El agua se
deslizó por las ventanas, dibujando tortuosos surcos en el polvo que cubría los
cristales.
En la última hora
de la tarde había comenzado a llover copiosamente, y ahora, ya entrada la
noche, el suelo estaba anegado, y los relámpagos continuaban su intermitente
irrupción en la oscuridad del cielo.
La violencia y el
estruendo de un rayo se hicieron sentir por sobre el cercano bosque de pinos, y
el eco de la descarga se fue apagando, lentamente, hasta perderse en los
arbustos que rodeaban la ruinosa casa.
Adentro, el
hombre permanecía ajeno a aquel despliegue de efectos visuales y sonoros que
ofrecía la Naturaleza. La tormenta lo había sorprendido mientras caminaba hacia
el pueblo, y se había guarecido en aquel lugar abandonado.
Su mirada se
perdía tras la espesa cortina de agua, pero no veía la noche.
La carta que ella le enviara, cuidadosamente doblada junto a su pecho, había transformado su vida
en un permanente día de sol.
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