Uno podría escribir largos volúmenes, valorando las
diversas dimensiones del poema y, por mucho que escribiera, le quedaría
faltando[1]. Porque un poema perfecto
es la expresión de lo inefable, de aquello que no es posible expresar con las
palabras.
Podríamos mirar sus relaciones con el tiempo, la manera
como todo se detiene cada vez que volvemos a habitarlo. Porque un poema perfecto
consigue que escapemos de la trampa mortal que es el tiempo y permite que
tengamos atisbos de eternidad.
Podemos seguir fascinados la ingravidez, el vuelo, que
recorre las líneas del poema. Como si por un instante se hubieran roto las
amarras que nos mantienen cautivos de la tierra. Podemos mirar y mirar miles de
veces el contrapunto final, el furioso regreso a la tierra para tomar un
impulso con avidez de cielo.
Podemos apreciar con devoción conmovida la precisión que
requiere cada línea. Las horas y los años de devota artesanía que fueron
necesarios para que todo transcurriera sin pensarlo, como por inspiración
divina.
Podemos quedarnos un rato en el tono moral del comienzo,
en el error inicial que se transformó en acierto sobrenatural. Podemos imaginar,
ahora tranquilos, todas las variantes milimétricas que no habrían resultado en
el prodigio.
Podemos alejarnos y mirar la sociedad donde surgió el
talento enorme del poeta, la redención que millones encontraron en esa prueba
asombrosa de que un orden superior envolvía el caos aparente de sus vidas.
Podemos saltar decenios y siglos para entender el privilegio de ser
contemporáneos del poema, de sentirnos de algún modo sus artífices.
Podemos apreciar todos sus símbolos: la cabeza –la pobre
y ciega razón– convertida en sirviente de la luz del corazón… y después el
corazón, el fuego de la vida, acogiendo el logos con ternura, adormeciéndolo y
diciéndole: prepárate, obedece, porque somos instrumentos de toda la creación…
y –sin olvidar la danza en la que participa todo el cuerpo– viene después la
pierna, el pie que es símbolo del trasegar de la especie, de la esperanza y la
búsqueda, del escapar y la guerra, ahora llamado a pronunciarse con la fina
sutileza de pintor.
Podemos apreciar también el miedo y la impotencia del
defensa, la filigrana en el aire, el esfuerzo digno, extremo y fallido del
adversario, el sometimiento del metal que habría podido ser obstáculo y, al
final, por fin, la red, ese símbolo sagrado en que quedaron atrapadas como
peces nuestras almas.
Tal vez nos tome mucho tiempo llegar a entender lo que
vimos y vivimos en las semanas pasadas. Hubo también otros poemas, opacados por
el poema perfecto que lo resume todo (las batallas de Ospina, la inteligencia y
el poder transformador de José Pekerman, los prodigios endiablados de Cuadrado,
la invención del esfuerzo colectivo, la dignidad trasegada de Yepes y
Mondragón, el respeto, el esfuerzo de Quintero por demostrar su talento, el
alma que le pusieron a todas las jugadas).
Pero lo cierto es que esta dicha incalculable ahora
parece un premio justo y merecido, una compensación que nos debían por vivir en
un país que ha estado en manos de crueles criminales, como aquellos que hace
justo veinte años, matando a Andrés Escobar, intentaron –y casi lo lograron–
asesinar nuestros sueños.
Publicado en Vivir en El Poblado el 17 de julio de 2014.