Hace demasiado tiempo que Brasil no juega bien al fútbol. Con algún ramalazo que otro, ha ido sobreviviendo ante las adversidades después que la dungarización de su juego se llevase por delante a mitos como Falcao, Alemao o Valdo. Su juego, antes basado en la posesión y la improvisación, y que alcanzó su cénit en el verano español de 1982, ahora se basa en el orden, la táctica y la inspiración de sus estrellas. Así ganaron los mundiales de 1994 y 2002, con un equipo ordenadito atrás y dos genios delante como Romario y Ronaldo. Y así pretenden ganar los Juegos Olímpicos de Londres; con dos centrales expeditivos, dos mediocampistas de contención y cuatro locos del regate en la parte delantera.
Si extrapolamos este Brasil al que nos hizo bostezar en competiciones anteriores, al menos podemos alegar que Menezes pone en el campo más talento que sus predecesores. El fútbol, como acepción literal del juego visto como entretenimiento, aún queda distante, pero al menos, a ratos, la diversión está garantizada.
Hulk es una bala sin rumbo fijo, un torbellino que arranca el motor y no para hasta no probar el fusil de su pierna izquierda, una revolución convertida en extremo y que quiere vivir como un espíritu libre. Necesita espacios, necesita campo, necesita de un compañero que le haga aún mejor. Es una bomba de racimo en el contraataque, es la tormenta perfecta cuando el partido está enfrascado en el ida y vuelta.
Óscar es pie de seda y cuerpo de bailarín. Un joven aprendiz de Zidane que juega a la ruleta marsellesa utilizando los dos pies, un loco del ingenio, un cuerdo del área grande, un chico que promete tardes de espectáculo. Necesita el balón por encima de todas las cosas, necesita un compañero al que tirar una pared, necesita recitar poesía con un último pase. Es la elegancia de Brasil, es Sócrates reinventado, es el último mohicano de una estirpe casi olvidada.
Pato es energía controlada, es el movimiento preciso, es la lucidez del delantero de área chica. Le gusta venir atrás y tocar de primeras, le gusta encontrar el espacio, desaparecer un segundo y aparecer con un remate certero. Necesita amigos en la banda, necesita amigos en el centro, necesita amigos en el área. Sabe regatear y a veces define de maravilla, pero tiene fama de frío, de aprensivo, de indefinido. Pero es el gol del equipo cuando más se le necesita, el único capaz de tirar un desmarque y dejar cinco metros de área libres. Y eso hay que saber aprovecharlo.
Neymar es la estrella, el mediático, el gallito valiente del corral del Santos. Heredero de Pelé, con cintura de Robinho y estadística de Romario, ha ido derribando paredes al tiempo que le han ido poniendo trabas. La gente habla del poco nivel de la liga brasileña y él sigue generando obras de arte cada tarde de domingo. Necesita un balón en los pies, un defensa al que quebrar y un portero al que batir. No precisa de más cosas para convertirse en genio. Es la magia de un equipo que quiere ser oro olímpico, la vitalidad de un país que ha conquista el mundo en cinco ocasiones y aún no ha sido capaz de colgarse una medalla de oro en el olimpo de los deportes.