto mariposa, si lo preferís. El hecho de dejar volar a una mariposa en Francia no es baladí; acaba provocando un terremoto en Colombia.

Esto es lo que, de hecho, me preocupa más de este proceso. En primer lugar, es un proceso que ha terminado de poner las cosas al revés. Estamos, de alguna manera, en un 56 inverso. El año 1956 es fundamental para la Historia de España por muchas cosas, pero entre ellas descolla la decisión del Partido Comunista de España de hacer público un manifiesto en el que viene a decir que abandona el objetivo de echar a Franco de España y que, a partir de entonces, entiende que en la guerra civil hubo cosas que se hicieron mal, y decide propugnar la superación de esa situación desde la reconciliación. En términos muy bastos, el manifiesto del 56 es una llamada de atención de los jóvenes a los viejos. Los hombres políticos más jóvenes, muchos de ellos ya no fogueados en la contienda, tienen una visión distinta de las cosas, y le dicen a los viejos que abandonen sus ilusiones vanas de acabar con el franquismo (porque es hecho comprobado que la inmensa mayoría de los exiliados de la guerra civil se marcharon convencidos de que Franco duraría dos o tres años lo más).

Ahora las cosas están al revés. Ahora no son los jóvenes los que le dicen a los viejos que abandonen el radicalismo; son los viejos los que se lo dicen a los jóvenes. Las personas que hicieron la Transición (porque la Transición la hicimos todos, yendo al cine a ver Siete días de enero y decidiendo no darnos de hostias con los guerrilleros de Cristo Rey que estaban esperando a la salida) hoy asisten desbordadas a la radicalización de unas personas mayoritariamente jóvenes que no es que no vivieran la guerra civil, es que ni siquiera vivieron la mentada Transición y algunos de ellos ni siquiera los fastos del 92. La juventud que en el 56 cumplió la labor de acallar la polémica, ahora la atiza. ¿Eso está bien? Habrá quien se sienta orgulloso de ese proceso; ¡la gente por fin despierta! Pero, una vez más, está el principio de acción-reacción.

No existe forma de conseguir que, cuando se pone en marcha un proceso en el que "la gente despierta", despierten sólo los que tú quieres ver levantados. La polémica sobre la exhumación de Franco ya nos dirá Tezanos cuántos votantes le ha dado al gobierno actual; pero lo que yo tengo por cierto es que está multiplicando el número de franquistas. Es un proceso muy sencillo que, paradójicamente, son quienes no lo pueden soportar quienes lo han trazado. La admiración por el general Franco es una dolencia que se cura fácilmente con datos. Pero, claro, llevamos cuarenta años propugnando en España la fabricación de sucesivas "generaciones mejor formadas de la Historia de España" que, en realidad, tienen dos o tres informaciones muy esquemáticas sobre todo, incluido el franquismo. La guerra civil española y su posguerra, además, tienen la característica, lo he dicho muchas veces, de que se ha escrito tanto sobre ellas que cualquiera que quiera sostener una idea puede encontrar bibliografía que la soporte. En suma: entre no lectores y lectores epidérmicos, el público susceptible de fabricar una conclusión apuntalándola con sus prejuicios es legión. Y cuando uno concluye cosas basándose en sus prejuicios (por ejemplo, el clásico de opinar justo lo contrario de lo que opina tu padre), la pelota puede caer en cualquier lado del tejado.

Hoy en día, además, es más fácil hacerse franquista, porque el poder constituido no quiere que lo hagas. Este es un argumento de gran fuerza si eres mínimamente influenciable y todo lo que tienes en el córtex es una difusa voluntad de rebeldía, de ir a la contra.

Imaginemos este escenario: ¿qué pasaría si algún terrateniente sin complejos le ofrece a la familia Franco el cementerio particular de su finca para enterrar al dictador y, a partir de ese momento, los partidarios y neopartidarios comenzaren a peregrinar allí para saludar la lápida brazo en alto? Lo que pasaría, supongo, es que el gobierno trataría de prohibir dicha práctica, supongo que argumentando que es contraria a la Ley de Memoria Histórica. Y los removedores de avisperos, encantados con la prohibición. Ninguna iglesia capta más adeptos que aquélla que está siendo perseguida por el emperador.

A mí no me gusta nada lo que estoy viendo porque aprecio que mi entorno (me refiero al entorno débil, no a mis íntimos, obviamente) ha cambiado de una forma radical y desde luego no positiva. En un pasado reciente, yo era el friqui que, en la tertulia improvisada con unas birras y unas patatas, pronunciaba nombres como Francisco Franco o Indalecio Prieto. La gente me miraba con cara conmiserativa, y no pocos, sobre todo los que me tenían confianza, se reían. Yo siempre he sido muy aficionado a buscar paralelismos en la Historia (por ejemplo, entre el actual procés y el generado en la República con cierta sentencia del Tribunal de Garantías sobre una ley catalana); pero cuando los trazo de viva voz, la gente me mira con ese fruncido de ceño del que piensa: pero, ¿qué dice éste?

Hoy en día, Franco es tema de conversación por parte de personas que, hasta hace unos meses, no parecían conocer a fondo nada más que la táctica preferida de su equipo de toda la vida. Esto, en sí, no es malo; pero cuando los argumentos, por llamarlos de alguna manera, se despliegan, es cuando te das cuenta de la vertiente tóxica del asunto. Lo realmente importante, por preocupante, del debate actual en torno al cadáver de Franco es que rompe la idea fundamental de la posguerra civil, que alimentó la Transición, de aceptar como axioma previo a toda la geometría histórica el hecho de que la guerra civil fue un proceso del que todos fueron culpables. Esta fue la clave de bóveda del manifiesto del Partido Comunista del 56; fue el catalizador sine qui non del llamado por el franquismo contubernio de Munich; y es, además, la verdad. Una verdad incómoda para quienes necesitan que su relato personal, o su estudio universitario directa o indirectamente subvencionado, cuente otra historia: la historia de un grupo muy reducido de plutócratas, obispos y cabrones que, contra la voluntad de una España que apoyaba en apretada falange (ejem) al Frente Popular, decidió, aun sabiendo que con ello destruía el futuro del país, dar un golpe de Estado. Lo que ya he denominado otras veces como la historiografía Ricitos de Oro versus Fascistéitor.

En los viñedos de la historiografía española, una historiografía que demuestra a las claras que si malo es que la Historia la escriban los ganadores no mucho mejor es que la escriban los perdedores, hay un problema. Un problema que se resume con una sola pregunta: si el golpe de Estado del 18 de julio del 36 fue un fracaso, en algunos casos incluso una chapuza, ¿cómo es posible que triunfase? Pregunta que tiene otra íntimamente ligada, que es: ¿cómo es posible que Franco durase cuarenta años? Muchas de las cosas que se están haciendo en el año 2018 tienen como objetivo orillar esta pregunta; una pregunta que, por cierto, muchos de los viejos socialistas, republicanos, anarquistas y comunistas de la guerra no regatearon, y para la que tenían respuesta. Para poder gestionar adecuadamente este problema, es necesario destacar que el franquismo es un genocidio (la idea es: los españoles no aceptaron a Franco; lo sufrieron como los judíos sufrieron el nacionalsocialismo); un concepto que, si bien tiene elementos de soporte, no está del todo claro (cuando menos, para mí). Esta es la idea que hace pandán con la exhumación; no, de nuevo, con la exhumación en sí, sino cómo se ha planteado.

Yo ya sé que considerar la Transición, y sus supuestos filosóficos básicos, como una ideología ajada e incluso tóxica para España, está muy de moda. Pero el problema, tal y como yo lo veo, es que en el momento en que se rompe su lógica interna; en el momento, muy particularmente, en el que se rompe el concepto de que el juicio de la Historia sobre la guerra civil no deja ni un solo imputado libre, se abre un tubo que tiene dos extremos, y no es posible abrir uno y cerrar el otro.

En suma: la principal ventaja que aporta, al mundo de cuatro décadas después, la Transición española, es que cauteriza la herida por la que podría supurar el fascismo. El fascismo de verdad, no el que se maneja en discusiones en Twitter o en tantas y tantas valoraciones que han provocado que el término se desvalorice. El fascismo que hoy es muy presente en Europa, incluyendo al país que supusimos eternamente vacunado contra él. Pero, por el carrilito que vamos, lo mismo el tiempo verbal habrá de cambiar del presente de indicativo al pretérito imperfecto.

Y, si tengo razón, nos vamos a hacer, literalmente, un pan con unas tortas. Y no precisamente de harina.

martes, agosto 21, 2018

A ver, Francisco...

A ver, Francisco...

Está bien que le escribas una carta a toda tu grey y que en esa carta digas que estás contrito en modo Dios (nunca mejor dicho) por las apretadas falanges de porculeros que has criado en tu seno y lo poco que has hecho para controlarlos e impedir sus desmanes. Pero eso, tú lo sabes, no es nada. Hay tres cosas que podrías hacer y que me da a mí que no vas a hacer.

miércoles, octubre 09, 2013

En torno al PIAAC

Aunque son muchos los textos que podrían citarse y que se han publicado en las últimas horas, éste de El País tal vez os pueda servir de resumen elegante del debate generado por la publicación por parte de la OCDE del informe PIAAC, que es el PISA de los adultos. Un informe que mide la habilidad de las personas de más de 16 años en la comprensión lectora y numérica (es inexacto, en mi opinión, hablar de habilidad matemática; en realidad, la habilidad matemática sólo se pide en el PIAAC, como en el PISA, para los niveles más elevados). El informe es accesible en la red. Y yo, lo siento, pero no puedo evitar hacer algunos comentarios.

En primer lugar, constato a la luz de las reacciones que los españoles hemos perdido incluso la habilidad de reconocer una mala noticia cuando la tenemos delante o, peor, cuando nosotros mismos somos esa mala noticia. Los resultados del PIAAC para España son deplorables, decepcionantes, preocupantes en grado superlativo. Fin de la cita. No hay matices, ni colores. No cabe otra cosa que doblar la cerviz y decir: algo estamos haciendo mal. Muy mal. Que luego la decisión sobre qué, exactamente, estamos haciendo mal, sea más compleja, no nos debe mover a la autosuficiencia de creer los cantos de sirena que se leen por ahí.

El principal argumento que he podido leer en este sentido es muy simple: el informe es enormemente positivo para España, porque nos dice que las habilidades numéricas y de comprensión de los muy adultos son peores que las habilidades de los más jóvenes; lo cual viene a demostrar, de consuno, que la educación que recibieron los más adultos era peor que la que han recibido los más jóvenes. Corolario: las reformas educativas de la democracia han ido en el camino adecuado. Quod erat demonstrandum.

El hecho de que la teoría descrita en el párrafo supra sea esgrimida (véase el enlace a eldiario.es) por un profesor de universidad, ya nos debería dar muchas pistas. Una muy importante: en esta España nuestra, hasta los profesores de universidad son capaces de decir imbecilidades.

Nadie le niega a las reformas educativas de los últimos años su éxito a la hora de universalizar la educación. La verdad, si encima de dar a los jóvenes una educación de calidad cuestionable, no hubieran conseguido universalizarla, era como para coger a todos los jerifaltes de la Educación española de 1976 para acá y colgarlos de los pulgares en el dique de abrigo de La Coruña, con la cabeza dentro del agua. No se trata de que una mejora de las habilidades cognitivas entre jóvenes y mayores sea una buena noticia; se trata de que un empeoramiento sería, simple y llanamente, un fracaso, ya que significaría que la globalización de la educación, el avance de las tecnologías, internet, la televisión, todo eso, no sólo no ha servido para mejorar las habilidades mentales de los españoles, sino que las ha empeorado. Adjudicar al sistema educativo el mérito de que haya más españoles jóvenes que mayores que son capaces de dirimir en un supermercado qué yogur caduca antes (la prueba numerológica de nivel más bajo consistió más o menos en eso), es como afirmar que el hecho de que un joven pueda andar seis kilómetros sin cansarse y un viejo apenas dos es mérito del sistema de salud.

Detrás de la defensa a ultranza del sistema educativo frente a una valoración tan pobre como la que sale del PIAAC hay, o a mí me lo parece, un interés muy definido. El profesor de universidad que sale en defensa de la educación española tras la lectura del PIAAC no es, como él pretende, un experto independiente; es un bocas protegiendo su puesto de trabajo.

Hasta ahora, y de hecho es muy probable que así siga siendo, el gran activo con que cuentan los activistas del ámbito de la educación, para que nos entendamos los de la camiseta verde, es dar por hecho sin demostración, esto es otorgar categoría de axioma, al concepto de que están defendiendo el bien común. Que al defender la escuela pública, al oponerse a la reforma Wert (o cualesquiera otras que tratasen de poner el mérito y el esfuerzo en el lugar que un día ocuparon) es defender lo que es bueno para la mayoría; incluso bueno para todos.

El PISA y el PIAAC, sin embargo, podrían llevar a algunos a pensar que, tal vez, a la green T-shirt le sobre la segunda r (no sé si me explico); que, tal vez, lo que están defendiendo esas personas son intereses particulares. El particular interés de seguir haciendo de España un país en el que se puede ser maestro opinando que el Duero pasa por la vieja Stalingrado, que la gallina es un paquidermo extinguido, o que el infante Don Juan Manuel es el seudónimo de Iñaki Urdangarín. Lo que no acabo de entender de esta historia es por qué no se oye la voz de los buenos profes. Que los hay y yo, cuando menos, tengo la clara percepción de ello.

En Twitter, en Facebook y en la barra del bar, los pofesionales [sic] de la educación se llenan la boca hablando del sistema finés, del que destacan su éxito basado en el egalitarismo. Desconocen, o hacen como que desconocen, que con su nivel de conocimientos, la inmensa mayoría de ellos jamás habrían sido maestros en Finlandia. Y así, mientras los debates siguen en la epidermis de los conocimientos, teñidos con el barniz de la ideología, las generaciones de españoles siguen saliendo de escuelas y universidades en la situación en la que están.

¿Que cuál es esa situación? Un sólo ejemplo bastará.

Imagina un tipo que viaja para su empresa en su coche. Tiene un acuerdo por su jefe por el cual cobra 20 céntimos de euro por cada kilómetro que hace con el coche, más 30 euros al día de dieta para comer y tal. Un día, esa persona hace 55 kilómetros con el coche. Pregunta: ¿cuánto cobrará en total por ese día de trabajo?

¿Lo has pillado? Bueno, pues que sepas que, si lo has pillado, perteneces a dos tercios de la población. Porque un tercio de los españoles adultos no sabe responder a esta pregunta. Este resultado es el que demuestra, véanse las declaraciones del enseñante universitario, que la educación «ha ido a mejor». En fin, como mucho, habrá ido a menos peor...

Sigamos, pues, discutiendo sobre si son galgos o podencos. Sigamos sin darnos cuenta de que el puto perro, sea galgo o sea podenco, está petado de pulgas. Es lógico que sigamos así porque, al fin y al cabo, la mayoría de quienes discuten jamás han leído a Tomás de Iriarte. Y, vistos los resultados del PIAAC, si lo leyesen, tampoco lo entenderían.

Post Scriptum: suponiendo que tengas las suficientes habilidades cognitivas, conocimiento de la angloparla o habilidad para decirle al navegador que te lo traduzca, aquí tienes la forma con que han recibido en Estados Unidos los resultados del PIAAC, nada alentadores, tampoco, en su caso. Les podríamos recordar el cuento del conde Lucanor del tipo aquél que iba comiendo altramuces amargos... Por pobreza nunca desmayéis/pues otros más pobres que vos veréis

jueves, abril 14, 2011

Islandia

Desde mi punto de vista, hay dos cosas que demuestran cada día que el ciudadano normal, average, necesita saber más economía de la que sabe.

La primera es que se tire en plancha a las tiendas de lotería y quinielas, donde no pueden hacer por él nada más que venderle una inversión con valor actual negativo; que es algo que, si se lo ofreciesen en el banco de al lado, llevaría a ese mismo cliente a provocar una faraónica bronca.

La segunda cosa sorprendente es que aquellos ciudadanos que son socios de un club de fútbol se contenten con que su equipo le meta tres goles al eterno rival, aunque en ese mismo momento esté económicamente quebrado. De hecho, cada domingo las sociedades anónimas deportivas inventan un nuevo concepto de rentabilidad, que todos los lectores de prensa deportiva (y son unos cuantos) aceptan con total naturalidad.

En los últimos días se leen y escuchan comentarios mil sobre Islandia, un país que, al parecer, estaría pasando a la Historia por ser testigo de una rebelión cívica contra la crisis financiera y sus causantes. No pocos foros de internet experimentan orgasmos repetidos ante lo que consideran un ejemplo de lo que todos los países deberían hacer contra esa caterva de ladrones que provocaron la crisis subprime y sus diversas ladillas.

Dejando de lado el pequeño detalle de que hay países, como España, en los que esa caterva de cabrones está básicamente formada por los mismos tipos a los que la gente vota (¿quién gestiona, al fin y a la postre, las cajas de ahorros españolas?), es que, además, sorprende lo poco que se sabe de Islandia y lo mucho que se desconoce, en consecuencia, que las raíces de eso que podemos llamar el problema islandés tienen algo, pero no todo, que ver con las subprime y la crisis del 2008, puesto que brotan casi veinte años antes.

Islandia es un país que, económicamente, nunca había necesitado abrirse demasiado. Está escasamente poblado (lo cual quiere decir: pocas necesidades que atender), escasamente habitado (pocas infraestructuras que desarrollar) y con recursos naturales (notablemente, un señor llamado bacalao) que siempre han sido suficientes para dar de comer a la estrecha panda de valientes que se ha avenido, en los siglos pasados, a vivir en lugar tan extremo.

El nivel de vida islandés no siempre ha sido la pera limonera, pero en las últimas décadas del siglo XX mejoró notablemente a lomos de un sistema de política económica basado en no fijarse demasiado en la inflación. Islandia ha sido, tradicionalmente, un país de desempleo bajo e inflación alta, que reducía las consecuencias negativas de dicha inflación mediante la restricción de las operaciones trasfronterizas.

En 1990, sin embargo, la globalización económica mundial, unida al hecho de que las pesquerías comenzaban a no dar para tanto, hizo que Islandia cambiase el paso y se adhiriese a un área económica común, el Espacio Económico Europeo. Muchos análisis que se ven hoy tienden a ver en 1999, es decir el proceso de creación de bancos privados, el principio de la crisis islandesa. A mi modo de ver, se equivocan. Los problemas comienzan años antes, cuando el país despierta del suelo más o menos autárquico en que había vivido hasta entonces.

Estar en el EEE, que es una especie de Unión Europea blanda, ya no permitía a los islandeses tener la misma situación de cerrojazo al gasto exterior, lo cual quiere decir que el país tenía que ganarle la partida a su inflación de dos dígitos.

Para ello, los islandeses, que verdaderamente son pocos y bastante bien avenidos, llegaron a algo que se suele llamar el Acuerdo Nacional o National Consensus que, básicamente, fue un acuerdo de restricción en el crecimiento de las rentas al que llegaron empresarios, trabajadores y gobierno. Además, esta medida de austeridad, un poco a la alemana, se combinó con el inicio de una política monetaria realista, que modificó el sistema anterior de tipo de cambio fijo por otro de tipo de cambio flexible «controlado» por un objetivo de inflación, para la que fijaba un entorno de 1% anual mínimo y 4% máximo, con un 2,5% como tasa ideal; una inflación claramente pensada para entrar, algún día, en el euro.

Durante las décadas anteriores de inflación desbocada, los tipos de interés reales islandeses eran negativos. Esto quiere decir: el coste de un crédito estaba por debajo de la inflación lo cual, en esencia, es una llamada a endeudarse: si uno se endeuda en 100 y al año tiene que devolver 105, pero los precios han hecho que los 100 de principios de año sean 106 al final del mismo, endeudarse es, como digo, un chollo. Esto ocurrió en un momento en el que los bancos islandeses eran estatales (lo cual debería ser tenido en cuenta por parte de tantas voces que consideran que la manera de resolver los temas es nacionalizar la banca, como si nacionalizar la banca fuese una medida positiva per se). En 1979, el sistema trató de meterse en vereda indexando los créditos, de forma que los deudores tendrían que pagar lo que realmente valían: si valía 106, pues habría que devolver 106.

Fue más o menos en ese punto, forzados por el nuevo horizonte económico forzado por la entrada en el EEE, cuando los gobiernos islandeses se dieron cuenta de que tenían que crear un sector bancario privado. Así nació el Islandsbanki, que se fusionó con otras firmas y al que siguieron otros bancos hasta entonces públicos, como el Landsbanki el Bunadarbanki.

El Estado, sin embargo, no desapareció del ámbito financiero; dato que a menudo se soslaya del debate. Siguió existiendo, por ejemplo, el Icelandic Housing Financing Fund o HFF, una entidad pública dedicada a dar préstamos para vivienda, de entre 15 y 40 años de duración, indexados, y por un máximo del 80% del valor de la vivienda. En la práctica, esto significaba que el negocio para los bancos privados se centraba en el 20% restante. En las elecciones del 2003, el Partido Centrista, uno de los gobernantes, prometió el aumento del límite al 90%; puesto que la coalición renovó su poder, la medida se tomó y, consecuentemente, el papel de los bancos privados se redujo. La consecuencia, lógica: la competencia. A partir de 2004, los bancos privados se lanzaron a ofrecer préstamos para la vivienda a mejores condiciones que la HFF, alimentando con ello una espiral de crédito a la cual, como vemos, el ámbito público no sólo no fue ajeno, sino que la creó.

A més a més, a partir del 2001, cuando los relativos éxitos contra la inflación fueron visibles, el tono del déficit público mejoró, lo cual animó al Partido de la Independencia, largamente gobernante, a revivir sus viejas reivindicaciones de una reducción de impuestos.

En otras palabras: años antes de la crisis financiera, los gobiernos islandeses, o sea los partidos políticos, presionados por sus campañas y promesas electorales, decidieron realizar una doble política combinada: expandir el crédito, mediante la creación de bancos privados que competían directamente con los públicos; y expandir el consumo, por la vía de hacerlo más fácil poniendo más dinero en la mano de los islandeses cada mes, cada día.

Como irse ahora a un reactor de Fukushima y tirar dentro dos o tres toneladas de uranio cabreado.

El recalentamiento de la economía islandesa se hizo tan evidente que fue necesario subir los tipos de interés a niveles estratosféricos; a los inversores europeos, que vivían en una meseta aburrida de tipitos bajos como consecuencia de la convergencia del euro, se les pusieron los ojos como platos y se dedicaron a comprar bonos en coronas islandesas hasta poner el mercado secundario de renta fija, y la propia moneda, en ebullición, retroalimentando el proceso.

En estas circunstancias, la corona subía y subía. Y cuando una moneda sube, las demás bajan. Para los islandeses, los precios en, un suponer, Londres, cada día eran más baratos. Los precios británicos están en libras, pero como ellos tenían una monedita que cada día era más cara contra la libra…

Así que los bancos islandeses decidieron salir de compras por ahí fuera. Compraron bancos, compraron casas, compraron bonos, compraron la histórica tienda Hamley’s de Regent Street… compraron lo que se les puso por delante. E Islandia se convirtió en una especie de gran isla-banco. Para aquel entonces, el 80% de la capitalización de la Bolsa de Rejkyavik provenía del valor de las acciones de los bancos. El sector financiero crecía y crecía, alimentando ofertas a los hogares. En el 2005, la deuda de los particulares sobrepasó el 200% de su renta disponible.

El sistema bancario islandés registró una crisis seria en el 2006. Hubo analistas, sobre todo escandinavos, que destacaron, ya entonces, el mal endémico de la banca islandesa, que era su modelo de negocio basado en un crecimiento acromegálico de la actividad interior, sobre todo a través de segundas y terceras hipotecas. Sin embargo, analistas internos se apuntaron a la famosa teoría que ahora esgrimen muchos defensores de la política económica española actual: la teoría too big to fail; el sector bancario islandés era demasiado grande para darse la hostia. En todo caso, el sector financiero, ante estas preocupaciones, inició una línea de diversificación, buscando clientes fuera de sus fronteras, y comenzó a prestar en países como Reino Unido y Holanda, generando, al fin y a la postre, los impagos que ahora le son reclamados al país.

En consecuencia: el sector financiero islandés, y sus gestores, tiene una responsabilidad objetiva en los gravísimos problemas que, desde el 2008, registra tanto dicho sector como el país entero. Pero, contrariamente a lo que se lee por ahí, al menos en mi opinión, la responsabilidad no se le puede adjuntar, en solitario, a unos gestores malintencionados y enloquecidos. La gestión enloquecida, el crecimiento a toda leche, la subida sin pensar en la posibilidad de una caída, es consecuencia de una carrera macroeconómica iniciada por el gobierno, y unas condiciones generadas por la misma.

Las medidas de los sucesivos gobiernos islandeses, durante la década de los noventa, están encaminadas a favorecer el crecimiento de las rentas y del consumo y la expansión del crédito, como indicadores de un bienestar objetivo de los hogares islandeses. Las intenciones fueron bien expresadas en las campañas electorales en las que se prometieron acceso cada vez más fácil al crédito y más dinero en la cartera. A los islandeses nadie los engañó. Su economía se recalentó delante de sus narices y no parece que les preocupase demasiado. Hasta que la caldera estalló, claro.

Hay un efecto, a mi modo de ver, sorprendente. En la Historia puede verse claramente. Uno piensa: Sofico, Gescartera, Forum Filatélico, Nueva Rumasa, burbuja inmobiliaria, Islandia... Da la impresión de que hay un porcentaje nada desdeñable de la raza humana que, por razones genéticas, educativas o de algún otro tipo, es incapaz de asumir el que para mí es el Axioma número 1 de la economía financiera: nadie da duros a peseta. Si visitas diez concesionarios de automóviles y en nueve de ellos el Seat que te quieres comprar vale entre 20.000 y 24.000 euros, y en uno de ellos te lo ofrecen por 7.000, desconfía de éste último. El Seat que te quieren vender o es usado, o es robado, o es defectuoso, o algo. Porque nadie, repito, da duros a peseta. Pero, ¿y si es verdad que ese concesionario, por alguna razón, es capaz de vender a 7.000 euros el coche? Pues si es verdad, aplícate uno de los dos grandes axiomas del inversor en Bolsa: deja siempre que el último duro lo gane otro.

Los islandeses vivieron encantados en un mundo de crédito aceleradamente expansivo. Constituyeron segundas y terceras hipotecas sobre sus bienes reales porque creyeron en un axioma en el que también creyó mucha gente en España. En esto, la verdad, Islandia y España se parecen, a mi modo de ver, como dos gotas de agua. En ambos casos, como factor fundamental operó la convicción social de que los precios inmobiliarios eran una variable constantemente creciente en términos reales. Si el valor de los pisos iba a crecer siempre y, además, a mayor tasa que la inflación, entonces convenía endeudarse con su garantía.

En una crisis así, nadie es inocente. Si, verdaderamente, el problema de Islandia fuesen los cuatro tipos que quebraron sus bancos, la cosa tendría una solución lenta y jodida, pero relativamente fácil de formular. Los problemas de la economía islandesa, por desgracia, son bastante más profundos, y tienen que ver con el modelo económico que el país decidió darse a sí mismo, y votó.

En sí, la rebelión islandesa puede verse como un sorprendente despotismo ilustrado inverso. En el despotismo ilustrado normalito, son los poderosos, en el sentido de quienes tienen el poder, los que demandan que harán todo para el pueblo, pero sin él. En el despotismo ilustrado inverso, es el pueblo el que demanda que quienes tienen el poder no cuenten con ellos, puesto que, al fin y a la postre, no se sienten concernidos por decisiones que tomaron los políticos a los que votaron. Desde que existe la política monetaria y, consecuentemente, se sabe que la inflación responde en gran medida a la cantidad de recursos monetarios que hay en el sistema, es obvio para cualquier responsable económico que fomentar el consumo y el crédito a la vez puede llevar a recalentar la economía. La economía se recalentó mientras los islandeses (y muchos analistas internacionales, por cierto) aplaudían con las orejas. Si nosotros tuvimos nuestro boom inmobiliario, los islandeses tuvieron el financiero, y a ambos nos ha estallado en la cara. Pero ninguno de los dos, ni españoles, ni islandeses, tenemos derecho a decir ahora que estos estallidos no van con nosotros, porque son estallidos que no fueron provocados en solitario por un grupo de cresos haciendo negocio, sino, first and foremost, por los políticos a los que votamos y encumbramos al puteal del gobierno. Y por nosotros mismos.