La vida del portero se analiza más en los goles recibidos que en las
paradas realizadas. Cada parada es una oportunidad más para la victoria y cada
gol es una oportunidad menos. Una parada no cambia nada y un gol lo cambia
todo. Una parada es una ovación y un gol es una losa. Para que un portero
termine convirtiéndose en héroe debe esperar a una tanda de penaltis.
Y en esas andaba entonces el protagonista de esta historia. Se llamaba
Ramón y de primeras, el propio nombre le sonaba tanto a común como lo era su
capacidad de salvador. Ramón era un portero normal, con una pizca de instinto
para los lanzamientos y un poco de cabeza para la colocación. Nunca había sido
un héroe y estaba ante la oportunidad de serlo.
De reserva sin aspiraciones había pasado a titular indiscutible en sólo
dos semanas. Dos lesiones, y la oportunidad de su vida se abrió ante sus ojos;
el primer portero se había roto la mano y él, que hacía tiempo que andaba con
el alma rota por la suplencia, se había encontrado cara a cara con el destino.
Su última parada había acabado en un rechace a pies de un delantero rival y en
un gol sin concesiones. Era posible que el destino hubiese reservado para él
una página mucho más gloriosa que la que le podía reportar cualquier parada en
cualquier prórroga aun siendo imaginaria. Cuando los ciento veinte minutos del
final de la Copa
llegaron a su fin, inmediatamente supo Ramón que había nacido para vivir aquel
instante. Sus primeras paradas bajo el sol de su barrio y sobre la dura piel
del asfalto, las recordaba ahora como un desafío a igualar. De familia humilde
y corazón emprendedor, había decido ser portero después de ver a ídolos de
color volar para guitarle el polvo a una escuadra y mandar el balón al limbo de
las oportunidades perdidas.
Su carrera se dibujaba en altibajos y sus titularidades siempre le habían
costado más que cualquier parada. Debutar en la Primera División
le llevó veintidós años de su vida y fichar por un equipo de empaque un total
de veintiséis. Si sumaba los años que le había costado ganar un título se
santiguaba al pensar que había pasado veintiocho años buscando un sueño y que
en su búsqueda había dejado atrás una infancia y una juventud restregadas por
los suelos de los campos de fútbol.
Y entonces, un año más
tarde y con veintinueve años en el carné de identidad y más de un millón de
paradas en el currículum, afrontaba la tanda de penaltis más importante de su
vida. Era como saberse protagonista y no creer en serlo, porque él, Ramón,
portero y trabajador, nunca había querido acumular la gloria de sus paradas
ante los ojos del público, si alguna característica que hubiese de convertirse
en virtud le adornaba, esa era la humildad, pues para él nunca había habido un
jugador sin un equipo, para él no existía un gran portero sin una gran defensa
y para él no se podría salir invicto de una tanda de penaltis si no acompañaba
la suerte.
La suerte. Él, supersticioso en el límite y soñador frustrado por su
propia convicción, siempre había creído en la suerte como factor determinante
de la vida. Nunca quiso ver gatos negros en sus paradas ni espejos rotos en sus
decisiones, estaba convencido de que tentar a la suerte era tentar al pecado y
que guardarse de llorar, las más de las veces, prevenía más de los fracasos que
de las victorias. Cuando se encontró con su primera titularidad de verdad, le
dio gracias a la vida y se convenció a sí mismo de que le había llegado su
momento para demostrarle al mundo si de verdad la suerte estaba con él o si por
el contrario, estaba dispuesta a darle la espalda.
Aquella final de la Copa
la había afrontado en plenitud de ganas. Ante cualquier circunstancia, él
siempre decidía reír, porque para llorar, como solía decir, siempre había
tiempo. A su equipo le había caído en suerte (siempre la suerte revoloteando
como una tentación) ser el primero en lanzar en la tanda de penaltis. Cuando
vio a su compañero Luciano, con el número cuatro en la espalda, central
exquisito y mejor persona, tomar la carrerilla, sintió la total seguridad de
que aquel lanzamiento se iba a convertir en el primer punto a favor en la
tanda. El gol supuso un alivio y una primera batalla ganada dentro de aquella
guerra a diez lanzamientos.
Era su turno. Ramón siempre había afrontado cada penalti como un duelo de
miradas. Si mantenía la vista firme y el cuerpo equilibrado, era posible
adivinar la dirección del lanzamiento. Si se dejaba vencer por el engaño y por
la bravura del lanzador, entonces no le quedaría otra que acudir a la red a
recoger la pelota. En los ojos de su rival no percibió más que dudas y aquello
acrecentó su ánimo. Se colocó sobre la línea de portería y bajó los brazos,
esperó al silbido del árbitro y siguió esperando el momento decisivo, vio la
carrera de su rival y esperó un poco más. El lanzador miró hacia el frente y
chutó fuerte. Ramón esperaba un lanzamiento más colocado, se tiró bien en busca
del balón pero el rival le había dado altura y lo había ajustado bastante. No
llegó. Empate a uno y vuelta a empezar. En sí mismo supo que nadie le iba a
culpar si no detenía ningún penalti, pero sus hechuras de héroe en aquellos
minutos en los que soñar costaba tan poco como probar a alcanzar la gloria, no
se iba a resistir a marcharse de allí sin detener al menos un lanzamiento.
El siguiente jugador de su equipo en lanzar también anotó, por lo que le
puso de nuevo en situación de alcanzar la gloria en la punta de sus guantes.
Volvió a mirar y volvió a aguantar, pero esta vez tampoco pudo detener el
disparo certero de su rival. Si seguían lanzando tan fuerte y ajustado le iba a
resultar un ejercicio imposible el de convertirse en héroe de aquella final.
Recogió el balón para entregárselo al portero rival y entonces descubrió
en su mirada el mismo miedo que quizá a él también le inundaba el ánimo y aquello
le produjo un escalofrío terrible que le recorrió el espinazo como una hoja de
navaja helada. Ambos eran rivales y a la vez compañeros porque solamente en
aquella mirada había encontrado el eterno secreto de la comprensión y supo que
no estaba solo en el mundo. Le compadeció sin darse cuenta de que al hacerlo
también se estaba compadeciendo a sí mismo y con ello estaba poniendo su futuro
en manos de un destino en el que nunca creyó, porque él solamente creía en la
suerte, en los días y en la esperanza.
El siguiente jugador de su equipo en lanzar era Nebinho, era brasileño y
era muy bueno. Había cuajado un gran partido y ahora estaba en disposición de
rematarlo con un nuevo pasaporte hacia un sueño. Recordó, al tiempo que
maldecía su instinto por recordar, aquella frase sentenciadora de su abuelo
cada vez que se destapaba la emoción en una tanda de penaltis: “el jugador que
hace un gran partido siempre falla su penalti”. Nunca detestó tanto el
ejercicio de concederle la razón al bueno de su abuelo. Nebinho puso el balón
en las nubes y las ilusiones se desplomaron en el suelo. Por primera vez en
toda la final había llegado su turno de verdad.
Imaginó mil veces una estirada y dudó entre jugársela o aguantar. Cuando
el miedo te acorrala resulta muy difícil decidirse y cuando Ramón vio la
carrera frontal de su rival decidió jugar a las adivinanzas y creyó intuir que
el disparo viajaría hacía su izquierda y hacía allá se lanzó, pero la fortuna
no quiso sonreírle esta vez y se lamentó por cometer el pecado que tanto odiaba
y que era el de tentarle a la suerte. El balón viajó despacio y templado hacia
el centro de la portería para hacerse allí un hueco en la red y una extensión
en el ánimo de los jugadores rivales.
Perdían. Por primera vez en la noche estaban perdiendo la final. El
siguiente lanzamiento resultaba pues, además de crucial, un último motivo para
seguir agarrado a un sueño. Ramón siempre había tendido sus valores hacia la
confianza y por ello prefería confiar en sus compañeros antes que dudar de ellos.
Así, no vaciló un instante a la hora de aclamar en el oído de su amigo Rody las
más valiosas palabras de ánimo para convencerle de que aquel lanzamiento iba a
ser un gol seguro. Tantas veces debió decirle que era el mejor, que Rody debió
de creérselo a pies juntillas pues chutó el penalti hacia el lugar más
imposible de detener; la misma escuadra.
De nuevo llegó su turno. Como aquella vez en la que debutó en el equipo
infantil de su barrio y le detuvo ocho disparos al delantero rival. Como
aquella vez en la que viajó al último país del continente para ganarse una
semifinal de la Recopa
y había vuelto con la memoria fija en cada una de sus paradas. De nuevo, era su
turno. La gloria, aquella que le había negado la vida durante tantos años
pendía ahora de un hilo en torno a sus decisiones y a su capacidad de lanzarse
hacia el balón. Era hora de olvidar levante, el sur y otros tantos estadios en
los que había dejado carcajadas y fallos estrepitosos. Nunca había sido un
portero genial pero siempre se había negado a quedar como un cantamañanas del
área.
Se situó sobre la línea y volvió a bajar los brazos como si de un ritual
se tratase. Observó a su rival y se sorprendió de su complexión atlética, jugó
de nuevo a adivinar y pensó que le chutaría fuerte y al centro así que debía guardar
la compostura si quería ganarse el derecho a seguir soñando con la Copa de campeón. El contrario
tomó carrerilla frente a él y Ramón resopló intentando ahuyentar cualquier
atisbo de temor dentro de su cuerpo. Siguió observando a su rival y no se inmutó
cuando le chutó. El balón salió despedido con una violencia atroz y produjo un
sonido hueco cuando chocó violentamente contra el travesaño. Por fin, después
de cuatro lanzamientos en contra, había aparecido la suerte. Como bien sabía
Ramón, era mejor no tentarla.
Y así quedaron momentáneamente empatados a tres goles y con dos
lanzamientos por delante, uno para cada equipo. Humberto Martín Gallego tomó el
balón con ambas manos y lo depositó lentamente sobre el círculo de cal que
señalaba el punto de lanzamiento de penalti. Ramón sabía que, como buen
uruguayo, Humberto no iba a entregar la victoria al rival en un mal
lanzamiento, no iba a estar dispuesto a hacerlo. Por todo ello, Humberto le
pegó suave pero ajustado, lo suficientemente ajustado como para evitar que el
portero rival, aún en su magnífica estirada, alcanzase a tocar el balón y
salvar así el gol que había subido al marcador y que les había puesto de nuevo
por delante en el camino hacia la gloria.
Si alguna vez había estado Ramón convencido de haber alcanzado su turno
para casarse con la gloria, no lo podía haber estado nunca como lo estaba
entonces. A escasos segundos de él estaba el lanzamiento del décimo penalti de
la tanda decisiva de la final de la
Copa y él iba a estar bajo los palos para intentar evitar un
gol que podía ponerlos en la tela de una nueva duda. Para ganar había que parar
y para parar debía de ser él el héroe que consiguiese acertar una trayectoria y
detener un balón que venía vestido de gloria, éxito y fortuna.
Ramón volvió a jugar a las miradas y volvió a concentrar su ánimo en los
ojos del delantero rival. Le conocía de sobra pues había jugado durante muchas
temporadas en el campeonato de su país y le había lanzado más de un penalti, de
los que, por cierto, no había conseguido detener ninguno. Pero no era momento
para lamentaciones ni para sonrojos por fracasos anteriores, era momento para
parar, ganar y celebrar.
Volvió a pisar la línea de portería y volvió a bajar los brazos, no era
por tentar a la suerte en vista del lanzamiento anterior, sino que lo hizo por
costumbre y acomodo. El rival era zurdo y solía chutar hacia un lado. Muchas
veces lo había hecho por raso y se preguntó Ramón si iba a hacerlo de nuevo
esta vez. Lo difícil era adivinar el lado hacia el que iba a lanzar el balón y
para hacerlo debía templar sus nervios y saber que aguantar era una cuestión de
fe y de éxito total.
En los ojos de su rival detectó miedo y aquello le produjo una crecida en
la corriente de sus instintos. Siguió aguantando firme aun cuando el silbato
del árbitro ponía parte de sentencia a la final. La carrera fue lenta y el
golpeo fue suave, con la izquierda y hacia la izquierda de Ramón.
Ramón aguantó y aguantó y sujetó el viento sobre sus dedos, se lanzó bien
y cerró los ojos soñando que paraba el balón. Por eso, cuando sintió el
contacto en sus guantes no supo creer si estaba soñando o si había tocado el
poste de la portería y no supo si jugar a mirar o decidirse a escuchar.
Escuchó, y la algarabía que emitió la grada no dio lugar a equívocos; había un
nuevo campeón. Abrió los ojos y descubrió el balón cinco metros más allá de la
portería, y cuando quiso levantarse, el peso de uno de sus compañeros volvió a
desplomarle contra el suelo. Todos se unieron en una piña fabricando una melé
sobre el cuerpo de Ramón, portero de casualidad y, por fin, héroe de una noche
de primavera.
Ramón quiso reír y se puso a llorar como un niño.
Pensó en las vueltas que da la vida y en lo duro que resulta el oficio de
portero; toda la vida jugándose el pan en una estirada y esperando a una tanda
de penaltis para conocer si la ruleta de la vida está dispuesta a concederte la
suerte y convertirte en un héroe.