De la saga de los Buendía hay un pasaje que siempre me ha
intrigado. Me parece que revela más que cientos de tratados de política,
historia y psicología. Ocurre como a un tercio de la novela. Ya han pasado
muchos años de nuestro regreso al hielo y empezamos a acercarnos de nuevo al
pelotón de fusilamiento. Ha habido muertes y nacimientos. Hemos conocido
prehistorias. Ya somos parte de la familia y reconocemos las peculiaridades de
muchos personajes. Ya se han perdido inocencias. Ya han ocurrido muchas maravillas.
Aureliano Buendía —el que vaticinaba sin ostentación, el
viudo joven de una esposa niña, el que empezó en un lado y terminó en otro la
noche de su iniciación sexual, el que eligió partido político por indignación,
el que escribió poemas que nadie leyó, el que peleó por honor y se embarró de
iniquidad, el hijo menor de Úrsula y José Arcadio— es ya un pobre hombre
envilecido por el poder. Cualquier poder envilece. El poder saca fealdades de
todo corazón.
Para ese momento de la historia, nadie se atreve a
oponérsele. Sus deseos son órdenes. Las mujeres lo buscan para sacarle cría. Un
círculo de tiza lo separa del resto de los mortales. Con la excepción de su
madre, todo el mundo le teme. Tan fuerte es su influjo que el mundo parece
plegarse a su capricho incluso antes de que él pueda formularlo.
Es el poder personificado.
Hasta él llegan rumores de peligros y deslealtades.
Dicen, los que informan en las sombras, que alguien que parecía de su lado está
tramando su caída. Sus consejeros conjeturan. Sus oficiales están inquietos,
muestran los dientes de perro y babean: quieren presa, quieren sangre. Todo
indica que la permanencia en el poder necesita algunas muertes. Como las
pruebas parecen irrefutables, el coronel dice impasible: “No esperen que yo les
dé la orden”.
Esa es la orden. Esa mezcla de lavada de manos y de
reclamo es la clave de la inocencia del que se encuentra en la cima de la
cadena alimenticia. Nunca —o casi nunca— tuvo que dar una orden. Lo que han
hecho sus áulicos es buscar congraciarse haciendo cosas que lo benefician. La
máquina está tan bien aceitada que parece funcionar sin maquinista. Ávidos de
ganar favores, los sabuesos inventan enemigos para ofrecérselos en sacrificio
a su deidad. Hay muertes y atentados, hay lágrimas y sangre; y la deidad finge
inocencia, porque eso es lo que hacen las deidades.
Cito de memoria, pero no creo alterar la esencia de la
frase. “No esperen que yo les dé la orden” quiere decir muchas cosas; entre
otras, que los que deben cumplir la orden están perdiendo tiempo valioso,
empiezan a pecar por negligencia si no corren de inmediato a ejecutar.
El mundo está lleno de coroneles envilecidos. Ahora mismo
estamos a merced de uno de ellos. El de allá arriba se beneficia y alimenta la
maquinaria que lo sustenta. Ya parece encadenado a su invención. Va llenando de
prerrogativas a los de su estirpe y, en cierta forma, se ha vuelto su lacayo.
Su poder y su astucia fueron tan grandes que nunca llegó a pararse ante un
pelotón. No puede decir: “Me retiro a engarzar escamas de pescaditos”, porque
su tiempo de arrepentirse ya pasó.
No busca redimirse. Quiere la culpa, porque quiere
castigo. Sus propios cuervos ayudarán a que se cumpla su sueño de inmolación.
Siente que solo así podrá purgar su mayor crimen: el de haber deseado en
secreto la muerte de su padre, y que el mundo haya cumplido su deseo sin que él
llegara a pedirlo.
Texto publicado en Vivir en El Poblado, el 30 de julio de 2015..