Lo de las
historias es muy fácil. Necesitamos de historias como necesitamos de aire o de
comida. Somos lo que somos por las historias que nos impresionaron cuando
niños. Sobrevivimos y nos movemos por el mundo guiados por los relatos sobre
el comportamiento humano, sobre el mundo y sus rarezas, sobre las curiosas
paradojas que constituyen la vida. Nuestro propio carácter no es más que una
colcha de retazos tomados de las sagas familiares, de las vidas de nuestros ídolos,
de los sofismas que aceptamos como dogmas.
He olvidado
quién dijo que todo lenguaje es metafórico. El hecho de que un mismo objeto se
pueda nombrar de manera distinta en cada lengua es una prueba de que toda
palabra es sólo un acercamiento. Siempre hay un abismo entre las cosas y el
conjunto de sonidos que las nombran. Vamos por el mundo a ciegas, expresando lo
que vemos y sentimos con la ayuda del trovador que cada uno lleva dentro. Nos
gustan las hipérboles. No es suficiente con que digamos que tenemos hambre; es
preciso asegurar que nos podríamos comer un elefante. Decimos haber repetido
algo miles de veces, cuando no fueron ni siquiera diez. Miramos por la ventana
y decimos, o decían las muchachas hace tiempo: “Están cayendo hasta maridos”.
También somos prosopopéyicos: los incendios son voraces, el cielo llora, el
viento aúlla.
Me he tomado
la libertad de hacer esta digresión por dos razones: porque me sirve de
preámbulo y porque lo que tengo para decir puede decirse en muy pocas palabras.
En los últimos cinco años he escrito ya varias veces sobre el narrador
deportivo que más admiro. Su nombre es Pablo Ramírez y suelo escucharlo en los
partidos internacionales de una cadena hispana aquí en el País del Sueño. Lo
llaman “La torre de Jalisco”, porque es altísimo, y es un hombre que vive en un
estado de constante inspiración. Para Ramírez, la portería es un castillo sin puertas,
la pelota “dibuja la silueta del aire”, y los juegos están llenos de detalles y
de conversaciones divertidísimas; como la del defensor aplastado que le dijo
al atacante: “Súbete que te llevo”. A su lado los demás narradores son unos
señores que gritan, pero carecen de imaginación y de palabras.
Esta semana,
Ramírez volvió a crear una joya literaria, probablemente hecha de materiales
reciclados. El partido de Colombia y Argentina estaba a punto de terminar y las
cámaras se regodeaban en el desconcierto y la impotencia de Messi, en la
tragedia que significa para el mejor jugador del mundo el hecho de no haber
podido “brillar” con la selección de su país. El gesto era elocuente y difícil
de explicar. Entonces Ramírez contó una breve historia. Habló de un hombre que
estaba tendido en su cama mirando las estrellas, extasiado, filosófico,
pensando: “Qué inmenso el universo, qué pequeños somos”. La historia parecía
estar fuera de lugar. Imagino que en millones de hogares muchos se preguntaban
a qué venía eso. Pero todo quedó claro, incluido el gesto de Messi, cuando el
hombre tendido en la cama reaccionó sorprendido y se dijo: “Un momento… ¿Y el
techo? ¿Dónde se ha ido el techo de mi casa?”
Publicado
originalmente en Vivir en El Poblado, en 2011.