Desde una esquina del tiempo llega el rumor de sus voces. Mucho de lo que susurran a mi oído nunca será conocido. Pero algunas palabras verán la luz del papel, y serán.



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viernes, 28 de agosto de 2020

Mi refugio

La rutina se muere
y el tiempo ya no existe.
Hay una cadencia de besos
que borra los ayeres,
las ingratitudes,
lo triste,
lo superfluo.
La lluvia
sobresalta los techos
y los pastos,
pero el amor ni se inmuta,
ajeno totalmente
al relámpago impetuoso,
que quiebra la oscuridad,
en un vano intento de opacar
el fulgor de tu risa
entre las sábanas.
La penumbra nos abraza
húmedos,
despeinados,
palpitantes.
El aire se estremece
una y otra vez,
con el temblor del abrazo,
y sobreviene una calma
que enlaza los susurros
y las miradas.
El nuevo día
lucha por nacer
tras las nubes grises,
sin darse cuenta
que el sol
brilló toda la noche
en tus ojos,
en tu asombro,
en mis manos
llenas de tu vida,
en la complicidad
de la ternura.
Amanece.
El cielo estalla
desde el trueno amenazante.
Pero yo sé
que quiero
quedarme a vivir
en el refugio de tu piel. 

sábado, 9 de abril de 2016

Despedida



Te elevas entre volutas azuladas, y unos destellos rojizos me permiten ver cómo te retuerces, cómo estiras inútilmente tus manos hacia el borde, sabiendo que ya no puedes alcanzarlo. Eso me duele tanto como a ti.
Un cinturón de claveles blancos aprisiona tu cintura contra el pino, otrora vital y desafiante, que ahora yace inerte, bajo tu cuerpo helado.
La Muerte ha venido a desintegrar la vida, como un fuego incontrolado, que lo arrasa todo, sin reparar en sueños, amores o poemas.

Sólo queda, palpitando débilmente  entre las cenizas, esta tremenda soledad.

.................................

martes, 30 de diciembre de 2014

Preñez



Preñez

Parece

que por los cráteres
de tu tenso vientre
milenariamente
grávido
van a brotar
soles
planetas
estrellas.
Desde la oscuridad
de tu espalda
necesito creer
que vendrá
un rayo
- aunque más no sea reflejado-
de esperanza.
....................

jueves, 6 de junio de 2013

Crecer y soñar

La pequeña píldora se disolvió en su boca, llenando sus papilas gustativas con un sinfín de sabores que, a modo de destellos, fueron asociándose a las imágenes que guardaba en su cerebro. Así, se representaron en su mente, una a una, las diferentes comidas que había degustado a lo largo de su vida: la carne asada, jugosa y humeante; los vermicelli, cargados de salsa; los estofados, llenos de calorías, para los días fríos; las apetitosas ensaladas, propias del verano...

Cada día, a las horas fijadas para el almuerzo y la cena, disponía de tres minutos para optar por uno de aquellos platos. Un sensor telepático daría una señal al Centro Nutricional, y éste le proporcionaría, activando un mecanismo incluido en la píldora, las sensaciones y los nutrientes que correspondieran a la comida seleccionada.

Siempre utilizaba los tres minutos, aún a riesgo de quedarse sin alimento pues, pasado ese tiempo, se interpretaba que había decidido no comer. Le gustaba deleitarse con el menú, que le llenaba los sentidos, y como cada día era una secuencia distinta, le resultaba una experiencia renovada. Lo hacía como un “divertimento”, de los pocos que podía permitirse en la vida monótona de la Estación Espacial. Había llegado hacía nueve meses, y la distancia que lo separaba de la Tierra, era también la que lo alejaba de sus problemas, y del caos en que se había convertido su existencia.

Hizo un gesto de contrariedad. No quería recaer en esos pensamientos negativos. Estaba disfrutando de su almuerzo, y éste era un día muy especial: su cumpleaños, según le había recordado la bitácora, al inicio de la jornada.

Había escogido un plato de pasta rellena, tal como lo preparaba su abuela, cuando él todavía era un niño que soñaba con viajar a las estrellas. Cerró los ojos y saboreó cada una de las sensaciones, que le llegaban a través de aquellas complicadas conexiones. Se sintió saciado y, automáticamente, la máquina le presentó una lista de sus postres favoritos. No tuvo dudas. Su predilección por la torta de chocolate le acompañaría hasta el día de su muerte. El almuerzo culminaba con un té o un café, y luego el sistema se desconectaba, para que él volviera a sus tareas rutinarias.

Esperó un par de minutos, y no se produjo la desconexión. Estaba tan acostumbrado al proceso, que notó enseguida que algo había cambiado. En ese momento surgió, metálica e impersonal, una voz, desde la computadora:

— El Centro Nutricional le desea muchas felicidades en este día. Tenemos un obsequio para usted, que podrá escoger entre una serie que le presentaremos. Por favor, presione la tecla “numeral”, seguida de su número de identificación.

Así lo hizo y, desde el compartimiento de las píldoras nutricionales, emergió una pequeña bandeja, donde aparecía una media docena de... ¡bombones!

Quedó perplejo. Hacía mucho tiempo que no veía aquellos dulces, envueltos en su brillante papel.

De nuevo, se escuchó la voz:
— Cada artículo de la lista posee propiedades especiales, que se activan al comerlo. Sólo podrá escoger uno de ellos. En la pantalla podrá ver la descripción.

Observó el monitor, donde aparecía la lista con los detalles:

Objeto 1: Treinta minutos con su humorista favorito.
Objeto 2: Un paseo por las montañas. País a elegir.
Objeto 3: Un rato de pesca en una apacible laguna.
Objeto 4: Un breve retorno a la niñez. Puede escoger la edad.
Objeto 5: Media hora en un set de filmación, como protagonista.
Objeto 6: Una experiencia submarina.

— Como siempre, dispone de tres minutos para escoger. Tenga en cuenta que las sensaciones serán cien por ciento reales, así que... ¡cuidado con los golpes!

De verdad era un día especial... ¡la máquina, haciendo chistes! Pero no perdió el tiempo sonriendo. Sus ojos se habían quedado clavados en el cuarto bombón. Si era verdad lo que prometía, podría ser su mejor regalo en mucho tiempo.

No dejó correr los tres minutos. Su cerebro hizo la opción, pero luego se dio cuenta que debía estirar la mano y tomar la golosina, gesto que casi había olvidado.

Escuchó con deleite el crujir del papel, y lo sintió entre sus dedos, desenvolviéndose. Luego, el éxtasis, al percibir la textura y el sabor del chocolate, en su paladar.

Una luz, muy blanca, lo iluminó de pronto, encegueciéndolo. Cuando pudo adaptar sus ojos a la intensa claridad, se encontró en un lugar muy diferente al habitáculo que lo había contenido durante los últimos meses. Era una calle de tierra, con amplias veredas, pobladas de árboles. Las casas eran bajas y rodeadas de jardines. El sol se derramaba, cálido, sobre todas las cosas, y se escuchaba el canto de los pájaros.

Caminó, torpemente. Aquello era tan real... Eran los sitios por donde correteaba a los diez años. Allí estaba el añoso árbol que había trepado tantas veces, para imaginar sus aventuras intergalácticas. Y en la esquina, el almacén de don Policarpo, aquel italiano que ponía cara de hosco, pero que tenía un corazón enorme, lleno de amor por los niños. Se había prestado a sus fantasías, y había aprovisionado sus naves, desde los anaqueles poblados de golosinas.

Sus pasos lo dirigieron hacia un pequeño portón de hierro y, tras cruzarlo, caminó por el costado de la casa, hacia los fondos. Un pequeño perro saltaba, alegre, a su alrededor, y se escuchaba el cacareo de las gallinas. ¡Era una aventura salir a recoger los huevos! ¡Los ponían en cualquier parte!

Llegó a la puerta trasera, la que daba a la cocina. El aroma que salía de allí era incomparable. ¿Cómo había podido sustituirlo por la ilusión de las píldoras sintéticas? Se acercó a la mesada, donde su madre trajinaba, y ella se inclinó, para darle un beso en la frente.

— ¡Estaba por llamarte! Ve a lavarte las manos para almorzar, que se hace tarde para ir a la escuela. Mañana seguirás viajando a quién sabe qué mundos. ¡Ah, niño, niño! ¡Cuánta imaginación!


Y volvió a besarlo, en su carita sucia de chocolate, feliz de verlo crecer, jugar, soñar...
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(Este relato obtuvo el segundo puesto en el mes de Mayo, en el Foro literario "El Tintero")

domingo, 24 de marzo de 2013

Gestación




            El titilar del cursor amenaza convertirse en una visión insoportable. Su sonido, inexistente, comienza a crecer en el centro de mi cabeza, como un martillo que, golpe a golpe, va hundiendo un clavo, que penetra hasta el tuétano de mi voluntad.
            Ese pequeño punto arriba, a la izquierda de la pantalla en blanco, se me aparece como el ojo de un remolino, por donde se fueron todas las palabras.
            El cursor sigue machacando, y el dolor llega hasta los dedos, que languidecen sobre el teclado. Las letras, otrora cómplices de incontables aventuras, han tornado signos incomprensibles, revoltijo de trazos desconocidos.
            El caos, ensombrecido, sube brazos arriba y acongoja al corazón, que no puede reprimir una lágrima. La angustiosa perla rueda mejillas abajo, y cae blandamente sobre la hoja en blanco. Mis ojos, enrojecidos por la estéril vigilia, reparan en la brevísima mancha que se ha dibujado en el papel. Entonces, el ensordecedor tableteo del cursor se detiene bruscamente, y mi mirada, atónita, asiste al nacimiento de las primeras letras:

Llanto que has venido
en auxilio de mi alma
que, desorientada,
imploraba el milagro
de ver destruidos
los muros horrendos
donde, prisionera,
mi musa clamaba.
Llanto que haces fértil
mi imaginación,
donde fluyen de nuevo,
en versos, mis palabras.
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viernes, 28 de diciembre de 2012

Libertad



Estaba sentado junto al enorme ventanal, que daba al jardín. La tarde era luminosa, y los rayos del sol atravesaban la habitación, haciendo resaltar el blanco a la cal que lucían las gruesas paredes.

A lo lejos, por el camino que llegaba hasta la entrada de la casa, se veía venir a alguien, caminando muy despacio. Cuando estuvo a una distancia que le permitió reconocerlo, el hombre se paró de un salto. Acercó su cara casi hasta tocar el cristal de la ventana, como no dando crédito a lo que veía. Luego, caminó nerviosamente por la habitación, de un lado a otro, tratando de decidir qué hacer. Finalmente, se dirigió a la maciza puerta de roble, la abrió, y salió al pasillo. Allí la luz llegaba a través de una claraboya, cuyos cristales de colores daban un aspecto particular al ambiente. Pero no era la luz diáfana que entraba por los ventanales. Aquí, los cuadros y las esculturas proyectaban unas sombras extrañas, matizadas de distintos tonos.

Caminó hasta el otro extremo, y desembocó en un pequeño hall, donde se encontraba la puerta principal. Un instante antes de llegar, recordó que no traía la llave, por lo que giró sobre sus pasos y regresó a la habitación.

Al abrir la puerta, la oscuridad lo envolvió totalmente. Sólo el resplandor que venía del pasillo le permitió caminar unos pasos sin tropezar, pero duró muy poco, porque la pesada puerta se cerró tras él, y todo se volvió negro.

La sorpresa y la oscuridad lo paralizaron por unos minutos. Sintió las manos húmedas y temblorosas. Estiró los brazos, buscando a tientas una de las paredes. Necesitaba llegar al interruptor de la luz. Sus dedos chocaron con la dureza del muro, y comenzaron a recorrerlo. Notaba claramente las aristas irregulares de los toscos ladrillos. Aquello no era su habitación, de paredes lisas y blancas...

De pronto, una tenue luz rasgó la oscuridad, y escuchó unos pasos. Alguien se acercaba por el pasillo, y la luz se hacía cada vez más clara. Podía verlo, a través del hueco de la puerta, que ahora... ¡aparecía cerrado con una reja!

Se acercó a los hierros oxidados, y se aferró a los barrotes, sacudiéndolos, pero no cedieron un ápice. La cadena y el candado evidenciaban no haber sido abiertos en mucho tiempo.

El desconocido llegó frente a la puerta, y colocó en un soporte la lámpara de aceite que traía en su mano izquierda. Una gruesa capucha le cubría la cabeza y le ocultaba el rostro. En su mano derecha traía un plato de lata, con un trozo de pan y un vaso de agua, que dejó al pie de la reja. Luego se fue, lentamente, por donde había venido.

Del otro lado de los barrotes, un grito de horror pugnaba por salir de una garganta, mientras un cuerpo, cubierto de andrajos, se deslizaba, despacio, hasta caer de rodillas, sobre las cucarachas que se disputaban el rancio trozo de pan.
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miércoles, 12 de diciembre de 2012

Colores


La calle polvorienta se encuentra desierta. El calor agobiante del mediodía ha obligado a reducir los esfuerzos a su mínima expresión. Los niños han desaparecido en el interior de las casas, dejando tras de sí, en la tierra reseca, las marcas de sus juegos, que lentamente comienzan a borrarse, a manos del cálido viento del sur.

A la sombra de uno de los pocos árboles que ornan las veredas, un herrumbrado cartel señala la única parada de ómnibus que posee el pueblo.

Un rumor sordo comienza a hendir el pesado silencio. Desde el fondo de la calle, con un traqueteo lento y desparejo, el vetusto coche se aproxima, transportando una docena de pasajeros. Cuando llega frente al ilegible cartel, la puerta delantera se abre, con un chirrido lastimero. El conductor desciende, cansinamente, portando una gran corona de flores, sustentada en un trípode de madera, que deposita junto a la pared más cercana. Luego, hace lo mismo con un ramo, algo más pequeño.

Antes de retirarse, se persigna torpemente, y adivino que, dentro del ómnibus, todos hacen lo mismo

El destartalado vehículo reanuda su marcha, y la vereda polvorienta vuelve a quedar vacía. Los intensos rayos del sol se reflejan en la blanquísima cinta de seda que atraviesa la corona, luciendo, con letras doradas, el nombre del difunto.

Desde la esquina cercana, donde me he detenido a observar la escena, puedo advertir los casi imperceptibles movimientos de algunas persianas, y los consecuentes cuchicheos detrás de las ventanas. Pero sé que nadie saldrá a la calle. Entonces, aunque no había pensado hacerlo, me dirijo al velorio, para avisar a los familiares que algún amigo de la ciudad ha tenido con ellos un gesto de condolencia.

Y allí, junto a la pared semiderruida donde han quedado apoyadas, las coloridas flores regalan, contradictoriamente, una explosión de vida, que se da de lleno contra el ocre y el gris de este pueblo olvidado de la mano de Dios. 
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lunes, 3 de diciembre de 2012

Lugar


Soy de aquí

y aquí estoy,

porque es donde quiero

estar y ser,

ir y venir,

llorar y reír,

amar y creer.

Porque aquí

estás,

vives,

sientes,

amas,

y dejas que

me asome

a tu amor.
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martes, 20 de noviembre de 2012

Franela




Exhausto,
he dormido,
tras dura jornada.
El sol, que camina
impertérrito,
lleva en sus entrañas
el frío cansancio
de la noche
pasada.

La fina silueta
inclinada,
de la varita
de incienso,
señala,
aún sin la brasa,
un punto
en la nada.

Mi mano busca,
en la cama,
otra silueta:
la tuya,
la amada.

Mis dedos encuentran,
siguiendo tu aroma,
la presencia
cálida,
tersa,
suave,
delicada,
de tu sexy
pijama
doblado
en la almohada.
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domingo, 4 de noviembre de 2012

Un blog amigo (II)


Les comparto con alegría que mi relato "Metamorfosis" ha resultado ganador del reto planteado por Mos en su blog, gracias a los votos de participantes y lectores. Invito a todos para que visiten ese cálido lugar, y puedan disfrutar de todos los relatos y poemas participantes, así como las anteriores entradas publicadas por el hospitalario organizador.
El enlace al blog es el siguiente: http://mosenlaorilla.blogspot.com/

Los textos participantes están en la entrada http://mosenlaorilla.blogspot.com/2012/10/metamorfosis-el-nuevo-reto-en-la-orilla.html

Gracias a todos y buena lectura.
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miércoles, 24 de octubre de 2012

La partida


            Los dos hombres habían sostenido la partida de ajedrez durante casi dos horas. La mesa que ocupaban estaba en un rincón apartado del café que frecuentaban desde hacía muchos años.

            De los pocillos, sólo habían bebido un sorbo. Después, habían quedado a un lado, casi llenos de café frío y olvidado, haciendo de mudos testigos de aquel desafío. Era la enésima edición de aquella eterna batalla.

            Cada día, a las dos de la tarde, los dos llegaban cansinamente a aquella esquina, en el centro del pueblo. El dueño del local, sin mediar palabra, dejaba sobre la mesa los platillos, con las tazas humeantes. Movía imperceptiblemente la cabeza, y se retiraba a su lugar, tras el mostrador.

            En aquella mesa, siempre estaba dispuesto el tablero para el juego, y en una caja de madera, las piezas, desordenadas.

            Los parroquianos habituales del lugar ya conocían aquella especie de ritual, que se repetía diariamente, desde hacía tanto tiempo, por lo tanto, no les prestaban mayor atención.

            Todo lo que había alrededor, personas y muebles, había ido envejeciendo junto con ambos contendientes.

            Un visitante, que hubiera llegado allí por primera vez, y observado con atención la escena, descubriría algunas peculiaridades. Desde el mismo comienzo, la situación era extraña porque, a ambos grupos de piezas, le faltaba una: un caballo, del lado de las negras, y nada menos que la Reina, del lado de las blancas.

            Pero los dos hombres parecían hacer caso omiso de esa situación, y disponían todo para el juego, turnándose cada día los colores, disputando la partida con aparente normalidad.

            Un jugador avezado repararía en la clara superioridad con que iniciaba el juego quien manejara las piezas negras, pero ellos no se inmutaban. Esto podría parecer lógico, dado que cada día intercambiaban las piezas, y por lo tanto, también la ventaja. Y en esto, se daba la lógica: cada día ganaba la partida el que jugaba con las piezas negras.

            Entonces, el vencedor se ponía de pie. Arreglaba un poco sus ropas, ajadas y desteñidas, y giraba su rostro, triste y avejentado, hacia la pared, tras el mostrador. Por entre las botellas, el espejo oxidado le devolvía una imagen joven y vigorosa, con una sonrisa alegre, llena de esperanza.

            Caminaba hacia la puerta, que se abría en la ochava de la esquina, frente a la plaza, y bajaba a la vereda. Se quedaba parado, con la vista fija en el fondo de la calle principal, hasta que las campanas de la iglesia anunciaban las cinco de la tarde. Dejaba pasar dos o tres minutos y luego, con la pesadez propia de la desilusión, volvía sus pasos hacia la mesa del rincón, donde su compañero lo esperaba, cabizbajo, mientras recogía las piezas, y las colocaba lentamente en la caja.

— Hoy tampoco ha venido. ¡Cantinero! ¡Dos ginebras!

            Y como había sucedido cada día, durante los últimos años, comenzaba el ir y venir de los vasos. Llenos... Vacíos... Llenos... Vacíos...

            Cuando llegaba la medianoche salían, abrazados, sosteniéndose uno al otro y se dirigían, tambaleantes, a sus casas.

            Nadie los esperaba. La soledad se había adueñado de sus vidas desde su juventud, desde que la fatalidad había entrecruzado sus historias, y los había unido para siempre.
                                                           * * *
           
            Ella tenía una belleza sin igual. Su frescura los había cautivado a ambos, y ambos habían dejado volar sus ilusiones tras el eco de su risa. Ella supo lo que pasaba en sus corazones, pero su propio corazón no supo decidirse por uno de ellos. El pequeño poblado no le daba muchas más posibilidades, por lo que tampoco pudo rechazarlos a los dos.

            Tal vez fueron su inocencia y su inmadurez que la llevaron, un día cualquiera, a proponer el desafío: ella saldría hacia las afueras del pueblo y cabalgaría hacia la zona escarpada de la montaña. Ellos saldrían una hora después. El que la encontrara, sería el dueño de su corazón. Tan sencillo y tan drástico como eso.
                                                          
                                                           * * *

            Sobre el mármol húmedo y frío del mostrador, un vaso de vino me separa del rostro taciturno del dueño del café. Tiene unos cuarenta años, y la historia, más de treinta. Los detalles los conoce por boca de su padre, que siempre vivió en el pueblo. Él los ha repetido miles de veces, a los curiosos. Ahora, los relata para mí.

            La aciaga jornada se inició con una mañana gris. El día se mantuvo oscuro, tal vez como presagio de lo que vendría. Las mesas del café se llenaron de un silencio pesado, expectante, que se extendió después por los árboles de la plaza, apagando los trinos, y apretujó los ojos y los labios que velaban, detrás de las persianas.

            A las cinco de la tarde, los dos jóvenes regresaron desorientados, con las manos vacías, sin comprender. Se apearon frente al café, y se quedaron parados allí, con los brazos caídos al costado del cuerpo y la mirada perdida hacia el fondo de la calle.

            Sólo les quedó, grabada indeleblemente en su vida y en sus ojos, la imagen de la mujer que amaban, con su blusa blanca, desafiando al viento, partiendo al galope en su caballo negro.
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martes, 16 de octubre de 2012

Futuro


   Con manos temblorosas, tomó la pequeña maceta, y la contempló un instante. Sus ojos se humedecieron. El endeble tallo de la planta se erguía desde un poco de tierra arenosa, que parecía apenas sostenerlo. Tres hojas, verdes y aterciopeladas, surgían a los costados y, en el extremo, un blanco botón anunciaba el inminente advenimiento del primer pimpollo.

   Dos lágrimas brillantes corrieron por sus mejillas, y el temblor emocionado de sus manos se fue contagiando al resto de su cuerpo.

   Avanzó hacia la ventana, conteniendo la respiración, llevando el cuenco entre sus manos, como si se tratara de un tesoro muy frágil. La abrió, y colocó la maceta en el alféizar, haciendo una mueca de desagrado, ante la ráfaga de aire ardiente y viciado que penetró en la habitación.

   Afuera, nada había cambiado. Hasta donde alcanzaba la vista, todo era desolación. Edificios y calles destruidas, columnas y cables por el suelo, vehículos abandonados, muchos de ellos incendiados. La permanente bruma que formaban los gases y las partículas, apenas permitía vislumbrar la luz del sol. No se escuchaba ningún sonido. No se distinguía presencia humana, ni siquiera de algún animal o insecto.

   La mujer apartó la mirada de aquel tétrico escenario, y volvió a posarla en la planta, cuya verde silueta se recortaba en la ventana, contrastando escandalosamente con el gris ceniciento del exterior.

   Sus manos, ya sin temblores, fueron a juntarse sobre la curva pronunciada de su vientre, y en sus labios asomó, muy levemente, la promesa de una sonrisa.
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miércoles, 3 de octubre de 2012

Luz


El agua se deslizó por las ventanas, dibujando tortuosos surcos en el polvo que cubría los cristales.

En la última hora de la tarde había comenzado a llover copiosamente, y ahora, ya entrada la noche, el suelo estaba anegado, y los relámpagos continuaban su intermitente irrupción en la oscuridad del cielo.

La violencia y el estruendo de un rayo se hicieron sentir por sobre el cercano bosque de pinos, y el eco de la descarga se fue apagando, lentamente, hasta perderse en los arbustos que rodeaban la ruinosa casa.

Adentro, el hombre permanecía ajeno a aquel despliegue de efectos visuales y sonoros que ofrecía la Naturaleza. La tormenta lo había sorprendido mientras caminaba hacia el pueblo, y se había guarecido en aquel lugar abandonado.

Su mirada se perdía tras la espesa cortina de agua, pero no veía la noche.

La carta que ella le enviara, cuidadosamente doblada junto a su pecho, había transformado su vida en un permanente día de sol.
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sábado, 22 de septiembre de 2012

El viejo (Día Mundial del Alzheimer)


Entre pecho y espalda,
lo lleva,
lo carga.
En las manos, cual viento
que sopla
y se escapa.
En la mente, de olvidos
rellena,
cerrada.
El Alzheimer, maldito,
lo lleva
a la nada.

domingo, 16 de septiembre de 2012

La amiga


La desnutrición, la desidia, los malos tratos, afectan profundamente a las personas, y alteran los procesos naturales. Ana María nació prematura. No se habían cumplido siete meses de embarazo, cuando comenzaron las complicaciones, y su irrupción en el mundo se adelantó a lo previsto.
La madre sufrió. La niña sufrió. Los médicos se esforzaron al máximo. Finalmente, pudieron decir que llevaría una vida bastante normal.
Durante esos meses de cuidados e incertidumbre, el padre optó por desaparecer. La madre guardó una temerosa esperanza de que retornara, hasta que la niña cumplió tres años. Entonces, cerró la puerta del pasado. Ya bastante dolor tenía, en el día a día de su vida gris y accidentada.
Ana María crecía con dificultades, y su carácter se había tornado hosco y taciturno. Pasaba largas horas sentada en el patio, mirando hacia la nada. No tenía amigos, y sus juegos se limitaban a escribir con ramitas en el suelo, o conversar con los pájaros. El caso es que las aves elegidas eran los cuervos, los halcones, las lechuzas. Quienes la observaban en esos momentos se estremecían. La pobreza en que vivían impidió que tuviera juguetes, salvo los que, toscamente, elaboraba su madre.
Pero un día algo cambió. Llegó a la humilde casa un misterioso paquete, sin rastros del remitente, y con una sola inscripción: Ana María. Su madre, sobresaltada, dudó mucho antes de abrirlo. Finalmente, encontraron dentro una muñeca. Era muy hermosa, bastante grande, y con unos vestidos de colores que rápidamente cautivaron a la niña. Su mamá y algunos vecinos conjeturaron sobre el origen del regalo, pero viendo el entusiasmo de la pequeña, decidieron olvidarlo.
Los cambios fueron inmediatos y sorprendentes: la muñeca pasó a ocupar todo el tiempo en los juegos de Ana María. Comenzó a sonreír, y ya no hablaba con los lúgubres pajarracos, sino que lo hacía animadamente con su nuevo juguete. Se la veía activa, salía a caminar por los prados, e incluso la escucharon tarareando algunas canciones. Algunas tardes, su mamá la sacaba al frente de la casa, y allí compartía un rato de juegos con las otras niñas que vivían en la misma calle. La transformación había resultado tan satisfactoria, que las visitas al médico se espaciaron, y éste la encontraba cada vez mejor.
Uno de esos días, en que la niña jugaba con sus amiguitas, y las mamás formaban una rueda aparte, para contarse las novedades del barrio, una de las compañeritas comenzó a burlarse de la pequeña Ana. Muchas veces, los niños resultan crueles con sus bromas, al no ser conscientes del daño que pueden causar. Le recordó que no tenía padre, que tal vez hubiera sido un delincuente, que ella era muy pobre para jugar con una muñeca como esa… La niña rompió a llorar, y antes de que su madre se diera cuenta, salió corriendo hacia la casa, y se echó de bruces en su cama. Ahogando los sollozos, se incorporó y miró a su muñeca. Tal vez proyectó toda su rabia y su frustración en aquel juguete. El hecho es que la tomó de una de sus manos, y comenzó a sacudirla violentamente, golpeándola contra las paredes y contra el piso. En determinado momento, la muñeca salió disparada hacia el otro lado de la habitación, y quedó en un rincón como lo que era: un juguete roto.
La niña observó su propia mano, y descubrió con aprehensión que se había quedado agarrada a dos pequeños dedos de plástico, por eso el resto de la muñeca se había desprendido, dada la fuerza de los sacudones. Los arrojó hacia el rincón donde había quedado su juguete, y salió corriendo hacia el patio. Allí estuvo durante casi dos horas, sumida en la contemplación de la nada. Cuando las lágrimas dejaron de fluir, y su corazoncito aquietó los golpeteos, retornó, cabizbaja, a su habitación.
Grande fue su sorpresa, cuando descubrió que su muñeca ya no estaba. Buscó por todo el cuarto, pero no la encontró. Tal vez su mamá la había visto allí, desmembrada, y la había llevado para arreglarla. Pero la madre no sabía nada. Ni siquiera se había percatado de que su hija ya no jugaba en la calle con sus amiguitas.
Durante los siguientes días, las búsquedas infructuosas fueron debilitando las esperanzas de la niña que, finalmente, se rindió a los hechos. En su pequeña cabecita no había lugar para los misterios, así que asumió que la muñeca se había marchado, ofendida por el maltrato, a buscar otra niña que la quisiera de verdad.
La vida de Ana María volvió a encerrarse en el patio trasero. Otra vez las incontables horas de mirar en el vacío. Otra vez la ausencia de sonrisas. Y otra vez los pájaros agoreros, como únicos confidentes de aquella pequeña alma trastornada.
Así pasaron dos años, hasta que la tristeza se agudizó de tal manera, que la niña se alimentaba muy poco, y casi no se movía. Entonces, el médico tomó la decisión: la llevarían a la ciudad, a un centro especializado, donde la rodearían de cuidados y tratarían de recuperarla. Como el caso había llamado la atención de otros médicos, fue fácil obtener la aprobación para internarla, a pesar de la pobreza en que vivían.
A los pocos días, era ingresada en un moderno hospital, e instalada en una luminosa habitación, que habían adornado con flores y globos.
El médico vino a visitarla, acompañado de una enfermera joven y bonita. La presentó, diciéndole:
— Ella será tu enfermera particular. Te acompañará, vigilará tu tratamiento, y jugará contigo cuando lo desees. ¿Te parece bien? ¿Estás contenta?
La niña, débil y asustada por aquellos cambios, asintió con la cabeza.
El médico se retiró, y cuando ambas quedaron solas, la joven acarició la cabecita de la niña, tratando de tranquilizarla.
— Ya verás que seremos buenas amigas. Sé que has sufrido mucho, pero yo te comprendo. Mi vida tampoco ha sido fácil. Fíjate, incluso, lo que llegaron a hacerme…
Y diciendo esto, le mostraba su mano, blanca y delicada, a la cual le faltaban dos dedos.
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lunes, 16 de julio de 2012

El último desafío


            Los sonoros trinos de los pájaros fueron quebrando la oscuridad de la noche, y el sol se fue abriendo paso entre las ramas de los árboles. En la alfombra de hojas secas, innumerables insectos y roedores comenzaron su diaria rutina de procurarse el alimento.
            
            Al borde del monte, desde el pequeño rancho de barro y paja, un hilo de humo se elevó hacia las altas copas. Don Ramírez también comenzaba su día, y encendía el fuego para el desayuno.

            Muchos paisajes similares lo habían visto despertar, a lo largo de casi sesenta años. Su vida de monteador lo obligaba a trasladarse continuamente, y su vivienda duraba lo que duraba el monte. Dos, tres meses. Seis, en algunas ocasiones, cuando la vista no alcanzaba a ver el final de los plantíos.

            Un trozo de carne de capón, dorado al resplandor del fuego, junto a la dura galleta que le traía el patrón, cada quince o veinte días, le dieron ánimo para enfrentar la jornada. Tomó unos mates, saliendo de vez en cuando a la puerta, para contemplar aquella imagen tan conocida, pero siempre nueva, del monte atravesado horizontalmente por los rayos del sol.

            El aire fresco, cargado de la esencia de los eucaliptos, le trajo una carga de sensaciones. Algo muy parecido a la melancolía le hormigueaba en el pecho.

            Uno tras otro, fue realizando los gestos de todos los días. Llevó los restos de comida al perro, que permanecía atado a un costado del rancho. Limpió y ordenó los pocos enseres que había utilizado. Se calzó las alpargatas, que hasta entonces había tenido puestas a medias, y se dirigió al rincón donde guardaba el hacha. Siempre, desde que tenía memoria, el momento de tomar el mango entre sus manos era como un gesto religioso. Por un instante, su mente y su corazón se ausentaban. Quizá ni él mismo supiera lo que pasaba por su alma en aquellos momentos. Cerraba los ojos, y sus manos se apretaban en torno al madero. Cuando volvía a abrirlos, un brillo extraño anunciaba que estaba preparado para la tarea. Y así, por incontables días, tras aquella breve genuflexión, sus brazos manejaban diestramente el hierro, para ver caer, uno a uno, los enormes troncos.

            Salió hacia el monte, acomodándose la boina descolorida, silbando entre dientes una tonada irreconocible. Los enormes árboles parecían saber a qué venía, y lo esperaban, resignados a su suerte.

            Llegó al claro que él mismo había creado a filo de hacha, donde se veían los troncos cercenados, entre los restos de ramas y hojarascas. Pero no se detuvo allí. Se adentró más en el monte. Caminó con determinación hacia un eucalipto portentoso, que lo aguardaba desafiante. Y era, tal vez, el mayor desafío en su vida de hachero.

            El grueso tronco no hubiera podido ser abrazado por dos personas tomadas de las manos. Era difícil mirar hacia la copa sin perder el equilibrio, y Ramírez se apoyó en el hacha para contemplar la verde punta, hendiendo el cielo, que ya aparecía de un azul intenso. De no ser tan evidente la vida que corría por sus ramas, se podía haber pensado que era de hierro. Tal la dureza que se reflejaba en los ojos cansados del monteador.
            Observó el árbol, imponente, majestuoso, y volvió a mirar su hacha. Fue necesario un nuevo momento de cuasi adoración, como el que se producía en el rancho, antes de salir a trabajar. Ramírez abrazó su hacha, como se abraza a un hijo, a un hermano, a una madre. Y con ella entre los brazos, se arrodilló sobre el manto de hojarasca.

            El pozo, al pie del árbol, lo había excavado la tarde anterior. Si hubiera tenido que hacerlo ahora, quizá la emoción le hubiera impedido cumplir con su propósito.

            Con gesto ceremonioso, pero breve, depositó su hacha en el lecho húmedo y oscuro. Sus manos, callosas, fueron empujando la tierra, mezclada con unas lágrimas imparables. Era el adiós a su compañera de tantos años. Y la bienvenida a la jubilación, que sonaba como un bálsamo para su cuerpo cansado.
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viernes, 22 de junio de 2012

La siesta


Don Pablo dormitaba en la mecedora, instalada bajo el amplio alero de la vieja casona. Por la galería corría un poco de aire fresco, que resultaba agradable, para contrarrestar los efectos de la tarde veraniega. La calma, obligada, por la intensidad del sol, se había adueñado del jardín, y sólo podía oírse un vago rumor de hojas y algún insecto, que trajinaba a la sombra de los arbustos.

De pronto, ante los ojos entrecerrados del anciano, aquel paisaje, que parecía estático, adquirió vida y movimiento, en la forma de dos alegres niños que corrían de un lado a otro.

El semblante de don Pablo se transformó: todo su orgullo de abuelo afloró en la mirada que dedicó a los pequeños, que jugaban y reían, indiferentes al calor agobiante.

El espacio verde, que separaba la casa de la calle, fue adquiriendo, en los momentos que siguieron, distintas características, según las dictaba la fecunda imaginación infantil: primero fue océano encrespado, donde se debatía el barco del pirata más legendario; luego se transformó en un callejón polvoriento, donde los dos pistoleros más rápidos del Far West se batieron a duelo.

Hubo unos instantes en que la acción se trasladó al frondoso tilo, devenido en inexpugnable castillo, donde dormía el ogro malvado. Tras un breve reposo, a la sombra del “castillo”, y el disfrute del sabroso botín de higos maduros, de nuevo los aventureros coparon el jardín. Porque las naves espaciales necesitan mucho espacio, para sus viajes interplanetarios...

Después, el partido de fútbol: ¡infaltable! Sólo que, a poco de comenzar, se detuvo abruptamente, y la pelota rodó, olvidada, hacia el alambrado que daba a la calle. Es que, en ese momento, Adelaida volvía de la escuela, con su túnica impecablemente blanca, su cabello al viento, su risa...

Se miraron, sonrojados, y se lanzaron furiosamente tras la pelota que, a los pocos minutos, volvió a ser el centro de su atención.

El sol había declinado un poco, y algunos pájaros llegaron, para colgar su música en las ramas frescas de los frutales. Los primeros trinos despertaron a don Pablo que, antes de abrir los ojos, notó que estaba sonriendo. Miró hacia el jardín, sereno, limpio, intocado...

¡Ah! ¡La vida, que no había querido darle nietos!

Y volvió a quedar dormido.

martes, 19 de junio de 2012

Ultimátum


Los rostros evidenciaban nerviosismo y temor. El ambiente, débilmente iluminado, contribuía a aumentar la sensación de opresión. Todos estaban de pie, formando un medio círculo alrededor del enorme escritorio de roble, tras el cual se encontraba, sentado, el jefe supremo de la organización mafiosa: Don Benito.

El Capo fue observándolos, uno a uno, y ninguno fue capaz de soportarle la mirada, especialmente las dos mujeres, que se miraban las puntas de sus zapatos blancos, y restregaban fuertemente sus manos.

La voz surgió profunda y ronca, con una suave frialdad, que erizaba la piel:


— Quiero que sea eliminada. Y no toleraré ningún error, ¿entendido? Ninguno.

Sus ojos, escrutadores, notaron que uno de los hombres, el más obeso, temblaba visiblemente, como si quisiera decir algo y no se atreviera.

— ¿Qué sucede, Giovanni? ¿Hay algún problema? Tú eres el responsable de que no existan fallos.

El hombre hacía girar su gorra entre las manos, y miraba de reojo a sus compañeros, en busca de apoyo.

— Señor... Usted sabe que después... nuestras posibilidades se verán limitadas...

El gesto del jefe perdió algo de dureza, y habló en un tono comprensivo, paternal:

— Lo sé, lo sé. Pero...el médico ha dicho: Ni una pizca de sal. Por lo tanto, la eliminan totalmente de la cocina, ¿capito?
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miércoles, 30 de mayo de 2012

Resaca


Cuando se despertó, ya la mañana estaba avanzada. No descorrió las cortinas, no hubiera soportado el resplandor del sol.

El recuerdo de la pasada noche de copas, se transformó en náuseas. Fue a la cocina, a prepararse un café, y encendió el televisor. Puso un noticiero, necesitaba saber en qué día estaba viviendo.

El presentador hablaba de una nueva víctima del asesino serial... ¡Cuánta locura! ¡En pleno siglo XXI, alguien se dedicaba a desangrar a mujeres jóvenes, al estilo del conde Drácula!

Fue a beber un sorbo de café, y el tintineo de sus colmillos contra el borde de la taza lo trajo a la realidad.
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viernes, 25 de mayo de 2012

Espectador


El hombre tenía las piernas estiradas, con los pies apoyados sobre la pequeña mesa, que estaba cubierta de platillos con restos de comida. Había varias botellas vacías alrededor del sofá, y el cenicero desbordaba de colillas.


En la pantalla del televisor, la película llegaba a su momento más emotivo: el protagonista lograba rescatar a la muchacha, eliminando a todos sus captores, y la tomaba entre sus brazos, para declararle su amor.

Pero el hombre no pudo disfrutar del desenlace. Hacía más de media hora, el paro cardíaco había sido fulminante.
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