Cuesta tan poco recordar lo bueno como pretender olvidar lo malo. El desierto es tan largo y produce un aletargamiento tan atroz que borrar los ridículos de la memoria se convierten en un continuo quiero y no puedo. Quisiera tener presente tantos buenos momentos que me ahoga saber que llevo años sin levantar los brazos como realmente quisiera. Es por ello que en el filo de cada sonrisa se esconde el velo de los mejores recuerdos. Pintados en rojo y en blanco, los últimos mejores recuerdos viajan doce años atrás y aún perduran en mi retina como si de un juego de magia se hubiese tratado.
Entonces yo era un jovenzuelo prácticamente imberbe que jugaba a conquistar a la más guapa y me retiraba siempre a casa con una calabaza sobre la cabeza y el rabo entre las piernas. Las tardes de botellón eran una discusión constante entre sentimientos y valores. Las primeras maquinillas de afeitar te producían un efecto de mente adulta que no podía compararse con nadie porque nadie sabía más que nosotros ni nadie podía discutirnos una sola teoría. Con el tiempo he llegado a reírme de todas mis gilipolleces; si de algo no me arrepiento es de haber gritado como un loco aquellos goles del Cholo y de Kiko contra el Albacete y, como no, aquel cabezazo, casi imposible, de Pantic contra el Barça en una Romareda teñida de rojiblanco.
Al contrario que ahora, cuando un partido del Atleti es capaz de cortarme cualquier rollo y cualquier plan, veía todos los partidos en el bar. No había pay per view, pero le televisaban bastante. Así, entre copa y copa de más, cantaba los goles de Caminero, Kiko, Penev y el Cholo como si se me desgarrara el sentimiento. La gente me miraba algo asustada, pero había muchos más como yo y nadie nos miraba como a un bicho raro. Fue nuestro año de suerte; el día que ganamos la liga eran las fiestas de Getafe y entre chiringuito y chiringuito paseábamos la camiseta rojiblanca con más orgullo que vergüenza.
Cuando terminó el partido mi hermano se metió vestido bajo la ducha en cumplimiento a una promesa y mi padre descorchó una de las dos botellas de sidra que tenía guardadas para la ocasión; la otra la habíamos apurado un mes antes después de ganar la final de Copa al Barça. De sidra, cerveza y calimocho se componía la dieta alcohólica de un joven estudiante como yo. Como los cubatas eran para ricos, nos conformábamos con una botella de whisky barato en cada botellón de media tarde y media docena de minis de cerveza antes de volver a casa con la luna recién nacida. En aquel 1996 los regresos a casa eran más felices que nunca porque con las risas, las anécdotas y los escarceos con las chicas, nos acompañaba una nueva victoria del Atleti celebrada en el bar de turno. El gol de Caminero al Sporting en “La Chocita”, el que le marcó al Compostela en “El Tijuana”, el regate imposible a Nadal en “El Chapeau”; son bares, la mayoría hoy parte del recuerdo de la mejor época de Getafe, que me saben a victoria única y a pataleta inesperada, como aquella vez que el Madrid nos ganó por uno a dos y me fui a mi casa con los puños cerrados y los dientes apretados intentando engullir mi propia rabia.
Y sobre todo, aquel partido contra el Tenerife que vimos en casa del Rubio mientras agotábamos las reservas de cerveza de su padre; el gol de Biagini en el descuento que nos puso el corazón a mil por hora después de que casi se hubiese parado en seco cuando Aguilera, entonces jugador tinerfeño, falló un gol a puerta vacía. Aquel Atleti de Antic y de Gil en su esplendor más vocalístico fue lo más grande que hemos visto y la barrera, a la vista insalvable, que debemos superar. Una ínfima alegría, suprema y monumental, entre un reguero de dudas y un mar de años en la inopia. Molina, Geli, Solozábal, Santi, Toni, Vizcaíno, Caminero, Simeone, Pantic, Kiko y Penev. Tengo tantas ganas de volverlo a ver que en mi propia incredulidad me engaño a mí mismo cuando escucho cantos de sirena. Hemos empezado medio bien, a trompicones, dudas y esperanzas de mejoría, pero igualar aquello se me antoja tan difícil que prefiero seguir disfrutando el Kun y recordando aquellas tardes de sábado juvenil. El resto, como los goles y las derrotas, como las lágrimas y las victorias, ya irá llegando.
Entonces yo era un jovenzuelo prácticamente imberbe que jugaba a conquistar a la más guapa y me retiraba siempre a casa con una calabaza sobre la cabeza y el rabo entre las piernas. Las tardes de botellón eran una discusión constante entre sentimientos y valores. Las primeras maquinillas de afeitar te producían un efecto de mente adulta que no podía compararse con nadie porque nadie sabía más que nosotros ni nadie podía discutirnos una sola teoría. Con el tiempo he llegado a reírme de todas mis gilipolleces; si de algo no me arrepiento es de haber gritado como un loco aquellos goles del Cholo y de Kiko contra el Albacete y, como no, aquel cabezazo, casi imposible, de Pantic contra el Barça en una Romareda teñida de rojiblanco.
Al contrario que ahora, cuando un partido del Atleti es capaz de cortarme cualquier rollo y cualquier plan, veía todos los partidos en el bar. No había pay per view, pero le televisaban bastante. Así, entre copa y copa de más, cantaba los goles de Caminero, Kiko, Penev y el Cholo como si se me desgarrara el sentimiento. La gente me miraba algo asustada, pero había muchos más como yo y nadie nos miraba como a un bicho raro. Fue nuestro año de suerte; el día que ganamos la liga eran las fiestas de Getafe y entre chiringuito y chiringuito paseábamos la camiseta rojiblanca con más orgullo que vergüenza.
Cuando terminó el partido mi hermano se metió vestido bajo la ducha en cumplimiento a una promesa y mi padre descorchó una de las dos botellas de sidra que tenía guardadas para la ocasión; la otra la habíamos apurado un mes antes después de ganar la final de Copa al Barça. De sidra, cerveza y calimocho se componía la dieta alcohólica de un joven estudiante como yo. Como los cubatas eran para ricos, nos conformábamos con una botella de whisky barato en cada botellón de media tarde y media docena de minis de cerveza antes de volver a casa con la luna recién nacida. En aquel 1996 los regresos a casa eran más felices que nunca porque con las risas, las anécdotas y los escarceos con las chicas, nos acompañaba una nueva victoria del Atleti celebrada en el bar de turno. El gol de Caminero al Sporting en “La Chocita”, el que le marcó al Compostela en “El Tijuana”, el regate imposible a Nadal en “El Chapeau”; son bares, la mayoría hoy parte del recuerdo de la mejor época de Getafe, que me saben a victoria única y a pataleta inesperada, como aquella vez que el Madrid nos ganó por uno a dos y me fui a mi casa con los puños cerrados y los dientes apretados intentando engullir mi propia rabia.
Y sobre todo, aquel partido contra el Tenerife que vimos en casa del Rubio mientras agotábamos las reservas de cerveza de su padre; el gol de Biagini en el descuento que nos puso el corazón a mil por hora después de que casi se hubiese parado en seco cuando Aguilera, entonces jugador tinerfeño, falló un gol a puerta vacía. Aquel Atleti de Antic y de Gil en su esplendor más vocalístico fue lo más grande que hemos visto y la barrera, a la vista insalvable, que debemos superar. Una ínfima alegría, suprema y monumental, entre un reguero de dudas y un mar de años en la inopia. Molina, Geli, Solozábal, Santi, Toni, Vizcaíno, Caminero, Simeone, Pantic, Kiko y Penev. Tengo tantas ganas de volverlo a ver que en mi propia incredulidad me engaño a mí mismo cuando escucho cantos de sirena. Hemos empezado medio bien, a trompicones, dudas y esperanzas de mejoría, pero igualar aquello se me antoja tan difícil que prefiero seguir disfrutando el Kun y recordando aquellas tardes de sábado juvenil. El resto, como los goles y las derrotas, como las lágrimas y las victorias, ya irá llegando.