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martes, 18 de agosto de 2020

¡Ha vuelto Gabito!

Mis encuentros con Mercedes Barcha fueron mínimos, pero -ahora que lo pienso- a ella le debo que García Márquez haya aceptado hablar conmigo durante la investigación que hice para Un ramo de nomeolvides

Silencio y discreción fueron los rasgos esenciales del soporte moral y el contacto a tierra de Gabriel García Márquez. El García Márquez que conocimos en buena parte fue una obra suya.

Un fragmento de Un ramo de nomeolvides

 Conversación con Mercedes Barcha | EL PAÍS México

Cuando el periodista ya se marchaba a su casa, un poco después de las nueve de la noche, cansado por la espera, decepcionado ante la idea de no poder hablarle, Carola, la señora de los tintos le dio la buena nueva.

“Ya llegó”, dijo desde su centro de operaciones, un cuartico diminuto que esa noche se veía invadido por meseros. Con sonrisa de triunfo compartido, Carola hizo un gesto en dirección a la redacción. Cuando ya renunciaba a la espera, había llegado.

En el periódico había un aire de fiesta privada. Desde comienzos de la tarde, un ejército de meseros y operarios había venido organizando el evento de la noche en un aislado rincón de la terraza, un privilegiado mirador que da al Castillo de San Felipe de Barajas.

Era el cinco de enero de 1995. Cartagena estaba en temporada taurina. Las gentes principales del país habían asistido a la plaza de toros a ver y ser vistos. Vieron a un hombre muy cerca de la muerte, vencido y humillado por un toro que lo zarandeaba como a un trapo.

Para esa noche un grupo selecto había sido invitado a una fiesta en las instalaciones de El Universal.

Pocos eran los elegidos. Vendría el Presidente de la República con la Primera Dama, vendrían varios Ministros y el Contralor, vendrían senadores, magistrados, dueños de periódicos, cabezas de grupos económicos, el Alcalde Mayor de la ciudad y vendría el Premio Nobel, ese sexagenario al que el periodista llevaba casi un año hurgándole el final de la adolescencia, la fuerza poderosa y errática de los veinte años, los primeros pasos, las primeras manifestaciones de su genio, las primeras caídas, pero también las primeras alegrías de una vida de esfuerzos y triunfos desmesurados.

 Ver pasar todo el día personas por los vidrios de su oficina, había terminado por agotarlo. La oficina quedaba en el segundo piso, en la salida hacia la terraza, y durante todo el tiempo el desfile de operarios y meseros le había estado recordando que esa noche tendría una oportunidad inmejorable de abordar a Gabriel García Márquez.

La corrida de toros había terminado hacía ya mucho rato. Como desde las ocho, el desfile de empleados había dado paso al desfile de invitados, pero ninguno era el hombre esperado. A las nueve de la noche, la ansiedad era vieja y pesada.

Pensó que sería difícil hablarle esa noche. Si no conseguía abordarlo en el camino hacia la terraza perdería una oportunidad tal vez irrepetible. Más tarde le sería imposible acercarse entre escoltas y recepcionistas, cuando la fiesta hubiera comenzado.

Antes de la noticia de Carola, el trabajo de la tarde, la disposición sobre una mesa de los libros con los periódicos de 1948 y 1949, las sillas preparadas para su visita a la oficina, parecían ser un trabajo perdido.

Con el gesto de Carola las cosas cambiaban. Quedaba todavía una esperanza.

La inmensa sala de redacción –en un extremo del segundo piso–, llena de computadores y escritorios y luces de neón, estaba casi desierta.

Frente a uno de los computadores del fondo, Fidel Ernesto García, el editor nocturno, preparaba las notas para la página del cierre. Los tiempos han cambiado, hoy casi todos los periodistas se marchan temprano.

Al final de la sala de redacción, en el cuarto de comunicaciones –donde están los equipos que reciben los cables noticiosos y las fotografías de las agencias–, había un grupo de personas. Brillaba entre ellos un hombre vestido de blanco.

 Se piensan tantas cosas cuando se tiene tan cerca el peso de la fama y de la gloria de un hombre al que se le han estado estudiando sus años de modesto anonimato.

Está de espaldas a la puerta. Recibe unas indicaciones sobre la forma como llegan las fotografías internacionales. Al ver su cabello ondulado, gris y blanco, con una calvicie incipiente y semioculta en la coronilla, se piensa en la agreste firmeza de su cabello a los veinte años, en el hilo de Ariadna que son los cabellos.

El resplandor color marfil de su vestido hace que se le recuerde muy tieso y muy majo, doce años atrás, parado sobre el primer palito de una ene gigante, recibiendo el galardón literario más reputado del mundo, llegando a la inmortalidad como quien salta un muro, sintiendo en su cabeza un vértigo cabalgante. Pero también se recuerdan sus ropas lejanas, las de su juventud, su guayabera color salmón, sus medias verdes, sus camisas amarillas que luchaban cuerpo a cuerpo con el sol.

Ha regresado a El Universal, pero es un regreso extraño. Sólo hay un remoto parentesco entre ese diario rebelde y limitado que nacía cada noche en una casa derruida en la calle San Juan de Dios y esta fiesta de luces y tecnología a la que ha regresado.

 Viéndolo mirar la pantalla de un computador es posible pensar que muy adentro está intentando recordar aquellas noches de luces mortecinas, aquellos rostros hoy muertos o envejecidos.

Su sensibilidad le dice que alguien más ha entrado a la oficina. Se vuelve, apacible, jovial, su bigote entrecano se extiende en una sonrisa. Luego vuelve a atender la explicación sobre las fotos. Mira el enredo de cables de computador que hay tras una mesa y dice que él quiere para su casa una escultura así.

Su esposa lo acompaña con comentarios, tiene un vestido color café, sobrio y elegante.

Al lado de ella están el alcalde de la ciudad y la Primera Dama. Los acompañan un operario y el subdirector del periódico. El periodista espera en silencio junto a la puerta, organiza las ideas, piensa lo que le dirá. Aguarda el momento de echar el zarpazo.

 

[…]

 

Ahora está aquí. Es el 5 de enero de 1995. Visita la moderna sede del que fue su periódico, regresa después de mucho tiempo. No venía a El Universal desde cuando aún no era Nobel.

Sólo ahora ha decidido acceder a la persistente invitación que le han hecho los directivos. La principal motivación es una fiesta. Podría asegurarse que la nostalgia no está entre sus planes para esa noche. Quiere disfrutar la fiesta y ver si es posible empezar, en la sede de El Universal, las clases de su Escuela de Periodismo.

Tal vez el recuerdo de Zabala lo haya llenado de curiosidad por ver la evolución de ese periódico y así llegó hasta la sala de redacción. De allí lo llevaron al cuarto de comunicaciones, donde le explicaron el funcionamiento de los equipos. Allí llegó un periodista y se plantó en la puerta a organizar ideas y a esperar el momento de echar el zarpazo.

Y el momento llegó. Gabriel García Márquez se cansó de la sala de comunicaciones e invitó al grupo a retirarse hacia otro lado. Los primeros en salir fueron el Alcalde, y su esposa. Detrás salió él. “Ahora o nunca”, pensó el periodista.

“Mi nombre es Gustavo Arango. Por medio de don Víctor Nieto he tratado de ponerme en contacto con usted”.

“Don Víctor no me habla. No quiere que opine nada sobre las películas que van a venir al Festival”.

Es hábil. Dos palabras y ya está intentando cambiarle el rumbo a la charla. Por muchos medios se le ha informado del proyecto que existe de hacer un libro sobre esos años. Es casi seguro que él lo sabe, pero elude el tema.

“Estoy escribiendo la historia de su paso por este periódico”.

“Para qué, si eso ya se conoce”.

“Siempre quedan cosas por decir”.

En ese momento, el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez escapó de la marca asfixiante del periodista y corrió hasta un televisor. En un noticiero estaban pasando la cornada que recibió esa tarde el torero español Ortega Cano.

“Se han demorado mucho para atenderlo”, dice con su extraño acento guajiro–mexicano.

Minutos después, cuando el grupo caminaba rumbo a la terraza, el periodista le habló a la mujer de vestido café que venía adelante:

“¿Quiere ver lo que escribió su esposo cuando tenía veinte años?”.

Sorprendida, Mercedes Barcha de García Márquez se dejó conducir hasta la oficina, lo mismo pasó con quienes le seguían.

Sobre la mesa estaba abierto El Universal del 20 de mayo de 1948, en la página cuarta, donde apareció el ‘Saludo a Gabriel García’ que escribió Zabala.

García Márquez se acercó, miró la nota con desdén, se movió impaciente frente a esos periódicos amarillentos, pero era evidente que hubiera querido estar completamente solo para darle rienda suelta a su curiosidad.

“Todo lo que yo hice en El Universal salió en la página editorial”, dijo, erguido, moviéndose con inquietud por la oficina. “Tú no encontrarás nada en otras páginas”.

El periodista pensó en la advertencia de Angulo Bossa. Por fortuna ya estaba preparado y podía desmentirlo.

“No es cierto. Hay textos suyos en otras páginas”.

“A ver, cuáles”, dijo burlón.

“Está la entrevista a Guerra Valdés”.

“¿Y ahí dice que la escribí yo?”

“No, pero están los nombres de los cuatro”.

“¿Cuales cuatro?”

“Zabala, Rojas Herazo...”.

“Sí, sí”, interrumpió. “Qué te dijo Héctor”.

“Recordó algunas cosas. Habló de Zabala. También hay otros textos. El de la Virgen de Fátima”.

Gabriel García Márquez volvió a mirar los periódicos, ahora más interesado.

“Muéstramelo, yo lo veo”.

Meses de práctica con esos viejos y enormes libros verdes de periódicos amarillentos y asfixiantes, hicieron que el periodista encontrara rápido el texto. De la enorme bodega situada al lado de los parqueaderos, había traído a esa oficina todos los libros de 1948 y 1949. Allí permanecieron hasta el final del trabajo.

“Mire el final de la nota”, le dijo, señalándole la segunda página del periódico del domingo 30 de octubre de 1949. “Esa descripción de las flores me parece suya”.

Gabriel García Márquez llevó una mano al bolsillo de su camisa guayabera, sacó unas gafas de lentes gruesos y se volcó sobre el periódico. Leyó con atención.

El periodista pensó en todo lo que había leído ese hombre a lo largo de su vida, en sus ojos nublados de águila que escudriñaban el texto.

“Yo sí estuve en Magangué y vine con la Virgen en el avión, pero no recuerdo haber escrito esto”, dijo.

Siguió leyendo. En ese momento entró a la oficina el Contralor General de la Nación y lo saludó efusivo.

“¡Ajá!, de regreso a El Universal”, le dijo.

García Márquez se levantó, sonrió, dijo una vieja frase: “Yo siempre estoy en El Universal”, y volvió a doblarse sobre el periódico.

“No recuerdo...”.

“Mire el comienzo”.

El hombre repleto de gloria, blanco como una virgen, rodeado de personalidades como palomas, se inclinó y volvió a leer.

 

Un ramo de nomeolvides: Garcia Marquez en El Universal (Spanish Edition) by [Gustavo Arango]

Un ramo de nomeolvides (Kindle)

Edición impresa




martes, 15 de julio de 2014

El despertar de las bellas durmientes

Tras la muerte de Gabriel García Márquez, la ex modelo y actriz brasilera Silvana de Faria descubrió que su encuentro fugaz con el autor colombiano se convirtió en literatura. Silvana aún no sale del desconcierto que le inspira ese mensaje que permaneció escondido mucho tiempo entre las líneas de un cuento peregrino.


El despertar de las bellas durmientes

Por Gustavo Arango




Silvana de Faria con su nieta Ayla.



“Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París.
Gabriel García Márquez, “El avión de la bella durmiente”.


Hace tres meses, cuando el mundo se inundó con la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez, Silvana de Faria sintió que despertaba de un largo encantamiento. Expresó su tristeza en su página de Facebook y recordó un encuentro que tuvieron, a finales de 1990, en el aeropuerto Charles de Gaulle. Su familia y sus amigos reaccionaron incrédulos. Silvana casi nunca había dicho que conoció a García Márquez. “Ya viene mi mamá con sus historias”, dijo Maya, su hija de doce años. Pero pronto empezó a revelarse que aquel fugaz encuentro también dejó una huella en Gabriel García Márquez.
Para convencer a los suyos de que no mentía, Silvana trató de buscar en internet alguna prueba de que García Márquez estaba en París por los días en que ella situaba su recuerdo. Así encontró “El avión de la bella durmiente”:
Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias".
Al principio, Silvana no podía creer lo que leía. La descripción de sus rasgos y su atuendo era precisa. Recordaba bien la blusa y los zapatos rojos de Kenzo que llevaba aquel día. Pero eso no era todo. Dispersa entre las líneas de ese cuento estaba la conversación que sostuvieron mientras el caos del aeropuerto se solucionaba. “Es un vampiro”, pensó. “Lo estaba absorbiendo todo”. La historia en general tenía poco que ver con lo ocurrido. Silvana pensó que la escena del avión debía corresponder a otra experiencia, a otra mujer. Pero estaba segura de que Gabo -como él le pidió que lo llamara- le había enviado un mensaje, la había complacido en su pedido de que le escribiera un cuento. Lo triste era que el mensaje le había llegado tarde.
Desde entonces Silvana no ha parado de volver a ese recuerdo. Ha leído y releído “El avión de la bella durmiente” en todos los idiomas que conoce. Ha descubierto que el relato tuvo una versión temprana que prefigura el encuentro (una columna de prensa publicada en 1982). Se ha vuelto una experta en aspectos precisos de la vida y la obra de Gabriel García Márquez.
Buscando respuestas, Silvana también ha empezado a aceptar la atención de los medios. La fama no le interesa para nada. Dice que hace tiempo tuvo sus quince minutos de fama y que no quiere un minuto más. Pero tiene la esperanza de encontrarse con respuestas, claridades, que le ayuden a entender ese raro episodio en que se ha visto involucrada.



La mujer de las selvas
Silvana nació en Acre, un pueblo del Amazonas brasilero, cerca de las fronteras con Perú y Bolivia. Sus abuelos caucheros tuvieron una enorme fortuna. Eran dueños de embarcaciones y de enormes casonas en la selva. En 1910, cuando nació su padre, la fortuna familiar empezaba a declinar. Las compañías internacionales se habían llevado las semillas de caucho a Malasia, donde la explotación y el transporte eran más fáciles, y la abuela de Silvana terminó de criar a sus hijos vendiendo las joyas de sus antepasados. Hace cincuenta años, cuando nació Silvana, ya todas las riquezas se habían evaporado.
La familia se mudó a Belém, al norte del Brasil, y Silvana creció con el sueño de vivir en París. Quería ser profesora, investigar, escribir libros. Pero sus padres no tenían recursos para enviarla. En 1984, un golpe de suerte le permitió a Silvana conocer al director inglés, John Boorman, quien le dio un papel pequeño en la película Emerald Forest. Con lo que le pagaron, compró el tiquete de avión. Tenía veinte años cuando llegó a París con la intención de estudiar Historia del Arte en la Sorbona.
Gracias a su belleza exótica, Silvana encontró trabajos de actuación y modelaje que le ayudaron a sobrevivir y a pagarse los estudios. También tuvo una incipiente carrera como cantante. Tenía la ilusión de ingresar a la exigente Ecole du Louvre, pero le resultaba muy difícil estudiar y trabajar. El cansancio la abrumaba, pasaba mucho tiempo de un lado para otro,  viajando en el Metro y viviendo en casas de amigos o en cuartos alquilados. Al final, se enamoró del director francés Gilles Behat, quedó embarazada y se alejó de los estudios. Su hija, Oona, tenía siete meses cuando Silvana conoció a García Márquez.
Silvana tenía veintiséis años y se sentía descontenta con su vida. Su esposo había pensado que una visita de sus padres podría ser beneficiosa. Aquel día de octubre de 1990, Silvana había ido a recibirlos. Cuando llegó, el aeropuerto estaba cerrado por mal tiempo y el terminal parecía un refugio para náufragos.
“Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. También la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar”.
Silvana no consigue precisar quién de los dos llegó a ocupar la única silla disponible. Lo cierto es que quedaron uno al lado del otro y que se entendieron de inmediato. Silvana pensó: “Que homem Simpático”.  Tenía un aire elegante,  olía bien, le pareció italiano. Cuando sonrió, Silvana pensó que tenía bonitos dientes.




Monólogo de la bella
“Me encanta la gente con dientes bonitos. Yo misma estoy obsesionada con los dentistas. Así que me gustó su sonrisa. Había leído Cien años de soledad -que me encantaba, lo leí muchas veces cuando vivía en Brasil- y El amor en los tiempos del cólera, pero no lo reconocí cuando lo vi en el aeropuerto. En aquel tiempo no existía el internet y uno leía los libros sin pensar mucho en la cara que tenían sus autores. Yo estaba esperando a mis padres, que venían de Brasil. No recuerdo muy bien la ropa que él llevaba. Tal vez tenía un chaleco de tartán. Me conmueve pensar en todo eso. No digo que yo sea su “inspiración”, porque no puedo probarlo. Es por eso que ando en busca de respuestas en quienes lo conocieron. Lo único que tengo es la poderosa sensación de que él estaba coqueteando conmigo y, cuando leí la historia, me dije: “Aquí hay un mensaje para mí”. De eso estoy segura.
“En ‘El avión de la bella durmiente’ nada ocurre como en nuestro encuentro, pero todo está ahí como subtexto: lo que le conté sobre mi vida, lo que hablamos del amor, de intuiciones que se vuelven realidades, de los signos del zodiaco, del montón de pastillas que tomaba en aquel tiempo (incluso las de dormir). Al final, por ejemplo, encuentro una alusión. Él me había pedido que le contara mi vida y yo le hablé de mi infancia en Acre, el pueblo de las selvas del Amazonas donde nací. Le hablé de mis antepasados, de la modesta casita de madera donde vivía con mi familia. La versión final del cuento, la que incluyó en el libro publicado en 1992, termina con la frase: ‘... y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York’.
“El tema de los signos del zodiaco le interesaba. También la frase ‘¡Por qué no nací Tauro!’ fue agregada para la versión final de su relato y pienso que es otra alusión a lo que hablamos. Yo le había dicho que elegí vivir en París por mi signo del zodiaco. Le dije que yo era Leo y no puedo evitar encontrar un reflejo de esa respuesta en los “trancos de leona” y en los jardines “devastados por leones”. También le dije que mi ascendente era Tauro y mi descendente Escorpión, pero que éste no me gustaba por el temperamento fuerte. Él me dijo que era Piscis, pero que quería ser Tauro. ‘¿Piscis?’, le dije, y me reí. Le conté que mi madre también era  Piscis, que las personas de ese signo eran muy amables y que su problema era que siempre querían hacer felices a los demás.
“La referencia sobre el amor a primera vista también es una señal. Cuando me preguntó cómo era mi vida en París le dije que estaba allí por culpa del amor a primera vista. Pero no entré en detalles. No quise decirle que estaba casada, porque pensé que eso lo haría sentirse incómodo. Yo había notado que me estaba coqueteando y que era un hombre tímido. Pensé que era frágil e inseguro. Me hizo muchas preguntas, pero no me preguntó si era casada. Así que lo dejé que adivinara. En aquel tiempo no sabía si quería seguir viviendo en París o marcharme a otro lado. Amaba al padre de mi hija, pero había muchos celos. Era muy posesivo y a mí me encanta hablar con todo el mundo. Hablar es mi deporte preferido.
“Yo soy como un imán. Me he encontrado en la vida a muchos de mis héroes. No necesito viajar mucho, porque es como si ellos vinieran a mí. Aquel encuentro con Gabo fue fascinante. Al principio nos saludamos en francés. Después, él me dijo que era de Colombia y que hablaba español. Tuvimos una divertida discusión sobre si se decía español o castellano. Yo le dije que podía entenderlo si me hablaba despacio, pero que yo hablaría francés o portuñol. Le hizo gracia la palabra portuñol. No parábamos de hablar. Hablamos sobre el amor, sobre literatura, sobre las coincidencias, sobre el café de Brasil y el de Colombia, sobre cosas que uno a veces imagina y que luego se vuelven realidad.
“Es divertido. Le pregunté muchas veces si iba a viajar y nunca me respondió. Siempre que quise saber algo personal, me respondía con otra pregunta. No llevaba equipaje, por eso presumo que no iba a ningún lado. Sólo después de mucho preguntarle me dijo que estaba esperando a su hijo. Pero no me dio más detalles.
“Cuando por fin lo reconocí me sentí muy disgustada. Estaba furiosa con él, por no haberme dicho quién era, y conmigo, por haber hecho unos comentarios desobligantes sobre La bella palomera, la película de Ruy Guerra basada en uno de sus libros. Habíamos estado hablando de cine, yo le había contado de mi experiencia como actriz de cine y televisión, y fue él quien me preguntó si conocía a Ruy Guerra. Le dije que claro que conocía su trabajo. Ruy Guerra es de Mozambique, pero las películas que lo hicieron famoso fueron hechas en Brasil. Le dije que hacía poco había visto esa película y él me preguntó si me había gustado. ‘Más o menos’, le respondí. Le dije que no me había gustado el tratamiento que Guerra le había dado a la historia de Gabriel García Márquez. ¿Te imaginas? Yo no tenía idea de con quién estaba hablando. Le dije que el casting estaba equivocado, que la chica estaba bien, que era bonita, y lo mismo el esposo, pero que el amante no tenía presentación. Le dije que como mujer no podía imaginar por un minuto que la bella palomera pudiera enamorarse de ese hombre. Yo no paraba de hablar y hablar y hablar.  Le dije que me gustaba Eréndira, la primera película de Ruy Guerra, porque estaba  llena de poesía. Le dije que me encantaban Irene Papas y la protagonista, Claudia Ohana, pero que, con La bella palomera, Guerra había hecho un mal trabajo. Hablé mal de la escenografía, de los problemas del doblaje. Me dediqué a analizar toda la película y él se limitaba a escucharme. Dios mío, soy terrible. Me hacen una pregunta y no paro de hablar. Eso me pasó en el aeropuerto. Dije que la escena donde Bella camina con la sombrilla era una copia de una escena de La hija de Ryan, de David Lean. Dije que tenía la impresión de que Ruy Guerra no tenía dinero para hacer la película, que el set olía a viejo, no por que la historia lo exigiera sino por la improvisación, porque usaron lo que tenían a la mano. Soy una persona apasionada. Amo el cine, me tomaba muy en serio lo que decía y él seguía escuchando mi crítica alocada. Por eso me sentí tan mal, al final del día, cuando lo reconocí. Quería morirme. Trató de defender a Ruy Guerra y yo me burlé de él. Le dije: ‘Sí, claro. Tenías que ser Piscis’.

Foto Luiz Braga
“Las horas pasaban y nosotros hablábamos como viejos amigos. El caos del aeropuerto no importaba para nada. Yo me había olvidado de que esperaba a mis padres. Disfrutaba de manera absoluta de la conversación. Él es de ese tipo de personas que miran a los ojos cuando te hablan. Tiene unos gestos con las manos y los brazos que son muy agradables… quiero decir, era...tenía. Pobre Gabo, me da pena y tristeza pensar que está muerto.
“Sólo supe quién era poco antes de despedirnos.  Fue al final de la tarde. La calefacción del aeropuerto era muy alta y decidimos buscar agua. Seguimos hablando y caminando. Me encantaba su compañía y su coquetería. Era apuesto y no tenía la actitud de macho de la mayoría de los latinoamericanos. Después de mucho preguntarle qué hacía, me dijo que era periodista. Entonces, de repente, tuve la revelación.
“‘¡Yo te conozco!’, exclamé en voz alta y creo que todos en el aeropuerto me escucharon. ‘Mi madre me regaló O Amor nos Tempos da Cólera y tu fotografía está en la contraportada’.
“Él me dijo: ‘Y la foto, ¿me hace justicia?’, o algo por el estilo.
“Yo no podía creerlo. Le dije: ‘Vanidad de vanidades, dijo el predicador, todo es vanidad’. Es una frase que mi madre siempre dice, creo que es del Eclesiastés.
“Me sentía furiosa y me alejé. Pero él siguió detrás de mí, me tomó del brazo y me detuvo. Me preguntó por qué estaba enojada y me pidió que me calmara. Le dije que si hubiera sabido quién era no habría dicho todo lo que dije. ‘¿Quién soy yo para criticar a Ruy Guerra?’
“Yo no quería estar ahí. Me sentía avergonzada. Dije que lo sentía y que tenía que irme. Pero él siguió caminando a mi lado. Nunca dejó de ser amable y educado, pero mi reacción fue convirtiendo todo aquello en una especie de novelón mexicano. ¿Te imaginas? Parecíamos una vieja pareja discutiendo en el aeropuerto. Yo me sentía una idiota. Traté de calmarme, mientras él seguía tomándome del brazo. En aquel tiempo yo era muy delgada. Era como una ramita en sus manos. Le dije que lo sentía y que tenía que irme. En ese momento pude ver a mis padres a través de los cristales. Me pidió una agenda que yo llevaba en la mano y me dijo: ‘Ya sabes mi nombre. Pero, para ti, soy Gabo’. Escribió su teléfono, su número de fax y su dirección postal en México. Me dijo: ‘Me vas a escribir, cierto? Escríbeme, por favor’.

“Yo le dije: ‘Sólo si me escribes un cuento’, y agregué: ‘Un cuento... y un guión de cine’. “Él me miraba de cerca y le dije: ‘Gabo, estoy bromeando’. Entonces nos despedimos como los franceses, con un beso en cada mejilla.
“Cuando ya me alejaba, su voz me alcanzó: ‘¡No me dijiste tu nombre!’ Le respondí: ‘No te lo diré. Tú no me dijiste quién eras. Eres un mentiroso’. Pero volví a acercarme: “Mi nombre es Silvana”. Dijo: “Silbana”, como quien dice ‘banana’, y me reí de su pronunciación. ‘Silvana’, le dije. Volvió a decir ‘Silbana’. Entonces le dije: ‘Esta bien, para ti seré SilBana’.
“Después de reunirme con mis padres, me volví a buscarlo en la distancia y vi que estaba hablando con una mujer alta, de cabello oscuro, que todo el tiempo estuvo  sentada cerca de nosotros. La reconocí hace unos meses, cuando vi los reportes de televisión y comprendí que era la Gaba”.
El e-mail de la bella durmiente
La última vez que vi a Gabriel García Márquez fue en diciembre de 1997, durante un taller de narración periodística, en Barranquilla, y en casa de su madre, en Cartagena. Pero seguí encontrándolo en los laberintos de los sueños. Hace diez días volví a soñar con él.  Esta vez tenía cuerpo de niño y dormía, incómodo y con los pies en el aire, sobre algo con aspecto de sofá. Me acerqué a acomodarlo y lo cubrí con una manta. A la mañana siguiente encontré el primer mensaje de Silvana de Faria.
Silvana había leído en mi blog una crónica sobre el taller de narración en Barranquilla. La había encontrado porque hacía referencia a “El avión de la bella durmiente”. Agradecía de antemano la información que yo pudiera darle sobre ese relato.
En el taller de narración, García Márquez había dicho que nada en ese cuento era inventado:  “Cuando la mujer subió al avión y se sentó a mi lado, me quedé pasmado. Yo no he visto nada igual. Antes de que el avión despegara se tomó una pastilla, se cubrió los ojos y durmió todo el viaje. Yo viajé sin moverme y casi sin respirar. Sólo cambió de posición una vez. Es indescriptible la belleza de esa mujer. Al llegar la estaba esperando un ejecutivo con unas rosas. Sólo supe su apellido: Mrs Warren”. Era evidente que García Márquez seguía pensando en la mujer. “Qué tal que haya leído ese cuento y nunca sepa que era ella”. Podría decirse que en ese comentario latía la esperanza de que se manifestara. También en el taller de narrativa García Márquez había hablado de su descontento como Piscis: “Mejor me voy para Tauro”.
Cuando le respondí lo que sabía, Silvana me habló del encuentro en el aeropuerto Charles de Gaulle y me dijo que tenía la certeza de que García Márquez le había enviado una señal. Así empezó a contarme su historia.
Me habló de su infancia en el Amazonas, de su sueño de viajar a París, de las fortunas e infortunios que le trajo su belleza y de los hombres que quisieron comprarla. Tras una relación difícil con el padre de Oona, su hija mayor, Silvana decidió dejar París y mudarse a Londres, en 1994. Allí conoció a su segundo esposo, el músico Martin Ditcham, con quien tiene una hija de doce años llamada Maya. Silvana decidió hace mucho tiempo abandonar la actuación, la música y el modelaje para dedicarse a su familia. Ahora es una hermosa abuela de cincuenta años, llena de fortaleza y de espiritualidad. Todos los días se levanta a las cuatro a meditar. Cree en las intuiciones y en lo sobrenatural. Admite con resignación que ella misma es como un imán. Eso explica los encuentros mágicos que ha tenido con sus héroes de juventud. No sólo tiene historia con García Márquez, sino también con el guitarrista de Led Zepellin, Jimmy Page -su ídolo desde que tenía nueve años-, con Eric Clapton y con el parlamentario laborista Tony Benn. Silvana le debe a Tony Benn su ocupación más reciente. Desde hace unos años, se ha dedicado a producir documentales de apoyo a la causa palestina. En marzo pasado, la muerte de Benn, a los 89 años de edad, la afectó muchísimo. Un mes más tarde, la muerte de Gabriel García Márquez terminó de devastarla.
Silvana habla más que perdido cuando aparece. Por los días en que empezó a contarme su historia estaba a punto de salir una nota en Newsweek Europa, escrita por el novelista y crítico inglés Nicholas Shakespeare. Silvana estaba inquieta y asustada. Fue difícil que aceptara posar para unas fotos que ilustrarían el artículo.
Nicholas Shakespeare -un remoto pariente del afamado William-  ha venido preparando a Silvana para el exceso de atención y las polémicas que puedan generarse. También le ha ayudado a entender el mensaje misterioso que García Márquez le dejó entre líneas. Tiene incluso la sospecha que hay algo de Silvana en algunos pasajes de Memorias de mis putas tristes.
García Márquez insistió mucho en que no había una sola línea de su obra que no estuviera inspirada en la realidad. La historia de Silvana parece una parte mínima de los muchos secretos que guardan sus libros. Quizá algún día sepamos quién fue la misteriosa Mrs. Warren que dormía en el avión. Pero nunca sabremos cuántas bellas durmientes habitan ese cuento y jamás conoceremos la totalidad de los secretos que, con marcas de agua, dejó García Marquez. Por lo pronto, hemos tenido el privilegio de encontrar el origen de unas frases enigmáticas en uno de sus cuentos peregrinos.




Escrito en las estrellas
Todo esto es muy extraño”, dice Silvana por Skype, mientras juega con su nieta. “No se me ocurre otra palabra para definirlo. La descripción que él hace en su nota de prensa de 1982 corresponde a lo que yo llevaba cuando nos encontramos en octubre de 1990. Nicholas me ha dicho que cuando nos encontramos García Márquez estaba recorriendo Europa, visitando lugares, recordando ambientes, para su libro Doce cuentos peregrinos. A veces he pensado que fue al aeropuerto porque tenía la certeza de que iba a encontrarme. Lo imagino buscando los zapatos rojos.
“Cuando Nicholas ofreció mi historia, hubo muchas revistas y periódicos interesados. Yo no quiero ser célebre. Sólo quiero entender. Me resulta un misterio que la Gaba hubiera estado cerca de nosotros todo el tiempo y que no hubiera intervenido. Era evidente que su esposo coqueteaba conmigo. He pensado que su relación podía ser un poco como la de mis padres. Mi madre siempre supo que mi padre tenía amantes, pero ella no se preocupaba. Decía: “Él siempre va a regresar”. Poco antes de la publicación en Newsweek, Nicholas me advirtió que debía prepararme para que me dijeran que soy una oportunista y que mi historia es inventada. Yo le dije que la Gaba podía, si quería, dar fe de la veracidad de mi relato. Pero descartamos la idea de contactarla”.
¿Cómo explicas que no lo hayas buscado en todos estos años, que ni siquiera hayas vuelto a leer sus libros?
“No sé. No me lo explico. Tal vez, después de todo, estuve dormida todo este tiempo. Yo tenía miedo de él. Sabía que estaba interesado en mí. Pensé que, si le escribía o lo llamaba, eso querría decir que también yo estaba interesada. Pero no era así. Al menos, no de ese modo. Creo que fui orgullosa. Pensé que era como todos los hombres: ‘Se cree que puede tenerme’. Imaginé que, si nos veíamos, vendría la invitación a la cama, disfrazada de invitación a tomar café. Pensé que vendrían las palabras de amor y el ofrecimiento de la luna y las estrellas. Lo admiraba mucho. No quise arriesgarme a una situación en la que tendría que decirle que el dinero no puede comprarlo todo.
“No lo busqué. No volví a leer sus libros. No le dije nada a nadie de mi encuentro con él porque siempre pensé que era un asunto muy mío y no había que andar proclamándolo. Pero me impresionó mucho la noticia de su muerte. Me sentí muy triste y apenada. Escribí en mi página de Facebook que tenía un recuerdo muy especial con él. Así empezó todo. Después no ha habido forma de detener las cosas.
“Ahora mismo estoy a punto de abrir un Coffee Shop aquí en Kensington, porque de alguna manera hay que ganarse la vida. Quiero ganarme la vida vendiendo café y sánduches. Me alegra haberte encontrado antes de que empezara el ruido, porque en adelante no pienso hablar con nadie.
“Tengo un dossier completo que he venido llenando a lo largo de estos meses. He encontrado en los textos de Gabo detalles que ni los académicos han notado. Hay que ver la cantidad de tonterías que dicen los académicos. Entre lo que he encontrado me llamó mucho la atención algo que dijo un amigo de Gabo, Álvaro… no recuerdo el apellido, quien dijo que Gabo era un visionario, que muchas veces, en sus escritos o en lo que decía, anunciaba cosas que después pasaban.
“Pienso que, aquel día, él ya sabía que íbamos a encontrarnos. Lo sabía desde años atrás, cuando describió el vestuario que yo tendría. Todo eso me asusta y me maravilla.
“Después de saludar me preguntó si creía en las coincidencias.
“Le respondí que todo estaba escrito en las estrellas”.