lunes, 21 de diciembre de 2009
Llorar como aficionado
lunes, 14 de diciembre de 2009
El ciego que no quería ver
jueves, 10 de diciembre de 2009
Sobre equipazos, rivales, desastres y absurdeces
lunes, 30 de noviembre de 2009
El valor de una apuesta
Rubén y Ramiro eran amigos y residentes en el mismo barrio. Ambos eran delanteros y ambos habían sumado treinta goles por barba a lo largo del campeonato. Encaraban a los defensas rivales con el insultante descaro que otorga la juventud y anotaban sus goles con la felicidad que supone saberse ganador de un desafío consigo mismo. Los dos, en su arrojo ganador y su ímpetu desafiante, se habían apostado, apretón de manos mediante, el orgullo, una cena y cien euros por ver quien terminaba la temporada con más goles anotados.
En esta circunstancia llegaron ambos al último partido de la temporada, empatados a goles, a respeto y a ilusión. Se conocían de memoria y sus jugadas conjuntas significaban, a aquellas alturas de campeonato, el más próspero patrimonio con el que contaba el club, pues su goles, amén de sumar en el casillero de su apuesta personal, habían puesto al equipo en la zona alta de la clasificación y a una sola victoria de hacerse con el campeonato, el ascenso y la gloria.
El destino quiso enfrentarles contra el Sporting Norante en aquella última jornada. El Sporting, cuya sede se ubicaba unas calles más abajo, llegaba al enfrentamiento con un solo punto de ventaja y con la confianza de saber que un único gol de diferencia le otorgaba la gloria incompartida del ascenso. Era más que un temido rival que contaba en sus filas con la segunda mejor dupla de atacantes del campeonato; Borja y David, dos armarios de complexión, sumaban cincuenta y dos goles entre ambos y más de un centenar de bofetadas contra los defensas rivales. De esta manera, el partido no incidiría en lo meramente futbolístico sino que, vista la fama que se otorgaba el, hasta entonces, líder del grupo, era posible que los minutos sucumbiesen al poder de la violencia.
Pero Rubén y Ramiro sabían que tenían la sartén por el mango, que las gotas de su calidad eran suficientes para rociar de victoria cualquier encuentro y que fuera donde fuesen, con ellos siempre viajaba el espectáculo. Tan seguros estaban de sí mismos que ejercitaron la sonrisa como único modo de comprensión.
Ambos equipos llegaban al partido final invictos y separados por la mínima distancia que suponía un empate de más, pues ambos habían empatado en el partido que habían disputado entre sí en la primera vuelta de la liga, pero el Atlético Recaminos había cedido un empate más que su rival en un calamitoso e imperdonable encuentro ante el Real Filer, equipo que, para más inri, estaba situado en el último lugar de la clasificación en aquellas alturas de la temporada.
El empate era, por tanto, un resultado suficiente para que el Sporting Norante se alzase con el título por la vía de las matemáticas. Al Atlético Recaminos sólo le valía ganar para disfrutar la miel de un éxito que hasta entonces no había tenido parangón en la historia del club.
Tanto Rubén como Ramiro, que habían cruzado sus vidas en el equipo cadete del mejor equipo de la ciudad, habían llegado al Atlético Recaminos rebotados por su propio fracaso. Cuando el fútbol y el coloso les dejaron fuera de sus planes, tuvieron que buscarse la vida y el ocio por la parte de afuera de los sueños. Rápido aparcaron sus aspiraciones de jugar en la élite y se postraron en la monotonía de la vida con los ojos bien abiertos. Ramiro, que nunca había abandonado la fe en los libros, prosiguió con sus estudios de arquitectura, y Rubén, que con las manos siempre se manejó con más habilidad aún que con los pies, entró a trabajar en un taller del barrio. Como ambos se conocían de sobra; conocían su pasión por él fútbol y conocían la necesidad del equipo del barrio por adquirir talento.
Se presentaron un jueves por la tarde y el domingo ya estaban jugando. No se les requirió entrenamiento alguno como certificado de cualidades y les bastó un solo partido y dos goles por cabeza para comenzar a formar parte de la historia más gloriosa del club. Así, siguieron goleando a lo largo de toda la liga hasta llegar a aquel último partido final en el que ninguno de los dos estaba dispuesto a olvidar aquella apuesta que se hicieron minutos antes de debutar con el equipo y que daría a premiar con cien euros a quien llegase al final de la liga con más goles anotados.
Rubén era el más veloz de los dos, pero Ramiro era más técnico. Rubén era el típico delantero de pequeña estatura y alto voltaje en el sistema nervioso que podía liquidar las tablas en cualquier contra, sus arrancadas eran tan temidas como su capacidad de decisión. Ramiro, en cambio, era más lento y sosegado, a muchos les desesperaba su tranquilidad para decidir, pero él siempre decidía lo correcto. Su toque de balón era exquisito y su remate de cabeza era colosal. Llevaba marcados tantos goles de falta directa como de finalización de jugada elaborada, y si no fuese porque, a pesar de tener el record de no haber fallado un solo penalti a lo largo de su vida, le había cedido a Rubén el honor de lanzar las siete penas máximas que les habían pitado a favor a lo largo de la liga, en aquel momento llevaría catorce goles más que su compañero y estaría gozando con algarabía el placer de contar con cien euros más en su bolsillo.
El partido comenzó lento y respetuoso. Parecía que ambos equipos tenían más miedo a perder que a vivir y seguramente así fuese. La primera ocasión fue para el Sporting, pero el Atlético respondió rápido con una contra fugaz bien dirigida por Rubén y mal finalizada por Ramiro. Un par de ocasiones más y el partido adquirió aires de gran empresa. La ida y la vuelta comenzaron a desintegrar el fondo físico de los jugadores, pero el aficionado, el verdadero mecenas del espectáculo, disfrutaba copiosamente del lindo espectáculo que le ofrecían dos equipos lanzados a tumba abierta de cara a la portería rival.
Ramiro comenzó a poner el temple y Rubén el desequilibrio, y con ellos y un poquito de fortuna, tan sólo era cuestión de poco tiempo la llegada del primer gol. Y llegó. Llegó en una jugada que ambos tenían memorizada dentro del baúl de sus mejores recuerdos; un calco del gol que le habían hecho al Deportivo Cación en la quinta jornada de liga. Una arrancada de Rubén desde la banda izquierda, un apoyo en Ramiro, una pared, un desmarque, un quiebro al portero y un gol. Con la derecha y a puerta vacía. Un gol para soñar, un gol para celebrar y gol para ganar una apuesta.
La apuesta. Aquel pensamiento de presión recorrió la espina dorsal de Ramiro causándole un escalofrío inquietante. Estaba a un solo gol de perder una apuesta que él mismo había propuesto hacía más de ocho meses y que en aquel momento estaba a punto de escapársele de entre los dedos, justo cuanto más fuerte la tenía apretada. Se alegró por el gol, sí, por la victoria, también, por el equipo y por el momento, pero un intenso calor en forma de duda recorrió su cuerpo cuando tuvo que preguntarse a sí mismo si resultaba correcto alegrarse por su compañero en aquellos momentos. Quería a Rubén como podía querer a un hermano, le estimaba tanto como a sus propios instintos, pero no estaba muy seguro de sentir alegría por él, porque, para qué engañarse, le molestaba bastante el imaginarse como víctima perdedora en aquella apuesta consigo mismo, con la vida y con su compañero del alma.
Así fue como se decidió a coger los tiros del carro y capturar la autoridad atacante de su equipo en busca de la sentencia. Y aunque abrazó fervorosamente a Rubén cuando se acercó hacia él para darle las gracias por los servicios prestados, supo por sí mismo, que aquello no era más que un fingimiento para con el mundo.
El primer balón que recibió Ramiro tras el primer gol del encuentro lo chutó a portería desde más de treinta metros de distancia. El balón se le fue muy arriba y sintió las miradas desaprobadoras de sus compañeros. Qué más daba, ninguno de ellos sabía lo que se traía entre manos.
El segundo balón que recibió lo pudo haber puesto en diagonal hacia el fabuloso desmarque de su compañero Rubén, pero Ramiro prefirió quebrar, avanzar y chutar desde más allá de la línea delimitadora del área. De nuevo se le fue alto y de nuevo sintió desaprobación en las miradas de sus compañeros de equipo. Incluso a Rubén le notó cierta incomprensión en el torrente de su mirada confusa.
No tardó mucho Rubén en darse cuenta del motivo que fabricaba el egoísmo de su compañero en la punta del ataque. Aquella apuesta en la que ambos se habían jugado el prestigio estaba convirtiendo a su amigo en un esclavo de sus propios ritos. Quiso condenarlo por ello pero no sintió más que comprensión. Más que nada porque habiéndole visto actuar supo de inmediato que él hubiese hecho lo mismo. No podía ocultar la satisfacción en el movimiento de sus sonrisas; satisfacción por el gol anotado, por la victoria momentánea y por la virtual victoria sobre Ramiro en aquella apuesta en la que habían puesto palabras y motivos necesarios como para no dejarse perder.
El partido continuó en los límites del espectáculo. El Sporting se lanzó al ataque desesperado en busca de un empate que era pura victoria y el Atlético comenzó a jugar a la especulación y al contragolpe para liquidar a su rival por el K.O. más absoluto y la vía del tormento más devastador. Para minar la moral de los jugadores del bando contrario solamente bastaba un contraataque letal y un gol que hiciese callar bocas ajenas y romper silencios propios. Un contraataque como el que inició Ramiro y como el que concluyó Rubén en su mano a mano particular con el portero, rodando por el suelo y con el árbitro señalando el punto de penalti en su carrera frenética hacia el área de conflicto. Rápidamente supo Rubén que conseguir aquel balón significaba conseguir medio pasaporte hacia el éxito y no pensó en el ascenso y ni siquiera en el aficionado del barrio que estaba asistiendo inquieto a una posibilidad histórica, solamente pensó en su orgullo, en sí mismo y en los cien euros que le pensaba ganar a su gran amigo Ramiro.
Se levantó rápidamente y tomó el balón con ambas manos para plantarlo en el punto de penalti. Si conseguía anotar aquel lanzamiento se iría a los treinta y dos goles y dejaría a Ramiro con treinta, degustando su amargura y llorando su derrota. No había terminado de asimilar su propio regocijo cuando sintió un violento empujón sobre su espalda. Se giró rápidamente para encararse con el agresor y descubrió el rostro desafiante de Ramiro mientras su voz le ordenaba la cesión de aquel lanzamiento. El barullo que se organizó a continuación solamente podría describirse como una situación lamentable, pues ambos se enzarzaron en una riña de empujones y enganchones de camiseta que despertó la vergüenza de todo aquel que había asistido al campo a observar el partido. Finalmente fueron separados por sus compañeros y se vieron sancionados con sendas cartulinas amarillas que supieron, en el ambiente, a demasiado poco castigo para sus actos.
Finalmente fue Ramiro, previo consentimiento del entrenador, quien obtuvo el privilegio de lanzar la pena máxima y como nunca antes había fallado penalti alguno, lo lanzó con la seguridad del maestro y con la eficiencia del asesino. El balón acabó en la escuadra y los ánimos sobre las nubes. Todos se acercaron hacia Ramiro para felicitarle por el gol anotado, todos menos Rubén, quien sintiéndose agraviado por la decisión, se negó a festejar el gol, la virtual victoria y el alcance del sueño casi hecho realidad.
En estas circunstancias llegó el descanso y con el mismo estalló la tensión. Todo empezó con una recriminación, prosiguió con un empujón y terminó a bofetadas. Ningún integrante del equipo pudo dar crédito a lo que estaba siendo testigo durante aquellos instantes. Los dos fueron separados y seriamente reprimidos. Nadie podía entender un comportamiento semejante cuando se tenía al alcance de la mano un logro sin precedentes. El entrenador supo que la mejor solución posible pasaba por sustituir a los dos y dejarlos en la ducha, pero temió por ellos, por sus compañeros y por él mismo. Temió por él mismo porque en el momento en el que pensó en cambiarlos tuvo la certeza de que si lo hacía, el partido y el ascenso se le irían al garete.
Así las cosas, ambos comenzaron, junto al resto de titulares, a disputar la segunda parte del partido y decidieron, en su propia consideración, no mirarse a los ojos ni prestarse palabra alguna. Y la falta de entendimiento llevó al desastre y el desastre se consumó en dos goles del Sporting que significaron el empate en el marcador y el fin de un sueño que, durante muchos minutos, creyeron en propiedad.
Aquella postura infantil les había abocado al fracaso. Dejaron de tirar paredes, dejaron de mirarse y dejaron de entenderse. Perdieron cada balón que recibieron en su obsesión por la jugada individual y los motivos de aquel desbarajuste fueron observados por el equipo rival como un caramelo que no podían dejar de saborear y sus jugadores captaron enseguida que algo raro ocurría entre ellos. Y como Borja y David eran tan eficientes en su tarea como Rubén y Ramiro, les bastaron un par de ocasiones claras para decantar la balanza a su favor.
El empate no era absolutamente nada para el Atlético Recaminos, pero significaba la vida misma para el Sporting Norante. Y así llegó el fútbol brusco del equipo líder. Mantener el empate se convirtió en una cuestión de vida, de honor y de algarabía. Comenzaron repartiendo zancadillas aisladas y terminanron creando un auténtico campo de minas dentro del terreno de juego. Lo que hasta hacía pocos minutos había sido un espectáculo deportivo, se había convertido enana pelea barriobajera. Los jugadores saltaban de un lado hacia otro impulsados por las piernas de sus rivales y el balón bajó tanto su cotización que la mayoría se olvidó del motivo de su existencia.
Y llegó el último minuto del partido. Llegó una volea hacia adelante y llegó una pelota franca a los pies de Ramiro Ramírez, el número nueve del Atlético Recaminos y autor del segundo gol del partido después de transformar un penalti. A su lado corría Rubén Rubinos, con el número siete a la espalda y con las mejores intenciones en su cabeza de cara al marco rival. Ramiro controló el balón y lo acomodó orientándolo hacia su pierna izquierda, la misma con la que más a gusto se sentía a la hora de desplazar la pelota. Esquivó dos entradas muy fuertes y descubrió que en diez metros había despejado todo su camino de cara al portero rival. Avanzó con la cabeza alta y las piernas a pleno funcionamiento. Pensó en marcar, en ganar y en celebrar. Pensó en el equipo hasta el momento en el que descubrió que, cinco metros hacia su izquierda, su compañero Rubén acompañaba su ofensiva en una carrera paralela. La jugada se parecía bastante a la misma que ambos habían repetido durante toda la temporada; un dos contra uno ante el portero y la aplicación de la regla máxima; el balón siempre para el que esté libre de obstáculos. Si obedecía la lógica debía darle el balón y el gol a Rubén, pero si se obedecía a sí mismo, era posible que el diablillo del orgullo que llevaba toda la tarde susurrándole al oído, le aconsejase finalizar, marcar, festejar y ganar el partido y la apuesta. Aquella maldita apuesta que le había puesto en contra del mundo, una apuesta en la que, realmente, los cien euros en juego no significaban absolutamente nada, ya que lo que realmente importaba era saberse triunfador y evitar de paso la sonrisa complacida de su compañero celebrando su éxito. Lo que verdaderamente se jugaba, entonces, era el orgullo, y ambos, que habían apostado a ganar consigo mismo, no eran capaces de concebir la idea de perder por más que el triunfador fuese su mejor amigo y, por ende, su propio equipo.
Decidió, pues, chutar y negarle la gloria a su compañero de ataque. Y Ramiro nunca olvidaría aquel momento en el que golpeó al balón con el empeine y el balón apenas tomó un palmo de altura para acabar, casi mansamente, entre las piernas del portero rival. Y menos aún olvidaría la jugada que inmediatamente después inició el mismo portero que había puesto freno a su gloria y que, tras varios toques, acabó en el tercer gol del equipo rival y que significó toda una lección para su orgullo herido en tanto se había visto como Borja, terrible delantero del Sporting Norante, le había cedido el balón a su compañero David, rechazando con ello imitar el egoísmo de Ramiro Ramírez y buscando, con ardor, el ascenso que llevaban todo el año peleando.
Y no olvidaría nunca Ramiro aquella jugada en la que pecó de egoísmo solamente por ganar una apuesta, porque al haberse traicionado a sí mismo había perdido, para siempre y de un solo golpe, no solamente una apuesta, sino también un partido, un deseo y un amigo.
jueves, 26 de noviembre de 2009
Otra vez
Intentar pronosticar en un partido de semejante envergadura es como atreverse a adivinar el gordo del próximo sorteo de la lotería de navidad; sabemos que puede tocarnos, pero no sabemos lo cerca o lo lejos que estaremos. Dicen que el Barça viene mejor en cuanto a fútbol, otros dicen que lo que importa son los resultados y ahí el Madrid va ganando la partida, dicen que Messi decantará la balanza, dicen que será Cristiano. Todos dicen muchas cosas y todos dan su particular análisis sobre la situación. Pecaré de cansino, pero yo también tengo el mío.
miércoles, 18 de noviembre de 2009
A vueltas con la grandeza
jueves, 12 de noviembre de 2009
El mundial de la convulsión
El veintisiete de noviembre de mil novecientos noventa y siete, las selecciones de Australia e Irán se citaron en Melbourne para disputarse un puesto en el mundial que se celebraría en Francia durante el verano del año siguiente. El partido de ida había dejado un empate a uno como resultado de incierto pronóstico y la historicidad de ver, por vez primera, a una mujer presenciando un partido de fútbol en tierra iraní.
Resultó que la agencia italiana ANSA, obviando la ley islámica por la cual se prohíbe a la mujer exhibirse en público, acreditó a su corresponsal Nadia Pizzuti quien, tras arduas negociaciones consiguió hacer historia en las gradas del estadio Azadi.
Durante el partido de vuelta hubo muchas más mujeres en las gradas poniendo su grano de arena, en concepto de ánimo y pasión, en su intento de relanzar el espíritu de su selección de fútbol. Fue un partido demasiado duro para los iraníes quienes nunca olvidarán al portero Bosnich increpándoles como “cerdos musulmanes” y, sobre todo, nunca olvidarán el esfuerzo que tuvieron que llevar a cabo después de haberse marchado al descanso con un dos a cero en contra. En apenas dos minutos, Bagheri y Azizi llevaron la locura al pueblo iraní y obtuvieron soñado el pasaporte para que el “Team Melli” pudiese viajar a Francia a disputar su cuota de partidos mundialistas.
El verano nació caluroso en Francia. Como un augurio del espectáculo que tanto deseo palpitaba en los corazones de la gente, el Sol quiso apuntarse al evento aportando su particular nota de colorido. Las calles de todo el país se engalanaban con el cartel oficial que había creado Natalie Le Gall y con los sueños en voz alta que se pregonaban en todas las tertulias de sobremesa.
Los franceses soñaban con ver fútbol, pero no resultó nada fácil poder hacerlo. La venta de entradas, debido a la escasez de papel, se convirtió en un foco ideal para mafias, truhanes y vividores en general. El precio que alcanzaron en el mercado negro llegó a ser tan escandaloso que hasta Joseph Blatter, presidente de la FIFA, se obligó a tomar medidas en pos de zanjar el problema en vistas al futuro.
Uno de los partidos más espectaculares del campeonato fue el que enfrentó a Argentina e Inglaterra por un puesto en los cuartos de final. En lo deportivo, el partido será recordado para siempre por el extraordinario gol de Owen después de atravesar a la velocidad de la luz la última mitad del terreno. En lo extradeportivo, el partido pasará a la historia por haber batido todos los records anteriores de conexiones on line. Y es que más de setenta millones de navegantes, repartidos por todo el mundo, se conectaron con el sitio oficial del campeonato para seguir en vivo las evoluciones del encuentro.
Fue un mundial el que se invirtieron veintiocho millones de dólares en seguridad y durante el cual, sin embargo, no se pudieron evitar incidentes como los acaecidos tras el enfrentamiento entre Inglaterra y Túnez cuando cientos de hooligans e inmigrantes magrebíes se enzarzaron en una brutal pelea que colapsó las principales calles de Marsella. O el sufrido por el gendarme Daniel Nivel, herido brutalmente en la cabeza por dos hinchas alemanes.
Aunque si una historia destaca por encima de todas fue la del misterio que rodeó al problema de Ronaldo un día antes de disputarse la final entre Francia y Brasil. El fenómeno brasileño que, hasta la fecha había anotado cuatro goles en el mundial, se sintió indispuesto durante la tarde del once de julio. Su compañero de habitación, Roberto Carlos, alertado por las convulsiones de su amigo se lanzó al pasillo del Chateau de la Grande Romaine en busca de ayuda. “¡Ronaldo se muere!”. Hasta allí llegaron futbolistas, técnicos y doctores para intentar aplacar el ataque del delantero. Nunca se conocieron las causas del mismo, pero se supo que Ronaldo estuvo dos minutos convulsionando y dos horas sin sentido. El esfuerzo al que sometió a su cuerpo fue tan brutal que nadie le hubiese aconsejado jugar un partido de fútbol en apenas veinticuatro horas. Pero Ronaldo jugó la final y pasó tan desapercibido como todo su equipo. El delantero que toda Francia había temido no fue más que una sombra de sí mismo y fue cuando Brasil cayó derrotada cuando todos se giraron hacia él y hacia quien le hizo jugar por decreto de estado. No debían haberlo hecho, pero la importancia de una victoria pesaba más en la conciencia de todo el staff que el miedo al reproche que hubiese causado ver a la estrella del equipo viendo la final desde la tribuna.
Fue la final de Zidane y la tarde en que toda Francia se echó a la calle. En un majestuoso estadio construido para la ocasión, la selección blue pasó por encima de un timorato Brasil para el delirio de los ochenta mil espectadores presentes y, tras un indiscutible tres a cero, levantó al cielo de París la que sería, hasta hoy, su primera y única copa de campeón del mundo.
Una vez satisfecho el particular pedazo de gloria, llegó la hora de saldar cuentas con el pasado. Aimé Jacquet, en la cima del mundo, agarró el micrófono para reprochar las críticas recibidas por parte de una gran parte de los periodistas galos. “Quiero que sepan que jamás perdonaré a mis críticos”.
Aunque más sonada (y denunciable) fue la crítica del político ultraderechista Jean Marie Le Pen quien meses antes del mundial ya había denunciado la gran cantidad de jugadores de color que, para él, ensuciaban la zamarra francesa. Y es que, de los veintidós jugadores convocados, solamente ocho eran franceses puros, es decir, de padre y madre galos. “¿Qué mas da? Son franceses al fin y al cabo”, debieron de pensar los millones de ciudadanos que se lanzaron a la algarabía para celebrar el triunfo más importante en la historia del país. Para ellos, los padres argelinos de Zidane o los abuelos armenios de Djorkaeff debían ser poco menos que dioses a los que adorar y Le Pen poco más que un miserable al que pretender olvidar.
Aunque el verdadero secreto del éxito de la selección, más allá de la procedencia, la raza o la religión, lo descubrió el diario “Le Figaró” pocos meses después de terminado el torneo. Durante el mismo, el cuerpo de preparadores físicos blue, había repartido entre los jugadores un kit de calzoncillos con propiedades relajantes. Estos, por lo visto, favorecieron la oxigenación testicular y, con ello, una mejor respuesta muscular. Nosotros pensando que el éxito residía en los besos que Blanc depositaba en la calva de Barthez antes de los partidos y resulta que, al final, siempre quedará, por encima de todos, el consejo perpétuo de nuestras madres: “allá donde vayas, hijo mío, procura tener siempre un par de calzoncillos limpios”. Y relajantes, añadiría yo. Y apuesto a que toda Francia estaría conmigo.
miércoles, 11 de noviembre de 2009
"No sacamos al Real Madrid en portada porque no se lo merece"
viernes, 30 de octubre de 2009
Bajo la tormenta
Juan Castillo era uno de esos hombres que miraban a la vida de frente y al fracaso de costado. Desde que se había enamorado del fútbol no había alejado un minuto de su vida cinco metros más allá de un balón. Como jugador fue más bien vulgar, le llamaron Castillito y le apodaron “El Expreso de Toledo”, un central de mucha talla y poca categoría con el balón, de mucho trabajo y pocas concesiones, de muchos alientos perdidos y pocos triunfos importantes. Cuando se retiró y decidió ser entrenador su mujer le abandonó por enajenado mental y sus hijos terminaron por reprocharle su falta de atención antes de darle la espalda. Nunca había tenido más ojos que no fuesen para mirar al balón y desde entonces sólo tuvo ojos para los jugadores que pasaron a sus órdenes.
Llevaba más de cuarenta años sentado en un banquillo y jamás se había sentido cansado de entrenar. Le acaparaban varios títulos y no menos titulares. Su verbo era locuaz y su capacidad de reacción era tormentosa, cada vez que escupía una frase se convertía en portada de periódico. Entrenó a los más grandes y acabó por desertar en sus teorías; definitivamente, al gran jugador no se le puede formar, el talento es innato. Cada una de sus órdenes fue un guiño a la memoria colectiva y cada una de sus decisiones una verdad como un templo. En el campo su equipo ganaba y en el banquillo Juan planeaba cada estrategia como una verdadera batalla campal. La decisión de cambiar a uno u otro jugador no resultaba tan fácil como la de analizar la estrategia del rival. Si cambiaba un ocho por un nueve lo hacía en consciencia de las realidades del partido y si cambiaba un centrocampista por un defensa, quizá fuese porque tener el balón no era tan trascendente como saber encaminarlo. En Juan Castillo siempre existía un por qué, y en cada por qué existía un milagro que lo convertía en un auténtico profeta del éxito.
Y aquella noche, mientras gritaba sus órdenes y la lluvia empapaba su corazón, pensó por vez primera en abandonarlo todo. Y buscando un por qué se encontró con su vejez, que ya le había visitado prematuramente veinte años atrás cuando perdió un título en el último minuto y tuvo que reconstruir cada pieza del partido para encontrar un motivo. Y se encontró con su cansancio, que le comía el alma cada vez que tenía que visitar un nuevo banquillo para hacerse cargo de la voluntad de todos; vencer o nada. Y se encontró con aquella lluvia que le estaba calando hasta el último rincón de su cuerpo. Y recapacitando se encontró de frente con la verdad, la memoria y los años, porque Juan Castillo acababa de cumplir setenta y seis años y hasta aquel día llevaba cuarenta y dos pretendiendo sentar cátedra continua desde los banquillos de la élite mundial.
Ningún momento más duro que aquel en el que tuvo que afrontar una nueva vida en Alemania. Le obligaron a aprender el alemán y el inglés y él, que como conversador le daba tantos motivos de irritación al castellano como para considerarle un aprendiz del coloquio, pasó las de Caín para hacerse entender en el país de los teutones y los coches caros. Pero hizo carrera, oficio y facultades. En Alemania vivió cinco años y entrenó a dos equipos y desde allí pasó a Escocia y tuvo que pelearse con la tradición, eliminó el patadón e impuso el toque, el contragolpe y la cabeza para pensar más que para prolongar. No le resultó fácil, pero de nuevo, acabó imponiéndose a la lógica y volvió a vencer como un Napoleón en racha. Quiso imponer sus costumbres y se encontró de frente con una destitución que llegó cuando las cosas fueron mal dadas y como una saudade que le impedía respirar a cada paso regresó a su país para convertirse en técnico de tercera, de segunda y de primera en tan solo cuatro años de carrera patria. Su discurso más elocuente la dirigió aquel día en el que se encontró de verdad frente al éxito y lo afrontó abriendo los brazos y señalando un punto en el vacío del vestuario: “¿De verdad queréis ganar? Ganar es cuestión de vida, la vida es fútbol y el fútbol es victoria. Jugad al fútbol y os convertiréis en héroes”. Y tanto quisieron ganar sus jugadores que a poco convierten en ridículo el concierto de despropósitos del rival, la goleada ayudó tanto como su ansia por continuar y desde allí pasó a otro club y a otro y a otro y a otro más. Y se encontró, de repente, demasiado mayor para seguir creyendo y demasiado empapado como para seguir sufriendo. Con diecinueve equipos en su currículum de entrenador y recapacitando en sus intenciones sobre si llegar a la veintena la convertiría más en una leyenda o en el mayor bobo de la historia.
Se disimuló a sí mismo y trató de concentrarse en el juego mientras en el terreno sus jugadores no parecían querer tener el día. El barro incapacitaba las ansias y la derrota, esta vez por defecto de forma, se hacía hueco en su alma de guerrero herido. En el banquillo de al lado, un entrenador de nueva generación y porte elegante intentaba convencer a sus jugadores de que ganar pasaba por tener el balón. Juan le miraba de reojo y se sonreía en sus adentros cada vez que comprobaba en sus voces la obsesión por la zona, el orden y la estrategia. Y de repente volvió a verse a sí mismo como el jugador que nunca quiso dejar de ser y mandando al garete cualquier palabra de entrenador que le pidiese algo más de lo que estuviese en facultad de dar. Por ello, cuando se decidió por entrenar decidió que lo primero era escuchar. Y en cada conversación obtuvo convicciones y capacidades, tú, aquí, tú allí y tú para allá, todos los jugadores querían ser entrenados por Juan Castillo porque todos se sentían muy cómodos con Juan Castillo. La vida de entrenador no le fue nada mal y por ello nunca renunció a sus teorías; al jugador lo que es del jugador y al aficionado lo que es del aficionado, balón para uno y goles para el otro. Buscar la felicidad de todos había sido para Juan su primer punto de reflexión, “si me dedico a esto que sea para disfrutar” y Juan llevaba disfrutando durante más de cuarenta años.
Mientras meditaba su adiós una pregunta comenzó a sobrevolar su ego y se salpicó a sí mismo de sus propias miserias ¿Era posible qué hubiese perdido la ilusión por ganar? No, eso nunca. Masculló despacio y se propuso demostrarle al mundo que los guerreros lo siguen siendo hasta el momento en el que mueren, analizó la situación y mientras la lluvia le calaba los músculos decidió que ganar era cuestión de apostar y arriesgó su última carta antes de decidir su propio destino. Ordenó calentar a todo su banquillo y diez minutos después realizó dos sustituciones. Si el extremo no desborda quizá un jugador de toque en el centro del campo venga mejor y si el delantero rápido no avanza porque la lluvia no le deja mejor sacar a un grandote para que las peleé por arriba. Dos soluciones, dos goles y partida ganada.
Pensó, mientras se dirigía al vestuario para recomponerse de nuevo, lo fácil que resultaba ganar cuando las cosas salían bien. Ahora volvió a cruzar la mirada con el entrenador del equipo rival y quiso compadecerle en su interior. “No sabes todo lo que te queda por sufrir, muchacho. Algún día ganarás un partido como este y te sentirás rey de la jungla, hoy te sientes perdedor y me odias, lo sé porque yo también he odiado”.
Y expiando sus pecados se metió en el vestuario para repartir abrazos y felicitaciones. Una vez más, y ya eran muchas, había apostado a ganador y había saldado sus cuentas con el fútbol de por la vía de la victoria. Por ello, por su capacidad, iniciativa y dedicación, la gente le adoraba y el mundo, en general, le respetaba.
En un segundo pasó de la gloria a la nostalgia y sintió la seguridad de que el producto que mayor respeto emanaba dentro de su carácter eran las canas que llevaban años poblando su cabeza. Llevaban años llamándole de usted, pero nunca, hasta entonces se había sentido tan viejo como para plantearse una retirada. Había miles de entrenadores jóvenes, como aquel que aquella noche se había sentado en el banquillo de al lado, que esperaban ansiosos la oportunidad por dar el salto y él, un viejo minado por el negocio, le estaba cerrado la puerta de entrada a una nueva generación. Se preguntó de nuevo si merecía la pena aguantar el frío y la lluvia por un pedazo de éxito y dudó de a cuantas lecciones más llegarían sus pocos años de vida. Decidió que disfrutar era el motivo más sencillo para vivir y, con el gesto indemne por la situación, comenzó a esbozar una leve sonrisa que le colocó en el altar de las viejas glorias ¿Qué más triunfos me quedan? Se preguntó. Y la respuesta quedó tan vacía que hasta él mismo se asustó de sus pocas ganas de seguir instruyendo. Decidió dejarlo y mientras abandonaba el vestuario de su equipo comenzó a echar cuentas sobre su futuro; aquella sería su última temporada y, definitivamente, debería de darle las gracias al fútbol por haberle dado la vida que él siempre había soñado.
martes, 8 de septiembre de 2009
El tren descarrilado
Entre los muchos malos fichajes que engrosan el currículum de estos veintidós años de oscuridad, resalta el de aquel tipo que nos vendieron como un goleador implacable y se marchó por la puerta de atrás como un tronco de cuidado. Y es que para dominar el arte del delanterocentrismo se necesita mucho más que un cuerpo grandote y un mínimo de instinto.
Adolfo Valencia, al que llamaban “El Tren” por arrasar allá donde pasara, llegó al Atleti rebotado de un Bayern de Munich que, entre incrédulo y recochineante, se frotaría las manos ante el negocio que supuso desprenderse de un lastre y encima recibir dinero a cambio. Aconsejado por el “maestro” Maturana, no tardó en hacerse un hueco en la delantera titular rojiblanca dejando en el banco a hombres como Manolo o Kiko. No le duró mucho el enchufe, en cuanto “El Pancho” voló del Manzanares volaron sus sueños de triunfo. Los de la hinchada rojiblanca ya habían volado nada más verle moverse en sus primeros minutos como titular.
Y es que Valencia además de no tener técnica en el disparo era un tipo insulso que ni aportaba en el juego ni aparecía en desmarques para la definición. Memorable, por no decir bochornosa, fue aquella aparición pública de Gil tras la deshonrosa derrota en las Gaunas gritándole a los micrófonos: “Al negro le corto el cuello. Me cago en la madre que parió al negro”.
Al final salvó el cuello pero no su contrato. Regresó a Colombia y desde allí inició un peregrinaje que le llevó al olvido. Lamentablemente aún hay algunos que no le hemos podido olvidar.
jueves, 3 de septiembre de 2009
El rey de copas
Pero eran muchos los empleados que pagaban sus cuotas y solamente unos pocos los que podían jugar el partido de cada domingo. Por ello, y encabezados por el responsable de zapatería, Rosendo Degiorgi, un grupo de empleados se reunieron en secreto en un local del barrio de Avellaneda. Como único tema a tratar se aprobó la escisión del Maipú y la creación de un nuevo equipo totalmente independiente. Como era de suponer, lo llamaron “Independiente de Avellaneda”. Degiorgi, una de las estrellas del equipo, fue nombrado primer presidente y el equipo se estrenó en la tercera división con una humillante derrota por veintiún goles a uno frente a Atlanta.
Por aquel entonces ya existía otro equipo en cuyo nombre llevaba el apellido del barrio de Avellaneda. Se llamaba Racing y con el tiempo lo apodaron como “La academia”. Como todo buen rival, no tardó en sacar chistes a cargo de aquella humillante goleada ante Atlanta y, como el primer choque entre ambos estaba a punto de celebrarse, las vísperas del mismo amanecieron con los murales pintados y los orgullos ensalzados. Junto al campo de juego de Independiente apareció una pintada que rezaba “40-0”, en alusión al resultado que debía darse en el siguiente partido. Pero no fue así. Independiente, que había alegado jugar sin su portero titular el primer partido ante Atlanta, ganó por tres a dos el primer clásico y firmó la primera página de una rivalidad tan ancestral como apasionante.
A medida que el equipo fue ganando en popularidad, la directiva se fue viendo en la obligación de encontrar un nuevo terreno donde albergar sus partidos. Se eligió el campo de “La Crucecita” y, para estrenar el mismo, se concertó un amistoso que terminó en empate a cero frente a Bristol de Montevideo. Como bien se puede imaginar, no fue el resultado lo que hizo que el partido pasase a la historia sino el color de la indumentaria del equipo local. Por vez primera, y ya para siempre, Independiente visitó de rojo gracias a que el presidente Langone se había quedado prendado del equipo inglés Notthingham Forest en su reciente gira por Sudamérica.
En 1911, seis años después de su fundación, el equipo sube a Primera por primera y última vez en su historia; desde entonces es el único equipo, junto a Boca y River, que no ha descendido de categoría hasta el día de hoy. La segunda década del siglo sirve como periodo de adaptación a la élite e Independiente tiene que vivir a la sombra de un gran Racing que lo gana todo. Y es en 1922, con la llegada al equipo de Manuel Seoane, cuando comienzan a vislumbrarse los primeros atisbos de grandeza.
La inolvidable ala izquierda formada por Seoane y Orsi conduce a Independiente a su primer campeonato. Son años de imparable crecimiento y de cambios. En 1923 un incendio destruye el campo de “La Crucecita” y el equipo debe trasladarse a las calles de Alsina y Cordero a un nuevo estadio que el tiempo terminaría bautizando como “La doble visera”. Fue en 1928 cuando Independiente inaugura el primer estadio de hormigón armado de toda Sudamérica. Jamás se movería de allí.
Orsi ya había volado a Italia y el periodista Hugo Marini, asombrado por el juego desplegado, había bautizado al equipo como “Los Diablos rojos de Avellaneda”. Fue en los últimos años del amauterismo, cuando Ravaschino y Seoane ya se habían consagrado y cuando jugadores, directivos, periodistas y seguidores pedían un paso hacia adelante. Entonces llegó el profesionalismo y a Independiente llegó un delantero llamado Antonio Sastre. Él fue, junto a Arsenio Erico y Vicente De la Mata, quien hizo olvidar la marcha de Seoane y puso a Independiente en el podio de todos los records. Aquella delantera sumó quinientos cincuenta y seis goles para los rojos y el equipo salió campeón en 1938 y 1939 anotando doscientos dieciocho goles en dos años.
Solo un año después, Independiente se quedó a las puertas del campeonato pero le quedó el consuelo de una aplastante victoria por siete goles a cero frente a Racing. Fue un consuelo mayor de lo esperado pues el equipo tuvo que esperar ocho años para volver a festejar. Por entonces ya no estaba el infalible Erico y al cerebro Mario Fernández lo había sustituido el gran Ernesto Grillo.
Él fue el líder de la mágica delantera que, en los años cincuenta, maravilló al mundo. En 1953, la selección Argentina forma equipo para varios amistosos y el seleccionador decide poner en punta a Micheli, Cecconato, Lacasia, Grillo y Cruz; los cinco delanteros de Independiente. Con ellos, la albiceleste gana por vez primera a Inglaterra en el Monumental y, poco después, en una gira por España logra doblegar por un gol a cero a la selección anfitriona y se da un festín en el estadio de Chamartín derrotando por cero goles a seis al Real Madrid.
Son años de pocos títulos pero muy buen fútbol. Los hinchas, apasionados con su equipo, abarrotan el estadio de “El rojo” fijando un record histórico el día quince de agosto de 1954, cuando sesenta y dos mil personas se citaron en las gradas para ver ganar a su equipo por tres goles a uno frente a Boca Juniors.
Llegan los años sesenta y el fútbol argentino siente la fiebre de la internacionalización. Los equipos punteros contratan jugadores extranjeros por doquier y a Independiente llegan una cuadrilla de uruguayos liderados por el arquero Toriani y los jugadores de campo Silveira, Rolán y Vázquez. Con ellos, Independiente vuelve a celebrar el campeonato, poco a poco, va formando un equipo de gran talla a nivel internacional.
En 1964, el Santos de Brasil, liderado por Pelé, rompe una racha de treinta y siete partidos sin perder derrotando a Independiente por un doloroso cinco a uno. Fue sólo el principio de un duelo a tres partidos cuya revancha tuvo lugar unos meses más tarde cuando ambos equipos se citaron para la semifinal de la Copa Libertadores. El Santos, esta vez sin Pelé, cayó eliminado e Independiente accedió a su primera final de un torneo que, con los años, terminaría por consagrarlo como el mejor equipo de Sudamérica. Fue en 1964 y 1965 cuando Independiente ganó sus dos primeras Libertadores y cuando perdió sus dos primeras citas en la Copa Intercontinental ante el inexpugnable Inter de Helenio Herrera.
En 1966 la AFA crea el campeonato Nacional e Independiente es el primer campeón liderado por la inolvidable delantera formada por Bernao, Savoy, Artime, Yasalde y Tarabini. Cuatro años, hasta 1970, tuvo que esperar “El rojo” para festejar un nuevo título. Al Metropolitano de ese año le siguió el de 1971, y es a partir de ese momento cuando el equipo comienza su particular idilio con la Copa Libertadores y su maltrecho peregrinar por la competición doméstica. Así, a cada paso de gigante dado en la máxima competición sudamericana, le seguía un paso de cangrejo en los torneos nacionales.
Entre 1972 y 1975, Independiente gana cuatro Copas Intercontinentales y gana, para su historia, la aparición del mejor jugador que jamás vistió la casaca roja de “Los Diablos”; Ricardo Bochini. En 1973, en Roma, en un partido único por la Copa Intercontinental que se había celebrado en Italia por expreso deseo de la Juventus de Turín, “El Bocha” tiró una pared magistral con Bertoni y definió con sutileza ante el legendario Zoff. Nacía la leyenda de un jugador imborrable y de un equipo al que ya todos conocían como “El rey de copas”.
Hubo de esperar a 1984 para festejar el que sería séptimo y, hasta ahora, último, título de Independiente en la Libertadores. Antes, en 1983, el equipo había festejado doblemente la última jornada del campeonato. Por un lado, porque la victoria ante Racing le sirvió para quedar campeón, y por otro, porque con ella condenó a su eterno rival a la segunda división.
En 1984 el equipo seguía liderado por Bochini y pincelado por Burruchaga, Giusti y Clausen, tres tipos que, junto a “El Bocha”, serían campeones del mundo dos años después con la selección argentina. Cuatro mosqueteros que lideraron el que se llamó “Partido Perfecto” de Porto Alegre. Independiente salió a jugarle de cara al Gremio en el partido de ida de la final de la Copa Libertadores y, tan precisa fue su presión y su constancia que, con el cero a uno final, el público local tuvo que rendirse en una sonora ovación. La vuelta fue un cero a cero sin más historia y con un título más en las vitrinas. Un título que les condujo a Tokio para enfrentarse y ganar al Liverpool con aquel solitario gol de Percudani
Los siguientes títulos locales fueron el campeonato de 1989 y el clausura de 1994. Recordado especialmente este último por ser la primera vez que los dos equipos con aspiraciones al título se enfrentaban entre sí en la última jornada. A Huracán le valía el empate e Independiente necesitaba una victoria que logró gracias al gol de “El avioncito” Rambert. Aún recuerdan en Avellaneda la sociedad que este delantero, vendido a Italia por un buen puñado de dólares, formó con Gustavo López.
Pocos meses después, “El rojo” ganó la Supercopa Sudamericana y llevó con ello, a su palmarés, el único título que faltaba en sus vitrinas. A este título se sumó la Recopa Sudamericana de 1995 tras derrotar al Flamengo, en lo que significó el último título internacional de un equipo que, aquella tarde, terminó dando la vuelta de honor en el mismísimo estadio de Maracaná.
El nuevo siglo se encontró a un equipo roto por su historia y por sus propias urgencias. Agarrado a la esperanza que significaron futbolistas como Bruno Marioni, Esteban Cambiasso, Gabi Milito o Diego Forlán, tuvo que sacrificar sus sueños para ver como, en 2001, su gran rival Racing festejaba el campeonato después de treinta y cinco años. Fue una época de desidia que terminó el año siguiente cuando, con Américo Gallego en el banquillo, el equipo ganó el que, hasta hoy, es su último campeonato. Aquel gol de Pusineri ante Boca en el último minuto del penúltimo partido ha significado el último gran grito de alegría de una hinchada que un día animó al mejor equipo del mundo y hoy visita, cada domingo, la caída en picado de un rey sin copas.
Después llegó Agüero, su venta y la construcción del nuevo estadio. Llegarán más partidos, más esperanzas y más recuerdos, y para siempre quedará grabado en fuego la memoria de un equipo que nació en una tienda y que se resiste a morir en un barrio que sigue latiendo al ritmo del gol de dos equipos que siempre caminarán unidos pero jamás se darán la mano.
domingo, 30 de agosto de 2009
Sábado internacional
A los que amamos el fútbol y durante años estuvimos soñando con absorberlo todo, el mundo de internet nos empieza a sonar a gloria bendita. Por ello, mientras sigo convenciendo a Sagrario para abonarme a un operador de cable y mis súplicas siguen cayendo en duda esperanzadora, debo seguir buscando en la red el mejor motivo para seguir informado. Y en primer lugar encuentro los blogs, magníficos espacios de reunión donde un puñado de chiflados como yo se reúnen para ponerme al día de todo lo que quiero saber. Y en segundo lugar están los programas para ver fútbol por la red, y a medida que voy dejando sin espacio al disco duro de mi ordenador, voy ganando en locura pues ya no me quedan ventanitas con las que ir alternando mi ansia de visionado.
Por todo ello y gracias a ello, me resultó imposible dejar pasar una jornada como la de ayer en la que pude aclarar varias de mis dudas y pude ir haciéndome una idea de lo que nos espera en esta temporada en la que los dos gigantes de nuestro fútbol serán los auténticos ases a derrocar.
En Inglaterra vi un Chelsea distinto al de años anteriores. Distinto porque sigue manteniendo la solidez que antaño le hizo ganar fama de equipo rocoso y sospechosamente aburrido, pero ahora hasta tiene atisbos de buen fútbol, y eso que la temporada no ha hecho sino empezar. Con un centro del campo de bastante nivel, donde dos veteranos de postín como Ballack y Deco siguen esperando aportar su cátedra desde el banquillo, fía su empuje de velocidad de crucero a una pareja de delanteros aterradora. Ayer, al tran tran particular de los equipos que llegan lejos, aniquiló a un Burnley que salió respondón y se marchó resignado.
Tras los blues hicieron acto de aparación los rojos de Liverpool. Más allá de las dudas que estén levantando al principio de esta temporada, locierto es que en las adversidades siguen buscando la portería rival con orgullo. Cierto es que debe corregir demasiados errores, como la descordinación defensiva y el estado de nervios en el que parece estar sumido su alma máter Steve Gerrard. En un partido que, por sus propios errores, terminó poniéndose cuesta arriba, acabó remontando gracias a su mayor empuje y al miedo de un Bolton que terminó en su área con un hombre menos.
Aunque menos aún me gustó el Manchester United. Cierto es que ganó, pero lo hizo con esa suerte tan característica que suele sonreir a los equipos campeones; esa que dice que se ganan los partidos que se merecen y los que no se merecen también. Si tenemos en cuenta el error clamoroso de Van Persie con cero a uno en el marcador, el piscinazo de Rooney en el penalti que precedió al empate y en la absurdez de Diaby cuando no tenía ningún rival que le acosase, podemos decir que el Arsenal regaló un partido que, en condiciones normales, debió haber ganado y debió haberle servido para acallar todas las dudas que hoy vuelven a cernirse sobre la bisoñez de un grupo que, dicen, cada vez está menos preparado para los grandes compromisos.
Más allá de las islas se jugaron dos partidos de esos que dilucidan el valor de promesa de los que verdaderamente aspiran y los que no tienen nada. En este último grupo se encuentra el Milan, acomplejado por una plantilla demasiado trillada y poco competitiva y, ayer, humillado por un Inter que, casi andando, le dejó bien claro a su vecino que de un tiempo a esta parte las aguas del Olona han cambiado su cauce. Hoy, la ciudad de Milán sonríe en azul y negro con un equipo donde se ve el sello de Mourinho; poca concesión al rival, protagonismo de los laterales, nada de extremos, mucha fuerza en el centro del campo y juego rápido hacia los delanteros. Interesante sociedad la que pueden formar Milito y un Eto'o que, creo, no tendrá la misma influencia en el juego del Inter como lo tenía en Barcelona. Ante un Milan demasiado infértil, diezmado con un Gattuso que fue expulsado por su desquiciamiento y por verse obligado a tapar fuegos lejos de su zona, el Inter demostró solidez y mucha pegada. Me gustó Snejder y me gustó Motta, ese futbolista que hace poco más de un año los visionarios dirigentes del Atlético de Madrid dieron por inútil para la práctica del fútbol. Para hoy queda un interesante Roma – Juve en el que los bianconeris deben demostrar que este año son la alternativa más seria para derrocar el reinado interista.
Y por último viajé a Alemania. Es cierto que al Bayern de Van Gaal le queda mucho, pero ayer pudimos percibir algo de sus pretensiones. Al equipo más grande de Alemania le va atraer jugar con extremos, lejos de los cánones clásicos de Baviera y más cercano a las pretensiones del afamado Louis. Así, con la entrada en el equipo de Robben y si consiguen mantener a Ribery, pueden convertirse en un equipo interesante siempre y cuando corrijan los verdaderos problemas que tienen en la creacción y, sobre todo y según se vio en partidos anteriores, en una defensa a la que aún le queda mucho trabajo.