domingo, 24 de febrero de 2019

Martín Caparrós

Martín Caparrós





Martín Caparrós (Buenos Aires, 29 de mayo de 1957) es un periodista y escritor argentino.



Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires y comenzó su carrera periodística en el diario Noticias en 19732​ —dirigido por Miguel Bonasso—, en la sección policial, a cargo de Rodolfo Walsh.


A partir de ese 1974 colaboró con la revista Goles hasta 1975.



En la dictadura, abandonó el país y se exilió en Europa: se licenció en Historia en la Universidad de París; más tarde vivió en Madrid, hasta 1983.


En la capital española comenzó a escribir su primera novela, se dedicó a hacer traducciones, colaboró en el diario El País y con algunos medios franceses.

Martín Caparrós
Tras el retorno de la democracia a Argentina, regresó a Buenos Aires, donde trabajó en la sección cultural del diario Tiempo Argentino y en 1984 comenzó a colaborar en la Radio Belgrano, donde fue conductor, junto con Jorge Dorio, del exitoso Sueños de una noche de Belgrano. 

Habrá de volver a España a trabajar como corresponsal de esa radio durante 1985 y 1986.

Al año siguiente retornó a Argentina como editor de la revista El Porteño.

En 1987 participó en la creación de Página/12 junto a Jorge Lanata, su primer director periodístico, y al siguiente, con Dorio, trabajó en el programa televisivo El monitor argentino y fundó la revista Babel.

Ha publicado textos en medios de América y Estados Unidos. Vive en España y publica sus columnas en El País de Madrid y el New York Times.






Caparrós, mirar para contar

Martin Caparrós, mirar para contar

El escritor argentino publica ‘Lacrónica’, una antología de sus mejores reportajes literarios realizadas a lo largo de 40 años


VÍCTOR NÚÑEZ JAIME
Madrid 8 DIC 2015 - 18:00 COT

Cada vez que sale de viaje, Martin Caparrós Rosenberg (Buenos Aires, 1957) guarda en una pequeña maleta cuatro camisetas negras, dos camisas negras, un pantalón negro, dos pares de calzoncillos y calcetines, el neceser, un ordenador portátil y un kindle. “Fueron años redefiniendo el modelo, ¿eh?, hasta conseguirlo. Gracias a esto, hace años que no despacho [facturo] ninguna valija en el aeropuerto. La que llevo pasa como equipaje de mano”, dice con cara de ¡bingo! el escritor que con cada viaje que entrega una historia a los lectores. “Visto siempre de negro porque así todo es mucho más fácil. Porque no tengo que combinar ropa ni lavarla, necesariamente, todos los días”, añade.
—¿De negro, incluso, en los calores infernales de África?
—¿Viste? A veces me pregunto si no está mal. Pero prefiero ir de negro a África que llevar cosas que me hagan perder la eficiencia de este modelo viajero. Dentro de unos días me voy a la Argentina. Entre otras personas, voy a ver a un gran amigo, mi primer compañero de colegio que cumple 60 años, y estaba pensando en llevarle una muy buena botella de vino. Pero para eso tendría que despachar la maleta. Estoy dudoso: ¿lo haré, no lo haré? ¡Hace tanto que no lo hago!
El periodista que, contrario a Tom Wolfe, siempre viste negro y no factura su equipaje en las terminales aéreas, acaba de publicar Lacrónica (Círculo de Tiza), una antología que repasa sus más de cuarenta años haciendo notas sobre los sitios, las situaciones y los personajes que ha mirado en medio mundo. Entre un reportaje y otro, Caparrós ha incluido el relato (y la reflexión) de lo que hay detrás de su trabajo.
—¿Quería hacer un corte de caja en la historia de su vida, a través de su vida profesional?
El autor argentino —la calva, el bigote de manubrio, el magisterio por defecto— le da sorbos a una taza de café en medio de una tarde nublada, cruza la pierna derecha sobre la izquierda, carraspea y responde:
—Es difícil negarlo. Lo curioso es que no se me ocurrió a mí. Fue una propuesta de la editorial y a mí me gustó y por eso lo hice. Es algo así como el prólogo de la fecha en que me convertiré en un señor mayor. Bueno, ya tengo pensadas una serie de celebraciones para dentro de año y medio, cuando cumpla 60. Porque va a ser un momento que me va a impresionar mucho. Básicamente son dos cosas: un libro sólo para los amigos y una reedición en Anagrama de La historia, que es mi novela que más me importa y que hoy está totalmente inasequible. Saldrá para mi cumpleaños, en mayo del 2017. Acabamos de firmarlo. Entonces, Lacrónica no lo pensé como corte de caja, pero termina siendo eso. Hay momentos, en el libro, en los que me veo muy jovencito. Hoy comentaba con alguien la entrevista que le hago a [Juan] Rulfo, que está ahí reproducida. Y digo: ¡cómo puede ser que yo fuera tan maleducado para replicarle! Le pido que se defina en tres adjetivos, él me dice “pobre diablo” y yo le digo: ‘no, ese es sólo un adjetivo, yo le pedí tres.’ ¡Debería haberme dado un par de cachetazos! Pero bueno, en ese momento… era un niñato.
***
Martín Caparrós es hijo de dos psicoanalistas, Antonio Caparrós y Martha Rosenberg, él español exiliado en Argentina y ella hija de inmigrantes polacos judíos. Desde los cuatro años era un lector voraz de libros de aventuras. A diferencia de sus amigos, era un niño que no buscaba dibujitos sino una sucesión de palabras. Porque a él le gustaba —siempre y sobre todo—leer. Leía hasta en la mesa mientras comía. Soñaba con ser Sandokán, el protagonista de las novelas de Emilio Salgari y tenía un osito de peluche al que le puso Yañez, como el “lugarteniente” de Sandokán. Luego, cuando empezó a escribir, principalmente poemas patrios para los actos del colegio, aspiró a ser Domingo F. Sarmiento, el rey de las letras argentinas del siglo XIX. Quizá influido por las aventuras de estos personajes, también deseaba con todas sus fuerzas que la vida le permitiera viajar mucho. Comenzó a hacerlo a los diez años, cuando se separaron sus padres.
Era un adolescente cuando, una noche, durante una cena en casa de su madre, un amigo de ella comentó que conocía a un periodista que estaba armando un nuevo periódico. Era diciembre de 1973, el muchacho de 16 años fue a ofrecerse como fotógrafo (había trabajado durante cuatro días haciendo retratos de bebés) y Miguel Bonasso, al frente del diario Noticias, lo contrató como cadete(chico de los recados).
En la redacción de Noticias, el cadete tenía generales de la Primera División de las letras: Rodolfo Walsh, Juan Gelman, Paco Urondo. A ellos, y a los demás, les repartía con rapidez cafés, cocacolas y cables de agencia. Un día caluroso, uno de los miembros del equipo le preguntó si se atrevería a redactar una nota con los datos proporcionados por un teletipo que acababa de llegar acerca de un pie congelado, encontrado por un montañista austriaco, que había pertenecido al desaparecido escalador mexicano Óscar Arizpe. Martín escribió el texto, se tituló “Un pie congelado 12 años atrás” y, con ese pie (izquierdo), comenzó su carrera como periodista, a pesar de la advertencia de su padre: “si quieres hacer periodismo haz periodismo, yo no puedo impedirlo, pero trata de no ser un periodista.” Se lo dijo porque, para él, un periodista era “alguien que sabe un poquito de todo y nada realmente.”
“No le hice caso. Lo que pasa es que su advertencia no me pareció disuasoria”, dice ahora el también autor de Comí (Anagrama). “Esa fue la definición de periodista de un padre preocupado. Pero a mí no me pareció mal plan. En otro momento, qué se yo, dicho por un historiador hubiera sido algo así como la definición del espíritu renacentista. Entonces a mí no me pareció mal y me sigue sin parecer.”
—¿Cómo era su padre?
—Mi padre era español. Nació en Madrid, vivió aquí hasta los 19 años, hasta que su familia se fue, formando parte de los perdedores de la guerra. Mi abuelo, que era un médico republicano, estuvo preso y cuando lo soltaron agarró a su familia y se fue. Mi padre siempre fue, en Argentina, un gallego, como le dicen allá a los españoles. Era un clásico intelectual de izquierda de los 60. Era médico, psicoanalista. Fue un militante de izquierda muy comprometido. Formó parte de ciertos proyectos para empezar la guerrilla en Argentina. Y, al mismo tiempo, al querer ser inteligentísimo y activísimo, se tomó todas las anfetaminas del planeta. Y se jodió la vida, se murió muy joven. A los 58 años. La edad que yo tengo ahora. En casa tenía un laboratorio de fotos y nos encerrábamos ahí a rebelar y a copiar. Él hacía fotos raras, de documentos. Se había comprado una cámara pequeña y fotografiaba documentos y necesitaba tener un lugar dónde rebelar. Eran momentos que tenían que ver con militancia política y demás. Pero, a partir de eso, le empezó a gustar hacer fotos en general. Nada: fotos de la calle, de mi hermano y yo, cualquier cosa. Y nos encerrábamos ahí. Era una situación muy íntima, porque en esa luz roja de los laboratorios oscuros y el encierro y los olores… éramos padre e hijo juntos con el mismo juguete.
—¿Y usted no le robaba anfetaminas?
—No. Le robaba tabaco, pero no anfetaminas. Tenía un extremo respeto por las drogas. Por lo que le pasaba a él. Él lo sabía perfectamente. Hizo la tesis doctoral, muy trabajada y muy sesuda, sobre el deterioro causado por anfetaminas. Y él se dedicó a comprobarlo consigo mismo, me parece. Era un tipo inteligentísimo, todavía me sigo encontrando con gente que me dice: ‘¡pero tu padre era brillante!’ y no sé qué. A mí me hubiera gustado que fuera menos brillante y que hubiera vivido 20 años más. Tenían una buena relación con él, sí. Muy distinta a la que tenía con mi madre. Pero bien con los dos.
Después de escribir la nota del pie congelado, al hombre que ahora tiene la misma edad con la que murió su padre, lo nombraron redactor de Informaciones Generales y Policiales del diario Noticias, una sección a cargo de Rodolfo Walsh, autor del célebre Operación Masacre.
—¿Veía a Walsh como un gurú?
—En ese momento él tenía 45 años. Para mí, que tenía 16, era un viejo. Al mismo tiempo, era un tipo normal. Y tanto como él me impresionaba Juan Gelman, que era mi poeta preferido. Lo leía compulsivamente y, cuando yo traba de escribir, me salía en versos de Gelman. Y estaba Paco Urondo, que era otro poeta que yo respetaba mucho. Era un lugar donde había mucha gente que yo respetaba realmente. Era muy impresionante para un chico como yo estar ahí. Y cuando ya empecé a escribir, no me lo podía creer. Visto retrospectivamente, puede ser que no haya habido nada mejor que me pasara esos años. Y sin duda me cambió la vida. Walsh era un tipo raro, muy osco, muy tímido, que pasaba el tiempo encerrado en su pecera. De vez en cuando salía y derramaba unas gotas de sabiduría sobre nosotros. Yo compartía mesa con Patricia, su hija. Él era el jefe de los cinco integrantes de la sección y padre de uno de ellos. Pero salía poco. A veces te hacía algún comentario y, claro, a mí me resultaba muy iluminador. Pero creo que aprendí más de él leyéndolo que teniéndolo como jefe.
—Siempre ha dicho, sin embargo, que su principal maestro ha sido Tomas Eloy Martínez.
—Con Tomas nos hicimos muy amigos, en los años noventa. Vivimos al mismo tiempo en Nueva York. Me traba bien y me respetaba y no me hacía sentir inferior. Sabía chismes de todo el mundo y le encantaba contarlos y lo hacía muy bien. Se podía pasar hora y media al teléfono contando unos chismes increíbles. Era como una tía vieja que te cuenta maldades de la familia de una manera muy divertida. En este caso, del ambiente literario y periodístico. Y compartíamos la misma afición: escribir ficción y no ficción. Y mucha gente decía lo mismo de nosotros: que veníamos del periodismo y hacíamos ficción. Pero no. Él en ese momento estaba casado con una judía venezolana y yo tenía una novia que era judía colombiana. Nos reíamos. Le decía: ‘Tomás, Argentina está llena de judíos, ¿qué necesidad había de buscar judías donde no hay?’ Ellas también eran muy amigas entre sí.
El hijo rebelde no le había hecho caso a su padre en aquello de “no ser un periodista”, pero sí en otra recomendación: estudiar piscología. La complacencia duró poco porque el joven terminaría cursando la carrera de Historia. En el exilio, eso sí, pues su militancia política era contraria a la dictadura en la que Argentina se sumió en 1976 y tuvo que irse a Francia. Pero en París se permitió afianzar su vocación.
Cierto día se sentó a escribir un relato sobre el 25 de mayo de 1973, el día de la asunción de Cámpora, un acontecimiento que él había presenciado con emoción. Era un día soleado de primavera y, con su relato bajo el brazo, salió muy contento a por un sándwich. Pidió uno de atún con ensalada y aceitunas que costaba cuatro francos. Pagó con un billete de 10, pero le dieron cambio de uno de 50. Él no dijo nada, claro. Se sintió muy afortunado y, mientras comía, releyó su historia. Y al llegar al punto final pensó, entusiasmado, que esas páginas podían convertirse en una novela. Cuando terminó la carrera de Historia vino a España, se sentó a escribir “en serio” y el resultado fue su primera novela.






Caparrós, mirar para contar


—No obstante, usted es más reconocido como periodista y no como novelista.
—Bueno, soy más conocido por mis crónicas porque nunca me han visto bailar tap [ríe]. A veces me sorprende un poco porque yo había publicado cuatro novelas cuando escribí mi primera crónica. Siempre me pensé más como un escritor de ficción que, en algún momento, empezó a escribir no ficción. Pero mucha gente tiene una idea contraria: el periodista que luego se puso a escribir novelas. Me da igual. Si hay alguna novela que valga la pena se leerá y si no, tampoco es decisivo este asunto. A mí me importa mucho que se vuelva a editar La historiaporque es un libro en el que trabajé diez años y creo que es el mejor de mis esfuerzos. Es un foco o un centro del cual he venido abrevando todo este tiempo. Casi todas las formas que he escrito en los últimos años aparecieron ahí.
***
Martín Caparrós volvió a Buenos Aires después de la dictadura convertido en “un adulto de mundo.” Seguía escribiendo libros pero vivía, sobre todo, del periodismo. En 1991 había publicado tres novelas, acababa de ser padre y quería convertirse en “un hombre de bien.” Por eso fue a ver a Jorge Lanata, entonces director del periódico Página/12. Le propuso ser el crítico gastronómico de Página/30, la revista mensual del diario porteño, o ser el editor de toda ella porque, según él, era una publicación “muy mala.” Lanata le dijo que ni una cosa ni la otra, que mejor se encargara de “Territorios”, es decir, la sección de crónicas de viajes. Entonces, en Argentina (y en América Latina), el periodismo narrativo no estaba “de moda”, como hoy. Pero él quería que esas notasestuvieran bien contadas. Así que para escribir “como se debe” comenzó por leer buenos libros. De Tomás Eloy Martínez, Rodolfo Walsh, Truman Capote y Manuel Vicent. En ellos basó su estilo para hacer no ficción y empezó sus andanzas por Tucumán, en la provincia argentina. Luego, dice, los viajes “empezaron a hacerse más groseros”: Haití. Perú, Estados Unidos, Brasil, China, Bolivia… No había Internet y, antes de emprender cualquier travesía, se documentaba en pírricas bibliotecas y archivos. Pero también iba a un instituto americano a fotocopiar reportajes de National GeographicHarper’s y The New Yorker, que luego leía con devoción.
Cada mes, con cada nuevo destino, publicaba una historia en la revista: la deconstrucción de un sitio y su gente. Relatos verdaderos escritos con una sola prohibición: no aburrir al lector. Situaciones tan cotidianas como emblemáticas. Prosa con ritmo. La mirada aguda. Porque, a diferencia de ver, explica él mismo en Lacrónica, “mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor —y de aprender. (…) Mirar, escuchar: ponerse en modo esponja.” Esos “Territorios” fueron reunidos después en un libro que contagiaría las ganas de hacer este tipo de trabajos a los colegas de profesión. Se llamó Larga distancia.
—¿Cómo se aprende a mirar?
—No sé, no sé cómo. Sé que hago todo lo que puedo. Por un lado, soy muy curioso o voyeur. Y el periodismo me permite justificar mi voyerismo. Pero el resto, entender, estructurar, no existe sin la base de mirar. Mirar, escuchar, captar lo que hay alrededor. Lo que sabemos es no mirar. Es más: está hasta condenado socialmente cuando uno va por la calle y mira demasiado a alguien o a algo, siempre hay alguna reacción de incomodidad. Peor yo reivindico esta actitud del cazador, de aquel que sabe que si no está atento y mira para todos lados, se le va la liebre y se va a quedar sin comer. Esa intensidad es lo que más me gusta cuando tengo que escribir una crónica. Saber que en cualquier parte del material para el texto puede saltar la liebre. Todo esto, contra la forma demasiado relajada de estar en el mundo a la que nos hemos acostumbrado.
Todo lo que mira lo convierte en un texto. De largo aliento, por lo general. A pesar de la “aduana” interpuesta por los editores (“periodistas promovidos a ese estatus brilloso”) que hoy tenemos que pasar los reporteros. “Lo primero que hacen los editores es desconfiar de sí mismos, de su oficio y su negocio: suponer que lo malo de la palabra impresa es la palabra y que esté impresa. La profesión está, últimamente, dominada por editores que tiemblan ante la más mínima acumulación de letras. Editores que han imaginado una especie extraordinaria —el lector que no lee— y trabajan afanosos para ella”, señala en Lacrónica.
—En cada contrato de edición que firma hay una clausula que compromete al editor a mandarle una caja de “buen vino” cuando salga el libro. ¿Ya le mandaron una caja de “buen vino” por este libro?
—No. Tienes razón. Estamos en problemas. Yo no pido, no me ocupo de mis contratos. Lo hacen mis agentes María Lynch y Mercedes Casanovas. Y ellas lo incluyen en los contratos. Y… no he recibido nada. Me has abierto los ojos. Preguntaré. Bueno, también es verdad que acaba de llegar el libro a mis manos. Yo estaba fuera, en Alemania porque salió El Hambre en alemán. Salió la semana pasada y apenas tengo el primer ejemplar en mis manos. Quizá pronto me manden el vino.
—Hablando de El Hambre (“un relato que piensa, un ensayo que cuenta”), ¿es verdad que usted quería que se publicara primero en Internet, gratis, para que todo mundo tuviera acceso a él, y luego en papel?
—Sí. Pero me dijeron que no. Y a mí me parece que fue un error. Me dio pena. Pero bueno, ahora, por suerte, ya está en PDF en muchos sitios y parece que circula bien. Hay contratadas, además, unas 14 o 15 traducciones. Ya salió en Italia, Holanda, Francia, Alemania, está por salir la de Noruega. Pero faltan otras. Y la de China y Taiwán salen pronto. Eso me tiene contento.
—¿En estos cuarenta años que lleva reporteando, cuándo desistió de perseguir una historia porque se dio cuenta de que estaba equivocado?
—[Piensa unos instantes] Es que se me ocurren ejemplos de historias que no conseguí. Pero de historias que me parecieron inútiles… Bueno, por ejemplo, no sé si te sirva: hace unos días me estaba acordando que hace años, en el 95 o 96, quería entrevistar a Raúl Alfonsín, que había sido presidente de la Argentina hasta el 89. Lo fui a entrevistar, puse el grabador, y todo lo que dijo era un lugar común tras otro. Como decimos en Argentina: estaba totalmente caseteado. Yo lo veía con desesperación y traté de azuzarlo un par de veces, pero no tuve éxito. Volví a la redacción y dije: ‘no hay entrevista, lo siento.’ Se podía haber publicado alguna página con frases idiotas, pero no. Cuatro años después me encontré a Alfonsín en un acto y me dijo: ‘me han dicho que usted dice que yo estoy caseteado. ¿Tiene un rato?’ Sí, doctor. ‘Bueno, sentémonos ahora, hagamos la entrevista y veamos si estoy caseteado.’ O sea: le picó la vergüenza y me dio una entrevista buenísima. Porque trató, justamente, de romper con todos los lugares comunes.
—¿Y algo que haya perseguido y no haya conseguido?
—Bueno, hace muchos años que me prometí que voy a escribir un libro sobre Buenos Aires. Se llama Bue. En un momento iba a ser un libro multimedia y se me pasó. Porque un par de amigos que saben mucho de multimedia me humillaron demostrándome que mi concepto de multimedia correspondía a 1994, más o menos. Así que desistí de esa parte, pero aun así quiero hacer un libro. Pero no encuentro la manera. Tengo la sensación de ya casi. Pero no. Mi objetivo es: alguna vez voy a saber lo suficiente para contar bien la manzana donde está mi casa. Pero primero tengo que pasar por la ciudad. Sí, es raro. Tomo decisiones, trabajo durante 15 días y no lo consigo.
***
Además de sus dos cicatrices en la cara, una por un accidente de coche (“me quedé dormido”) y otra que le hizo un borracho en un altercado en París, Martín Caparrós Rosenberg (“en Argentina nunca usamos segundo apellido y ya me acostumbré y ahora lo veo y me parece un chiste. Cacofónico, además: Caparrós Rosenberg. No puedo con él”), se caracteriza por su bigote.
—Pero se lo ha quitado dos veces. “Por exigencias del guion”, ha dicho.
—La primera vez que participé en una película fue a principios de los 90, con un director argentino que se llama Pino Solanas, que había sido muy amigo de mi padre y mío después. La película se llama El viaje. Yo iba a hacer de cura y estábamos por empezar a filmar mi parte, en Tierra del Fuego, en el fin del mundo, en un viejo presidio abandonado ambientado como colegio y se suponía que la acción transcurría ahí. Y el día anterior a mi primer día de rodaje alguien se dio cuenta de que los curas no tienen bigote. Y, sí, no lo había pensado. Los curas pueden tener barba, pero no bigote. Años después le pregunté a un Obispo, con el que tengo confianza, por qué era y me dijo que el bigote era cosa de coquetería y que la Iglesia había siempre desaconsejado a sus miembros que llevaran bigote. La solución había sido dejarme crecer la barba, pero no daba tiempo y me tuve que afeitar. Fue en una noche rarísima, de cervezas. En la habitación de hotel de Fito Paez y otro actor, que también estaban trabajando en la película. Como a las tres o cuatro de la mañana, en el baño, ¡zas! Me saqué el bigote y no lo creía. Y mi cara sin bigote me asustó. Bueno, trabajé en la película, hice de cura y tal y, durante un mes o dos, fui el hombre invisible. Me cruzaba con mis amigos en la calle y no me reconocían. Así supe que, cuando quisiera desaparecer, lo que tenía que hacer era afeitarme. Veinte años después, en 2011, me propusieron protagonizar una película que era medio ficción, medio documental, sobre la muerte de un militante de izquierda [del Partido Obrero] que había matado la policía en una manifestación, que se llamaba Mariano Ferreyra. Yo tenía que ser el periodista que llevara adelante la investigación. Eso se aprovechaba para dar material documental real sobre la historia. Y a mí me interesó hacerlo porque fue un tema que conocí desde el principio. Pero ahí fui yo el que pensé que, si aprecia tal cual, iba a parecer que yo, Martín Caparrós, era el que llevaba la investigación. Y era injusto porque fue otro periodista el que lo había hecho. Y hago un personaje que no habría podido hacer con bigote. Estuve un par de meses así y, bueno, no pasó nada. Esa había sido mi relación profesional con el cine. Hasta ahora, que estoy escribiendo un guion. Con el director de El abrazo partido, Daniel Burman. Es como la parte más juguetona de escribir, sin la parte más tensa. Es como inventarse historias y divertirse con eso, pero después no hay que ponerlas en prosa, con ritmo, una construcción. Entonces, es puro juego. Es la primera vez que hago un guion de ficción. Nunca me había tocado.
***
El periodista que ha recorrido medio mundo para contarlo (y El interior de su país), pero que todavía no ha logrado contar lo que se sucede en la manzana donde se encuentra su casa porteña, y ha hecho cine, y le impresiona llegar a los 60 años de edad, también imparte talleres de periodismo y dice que no quiere generalizar, “pero muchos de los nuevos periodistas no leen. Y eso es lo que más me sorprende. ¡La materia prima de nuestros sueños es la lectura! No se puede escribir sin leer y leer y leer. Sin embargo, hay muchos que lo intentan. Y, además, hay varios que tampoco se preocupan por viajar.”
—¿Siempre que usted viaja, escribe?
—No hago viajes por el gusto de hacerlos. El gusto de hacerlos consistía en escribir algo. Lo que sí tenía era que convencer a gente de que valía la pena comprarme lo que yo tenía que escribir. Ponle por caso: se me ocurrió que debía ir a Birmania porque me daba curiosidad ese nombre exótico. Pero nunca se me habría ocurrido ir a Birmania para no escribir. Para mí, ir a un lugar, incluye escribir sobre ese lugar. Venía todo en el mismo combo. En esa época tenía un buen acuerdo con el diario Clarín, que era que ellos me compraban más o menos caro lo que yo producía, pero no me pagaban el viaje y yo tenía qué ver qué hacía para rentabilizar el viaje. Me las arreglaba: hacía dos reportajes en lugar de uno, viajaba muy barato. Siempre había que buscarse la vida. En Argentina nunca ha habido dinero para estas cosas. Yo escucho ahora a muchos periodistas españoles decir: ‘no, porque ustedes, los periodistas latinoamericanos, qué envidia, cómo me gustaría poder hacer eso.’ Pero vamos a ver: a mí nunca nadie me pidió que fuera a la India a reportear sobre tal cosa o tal otra. Nosotros hacemos esas cosas porque peleamos o lo hacemos fuera de nuestras horas de trabajo. Lo hacemos a fuerza de voluntad. No esperamos a que llegue un jefe y nos diga: ‘ay, por qué no te vas a Tumbuctú a pasearte tres semanas y me traes 40.000 caracteres para que se publiquen en ocho páginas y, de paso, te traes un camello porque se vería bien en la redacción.’ Nunca fue así. Ni aquí ni allá. La diferencia es: ¿tienes las ganas de hacerlo o prefieres quejarte?
—¿No puede estar mucho tiempo en un mismo sitio?
—Ay, me gustaría, ¿eh? Me lo vengo proponiendo últimamente porque… este año, por ejemplo, he estado sólo un tercio del año en casa. Es poco. Quiero estar más. El problema es que también aprendí a escribir en cualquier lado. Entonces ya ni siquiera tengo la excusa esta de ‘quiero estar en casa para escribir’ o ‘necesito estar en casa para escribir’ Me tomo el pelo y digo que mi hogar es la pantalla del ordenador. Además es cierto: abro el ordenador y digo: ‘ya estoy en casa.’ Pero aun así me gustaría estar un poco más en casa. Me lo propongo y digo: ‘diciembre, enero y febrero estoy en Madrid y no me muevo.’ Pero ya tengo una propuesta para ir a África en enero, una cosa en Noruega para febrero.
—¿No será que es usted mismo es el que busca eso?
—No, estas te juro que no. De todas formas estoy declinando algunas cosas para sentirme más de acuerdo con mi propio discurso, para no sentirme tan falso. Lo que pasa es que digo: hace como un año que no voy a África, me proponen ir a trabajar y es muy difícil decir que no. No, yo no pido nada, justamente porque me dije: voy a estar tres meses aquí, quiero terminar un librito. Bueno, ya veré. Lo que pasa es que el tiempo del viaje me sigue resultando muy atractivo: la forma en que los viajes organizan y estiran el tiempo. La semana pasada estive en Alemania presentando El Hambre. Luego pensé que había estado en Italia, antes en Viena, en Berlín, en Múnich y ahora en Madrid. La única desesperación real que uno tiene es que el tiempo se le acaba. Quizá eso sea lo que hace que yo intente estirarlo con los viajes.
—¿Y ahora que ganó la oposición en Argentina, no le gustaría volver a Buenos Aires?
—Me da curiosidad. La curiosidad que no tenía hace un mes o dos, ahora la tengo. De todas maneras no sé si con esa curiosidad alcance. Hay muchas cosas que me interesa hacer fuera, que son las que estoy haciendo. No sé si estoy dispuesto a dejarlas todas para ir a ver qué pasa con el nuevo gobierno. Tengo que ir ahora, dentro de 10 días para una cosa que ya estaba prevista de antes: el guion de cine, con el director argentino Daniel Burman, tenemos que encontrarnos para trabajar durante una semana. Supongo que forzosamente tendré que mirar qué pasa. Pero este gobierno tampoco me despierta unas expectativas extraordinarias. Me da mucho gusto que se acabe esta situación cerrada en que estaba la Argentina hasta ahora. Y, cuando las cosas se abren, pueden pasar cosas muy diversas.
—¿Vive en España como parte de un segundo exilio?
—No. Ahora es totalmente distinto. Por muchas razones. Primera y principal porque ahora yo puedo ir y venir de Buenos Aires cuantas veces quiera. Segundo: estamos en un mundo distinto en el que vine a España, entre otras cosas, a partir de la base de que puedo hacer mi trabajo en cualquier lado. Cosa que no sucedía hace 40 años, cuando llegué la primera vez. Ahora el lugar donde estas no es decisivo. De hecho, yo me acabo de mudar de Barcelona a Madrid y hago exactamente lo mismo que hacía hace seis meses, cuando vivía en Barcelona. Por otra parte, mi situación es muy distinta. Estar aquí es una manera, no de no estar en la Argentina, sino de estar en todos lados.
—¿Hasta cuándo seguirá yendo de un sitio a otro? Que ya va a cumplir 60, oiga.
—No tengo ni idea. Seguramente me voy a cansar en algún momento. Tal vez un día diga: estaré un año en tal lugar y después volverá la movedera. O quizá no. A veces le envidio a alguna gente el hecho de no tener que repensar su vida todo el tiempo. Mucha gente sabe en qué lugar va a vivir, en qué casa a vivir, con quién va a vivir… una cantidad de cosas como muy permanentes. Después todo puede cambiar, pero no quieren saber eso. Yo tengo el enorme privilegio, y la gran molestia, de estar pensando todo el tiempo dónde voy a vivir, cómo voy a vivir, qué voy a hacer. Es genial, no lo cambio por nada. Pero al mismo tiempo se me va parte de la vida en eso.
—¿En sus viajes no le da por comprar libros y objetos, que luego abultan su equipaje?
—No. Nada. Prefiero ese tipo de limitaciones que andar complicándome la vida. Mi biblioteca está en una casa que alquilé en Buenos Aires. Aquí no tengo casi libros en papel. Ropa, la de siempre. Uso estos pantalones negros desde hace 20 años. Compro dos o tres al año. Y ya. No me interesan los objetos. Y eso me da mucho gusto: porque me parece que vivimos en un mundo sobrecargado de objetos innecesarios. Y no hay que contribuir a eso. Y hay que hacerlo sin dolor, no me sacrifico. Lo prefiero así.



Caparrós gana el premio de ensayo Caballero Bonald por ‘El hambre’

El libro analiza por qué mueren 25.000 personas al día en el mundo cuando hay alimentos suficientes


MANUEL MORALES
Madrid 30 SEP 2016 - 14:06 COT



El periodista y escritor argentino Martín Caparrós.
El periodista y escritor argentino Martín Caparrós. ÁLVARO GARCÍA

“El hambre ha sido, desde siempre, la razón de cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada ha influido más en la historia de la humanidad”. Esta es una de las reflexiones del escritor argentino Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) en su libro El hambre, que ha sido galardonado hoy, jueves, con el premio internacional de ensayo Caballero Bonald. Publicado en 2015 por la editorial Anagrama, se trata de un “ensayo que, en la gran tradición de la crónica argentina, aborda uno de los asuntos esenciales a los que se enfrenta la sociedad contemporánea” y que “concierne a sus víctimas, a sus causantes y a sus insólitos espectadores”, ha informado el jurado del galardón.
La obra se ha alzado ganadora entre los 150 textos presentados a un premio con una dotación económica de 20.000 euros. Periodista y escritor, Caparrós, colaborador de El País Semanal, comenzó su carrera en 1973 cubriendo sucesos en el diario Noticias. Con la dictadura en su país se exilió a Europa y no retornó hasta 1987. Desde 1991 comenzó a publicar sus relatos de viajes, es autor de novelas entre las que destaca A quien corresponda (2008) y Los Living, por la que ganó el premio Herralde en 2011. Desde Medellín, donde se encuentra en el Festival García Márquez de periodismo, explica por correo electrónico los motivos de El hambre, un volumen que se ha publicado en 25 países y del que se prepara "un documental para televisión en Francia y una obra de teatro en Polonia".
"Tras muchos años de contar historias en muchos lugares del mundo, siempre me cruzaba con personas que no comían suficiente. Y siempre había alguien que te decía, ‘qué tontería ponerse a hablar del hambre, ya sabemos todo lo que hay que saber, es aburrido’. Un día decidí que valía la pena intentarlo”.
En su libro, Caparrós intenta encontrar las respuestas a por qué cada día mueren 25.000 personas de hambre en el planeta. A lo largo de las casi 600 páginas analiza lo que denomina “el mayor fracaso del género humano”. Caparrós señala que para desarrollar su obra lo primero fue entender “que no existía el hambre, sino muchos millones de personas que pasan hambre, y quise contar algunas de sus historias. Después entendí que no existía el hambre, sino distintos mecanismos por los que esas personas no comen suficiente, y quise contarlos". El autor recorrió “una docena de países, desde India hasta Argentina, desde Madagascar hasta EE UU”. Un trabajo de cinco años.

Ocho capítulos, ocho países

El ensayo está estructurado en ocho capítulos, cada uno sobre un país. "Desde el supuesto hambre estructural del Níger hasta el uso del hambre como instrumento de explotación en Bangladesh, pasando por el funcionamiento de la Bolsa de Chicago, que define los precios de los alimentos en el mundo, o las tradiciones sociales y religiosas que mantienen 250 millones de hambrientos en la India, las guerras que lo producen en Sudán, los sistemas clientelares en Argentina, la apropiación de tierras en Madagascar", añade.
Una de las grandes preguntas a las que invita el libro es por qué no se acaba con el hambre. “Solo se necesita que queramos hacerlo: que muchos empecemos a considerarlo como nuestro problema, que hagamos presión. Pero claro, es fácil pensar que es algo que les pasa a otros, y olvidarlo”, dice Caparrós. Así que ante la evidente pregunta de si todos los seres humanos podrían tener comida, responde que “sin la menor duda”. “Y eso es lo peor, lo que hace que todo sea más indignante. Hace 30 o 40 años que producimos comida suficiente para todos los habitantes del planeta, y sin embargo sigue habiendo más de 800 millones que pasan hambre. El problema es económico y político, el resultado de cómo los países ricos acaparamos los recursos alimentarios del mundo y los despilfarramos”. Una paradoja que en su libro le lleva a preguntarse en varias ocasiones: “¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?”.
El jurado del Caballero Bonald estuvo formado por Victoria Camps, José-Carlos Mainer, José María Pozuelo Yvancos, Fernando R. Lafuente, Santos Sanz Villanueva y Fernando Domínguez Bellido, representante de la Fundación Caballero Bonald, creada en 1998 para custodiar la obra del poeta jerezano nacido en 1926.
EL PAÍS 







Caparrós recoge el Delibes de periodismo

El argentino recibió el reconocimiento por tres artículos publicados en El País Semanal

EL PAÍS
Madrid 19 ENE 2017 - 15:46 COT




El periodista hispano-argentino Martín Caparrós durante la rueda de prensa del XXI Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes.
El periodista hispano-argentino Martín Caparrós durante la rueda de prensa del XXI Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes.  EFE

El periodista y escritor argentino Martín Caparrós recogió ayer en Valladolid el XXI Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, que entrega anualmente la Asociación de la Prensa de la misma ciudad. El galardón está dotado con 6.000 euros. El reportero recibió el reconocimiento por tres artículos publicados en El País Semanal y titulados La palabra viral, Ladramos, Sancho y Contra las letras.


Los tres textos se centran en sendos problemas del lenguaje y del periodismo contemporáneos. La palabra viral analiza la tendencia de los medios de comunicación a priorizar la búsqueda de contenidos que generen muchas audiencia on line por encima de la información de calidad: “No importa comunicar, contar, analizar, hacer preguntas; importa el tráfico”. Ladramos, Sancho aprovecha el uso en castellano de la expresión de origen anglosajona “guau” para lamentar como los hispanohablantes maltratan cada vez más su idioma. Y Contra las letras critica el avance de los emoticonos para sustituir a menudo a las palabras y sus matices.Al concederle el premio, en diciembre de 2016, el jurado destacó la “originalidad y la creatividad del planteamiento” de los artículos premiados y su “agudo sentido crítico y humorístico”, así como su arraigo con la actualidad y con el mundo del periodismo y su encaje con la filosofía del Premio Delibes.
Martín Caparrós

Las 1.022 páginas de ‘La Historia’ de Martín Caparrós

El escritor reflexiona sobre la reedición de su libro sobre una civilización imaginaria

JUAN CRUZ
Madrid 4 JUN 2017 - 12:16 COT
El atributo de este hombre es la escritura. Torrencial (El interior, La Historia, El Hambre), viajera. Pero su aspecto es el de un muchacho que viaja desnudo. La revista Matador le pidió un objeto de su vida. Entregó libretas llenas de palabras incomprensibles, escritura apresurada del Martín pescador de historias.
Llega a los sitios como si quisiera estar en otro lugar a la vez y se atusa el bigote como si no se hubiera acostumbrado a llevarlo. Tampoco se ha acostumbrado a los pantalones, ajustados, la pernera mostrando la canilla blanca, desnuda; un adolescente que no acaba de sentir que es suya la ropa que lleva. Deja la bicicleta, pero entra en los bares como John Wayne: parece que aún cabalga sobre la montura. Si cronometras los segundos que piensa sus respuestas, en una entrevista, podrías sacar minutos de duda: “¿Ah sí? ¿Tú crees?".
Un viaje largo con él no desmiente esas impresiones: es reportero, se dice en las solapas de sus libros. Y uno se lo esperaría tomando notas en esas libretitas. Pero en ese cuerpo enjuto cercado por ropas estrechas ni un bolígrafo ves. ¿Lo guarda todo en la memoria? Quizá. Luego sus libros (los narrativos, como El Interior, La Historia) están llenos de notas; de hecho, en este último las notas superan a veces la narración. Le contamos, en una conversación en el Café Gijón, lo que le pasó a Vargas Llosa en Fráncfort. Un alemán llegó a él con un volumen tan grande como este de La Historia. El peruano dijo: “¡Con este volumen puede matar a un hombre!” El alemán se lo tomó en serio: “Pero no pienso hacerlo”. Caparrós comentó, sacando rápido: “¡Pues mira lo que hubiera podido hacer Vargas Llosa con Conversación en La Catedral! ¡Podía matar a dos, de placer, eventualmente!”.
El libro con el que no quiere matar a un hombre es su “más puro capricho”. Comienza con una cita de Cervantes y con una frase que debería ser memorable: “Ya no hay más muertes bellas”. El propósito, como el de todo creador literario, desde Homero a su amigo Gabo o a Faulkner, es suplantar a Dios. Por eso en su novela la civilización que crea es un mundo sin Dios. “¡Es que Dios quiero ser!”. Y se ríe, y se va, sin libreta, apenas cubierto por los ropajes del verano. Su atributo es la desnudez.




El pequeño capricho de mil páginas de Martín Caparrós

El escritor y cronista argentino recupera ‘La Historia’, ambiciosa novela de mil páginas que publicó en 1999


Carlos Geli
8 de junio de 2017

“Decidí darme todos los gustos, todo aquello que siempre había querido inventar, puro capricho”. Y eso, en un exquisito de la escritura y lector omnívoro como Martín Caparrós, es sinónimo de festival: por ejemplo, dos maneras posibles de leer el libro con una historia cargada de referentes tácitos, formada por decenas de capas a partir de un texto encontrado y que fue dictado por un soberano de una civilización perdida prehispánica, de lo que toma nota un religioso cautivo español, relato que alguien luego tradujo al francés, para ser retraducido ahora por un historiador argentino. O quizá todo fue un texto inventado por un autor francés de la Ilustración… A la exquisitez literaria, a la que Caparrós dedicó una década, se añadió la rareza bibliográfica: la novela, La Historia, fue publicada en una edición argentina de 1.000 ejemplares, título blanco en portada blanca (“para no verse, puro joder”), guardas interiores del verde de las obras completas de Borges y edición numerada a mano por el propio autor. Resultado: una pieza buscada en internet, negocio que en parte se ha dinamitado cuando, 18 años después, Anagrama ha decidido recuperar ese novelón de fondo y forma (1.020 páginas) y que ayer se hizo coincidir como especial regalo en el 60 aniversario del escritor y cronista argentino.

“En realidad, es mi único libro, ahí aprendí a escribir, volcando formas que después solo hice que aplicar con los años”, dice Caparrós (Buenos Aires, 1957) y eso es mucho en quien sigue pensándolo a pesar de acumular ya 11 novelas y 16 ensayos. Un libro así --“un tomo aterrador”, lo define sardónico tras su legendario mostacho--, sólo podía gestarse tras un guiño del azar, al participar en una mesa redonda a la que dio el sí sin haber entendido bien el enunciado: ¿Qué libro habría querido leer? Pensó en el Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (1940) de Borges, ese juego sobre una gran enciclopedia de una cultura a reconstruir: “Postula un mundo en apenas 10 páginas, bien definido; pero si quería leerlo todo sobre ese mundo, debería escribirlo; yo he querido poner todos los detalles y me han salido un millar de páginas”, contrapone juguetón.
Para gestarlas estuvo toda la década de los 90, escribiendo de todo, pero siempre con el “bajo continuo” de una historia que tiene uno de sus ejes en “la única decisión de gobierno importante que toman los mandatarios: cuál va ser la forma del tiempo que va a imperar en su reinado”. El otro gran tema es la revolución social: en La Historia, los súbditos de la civilización de la Ciudad y las Tierras se rebelan porque sólo los monarcas tiene derecho a la vida después de la muerte. “Eso ocurrió de verdad, aunque parezca mentida, durante el reinado del egipcio Akenatón; son restos de la idea primigenia que quería escribir sobre este personaje”. Licenciado en Historia, Caparrós admite que hay una reflexión sobre ella: “No hay hecho más maleable que el pasado; la Historia siempre es una construcción a posteriori, es falsa; en Cataluña deberían reflexionar hoy sobre esas cosas”. Lo más difícil, sin embargo, fue, más que la creación de un mundo, “inventar un idioma, pues quería dar con un castellano muy peculiar, que a cualquier castellanoparlante le resultase ajeno”.
Ambicioso, el autor de Los Living y Comí, pero también de El interior o El hambre,construye en La Historia un mundo sin culpa (“porque no hay ante quién pecar, ¿por qué inventarse un dios?), tampoco hay vida conyugal (la procreación es “por acuerdos bilaterales”) y se come un poco al estilo de la deconstrucción ferranadrianesca: “Lo hice antes de ir a El Bulli y luego le regalé el libro”. Todo ello bajo un enésimo juego formal: el volumen puede abordarse por cualquier página, si bien al lector se le proponen, al menos, dos modelos: reseguir la historia lineal en sus cinco capítulos o a través de las más de un centenar de notas que tiene cada parte, idea que le sobrevino tras entrevistar a Bioy Casares, que le habló de un libro de Menéndez Pelayo “donde las notas parecían una novela”. Y en ese caldo afloran referentes como el cortaziano Rayuela, el sabatoniano Sobre héroes y tumbas, el nabokoviano Pálido fuego o el pigliano Respiración artificial. “Es un libro para ser leído y explorado y sí, quizá se instale en la tradición de salirse de la tradición; es en la confusión de géneros donde vale la pena escribir, a mí me interesan los libros en los que el género está en cuestión”.
Las notas ayudaron a generar algún que otro momento de vértigo literario, porque por ahí hay falsos sonetos quevedianos, una obra teatral del Siglo de Oro, referencias a Bakunin o a José Martí, tratados de onanismo… “Disfruté como un enano, aunque claro que me dio miedo su sistema canceroso; pensé en hacerle quimioterapia, pero decidí aceptarlo así”, dice Caparrós. La Historia, pues, como una auténtica anomalía en la literatura actual. “La literatura está más adocenada y comercializada que nunca; para mí ha de ser desafío, búsqueda y no una confirmación de lo que se ve en la tele… Si alguien pintara hoy como Delacroix lo destrozarían, pero en cambio se escribe como Balzac, con fórmulas de hace 250 años , sólo dejando caer un móvil en el argumento para modernizarlo”; estamos en un temible círculo vicioso: se escribe novela sin ambición, sin probar nada, por lo que se educa al lector a un consumo de este tipo de obras y esto se retroalimenta, calentado por una falta también de exigencia editorial; si la novela sólo ha de narrar bien una historia irá cediendo el paso, como ocurre, a mejores maneras de contarlas, como demuestran la series de televisión”.
Caparrós es una manera de ver y entender el mundo, en el que ya lleva 60 años, hecho que le impresiona. ¿Pero, tras escribir La Historia, puede haber algo que le zarandee? “Me impresionan muchas cosas; por eso escribo y escribí esto; en cualquier caso, para resumir un mundo es un intento modesto, no?”. Quizá capricho, pero nunca modesto.

BIBLIOGRAFÍA

NOVELAS

  • Ansay o los infortunios de la gloria (1984)
  • No velas a tus muertos (1986)
  • El tercer cuerpo (1990)
  • La noche anterior (1990)
  • La Historia (1999)
  • Un día en la vida de Dios (2001)
  • Valfierno (2004, premio Planeta Argentina)
  • A quien corresponda, Anagrama, (2008)
  • Los Living, Anagrama, (2011, Premio Herralde)
  • Comí, Anagrama, (2013)
  • Echeverría, Anagrama, (2016)
  • Todo por la patria, Planeta, (2018)


OTRAS OBRAS
  • Larga distancia, crónicas de viaje, 1992
  • ¡Dios mío! Un viaje por la India en busca de Sai Baba, crónicas de viaje, 1994
  • La Patria Capicúa, ensayo, 1995
  • La Voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina 1966-1978, junto con Eduardo Anguita; 3 tomos, Buenos Aires, 2007-2008
  • La guerra moderna, crónicas de viaje, 1999
  • Extinción. Últimas imágenes del trabajo en la Argentina, fotos de Dani Yako, 2001
  • Bingo!, ensayo, 2002
  • Qué país. Informe urgente sobre la Argentina que viene, ensayo, 2002
  • Boquita, 2005
  • Amor y anarquía. La vida urgente de Soledad Rosas, historia novelada de la vida de la joven anarquista que se suicidó en Italia en 1998; Planeta, Buenos Aires, 2003
  • Pali Pali - Impresiones Coreanas, 2012
  • El Interior, crónicas de viajes por las provincias argentinas, 2006 y 2014
  • Una luna, diario de hiperviaje, 2009
  • Contra el Cambio, crónica literaria/ periodística. Mirada crítica de la agenda mundial sobre el cambio climático, 2010
  • Argentinismos, ensayos. Mirada crítica de la Argentina actual, 2011
  • El Hambre, libro de investigación sobre el hambre en el mundo, 2014
  • Lacrónica, selección comentada de su no-ficción, 2015
Ha publicado ediciones críticas de dos textos de Voltaire -El ingenuo y Filosofía de la historia-, y del Plan revolucionario de operaciones de Mariano Moreno, como también una traducción en verso de Romeo y Julieta, de William Shakespeare.