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jueves, 10 de octubre de 2013

Alice Munro / Premio Nobel de Literatura 2013


FICCIONES

DE OTROS MUNDOS
Alice Munro / Premio Man Booker internacional a los 78 años
ALICE MUNRO / YA NO SIRVO PARA UNA VIDA NORMAL
MARGARET ATWOOD / UN RETRATO DE ALICE MUNRO
ELVIRA LINDO / LA VIDA SECRETA DE ALICE MUNRO
Retrato hablado / Alice Munro / De la mente al Nobel
Alice Munro gana el Nobel de literatura por su maestría en los cuentos
David Trueba / Alice Munro / Retrato hablado
ALICE MUNRO / UN NOBEL PARA EL GRAN CUENTO DE LA VIDA
Alice Munro según Rodrigo Fresán
Antonio Muñoz Molina / Nadie como ella / Mi querida vida
ALICE MUNRO / MI QUERIDA VIDA / COLECCIÓN DE EMOCIONES
ALICE MUNRO / LA VIDA DE LAS MUJERES
El mundo femenino de Alice Munro
ALICE MUNRO / EL DOMINIO DEL CUENTO
José Emilio Pacheco / Alice Munro, la historia de la gente sin historia
Alice Munro / Un cuento con Nobel
Alice Munro / La vocación definitiva
Alice Munro / Las mujeres necesitan interpretar la vida verbalmente
Alice Munro / Misterios cotidianos
Alice Munro / Narro la vida sin engaños
2013 / Los diez mejores libros del año según Babelia
Elvira Lindo / Ellas lo contaron mejor
Antonio Muñoz Molina / Mis 12 libros imprescindibles
Laura Fernández / En busca de la nueva Lucía Berlín
Alice Munro / Parejas
Alice Munro / Mi vida querida / Reseña
Alice Munro / Una vida inesperada / Soledad Puértolas
Los 25 mejores libros del siglo XXI / Alice Munro / Demasiada felicidad

Cuentos de Alice Munro
ALICE MUNRO / LA ISLA DE CORTÉS
ALICE MUNRO / LUNAS DE JUPITER
ALICE MUNRO / LAS NIÑAS SE QUEDAN
ALICE MUNRO / FICCIONES
ALICE MUNRO / RADICALES LIBRES
ALICE MUNRO / GRAVA
ALICE MUNRO / AMUNDSEN
ALICE MUNRO / TREN
Alice Munro / Lo que se recuerda
ALICE MUNRO / VER LAS OREJAS AL LOBO
Alice Munro / Los muebles de la familia
Alice Munro / Dimensiones
Alice Munro / La temporada del pavo
Alice Munro / Escapada
Alice Munro / Pasión
Alice Munro / Secreto a voces



BIOGRAPHIES II
Alice Munro

Alice Munro 
(1931-2024)

Alice Ann Munro, de nacimiento Alice Ann Laidlaw (Wingham, Ontario, 10 de julio de 1931) es una narradora canadiense, sobre todo de relatos. Está considerada como una de las escritoras actuales más destacadas en lengua inglesa. En 2013 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura.
Alice Munro nació en Wingham, Ontario, en julio de 1931. Vivió primero en una granja al oeste de esa provincia canadiense, en una época de depresión económica; esta vida tan elemental fue decisiva como trasfondo en una parte de sus relatos.
Conoció muy joven a Michael Munro, en la Universidad de Western Ontario; ejerció trabajos manuales para pagarse sus estudios. Se casó en 1951, y se instalaron en Vancouver. Tuvo su primera hija a los 21 años. Luego, ya con sus tres hijas, en 1963 se trasladó a Victoria, donde manejó con su marido una librería.
Se divorció en 1972, y al regresar a su estado natal se convirtió en una fructífera escritora-residente en su antigua universidad. Volvió a casarse en 1976, con Gerald Fremlin. A partir de entonces, consolidó su carrera de escritora, ya bien orientada.



LA ESCRITORA
Se había iniciado de joven con cuentos (escritos desde 1950), escritos en el poco tiempo que había tenido hasta entonces, así como había publicado dos recopilaciones de relatos y una novela.
Antes de 1976, escribió Dance of the Happy Shades (1968), sus primeros cuentos, algunos muy tempranos en su vida ; pero también la importante novela Las vidas de las mujeres (1971), y los relatos entrelazados Something I’ve Been Meaning to Tell You (1974).
Luego, publicó nuevas colecciones de relatos The Beggar Maid (1978), Las lunas de JúpiterThe Progress of Love (1986), Amistad de juventud ySecretos a voces (1994). Ya había sido traducida al español en esa década, pero empezó a ser conocida definitivamente en nuestro siglo, con los relatos de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2001) y luego con los de Escapada (2004). Se había mantenido como una escritora algo secreta.
En La vista desde Castle Rock, 2006, hizo un balance de la historia remota de su familia, en parte escocesa, emigrada al Canadá, y describió ampliamente las dificultades de sus padres. Su libro se alejaba un punto de su modo expresivo anterior. Por entonces, habló de retirarse, pero la publicación del excelente Demasiada felicidad (nuevos cuentos, aparecidos en 2009), lo desmintió.
Además, en 2012 ha publicado otro libro de relatos —con el rótulo Dear Life (Mi vida querida)—, son cuentos más despojados y más centrados en el pretérito. En su última sección se detiene en un puñado de recuerdos personales, que pueden verse como una especie de confesión definitiva de la autora, pues son "las primeras y últimas cosas -también las más fieles-, que tengo que decir sobre mi propia vida".
Munro, que no se ha prodigado en la prensa, ha reconocido el influjo inicial de grandes escritoras —Katherine Anne Porter, Flannery O'Connor, Carson McCullers o Eudora Welty—, así como de dos narradores: James Agee y especialmente William Maxwell. Sus relatos breves se centran en las relaciones humanas analizadas a través de la lente de la vida cotidiana. Por esto, y por su alta calidad, ha sido llamada "la Chéjov canadiense". Acostumbra pasar largas temporadas de vacaciones en la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, donde ha escrito varias de sus novelas.
Fue entrevistada extensamente por The Paris Review, en 1994.


PRIMER LIBRO
En 1950 publicó su primer libro, "The dimensions of a shadow" y, aunque no dejó de escribir, sus siguientes publicaciones no vieron la luz hasta una década después.
Su prosa está repleta de detalles y precisión narrativa y con total ausencia de énfasis retóricos. Sus relatos tienen como denominador común su precisa localización geográfica, una zona conocida como "Munro Tract", algo así como el Condado de Munro.
La escritora ha comentado en ocasiones que no necesita adornar a sus personajes pues "la vida de la gente es suficientemente interesante por lo que si tú consigues captarla puede ser monótona, sencilla, increíble, insondable".
Según los críticos, la pluma de Munro acostumbra a enganchar al lector con giros inquietantes, a pesar de su ritmo pausado.
Para la profesora Mónica Carbajosa, estudiosa de la obra de Alice Munro, la canadiense es una "corredora de fondo", capaz de matices significativos y reveladores al más puro estilo de Proust.
Alice Munro
Foto de Barbara Woodley

EL CUENTO DE MUNRO
Su inclinación por el cuento o el relato breve viene dada por escritoras que le han influido en gran medida: Eudora Welty, Katherine Anne Porter, Katherine Mansfield, Elizabeth Bishop, Flannery O"Connor o Carson McCullers.
Además, el cuento tiene una gran vitalidad en la literatura canadiense, gracias a las aportaciones de la propia Nobel y otras narradoras, como Isabella Valancy Crawford, Ethel Wilson, Margaret Laurence, Mavis Gallant, Audrey Thomas o Sandra Birdsell.
En 1968 apareció su colección de cuentos "Dance of the happy shades", de gran éxito, y posteriormente "Lives of girls and women" (1971) y "Who do you think you are?" (1978), con el que ganó el premio Governor General"s Literary.
En España empezó a tener amplia difusión en los años noventa, con la publicación de "Secreto a voces" (1994) y "El amor de una mujer generosa", por la que recibió el Giller Prize 1998.
Asimismo, su novela "Escapada" (llevada al cine por Jane Campion) obtuvo en 2004 otro premio Giller Prize en 2004, "La vista desde Castle Rock" (2006), "Too much happiness" (2009), "Las vidas de las mujeres" (2011) y "Mi vida querida" (2012).


LA COMPARAN CON FAULKNER
Muchos críticos la comparan con los narradores del sur de EEUU, como William Faulkner o Flannery O"Connor, e incluso hallan paralelismos con Tolkien y su "Tierra Media".
Además, la presencia de un "narrador omnisciente", es decir una tercera persona que cuenta la historia y conoce todos sus detalles, dota a su obra de coherencia y sentido.
Aparte del Nobel, ha recibido otros premios como el "Canadian Booksellers Award for Lives Of Girls And Women", el "National Book Critics Circle Award", el "Giller Prize" y el "Man Booker International Prize".
En 2011 fue una de los tres finalistas al Premio Príncipe de Asturias de las Letras junto a Ian McEwan y a Leonard Cohen, que finalmente lo ganó.

Adoraría escribir ahora una novela, pero el cuento resulta la forma en la que me siento cómoda. Yo siempre pensé que iba a ser novelista. Me decía que cuando mis chicos fuesen grandes y yo tuviese más tiempo para escribir novelas, iba a hacerlo. El cuento estaba puramente determinado por el largo de las siestas de mis hijos Pero después resultó que ésa fue la manera en la que aprendí a escribir y ya no pude hacer otra cosa. Igual debo aclarar que las novelas que más me gustan son las cortas. Mi marido está releyendo el ‘Ulises’, libro grueso si los hay, y todas las noches, cuando me lee un poquito en voz alta, yo pienso, "Qué audaz que soy, cómo tengo el coraje de llamarme escritora cuando alguien escribió esa maravilla". Pero supongo que hay que seguir adelante con lo único que uno sabe hacer, ¿no?
Alice Munro


‘La vista desde Castle Rock’ es básicamente autobiográfica. Me parecía que volver a mis orígenes para la que creía que sería mi obra final era cerrar prolijamente el círculo y me gustaba la idea de aprovechar el hecho de que mucha gente había escrito en mi familia. Eso me permitía disponer de buenos testimonios. Hubo una revolución en el protestantismo en Escocia, que puso mucho énfasis en la lectura individual de la Biblia. Por eso, a pesar de ser campesinos, mis antepasados tenían cierta cultura literaria, iban anotando lo que veían y llevaban diarios de viaje. Por supuesto, jamás hicieron ficción. Escribir sobre lo que uno pensaba hubiese sido visto como una forma de vanidad.
Alice Munro




La vida secreta de Alice Munro
Por ELVIRA LINDO 
El País, 04/12/2010

La gran autora de las letras canadienses y una de las mejores cuentistas regresa con el deslumbrante Demasiada felicidad.




Fue en 1961 cuando en el periódico The Vancouver Sun apareció un reportaje sobre una joven escritora, Alice Munro, que había ido construyéndose una cierta reputación literaria publicando cuentos en revistas o vendiéndolos para la radio pública canadiense. Munro tenía entonces treinta años. En la foto que abre la entrevista vemos a una mujer atractiva con sus dos hijas, de siete y cuatro años. Aunque el simple hecho de que le dedicaran un espacio en la prensa muestra que comenzaba a ser reconocida como escritora de gran talento, el titular que encabeza el reportaje delata un profundo anacronismo: "Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos". En la misma entrevista ella cuenta cómo aprovecha el tiempo de siesta de las niñas para escribir en el cuarto donde ha colocado el cuaderno y la máquina. Esa habitación propia que Virginia Woolf estableció como primordial para que una mujer accediera a una vida plena estaba situada en el caso de Munro en el cuarto de la plancha. Su hija Sheila cuenta en un libro original y conmovedor (Vida de madre e hijas. Creciendo con Alice Munro) cómo cuando ella y sus hermanas irrumpían en aquella habitación su madre retiraba el cuaderno a un lado, como si quisiera dar a entender que estaba haciendo algo tan prosaico como la lista de la compra. Hoy, a sus casi ochenta años, Munro, tan esquiva como entonces, despliega una especie de maternidad no deseada pero real sobre todos los escritores canadienses. Bautizada en su país como "nuestra Chéjov", Alice Munro construyó la base del realismo moderno canadiense, que en el país vecino, Estados Unidos, se había cimentado mucho antes; pero, además, la penuria de una niñez rural en la provincia de Ontario hace que su propio recorrido vital y el que cuenta en sus historias se hayan convertido, con el tiempo, en un espejo que agranda la vida de las personas humildes. Munro ha escrito en alguna ocasión que no necesita elaborar ni embellecer a sus personajes: "La vida de la gente es suficientemente interesante si tú consigues captarla tal cual es, monótona, sencilla, increíble, insondable". Sólo quien no tiene perspicacia para ahondar en el alma humana hace una distinción entre personajes fascinantes, con brillo social, y aquellos que parecen destinados a caer en el olvido. Estos últimos son los que pueblan el mundo imaginario de Munro, los que mejor conoce, aquellos entre los que se crió, a los que deseó ser infiel, luchando por poner tierra por medio y estudiar en la universidad, y a los que ha sido tozudamente fiel desde su literatura. Munro creció en el seno de una familia presbiteriana, no fanáticos religiosos pero sí personas de una ética muy estricta. Mientras que en Estados Unidos, el elefante dormido al otro lado de la frontera, la religión siempre estuvo aliada con la ambición económica, en estas familias de pioneros escoceses el trabajo era un fin en sí mismo y mostrar un excesivo interés por el dinero o hacer evidente cualquier tipo de veleidad ajena a la vida común era considerado un pecado de vanidad. Su padre, Robert Laidlaw, que trató infructuosamente de sacar adelante un criadero de zorros, era un hombre humilde pero amante de la literatura. Procedentes de una tradición de grandes lectores de la Biblia los Laidlaw escribieron diarios que se han convertido en auténticos relatos de la dura vida de los pioneros. La escritura sin vanidad. Esa fue la escuela moral de la joven Alice. Y a pesar de que en su propia peripecia vital se resumen los grandes cambios que para la mujer supuso el siglo XX -de la necesidad de casarse para huir de su destino a convertirse en una mujer emancipada en los setenta-, su manera de entender el oficio literario sigue estrechamente unida a la moral presbiteriana: trabajar sin hacer exhibición de los logros, casi secretamente. No es casual que la biografía que sobre ella escribió Catherine Sheldrick lleve por título A double life. Una vida doble, aquella que todos veían, la de esposa y madre, y otra tan oculta como firme y poderosa, la que le proporcionaba esa mente fantasiosa que le permitió crearse una existencia paralela desde los 12 años. Hace unos tres años publicó La vista desde Castle Rock en donde rendía homenaje a sus antepasados, acompañándoles en su viaje de Escocia a la nueva patria. Los amantes de la literatura de Munro se alarmaron cuando esta afirmó que dejaba para siempre la escritura. Por fortuna, se sintió incapaz de adaptarse a la vida de "las personas normales". Hubo de reconocer que a esas alturas de su vida no sabía hacer otra cosa. El resultado de ese regreso es este deslumbrante Demasiada felicidad, diez relatos que contienen el universo de Munro y algo más: una mujer que visita en la cárcel a un marido que le mató a sus tres hijos; una viuda que abre la puerta a un asesino; una madre que reencuentra a un hijo tras años sin tener noticias de él; dos mujeres que comparten un recuerdo inconfesable de cuando eran niñas... Todos ellos arrastrando decisiones o recuerdos que les marcaron la vida, sobreviviendo al desastre, sobreponiéndose a la adversidad como sólo saben hacerlo los personajes nada heroicos. Hay momentos en los que el lector siente que se le hiela la sangre. Sin estridencias, en apenas una frase que a menudo pasa desapercibida en una primera lectura, Munro ofrece una clave que dará luz a la historia. No son cuentos para el lector desatento. Es una escritura engañosa en su sencillez, bella y extraña, que exige una entrega en la lectura y, a menudo, una relectura para entender más hondamente lo leído. Dijo un crítico canadiense que Alice Munro "inventa la realidad". En este caso ha inventado o dado luz a una realidad sombría: "Espero que los lectores no encuentren estos relatos muy lúgubres, pero la vida casi siempre es dura". Los amantes de la literatura de Munro no esperamos otra cosa que su mirada, realista en el sentido más noble, universal como sólo pueden serlo las historias locales, cruda y siempre misteriosa.Pero es curioso que el menos munroniano de todos los relatos es el que da título al libro. Es la historia de una matemática y novelista rusa de últimos del XIX, Sofía Kovalevski, que Munro encontró por azar y de la que quedó prendada. Aunque el paisaje es ajeno a Munro, la escritora pone en boca de Sofía uno de esos pensamientos que a menudo asaltan la mente de las mujeres de sus cuentos: "Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás, cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella". Cuando leía esta suerte de novela rusa comprimida me aventuré a pensar que la escritora había tenido en mente a Chéjov mientras la escribía. Buscando en las entrevistas que le hicieron en su país me encontré con este curioso comentario que la delata como mujer apasionada y sincera: "Mientras lo escribía pensaba si Chéjov se habría enamorado de mí de haberme conocido. Creo que no, a los hombres no les gustan las mujeres como yo. Pero quién sabe, él finalmente se casó con la actriz Olga Knipper que arrastraba su propia fama, así que... Sí, es posible que yo le hubiera gustado".
Demasiada felicidad

Alice Munro
Demasiada felicidad
Traducción de Flora Casas
Lumen. Barcelona, 2010


alice munro

Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio


La autora de El rey de los centauros recomienda leer los cuentos de Alice Munro

Por Inés Garland


Podría recomendar cualquiera de sus libros de cuentos, pero arbitrariamente elijo Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Alice Munro no escribe cuentos, escribe universos. Siempre me parece haber conocido alguna vez a sus personajes, haberles adivinado una vida mientras compartíamos accidentalmente un viaje en colectivo, mesas cercanas en un restoran, la guardia de un hospital. Ella va y viene por sus vidas con naturalidad. Se suelta en los detalles que hacen a una personalidad y arma un mundo de cada uno de los personajes a los que les pone el foco. Es un microscopio, más bien, pero un microscopio amoroso, con muchos momentos de humor sutil. “De vez en cuando, la monja sonreía para mostrar que la religión hacía feliz a la gente, se suponía, pero en general miraba al público como si creyera que los demás estaban en el mundo sobre todo para obedecerla”. Una frase suelta y las contradicciones de nuestra naturaleza ambigua, pero cegada por las opiniones y las ideas previas quedan en evidencia. Algunos de sus cuentos desafían ciertas definiciones de lo que es un cuento (sobre todo las definiciones de la tradición cuentística argentina donde los cuentos en general son más directos y se abren menos que los cuentos americanos). Sin embargo, ella no suelta el hilo. Cuando parece que sí, que las cosas se abrieron para cualquier lado, todo se acomoda y ocupa su lugar en un rompecabezas con una unidad de sentido impecable. Munro teje la vida de sus personajes, sus lugares de pertenencia, sus sentimientos, sus hábitos, sus gustos y disgustos, sus penas, sus alegrías. Teje las redes invisibles que nos unen y nos separan, los detalles de la vida que hacen al universo de cada uno. Sus mundos son reconocibles, también nos fastidiaron, también nos conmovieron, también nos asombraron, pero es como si ella los iluminara con su mirada. En muchos cuentos usa con maestría el punto de vista omnisciente, en desuso, tal vez, pero tan interesante cuando la mirada es inteligente y profunda como la de Munro.

Como una deidad compasiva nos mira, nos acepta a pesar de nuestras faltas, nos hace llorar frente al espejo y reírnos de nuestros destinos humanos. Y abre las puertas de la comprensión que viene cuando la mirada no se queda pegada a los hechos ─ narrados con la generosidad y la riqueza de los detalles ─ sino que vuela muy alto.

“No debes preguntar; se nos prohíbe saber qué nos reserva el destino a mí o a ti”, escribe en su diario uno de sus personajes. Y eso es exactamente lo que siento al leer sus cuentos: que estoy frente al misterio de la vida, que soy conmovedoramente humana. Que alguien puede contarlo para mi deleite y mi consuelo.




Dejar de escribir, dejar de sufrir

El mes pasado la autora Alice Munro -considerada un Chéjov de nuestros días- anunció que dejará de escribir. El año pasado lo hizo también Philip Roth. Ambos declararon sentir un enorme alivio al tomar la decisión. Aunque esto de jubilarse públicamente es una novedad en el mundo de los escritores, hay una larga tradición de abandonos a la literatura. Esta nota cuestiona si, para un escritor comprometido, es realmente posible dejar de escribir.

Por Andrés Hax
Revista Ñ, 5 de julio de 2013



El lunes The New York Times reportó que la aclamada escritora canadiense de cuentos cortos, Alice Muro, anunció que no iba escribir más. Ya había amagado con el retiro voluntario en el 2006, cuando dijo en una nota al Toronto Globe and Mail: “No sé si tengo la energía para seguir haciendo esto”. Sin embargo, en 2012 sacó su libro número 14. Pero ahora, a punto de cumplir 82 años, dice que el abandono es definitivo. “Me siento un poco cansada, pero agradablemente. Tengo una sensación agradable de ser como cualquier otra persona”, le dijo a The New York Times. Agregó, sin embargo: “También significa que me he quedado sin la cosa más importante en mi vida. No la cosa más importante. La cosa más importante era mi marido, y ahora se han ido los dos.”

Cualquier persona que presta atención a las noticias sobre escritores ya habrá pensado en el ejemplo reciente de Philip Roth, que también anunció, el noviembre del año pasado, que dejaba de escribir. Sobre su computadora, en su departamento en Nueva York pegó un Post-It que decía: “La lucha con escribir se ha terminado.” En una entrevista, también con The New York Times, dijo: “Miro ese apunte toda las mañanas y me da una gran fortaleza.”

Munro, por su lado, dijo que el ejemplo de Roth –quien cumplirá 80 años en Marzo– le había inspirado muchísimo en tomar su decisión: “Pongo mucha fe en Philip Roth. Parece estar tan contento ahora.”

Hace sólo una generación alguien de ochenta años ya era un anciano, pero hoy hay varios ejemplos de personas de esa edad que están tan lúcidos, sanos y activos como una persona de la mitad de su edad. En literatura podemos citar a Cormac McCarthy, que a los 79 años está por estrenar una película cuyo guión escribió James Salter, que con 88 años acaba de publicar una novela extraordinaria. William H. Gass, también acaba de publicar una contundente novela. Como Salter, tiene 88.

Todo esto nos lleva a una serie de preguntas abstractas: siendo un escritor de verdad, ¿se puede dejar de escribir?; ¿se puede jubilar –de veras– un escritor?; ¿escribir es sufrir? ¿escribir es una condena –y la manera de liberarse de esa condena– los dos al mismo tiempo?

Munro y Roth no son los primeros escritores en abandonar la literatura. Lo que los distingue es que han declarado su retiro públicamente. Viendo algunos casos históricos, tal vez podamos sugerir posibles respuestas a estas preguntas que acabamos de plantear.

El abandono más famoso –y más enigmático– de la vida literaria es el de Arthur Rimbaud (1954-1891). Entre los 16 y los 20 años escribió poemas que lo han ubicado en los puestos más altos del panteón de la literatura universal. Pero los últimos 17 años de su vida, aproximadamente, vivió otra vida, completamente amputado de la literatura. No hay una carta, o un ensayo, o un registro de una conversación que explique este abandono. ¿Se le fue el don? ¿Dijo todo lo que quiso o pudo en esos cuatro años dionisíacos de su juventud? No se sabe.

Menos dramático, pero casi igual de misterioso, es el caso de J.D. Salinger (1919-2010). Tras escribir casi 20 cuentos y una novela que aun hoy son venerados, abruptamente y sin aviso, alrededor de los 42 años, dejó de publicar. Vivió hasta los 91 años. Aún se especula y se espera que haya una gran obra secreta póstuma, porque lo único que salido a la luz hasta ahora es una serie de postales que escribió a un amigo en Inglaterra. Su contenido es tan banal que si no fuera por la figura que las escribió no tendrían ningún valor literario. Como Rimbaud, nadie puede afirmar por qué dejó de escribir. ¿Se cansó? ¿Le pareció una actividad impura espiritualmente? (Tenía un interés documentado en el budismo Zen). No se sabe.

Más cerca a nuestros tiempos está el penoso caso de David Foster Wallace (1962-2008). A los 34 años publicó una gigantesca novela –La broma infinita– que fue un éxito en todos los términos posibles: lo hizo famoso, lo estableció como El Escritor de su generación… Pero también le impuso un estándar para superar que le resultó insoportable. Temía que nunca podría escribir, nuevamente, una cosa parecida. De hecho, nunca lo hizo. Se suicidó a los 46 años, ahorcándose en su garaje –que usaba como estudio– encima de una prolija pila de carpetas que eran el manuscrito de la novela que se publicó de manera póstuma e incompleta, con el titulo El rey pálido. Aunque Foster Wallace abandonó la escritura de la forma más definitiva –la muerte– su biógrafo, D.T. Max asegura que estaba pensando seriamente en abandonar la literatura y tal vez dedicarse a cuidar perros abandonados. ¿Su suicidio fue, básicamente, una forma de dejar de escribir? No se sabe.

Esto, rápidamente, se podría convertir en un juego de salón. Juan Rulfo, E.M. Forster, Imre Kertész, hasta Gabriel García Márquez, podrían ser casos de estudio. Stephen King intentó jubilarse, pero no pudo. Tolstoi escribió en su pequeño libro, Confesión, que haber escrito La guerra y la paz y Anna Karenina, al fin no le ayudó en lo más mínimo encontrar una paz interior o el sentido de la vida.

En un post del blog de la revista The New Yorker, el periodista Ian Crouch hace una excelente acotación en referencia a este tema:

El anuncio de jubilación de un novelista se conecta al modelo actual de la fama en el cual personas públicas –incluso algunos escritores– son observados muy de cerca y están casi obligados a compartir sus quehaceres con su audiencia. Sin dudas, para que la jubilación de un escritor se note, ese escritor tiene que ser muy famoso. (Nadie se dio cuenta cuando Herman Melville dejó de escribir novelas.) Los seguidores modernos de artistas, celebridades y otras figuras públicas esperan estar informados sobre ellos, y hasta se ponen impacientes cuando estiman que la producción de un escritor es muy lenta. Y ningún escritor –aun uno mayor y con grandes logros– quisiera ser considerado vago o, peor, trabado. Una jubilación declarada cesa con toda especulación. Salinger podría haber aprendido de esto: nadie va a venir a espiarte en tu casa buscando pistas sobre tu próxima novela si saben que no estás escribiendo una.

En otro articulo muy bueno sobre este tema en el sitio The Millions, el escritor Bill Morris cuenta una anécdota sobre un taller literario de Reynolds Price (un importante y prolífico escritor del sur de los Estados Unidos, desafortunadamente no traducido al castellano). Un día Price les pone una tarea a sus alumnos para la próxima clase. Les dice a los jóvenes aprendices que por una semana tienen que guardar los cuentos en los que están trabajando y no pensar en ellos. No pueden agregarle o sacarle ni una coma. Se reúnen la próxima semana y Price pide que alcen la mano los que cumplieron con la asignatura. A ellos, tal vez cruelmente, les dijo que deberían considerar abandonar el curso. Dijo que cualquiera persona que es capaz de dejar de escribir por una semana entera (o hasta por un solo día) nunca va ser un escritor.

Pero por otro lado, está la idea –coherente también– de que cada persona tiene una cantidad limitada de libros dentro sí mismo. Esforzarse a escribir y publicar más allá de lo que uno tiene para decir con fuerza y originalidad es nada más que frotar el ego. Esta idea la expresó con mucha ironía Macedonio Fernández en una carta escrita en 1929, cuando tenía 55 años:

Lo bueno es que yo quería este año agotar toda mi carrera literaria. Es decir: concluir y publicar mi novela, corregir el libro anterior y publicar lo humorístico que ya tengo hecho. No puedo ser escritor perpetuo y empezar con tonterías de viejo; yo no creo en los viejos: la bondad es el único ornato y misión de los viejos; después de los 45 años no se debe escribir y si lo hago es porque todo lo tenía pensado y escrito casi antes de los 40. Después de este año yo no escribiré más y no daré el lamentable espectáculo de los seniles que creen que la humanidad no da un paso si no lee un artículo de sandeces sabias de un anciano célebre. Es una esclavitud abyecta y estéril la de un Bernard Shaw, Lloyd George o Chesterton informando al mundo de los chispazos moribundos y siempre huecos de su cerebro petrificado, esclerosado.”

Macedonio vivió hasta los 78 años. Escribió hasta el final, aunque solo fuera sobre papeles sueltos que después –famosamente– tiraba a la basura, o abandonaba en sus múltiples mudanzas.

Esta nota, inevitablemente, no puede tener una conclusión o una respuesta definitiva. Pero podemos cerrar citando una escena de la magnifica obra para televisión de Dennis Potter, The Singing Detective. El protagonista de la obra es un escritor de novelas detectivescas que está en un hospital público siendo tratado por un agudo caso de psoriasis. La trama de la obra gira alrededor de tres escenarios: el hospital, donde el protagonista está inmovilizado en su cama; los recuerdos de éste mismo personaje en su niñez; y, finalmente, la trama de la novela que escribe en su mente.

En un momento, un verborrágico paciente en la cama al lado del escritor le pregunta: “¿Qué es lo que haces todo el día allí callado en tu cama?”. Y el autor le responde: “Estoy escribiendo”, lo cual dispara una risa burlesca de su compañero. “¿Qué te pasa?”, responde, indignado, el autor. “¿Piensas que solo se escribe con papel y lápiz sentado en un escritorio?”

Por más que Roth o Munro anunciaron su retiro nunca dejarán de escribir. Hasta se podría decir que Rimbaud y Salinger y Tolstoi y Macedonio Fernández y Foster Wallace –todos muertos– no han dejado de escribir y no podrán parar de escribir. Hay ciertos sujetos para quienes meramente vivir no es suficiente. El misterio de la existencia les resulta tan abundante, tan preocupante, que no pueden silenciarse frente a ello. Se ponen a escribir y eso los apacigua. Los hace sentirse menos solos. Les hace sentir, aunque sea por un momento, la ilusión de la eternidad. Hacen libros para que los que no escribimos podamos compartir ese nirvana artificial. O tal vez sea real. Todo es un misterio. Pero una vez que empieza, no termina más.


Alice Munro

Excepcional tejedora de atmósferas

Sus lectores conocemos su capacidad para diseccionar el destino a través de los actos más sencillos en apariencia



Hay autores que marcan nuestra infancia, a los que luego no volvemos jamás, aunque sigan ahí como el humus permanece en el bosque. Y hay autores que, literalmente, estallan en nuestra juventud y nos acompañan, sin nunca decepcionarnos, durante el resto de nuestras vidas. Éste es el caso de mi relación con Alice Munro, a quien tengo presente como un clásico vivo desde mis veinte años. Presente quiere decir a mi lado. Ella, Margaret Atwood, Robertson Davies y Alistair Macleod formaban el núcleo duro de la literatura canadiense en la biblioteca de mi casa. Ella es la primera canadiense premio Nobel de Literatura, tras tantos años de sonar su nombre en todas las listas. Pero sobre todo, ella es la vida discreta que se transfigura en una potente luz que ilumina todos los pliegues del alma femenina. Como si nada. Con alegría chejoviana, música jamesiana y una atmósfera que nadie —ningún escritor ni escritora contemporáneos— ha sabido tejer como ella. Todos sus lectores conocemos su minuciosidad natural, la profundidad de su mirada y su capacidad para diseccionar el destino a través de los actos más sencillos en apariencia. Pero para mí, Alice Munro es esto y más que esto: es mi vida de joven lectora y mi vida de lectora adulta; es la literatura de mi país; es alguien que está y estará siempre en distintos fragmentos de mi mirada: también como mujer. Fui su editora en España —me gustaría poder decir que me la traje desde Canadá y de alguna manera así fue— y nuestra relación profesional duró bastantes años. Ahí están los libros. Y aquí está el Nobel, que a algunos nos confirma —e ilumina también— una parte importante de nuestras vidas. Decir que soy feliz quizá suene a exceso, pero la verdad es que lo soy.
Anik Lapointe fue la editora de Alice Munro en RBA.


Alice Munro

Todos los lugares del mundo

La escritora canadiense alimenta a sus heroínas con un estremecedor grado de sabiduría

“Vivíamos en un sótano en Vancouver”, dice la narradora hacia el principio de uno de los cuentos recogido en El amor de una mujer generosa.Y de pronto uno siente que empieza a vivir una historia en ese sótano, posiblemente de pareja, una pareja sin grandes recursos, en un lugar, Vancouver, que podría ser todos los lugares del mundo donde a unos seres humanos les ocurre algo. A veces son sucesos terribles y otras veces casi nada, una sensación, un momento de perplejidad, un rayo de sol que parece que va a hacer estallar el universo, un instante de hastío o de silenciosa rebeldía. Munro desplaza nuestras grandes y pequeñas emociones, nuestra lucha por la supervivencia, a un plano concreto e inconcreto a partes iguales: un Ontario con un sitio en el mapa, pero que algunos ya no deseamos conocer físicamente para no abandonar el creado en nuestra mente por medio de matices, sueños, detalles, el viento, el frío y el calor emanados de una imaginación prodigiosa.
Se ha hablado mucho de los personajes femeninos de Alice Munro, esas mujeres que calladamente toman conciencia de sus actos, de su cuerpo, de su existencia en el torbellino de la realidad. Mujeres que cuidan a otros, mujeres madres, casadas, solteras, mujeres que en cualquier estado y en cualquier situación parecen envueltas en una cierta soledad, no una soledad melancólica, ni triste, sino definitoria, como si estuviera a punto de sorprenderles el fogonazo de la lucidez. Y ese momento hay que esperarlo harta y templada, hay que saber cuál es la vida que se está viviendo, hay que haber pasado el filtro de la culpabilidad, hay que alcanzar el estremecedor grado de sabiduría con el que Munro alimenta a sus heroínas. Heroínas para sí mismas, a quienes la sociedad nunca levantaría un monumento, capaces de romper con su vida y escapar de sus hogares sin nada. Heroínas tan corrientes, tan como todos nosotros, cuya propia identidad se pierde en el torrente de páginas de los cuentos de Munro. Es difícil acordarse de una sola de ellas, porque todas cumplen su parte de liberación individual y a la postre colectiva. Mujeres que han visto muchas cosas y que saben que “hay personas que emanan decencia y optimismo hacia quienes les rodean, que parecen purificar los ambientes en los que se asientan, y a esa gente no se le puede contar determinadas cosas, resultaría demasiado perturbador”. Y de eso nos habla, con luminoso talento y sin alardes de ninguna clase, Alice Munro.



Alice Munro

Una fascinación ilimitada

Mira su comarca natal canadiense como Cézanne miraba cada día su Saint-Victorie




La escritora Alice Munro. / AGUSTÍN SCIAMMARELLA
Debajo de la escritura lisa y serena de Alice Munro hay siempre algo compulsivo; un regreso permanente a ciertos escenarios y a ciertos temas; una exploración reiterada a lo largo de muchos años de experiencias fundamentales de su propia vida, que no parecen agotársele nunca; una curiosidad por asomarse a comportamientos desorbitados que irrumpen en la normalidad y a situaciones atroces. Se cita siempre el nombre de Chéjov al hablar de ella, pero ella misma, en alguna entrevista, reconociendo ese magisterio, ha aludido a modelos más próximos, las tres grandes escritoras sureñas del cuento y la novela corta, Flannery O'Connor, Eudora Welty y Carson McCullers. Las tres circunscriben sus ficciones a espacios geográficos muy limitados, muy cerrados, de intensa concentración humana; en las tres la religión rigurosa o fanatizada cobra una relevancia permanente; las tres escriben sobre lo inesperado, lo extraordinario, lo bizarro que puede surgir en medio de las vidas más sujetas a la rutina. Y en todas ellas hay una mezcla muy poco tranquilizadora entre la compasión hacia los pobres y los marginados y el humorismo macabro.
A Alice Munro otra de las aseveraciones habituales sobre su obra que se ve que la impacientan es que escribe sobre gente vulgar. “No son personas vulgares para mí. No pueden serlo cuando tienen deseos tan poderosos y hacen a veces cosas tan extraordinarias”. Lo primero que necesita un escritor en formación son modelos narrativos que le sugieran el modo de dar forma al mundo que tiene delante de los ojos, a aquello que más le importa y que sin embargo no sabe cómo contar. En Welty, en O'Connor, en McCullers, aunque escribieran de un territorio tan ajeno a su provincia canadiense de Ontario como el Sur de los Estados Unidos, aprendió a convertir en literatura los escenarios inmediatos de su propia vida y los episodios relevantes de su origen y de su aprendizaje del mundo. Probablemente el modelo de Faulkner, también un novelista de imaginación anclada en una sola geografía, habría sido demasiado opresivo para ella, demasiado enfático en su ambición ostensible de totalidad. Las historias de Munro se integran las unas en las otras tan orgánicamente como las de Faulkner, pero lo hacen de una manera más sutil, como apenas esbozada, preservando la condición fragmentaria y como tanteadora que es tan propia de ella, y que pareciendo una limitación —la dificultad de completar novelas— es una de sus fortalezas, uno de los rasgos específicos de su originalidad.
En la primera o en la segunda línea de cualquiera de sus historias ya nos hemos adentrado en el territorio Munro, que es topográfico pero también mental: una contemplación de las personas, los lugares y las cosas visceralmente atenta y a la vez algo desasida; un anhelo sordo que puede ser de deseo o de huida o de ambos impulsos a la vez y que cuando llega a cumplirse trae consigo un precio de insatisfacción y remordimiento, de cierta vergüenza de uno mismo. Uno empieza a leer y hacia el principio del segundo párrafo ya se siente encerrado en las mismas trampas que los personajes o arrastrado por el curso de unos hechos que nunca parecen los de una trama organizada de antemano sino los de una fatalidad inusitada.
De un libro a otro la escritura y los temas de Munro parecen mantenerse idénticos, y sin embargo están sometidos a variaciones continuas, aunque no llamativas, a exploraciones narrativas que juegan continuamente con los límites de la elipsis: de qué modo se puede comprimir la máxima duración temporal en menos líneas de relato; hasta dónde se puede llegar retrasando o escondiendo la información central de una historia; cuánto más puede decirse diciendo lo menos posible; desde qué nuevo ángulo o con qué matices se puede contar lo que se lleva contando compulsivamente toda la vida. Parece que Alice Munro mira su comarca natal, su Huron County, como miraba Cézanne cada día su montaña Saint-Victoire, o Giorgio Morandi sus agrupaciones de jarras, botellas, vasos, cuencos. “Para mí es el lugar más interesante del mundo”, dijo hace unos meses en una entrevista. “Imagino que es porque sé más sobre él. Me produce una fascinación ilimitada”. Su último libro, Dear Life, termina con un tríptico de estampas muy breves en las que regresa de nuevo a escenarios e imágenes de la infancia. Son páginas tan comprimidas, tan despojadas, que resultan a la vez transparentes y herméticas. Al llegar al punto final casi se toca el espacio en blanco, el silencio de la despedida.


PREMIOS
Ha ganado tres veces el premio canadiense a la creación literaria, «Premio Literario Governor General's».
En 1998, ganó el National Book Critics Circle estadounidense por El amor de una mujer generosa.
En España fue premiada con el Premio Reino de Redonda en 2005 y en 2011 con el Premio Tormenta por su libro Demasiada felicidad.
En 2013, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. 



Alice Munro
según Triunfo Arciniegas

CINCO LIBROS DE ALICE MUNRO

*Mi vida querida: una colección de cuentos donde vemos a hombres y mujeres obligados a traficar con la vida sin más recursos que su humanidad. Comienzos, finales, virajes del destino... y de repente, cuando creíamos que el relato llegaría a su obvia conclusión, Munro nos invita a dar otra vuelta de tuerca que cambia el fluir de los acontecimientos y emociona al lector, mostrando hasta qué punto esa vida cotidiana que tanto nos cansa puede llegar a ser extraordinaria. (Casa del Libro)

* La vida de las mujeres: relata la historia de una chiquilla que vive con sus padres en el pueblo de Jubilee y narra su día a día, su relación con la familia, los vecinos y los amigos. A través de sus ojos observamos el mundo y compartimos el provecho que saca de lo que ve. La pequeña se compadece del padre, admira a la madre y comprende que tarde o temprano llega el momento en que hay que elegir entre una risueña mediocridad -hogar, iglesia, matrimonio, hijos- y otras opciones más interesantes y arriesgadas. (Casa del Libro)

* Demasiada felicidad: una recopilación de cuentos en la que una joven madre recibe consuelo inesperado por la muerte de sus tres hijos, otra mujer reacciona de forma insólita ante la humillación a la que la somete un hombre; otros cuentos describen la crueldad de los niños y los huecos de soledad que se crean en el día a día de la vida de pareja. Como broche de oro, en el último cuento está la historia de Sofia Kovalevski, una matemática rusa que realmente vivió a mediados del siglo XIX, en su largo peregrinaje a través de Europa en busca de una universidad que admitiera a mujeres como profesoras, y viviremos con ella su historia de amor con un hombre que hizo lo que supo por decepcionarla. (Casa del Libro)

*Las lunas de Júpiter: indaga en la vida de mujeres atrapadas en la rutina, invisibles, abnegadas y aparentemente conformadas con ser un satélite del marido o el padre enfermo al que cuidan, pero esperando, siempre, encontrar un instante de pasión, por breve que sea, que devuelva un poco de brillo a su existencia. Munro nos ofrece un catálogo de mujeres al borde del abismo: frías, infieles, insensatas o desesperadas, pero todas tocadas por un pálido rayo de esperanza. (Casa del Libro)

*Amistad de juventud:
 ofrece las historias de distintas mujeres derrotadas por una existencia mediocre. La viuda que visita el escenario de las glorias militares de su marido, la mujer que sueña cada noche con su madre muerta o la que se obsesiona por una poetisa menor, asisten impotentes al derrumbe paulatino de sus vidas. Una serie de relatos extraordinarios en los que Munro despliega su asombroso dominio narrativo y su talento para crear nuevos universos a través de la sutileza de los detalles. (Casa del Libro)



Alice Munro
David Levine




BIBLIOGRAFÍA

  • Dance of the Happy Shades, 1968, cuentos.
  • Lives of Girls and Women, 1971, novela. Las vidas de las mujeres, Lumen, 2011.
  • Something I’ve Been Meaning to Tell You, 1974, relatos entrelazados
  • The Beggar Maid (aparecido antes como Who Do You Think You Are?), 1978, cuentos.
  • The Moons of Jupiter, 1982. Tr.: Las lunas de Júpiter, De Bolsillo, 2010, cuentos.
  • The Progress of Love, 1986. Tr.: El progreso del amor, RBA, 2009, cuentos.
  • Friend of My Youth, 1990. Tr.: Amistad de juventud, De Bolsillo, 2010, cuentos.
  • Open Secrets, 1994. Tr.: Secretos a voces, RBA, 2008, cuentos.
  • The Love of a Good Woman, 1998. Tr.: El amor de una mujer generosa, RBA, 2009, cuentos.
  • Hateship, Friendship, Courtship, Loveship, Marriage, 2001. Tr.: Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, RBA, 2007, cuentos.
  • Runaway, 2004. Tr.: Escapada, RBA, 2005, cuentos.
  • The View from Castle Rock, 2006. Tr.: La vista desde Castle Rock, RBA, 2008, relatos enlazados sobre su familia.
  • Too Much Happiness, 2009. Tr.: Demasiada felicidad, Lumen, 2010, cuentos.
  • Dear Life, 2012. Tr.: Mi vida querida, Lumen, 2013, cuentos.

Fuentes
El País
Revista Ñ
EFE