La juventud de Villapalofrío empezaba a cansarse de tanta
condescendencia con sus mayores. Siempre vivían sus canas de rodillas, como
pidiendo perdón, callando cuantas órdenes recibían de sus señores. La plaza central
del pueblo fue el lugar señalado para celebrar la primera concentración, el
primer grito de libertad. Pero cuando se reunieron nadie los detuvo, nadie los
disolvió. Recibieron un trato despreciativo, como de imberbes. Quedaron en
verse al día siguiente para realizar alguna acción más contundente.
Los pedruscos fueron el arma elegida para lanzar aunque el único objetivo posible lo marcaban las
casas de los dos señores ancestrales. Ruido de cristales rotos y voces de
regocijo se mezclaron con el silencio de los represores.
La violencia aumentaba jornada a jornada en busca de la
confrontación. Empezaron a ser molestos por lo que llamaron a una comisión
negociadora de la revuelta. Nervios y
vacilaciones se adueñaron de la chavalería. El más resuelto de los jóvenes quedó
en representar al movimiento.
El acuerdo llegó a regañadientes. El mozo resuelto les
convenció para firmarlo muy a pesar de su carencia de logros. Hubo una votación
para elegir al representante que vigilaría el estricto cumplimiento del acuerdo.
Fue elegido el que todos sabían, el audaz mozo. Desde entonces, los jóvenes no vivieron
de rodillas como sus padres pero callaban ante todo lo que dictaminaba su nuevo
vigilante.
No paso el año sin que a Villapalofrío lo nombraran
pueblo ejemplar. Sus calles se adaptaron al paso real con guirnaldas de flores,
adornos realizados en seda importada y fotos de su alteza el rey de Birloque en
tres dimensiones. La mañana de la visita, la villa se aromatizó con los manjares
de mesas de distinto sentir. El Club de Campo preparó sus instalaciones para
agasajar a tan ilustre personalidad inaugurando dos nuevos hoyos de golf con
los nombres de su majestad y señora. El pistoletazo de salida se hizo con la
llegada a la plaza central de su alteza real y comitiva a las cinco de la tarde.
La banda de Villapalofrío tocó el himno nacional y el alcalde entregó las
llaves de la localidad. Ahí se acabó cualquier contacto de la plebe con su rey.
Las personalidades más selectas del contorno se encargaron de agasajarlo con
una cena de postín y un baile de un sublime cambio de parejas nocturno.
Sin embargo, los jovenzuelos de las grandes familias se
reunieron en una de las casas de los señores de la localidad. La selecta combinación
de pastillas de diseño, alcohol de importación y música pinchada por el mejor
discjockey de la ciudad acabaron en una escalada de sexo y vejación. Piscinas,
habitaciones, salones, cocina… fueron testigos del desmande más chic corrido en
aquella localidad y circundantes.
En mitad de la noche la luz se cortó de improviso y la
música dejó un vacío metafísico para unas almas tan acostumbradas a
civilizaciones superiores a las habidas en aquel pueblucho. Uno de los nietos
de los señores de la casa ordenó a dos criados, que estaban siendo enseñados en
el mundo del placer, a ir al sótano y subir los plomos. Sus linternas
alumbraron las escaleras que bajaban a las bodegas y vacilantes se acercaron al
lugar ocupado por los plomos. Abrieron la caja donde descansaban tan
inoportunos cachivaches y palparon para comprobar cuáles estaban bajados. Se
empezaron a oír gritos infernales humanos
y llamadas de socorro maripijas por toda la casa. Nerviosos allá abajo, dudaron
si subir corriendo a ver lo que sucedía o acabar su misión tan oportuna. Golpes
de caer cuerpos pesados y arañazos salvajes los paralizaron. Poco a poco, miraron
para los plomos. Ninguno estaba bajado…
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