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jueves, 14 de agosto de 2008

Extracto de "Chamamé" de Leonardo Oyola

Mi primo el Sapo nos había enseñado que todos los puesteros eran tramposos. Que tenían arreglados sus juegos para que vos nunca ganaras.
«La mira en los rifles es una fija que están desviadas. Hacé el primer tiro y fijate para dónde se te corrió el balín. A qué le diste. De ahí, sacá la cuenta.»
Si acertabas los tres tiros, te ganabas un radiograbador. Con dos un Mazinger Z de plástico o una muñeca con pelo de verdad y vestidito de época. Acertando uno te daban un reloj de juguete que yo ya tenía porque me había salido en un Topolino.
Le hice caso al Sapo y después de mi primer disparo me avivé que la mira tiraba hacia la derecha. Solo tuve que apuntar un poquito más desviado hacia el otro lado. Y así acerté los dos tiros que me quedaban.
—Tenés culo, pendejo, ¿eh? —celebró mi puntería el dueño del puesto. El cigarrillo que aparentemente tenía pegado en los labios se le había caído al suelo.
Le di el Mazinger a Facundo para que lo llevara él. Yo no quería que me vieran con el muñeco en la mano, pero en casa ¡cómo iba a jugar! ¿Saben quién era Koji Kabuto? ¡Yo! Obvio.
Ya nos podíamos ir.
Hubiéramos ganado mucho si ahí nos volvíamos a casa.
Pero yo quería subirme a la vuelta al mundo. Y el Facu también.
Me encantaba. Nos encantaba.
Estar ahí arriba y ver las luces de las casas, las filas de luces de mercurio y las luces altas y de posición de los autos que iban circulando.
Facundo miraba para arriba, a las estrellas y a la luna.
Esa noche los dos buscamos mirar donde lo hacíamos siempre y cada uno encontró algo diferente.
En la cola para dar la vuelta en el juego, delante de nosotros , estaban dos de las hermanas Agüero. Me gustaban las tres, pero yo estaba enamorado de Mariela. Y la pendeja lo sabía. Y las hermanas también. Y todo mi grado, todo quinto. Todo el colegio. Facundo, mi primo el Sapo y los otros hijos del tío Martín. Hasta el tío Martín y la tía Pocha.
El único que no se había enterado era mi papá.
Mariela y Patricia quedaron en el asiento anterior al nuestro. Yo no dejaba de mirarla a ella. Así, todas las vueltas. Cuando paraban la rueda para bajar a los que ya habían cumplido su recorrido, nos quedábamos ahí suspendidos. Y Mariela me miraba de reojo por encima del hombro y sonreía. Yo también le sonreía. En uno de esos stops, nos tocó quedarnos en lo más alto. Yo me tenté un poco con la enorme luna anaranjada de ese verano. Con la luna moneda. Y después me volví a concentrar en ella. Mariela era más linda que una luna llena.
Entonces se nos vinieron las sorpresas.
La dulce y la amarga.
Mariela se dio vuelta y apoyando los brazos sobre el respaldo, y su pera sobre sus manos, cerrando los ojos me mandó un beso.
No me dio tiempo a reaccionar al flor de eructo que se tiró un vago detrás de nosotros. Lo escuchó toda la rueda. Y Facundo se cagó tanto de la risa…
—¡Eh! ¡Vo'! ¡Putito! ¿De qué te reís? —nos bardeó ese conchudo. Y digo nos bardeó, porque si se metía con Facu se estaba metiendo conmigo. Lo miré de costado y entré en la volteada—. ¿Y vos qué mirás? ¿También sos puto?
No le dije nada. Con mi hermano los dos mirábamos para abajo. Para adelante. Y Mariela y Patricia nos miraban a nosotros, preocupadas.
Lo vi un segundo. Era un año, dos como mucho, mayor que yo. Ese y el otro. Que también se prendió en el verdugueo.
—¡Mirá! ¡Juegan con muñequitos los dos putitos!
Noté que Facu se estaba por poner a llorar. Le pedí que no lo hiciera y agarré yo el Mazinger.
Cuando pararon la rueda para que se bajaran Mariela y la hermana, los escuché y supe lo que eran antes de sentirlos en la espalda, el cuello y el pelo. Supe lo que eran antes de verlos en mi hermano y en el Mazinger.
Flor de gargajos nos estaban escupiendo.
La rueda dio una vuelta completa con esos dos hijos de puta escupiéndonos.
—No llorés, Facu. Aguantá. No llorés.
Cuando nos bajamos, lo abracé y lo obligué a apurar el paso hasta la calle para salir de la feria. Ahí, en la oscuridad de la vereda de Atenas , mi hermano moqueó por los dos la rabia y el dolor de cómo nos habían humillado.
Yo lo abracé y lo tranquilice. Le limpié los pollos que tenía en la ropa y en el cuerpo. Con mi mano le sequé la saliva de esos guanacos y la concha de su madre. Y le pedí que no le contara nada a papá. Que si no no nos iba a dejar salir más. Y que capaz que si se enteraba salía para armar bardo. Pero que antes seguro nos cagaba a frentokis.
Facundo me dijo que sí con la cabeza pero no abría la jeta para nada. Si lo intentaba se le escapaban unos sollozos que a mí me iban a terminar haciendo largar los mocos también.
No sé cuánto estuvimos. Fue un buen rato. Volvimos con el partido ya terminado. En el tocadiscos sonaba el Swing del buen humor, la cábala del viejo cada vez que se preparaba para ir al Jesse James.
Nos escuchó entrar. Él estaba en el baño terminándose de afeitar.
—¡Pendejos atrevidos! ¡Antes de las once me dijeron que volvían! ¡Que conste que no los cago a palos porque le hicimos el orto a las gallinas! Ahora van a manducar solos la zapi por más que esté fría, ¿eh?
Nos fuimos para la pieza. Nos encerramos. Papá no era boludo. Sabía que algo nos pasaba.
—¿Qué? ¿No van a cenar? ¿No quieren ver la película de terror en Trasnoche Aurora Grundig?
—Queremos escuchar música. ¿Nos dejás poner el disco de la Credence?
Me miró todavía desconfiando.
Pero al loco lo cebaba que tuviéramos los mismos gustos.
—Dale. Poné «Molina».
Encaré para el tocadiscos. Ahí me deschavé.
—Manuel, ¿quién te escupió en la espalda?
—Nadie —contesté con el sobre de Péndulo en la mano.
Menos Fogerty, el resto de los músicos usaba la barba y el pelo largo.
—¡Cómo que nadie! ¡Tenés un flor de pollo verde en la espalda!
Se puso loco.
Pero sabía moverse.
Yo, además del apellido, heredé su andar.
Papá sabía que yo no iba a aflojar. Que no le iba a largar prenda.
—Contame todo, Facu.
—Pa —quise evitar que mi hermano hablara.
Y mi papá ahí me hizo picar en la nuca un ‘tate quieto.
Facundo le contó todo.
Y se volvió a llorar todo.
Papá lo dejó.
Le hizo que se lavara bien la cara para que no se notara que había estado llorando y le pidió que se trajera el Mazinger. A mí me agarró de un brazo y me hizo salir con ellos.
—Son aquellos dos —les señaló Facu.
—¿Los que están comiendo algodón de azúcar? —preguntó mi viejo arrugando la frente. Facundo le dijo que sí.
«Negros de mieerrrda», pronunció papá entre dientes y me empujó para ese lado.
Los pibes cuando nos vieron llegar con mi viejo se pusieron tan blancos como lo que estaban morfando.
—¿Ustedes son los que escupieron a mis hijos?
—¿Qué? —dijo el que había eructado haciendo montoncito con los dedos.
—Mirá, pendejo, a mí no me hacés ese gesto. Y si mi hijo, Facundo, dice que ustedes los escupieron es porque fue así. ¿O vos me vas a convencer a mí de que mi hijo me miente?
Se quedaron mudos. La gente se empezó a acercar. A rodearnos.
Por los parlantes un órgano inconfundible arrancaba con el Jump de Van Halen.
—Escúchenme bien. Esto lo tenemos que arreglar. Y tiene que terminar acá. Yo no crío putitos —dijo y me miró—. Yo no tengo hijos que se coman los mocos. Así que si ustedes tienen algún problema, lo solucionamos ahora. Él es chiquito, tiene ocho. Pero el otro cumplió once. Ya se la aguanta. Se van a boxear con él. Así me lo estropeen, yo no me voy a meter. Un round cada uno.
Se miraron entre ellos y se rieron de los nervios. El que había eructado después me miró a mí y se rió de mí.
Doña Nico, una vecina, se cubrió la boca con las manos.
—Ovejero, no le haga eso a su nene.
Mi viejo no le dio bola. Cuando se enfurecía no escuchaba a nadie.
—¿Qué me decís, Látigo? ¿Sabés dar ñoquis o solo te dedicás a los gallos?
—Don, si yo le pongo una mano a su hijo usted se va a meter…
—Para nada. Soy un Ovejero. Mi apellido, nene, se tiene que respetar. Yo te doy mi palabra. Lo único que quiero es que mi hijo se haga respetar. Que haga respetar el apellido. ¿Se la bancan?
Volvieron a mirarse entre ellos. Alzaron los hombros, coordinados, como diciendo y bueno. Pan comido.
Dio un paso adelante el del eructo.
David Lee Roth me alentó:
Might as well jump. Jump!
Go ahead, jump!
Y mi papá al oído solo me dijo:
—Manuel, ese sorete es el que escupió a tu hermanito. ¿Qué vas a hacer?
Me prendí fuego.
Salí al encuentro del sorete que escupió a mi hermanito dando un salto.
Lo sorprendí.
Caí agarrándolo de los hombros y dándole flor de cabezazo.
Como papá me había enseñado: la frente. La parte mas dura del cuerpo.
Después empecé a cagarlo a trompadas gritando y llorando enfurecido.
Mis gritos eran aflautados. Propio de la voz de un nene de esa edad.
¿Pero quién iba a decir que gritaba como una mina? ¿Quién me iba a decir que gritaba como un puto después de la flor de paliza que le estaba dando a ese guanaco?
Mi papá me atenazó de los hombros para separarnos.
Yo quería seguir dándole masa, así que al viejo le costó despegarnos. Me levantó y me tiró hacia atrás. Me trabó en los talones y me caí de culo.
—Segundo round —le dijo al otro, mientras yo me paraba.
—Don… Fue él… el que escupió a sus hijos, yo no hice nada.
Mi viejo sonrió satisfecho.
Agarró el Mazinger y se lo dio.
—Tuyo. Con esto juegan los putitos —le dijo clavándole el muñeco en el pecho. Después alzó a mi hermano en brazos y me hizo seña para que lo siguiera.
La gente se abrió para dejarnos pasar. Van Halen resumía todo con su:
Well can't you see me standing here,
I've got my back against the record machine
I ain't the worst that you've seen
Oh can't you see what I mean?
Y lo que más me hinchó las pelotas de todo esto fue que Mariela ya nunca más me miró como lo había hecho en la vuelta al mundo.
Y mucho menos me volvió a tirar un besito.
En casa, papá acostó a Facundo. Prendió la tele en Canal 7. Trasnoche Aurora Grundig iba a dar La maldición de Frankenstein con Peter Cushing y Christopher Lee. Puso en un plato dos porciones de pizza fría y sirvió un vaso de cerveza. La botella la dejó en la mesa.
Alzó la mano y yo cerré los ojos esperando un frentoki o un ‘tate quieto.
Y entonces papá me acarició la cabeza, despeinándome.
Después se fue a bailar.

Oyola ganó hace algunas semanas el Premio "Dashiell Hammett" en la Semana Negra de Gijón.

miércoles, 16 de enero de 2008

Adonde quiera que vayas


Hace poco estuve releyendo “Los Lemmings y otros”, un libro de cuentos de Fabián Casas. Ahí me di cuenta que la máquina del tiempo existe, sin cables, ni botones o luces de colores. Sin científicos nazis indultados por el imperio. La máquina es apenas uno de esos cuentos, “El bosque pulenta”.
La historia de dos amigos de la infancia, pibes de barrio. La historia de un líder (como Facundo Pérez Morresi, ver revista Leche 16) que les traza el camino a los demás, les descubre un lenguaje, les abre mundos, que un día se pierde, se borra como una marca sobre el agua.
Con ese cuento, puedo jurarlo (yo, que nunca juro), viajé al pasado.
Volví a jugar por la Coca que salía dos australes con cincuenta. Volví a eructar triunfos (que de grande escasearon) en canchas improvisadas, en calles desiertas, en veranos implacables.
Cuando en el cuento se disponen a pelear con la barrita enemiga, para ver quién es más pulenta, uno de los pibes pregunta si esa plaza está en Boedo. La respuesta del líder es implacable: “Boedo queda donde estemos nosotros”.
Yo no pude evitar que se me pusiera la piel de gallina cuando leí esa frase, tampoco ahora que la transcribo.
Porque es así. A cierta edad el mundo se reduce a cuatro o cinco nombres. Tus amigos son un continente que se desprende de todo, que puede llevarte a la deriva, pero al que no podés traicionar.
Y la aventura está a un partido de distancia, a un desafío por la Coca, a dos cuadras. Y la mayoría de las veces, cuando pasa el tiempo, ese continente estalla. Pero jamás desaparece. Porque el barrio, ese mundo, queda donde estemos nosotros y eso no lo puede cambiar nadie.