La desintegración de un país, cuando es mediante un conflicto bélico, causa un dolor a nivel global difícil de digerir. Aquella guerra, la de los Balcanes, la que dirimieron regiones que se sentían parte propia de una idiosincrasia, fue la primera que de verdad se retransmitió en directo, con los proyectiles silbando sobre nuestras cabezas mientras los reporteros gráficos intentaban contarnos la verdad que ningún barquero era capaz de asimilar. Detrás de las limpiezas étnicas, las sangrías y los intentos de holocausto, quedó un país devastado y la promesa de que cada uno tiraría los trastos hacia su propia frontera con tal de reconstruir un dolor que aún perdura en la memoria de millones de ciudadanos.
El hombre, como ser racional, tiende a arrinconarse por el miedo y es el propio miedo el que nos lleva a buscar vías de escape y no hay mayor escapatoria mental que aquella que viste los colores de nuestro equipo y nos lleva en volandas en el día a día. Cuando Yugoslavia desapareció, debajo de las piedras seguían sobreviviendo una generación de deportistas que hizo vibrar a media europa gracias a sus espectacular talento y su vibrante manera de competir.
Todos somos capaces de recordar, por ejemplo, la impresionante selección yugoslava de baloncesto que cuajó mediados los ochenta y se llevó por delante a todas las selecciones en los primeros noventa. O las trituradoras fabricadas en balonmano o waterpolo. O aquel extraordinario Estrella Roja que alcanzó la gloria en el noventa y uno cuando el país ya se desquebrajaba y bosnios, croatas, macedonios e incluso montenegrinos ayudaron a sus amigos serbios a levantar al cielo la ansiada Copa de Europa. Fue el canto del cisne de un país podrido en sus instituciones y expectante en las calles. De aquella generación salieron extraordinarios futbolistas que huyeron del infierno y se repartieron a lo largo de Europa para dejar claro que aquello, a parte de generación espontánea, era el resultado de una fábrica de talentos.
Desde Bosnia llegó a la Real Sociedad, Meho Kodro. Se había curtido en el modesto Velez Mostar y, poco a poco, había ido ganando nombre que un solvente goleador en la liga Yugoslava. Su carta de presentación se produjo en el Santiago Bernabéu. En un partido fácil para el Real Madrid, Kodro lanzó un golpe franco directo a la escuadra de Paco Buyo. Aquel día se vislumbró que Kodro era un delantero potente, con un físico para ganar el espacio y que, sobre todo, tenía un cañón en su pierna derecha. Cuatro temporadas y más de sesenta goles después, dejó San Sebastián para sumarse al último proyecto de la era Cruyff. En aquel Barça en descomposición no pudo superar la alargada sombra de Romario y terminó siendo traspasado a un Tenerife donde aún dio buenas pinceladas. Allí anotó su gol número cien en Primera División y abandonó la élite cuando se vio eclipsado por un joven delantero holandés llamado Roy Makaay.
Maradona pensaba que no existía una zurda como la suya hasta que conoció a Davor Suker. Suker llegó a Sevilla procedente del Dínamo de Zagreb y no tardó en convertirse en el ídolo de Nervión pasando por encima del propio Diego. Cuando el Dios de Villa Fiorito se marchó, Davor siguió allí, repartiendo caramelos con su pierna izquierda y haciendo magia en forma de controles maravillosos y goles extraordinarios. Clavaba las faltas en la escuadra y su toque milimétrico ponía en pie a un Sánchez Pizjuán que se llenaba de pañuelos blancos y vítores. Tal fue su trascendencia, que después de su último partido, como si de Curro en la Maestranza se tratase, bajaron al césped para sacarle a hombros. Después llegó el Madrid, la Copa de Europa y sus fotografías ilustrando portadas del papel couché, pero mucho más que un tipo sonriente junto a una famosa, Davor Suker fue pura magia y un lujo para la liga española.
Mijatovic fue, probablemente, el mejor jugador de aquella generación de oro que ganó el mundial juvenil de Chile justo antes de la desintegración de Yugoslavia. Prueba de ello es que, en cuanto llegó a un equipo superpoderoso, se convirtió en héroe y selló con su nombre la ansiada séptima Copa de Europa. Pero antes de ello ya se había convertido en el mejor jugador de la liga jugando con la camiseta del Valencia. Allí había llegado precedente del Partizan, con quien ya había conquistado Yugoslavia, mostrándose voraz desde el primer día. Mijatovic era pura verticalidad, juego al espacio, regate eléctrico y disparo potente. Llevó al Valencia al subcampeonato de Copa y Liga durante dos temporadas consecutivas y decidió dar el salto a la capital, cláusula mediante, para convertirse en héroe y postal eterna de un club al que le ahogaban las exigencias continentales.
Kodro no fue el único gran delantero del Velez Mostar. Durante seis temporadas compartió dupla de ataque junto a un tipo hosco, de gran fortaleza física y buena intuición para ganarse la jugada llamado Vlado Gudelj. Gudelj jugó en el Celta desde 1991 hasta 1999. Sus goles ayudaron al equipo a salir del infierno del segunda y se consolidó en Primera como un futbolista solvente. Su fortaleza física le ayudaba a chocar contra los defensores y salir airoso, tenía un buen toque para la definición y, aunque no era muy espectacular, era bastante efectivo. De sus goles vivió el Celta para mantenerse en la élite durante varias temporadas. Aún hoy, con sesenta y ocho goles, es el tercer máximo goleador del Celta en Primea y uno de los mejores jugadores de su historia.
Algo más tosco y fuerte que Gudelj era Alen Peternac. El croata, criado en el seno del Dínamo de Zagreb, donde jugó durante seis temporadas ganando liga y copa, aterrizó en Valladolid para convertirse en ídolo y pieza fundamental. Con cincuenta y cinco goles, sigue siendo el máximo goleador pucelano en primera hito que simultanea con el del ser el único delantero el equipo blanquivioleta en anotar cinco goles en un mismo encuentro, aquel día en el que Japón Sevilla se volvió loco de remate. Peternac tenía olfato, no era muy veloz, pero sabía ganar la espalda, utilizar la cabeza y poner el balón en el lugar más alejado para el portero.
Si la Real había acertado con Kodro no le anduvo a la zaga su sustituto. Mirando a los balcanes, cuando Kodro se marchó a Barcelona, se trajo, por quinientos cincuenta millones de pesetas, al goleador del Estrella roja, Darko Kovacevic. Tras una primera etapa infructuosa en la liga inglesa, Kovacevic llegó a España para demostrar que era un goleador extraordinario. Lo demostró de veras. En sus dos etapas en la Real, anotó noventa y cuatro goles, situándose en el escalafón de los mejores delanteros en la historia del club. Entre medias probó en la Juve, pero allí la competencia era soberana y echaba de menos Guipúzcoa. En su regreso, la Real rozó el campeonato de liga en una temporada gloriosa en la que su dupla junto a Nihat aún se recuerda en los paseos sobre la playa de La Concha. Kovacevic era listo, rápido para el desmarque, un gran cabeceador y un definidor letal. Sin duda, uno de los mejores goleadores de la liga en el tránsito entre el siglo XX y el XXI.
Cuando Savo Milosevic llegó a España ya se había hecho un nombre en las ligas europeas. Goleador insaciable en Partizan, fichó por Aston Villa para pasar tres años de luces y sombras y decir adiós para siempre a la competición inglesa. En España encajó como un guante en una mano fría. Sus temporadas en Zaragoza fueron muy productivas y cuando comprobó que lejos de España no era capaz de sacar su mejor fútbol, volvió a abandonar la liga italiana para regresar al país donde mejor había rendido. Zaragoza de nuevo, Celta después y Espanyol fueron su camino puente antes de aterrizar en Pamplona y convertirse en el auténtico ídolo del Sadar. En Osasuna apenas marcó una veintena de goles, pero formó grandes sociedades junto a Aloisi primero y Raúl García después, tanto que aún hoy se le recuerda como uno de los mejores jugadores de la historia rojilla. Su fútbol no era vertical ni atrevido, se fajaba en el área, utilizaba su corpachón y ganaba el espacio suficiente para rematar a gol. Cabeceaba bien, definía mejor y era tan fuerte que muchos evitaban el choque con tal de no verse desplazados a un lugar marcado por el sonrojo.
Ahora que media Europa se pega por Vlahovic, que Jovic ha roto en fiasco en la súper élite y que el veterano Tadic sigue tirando del carro de Serbia, cabe recordar que hubo un tiempo que una guerra devastó un país y que cortó de raíz una forma de generar talentos casi inédita en la historia del deporte europeo. Y es que durante buena parte de la década de los noventa, antes de que Yugoslavia despareciese del mapa y miles de vidas cayesen a infames cunetas, los equipos de los balcanes exportaban talentos a bajo coste que revalorizaban su valor una vez el mundo era consciente de que la constancia vivía en su corazón, la calidad en sus pies y el gol era una obsesión dentro de su cabeza.