La rutina se muere
y el tiempo ya no existe.
Hay una cadencia de besos
que borra los ayeres,
las ingratitudes,
lo triste,
lo superfluo.
La lluvia
sobresalta los techos
y los pastos,
pero el amor ni se inmuta,
ajeno totalmente
al relámpago impetuoso,
que quiebra la oscuridad,
en un vano intento de opacar
el fulgor de tu risa
entre las sábanas.
La penumbra nos abraza
húmedos,
despeinados,
palpitantes.
El aire se estremece
una y otra vez,
con el temblor del abrazo,
y sobreviene una calma
que enlaza los susurros
y las miradas.
El nuevo día
lucha por nacer
tras las nubes grises,
sin darse cuenta
que el sol
brilló toda la noche
en tus ojos,
en tu asombro,
en mis manos
llenas de tu vida,
en la complicidad
de la ternura.
Amanece.
El cielo estalla
desde el trueno amenazante.
Pero yo sé
que quiero
quedarme a vivir
en el refugio de tu piel.
Desde una esquina del tiempo llega el rumor de sus voces. Mucho de lo que susurran a mi oído nunca será conocido. Pero algunas palabras verán la luz del papel, y serán.
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viernes, 28 de agosto de 2020
domingo, 18 de septiembre de 2016
Latido extramundis
Cuando la plenitud
se pinta
en tu sonrisa
tengo que buscar
mi corazón allá,
lejos,
revoloteando tal vez
alrededor
de Sirio
o Betelgeuse...
................................
Nombre
La pesada carga
de angustias
pasadas
invita
a no ponerle
nombre.
Pero…
Las horas
contigo
que se vuelven
segundos…
El corazón
en vilo
hasta volver a
verte…
La paz
inconmensurable
de tu abrazo
apretado…
La dulzura
del beso
que interrumpe
la charla…
El regocijo
del alma
al escuchar
tu risa…
Y la certeza
inmensa
de mirar
adelante
y ya no ver
la noche,
sino un sol
de esperanza…
Esas cosas no
tienen
nombre
todavía.
Pero…¿quién
sabe…?
..............................
sábado, 17 de septiembre de 2016
Las horas
¿Qué sueños bebí
en tu boca?
Y ¿cuáles en la tibieza
de tu abrazo?
En vilo me tienen
los minutos
los segundos que faltan
para envolverme
de nuevo en tu aroma.
Para perderme en tus ojos
y descubrir allí
que renazco,
que soy el más fuerte
lidiando
con tus miedos,
y no serán estériles
mi ternura
y mis besos...
.........................
domingo, 7 de septiembre de 2014
Distancia
Que se hace
necesario
imperiosamente
necesario
arrancar
del mapa
ciudades
rutas
puentes
sierras
alambrados
puestos de peaje
y carteles indicadores
incluso
el viento
para juntar
tu vereda con la mía
estirar la mano
esconderla
en el hueco
de tu nuca
atrayéndote
para que sea
por fin
el beso.
......................................
lunes, 24 de febrero de 2014
Kiss
No existe en el mundo belleza
tan estremecedoramente
bella
como la de tus labios
húmedos
mordidos
apretados
en los diez segundos
que siguen
a mi beso...
.................................................
domingo, 19 de mayo de 2013
Clímax
El río se
enciende
y brotan
llamas
de las aguas
antes calmas.
Como si el sol
se disolviera
en ellas,
con una
efervescencia
de antiácido.
Un vaho
caliente se derrama
en las
orillas,
y las rocas se
licúan,
en lava espesa
y ardiente.
La cálida
brisa
no hace más
que avivar el
fuego.
Los árboles
tiemblan
sobre la
tierra
quemante,
y sus
vibraciones
estremecen
el aire.
Los pájaros
no huyen,
sino que aúnan
sus trinos
en una
sinfonía
impresionante,
en un intento
de conjurar
esa terrible
ola
que amenaza
abrasarlos.
Las nubes
danzan
y todo el
paisaje
gira
y gira,
en un
sicodélico
espiral
de sensaciones
que preludian
la explosión.
Y luego,
tu respiración
entrecortada,
la piel
estremecida,
y el abrazo
húmedo
entre las
sábanas
revueltas.
..................................
lunes, 4 de febrero de 2013
Un blog amigo (IV)
Quiero compartir con todos ustedes el excelente trabajo realizado por Javier Merchante y sus amigos de "La Taberna del Callao", grabando en audio uno de mis textos.
Aquí les dejo el enlace:
El texto del relato ya estaba publicado en este blog, pueden recordarlo en el siguiente enlace:
......................................................
lunes, 3 de diciembre de 2012
Lugar
Soy de aquí
y aquí estoy,
porque es donde
quiero
estar y ser,
ir y venir,
llorar y reír,
amar y creer.
Porque aquí
estás,
vives,
sientes,
amas,
y dejas que
me asome
a tu amor.
....................................................
martes, 20 de noviembre de 2012
Franela
Exhausto,
he dormido,
tras dura jornada.
El sol, que camina
impertérrito,
lleva en sus entrañas
el frío cansancio
de la noche
pasada.
La fina silueta
inclinada,
de la varita
de incienso,
señala,
aún sin la brasa,
un punto
en la nada.
Mi mano busca,
en la cama,
otra silueta:
la tuya,
la amada.
Mis dedos encuentran,
siguiendo tu aroma,
la presencia
cálida,
tersa,
suave,
delicada,
de tu sexy
pijama
doblado
en la almohada.
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miércoles, 24 de octubre de 2012
La partida
Los dos hombres habían sostenido la partida de
ajedrez durante casi dos horas. La mesa que ocupaban estaba en un rincón
apartado del café que frecuentaban desde hacía muchos años.
De
los pocillos, sólo habían bebido un sorbo. Después, habían quedado a un lado,
casi llenos de café frío y olvidado, haciendo de mudos testigos de aquel
desafío. Era la enésima edición de aquella eterna batalla.
Cada
día, a las dos de la tarde, los dos llegaban cansinamente a aquella esquina, en
el centro del pueblo. El dueño del local, sin mediar palabra, dejaba sobre la
mesa los platillos, con las tazas humeantes. Movía imperceptiblemente la
cabeza, y se retiraba a su lugar, tras el mostrador.
En
aquella mesa, siempre estaba dispuesto el tablero para el juego, y en una caja
de madera, las piezas, desordenadas.
Los
parroquianos habituales del lugar ya conocían aquella especie de ritual, que se
repetía diariamente, desde hacía tanto tiempo, por lo tanto, no les prestaban
mayor atención.
Todo
lo que había alrededor, personas y muebles, había ido envejeciendo junto con
ambos contendientes.
Un
visitante, que hubiera llegado allí por primera vez, y observado con atención
la escena, descubriría algunas peculiaridades. Desde el mismo comienzo, la
situación era extraña porque, a ambos grupos de piezas, le faltaba una: un
caballo, del lado de las negras, y nada menos que la Reina , del lado de las
blancas.
Pero
los dos hombres parecían hacer caso omiso de esa situación, y disponían todo
para el juego, turnándose cada día los colores, disputando la partida con
aparente normalidad.
Un
jugador avezado repararía en la clara superioridad con que iniciaba el juego
quien manejara las piezas negras, pero ellos no se inmutaban. Esto podría
parecer lógico, dado que cada día intercambiaban las piezas, y por lo tanto,
también la ventaja. Y en esto, se daba la lógica: cada día ganaba la partida el
que jugaba con las piezas negras.
Entonces,
el vencedor se ponía de pie. Arreglaba un poco sus ropas, ajadas y desteñidas,
y giraba su rostro, triste y avejentado, hacia la pared, tras el mostrador. Por
entre las botellas, el espejo oxidado le devolvía una imagen joven y vigorosa,
con una sonrisa alegre, llena de esperanza.
Caminaba
hacia la puerta, que se abría en la ochava de la esquina, frente a la plaza, y
bajaba a la vereda. Se quedaba parado, con la vista fija en el fondo de la
calle principal, hasta que las campanas de la iglesia anunciaban las cinco de
la tarde. Dejaba pasar dos o tres minutos y luego, con la pesadez propia de la
desilusión, volvía sus pasos hacia la mesa del rincón, donde su compañero lo
esperaba, cabizbajo, mientras recogía las piezas, y las colocaba lentamente en
la caja.
— Hoy tampoco ha venido. ¡Cantinero! ¡Dos
ginebras!
Y
como había sucedido cada día, durante los últimos años, comenzaba el ir y venir
de los vasos. Llenos... Vacíos... Llenos... Vacíos...
Cuando
llegaba la medianoche salían, abrazados, sosteniéndose uno al otro y se
dirigían, tambaleantes, a sus casas.
Nadie
los esperaba. La soledad se había adueñado de sus vidas desde su juventud,
desde que la fatalidad había entrecruzado sus historias, y los había unido para
siempre.
*
* *
Ella
tenía una belleza sin igual. Su frescura los había cautivado a ambos, y ambos
habían dejado volar sus ilusiones tras el eco de su risa. Ella supo lo que
pasaba en sus corazones, pero su propio corazón no supo decidirse por uno de
ellos. El pequeño poblado no le daba muchas más posibilidades, por lo que
tampoco pudo rechazarlos a los dos.
Tal
vez fueron su inocencia y su inmadurez que la llevaron, un día cualquiera, a
proponer el desafío: ella saldría hacia las afueras del pueblo y cabalgaría
hacia la zona escarpada de la montaña. Ellos saldrían una hora después. El que
la encontrara, sería el dueño de su corazón. Tan sencillo y tan drástico como
eso.
*
* *
Sobre
el mármol húmedo y frío del mostrador, un vaso de vino me separa del rostro
taciturno del dueño del café. Tiene unos cuarenta años, y la historia, más de
treinta. Los detalles los conoce por boca de su padre, que siempre vivió en el
pueblo. Él los ha repetido miles de veces, a los curiosos. Ahora, los relata
para mí.
La
aciaga jornada se inició con una mañana gris. El día se mantuvo oscuro, tal vez
como presagio de lo que vendría. Las mesas del café se llenaron de un silencio
pesado, expectante, que se extendió después por los árboles de la plaza,
apagando los trinos, y apretujó los ojos y los labios que velaban, detrás de
las persianas.
A
las cinco de la tarde, los dos jóvenes regresaron desorientados, con las manos
vacías, sin comprender. Se apearon frente al café, y se quedaron parados allí,
con los brazos caídos al costado del cuerpo y la mirada perdida hacia el fondo
de la calle.
Sólo
les quedó, grabada indeleblemente en su vida y en sus ojos, la imagen de la
mujer que amaban, con su blusa blanca, desafiando al viento, partiendo al
galope en su caballo negro.
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miércoles, 3 de octubre de 2012
Luz
El agua se
deslizó por las ventanas, dibujando tortuosos surcos en el polvo que cubría los
cristales.
En la última hora
de la tarde había comenzado a llover copiosamente, y ahora, ya entrada la
noche, el suelo estaba anegado, y los relámpagos continuaban su intermitente
irrupción en la oscuridad del cielo.
La violencia y el
estruendo de un rayo se hicieron sentir por sobre el cercano bosque de pinos, y
el eco de la descarga se fue apagando, lentamente, hasta perderse en los
arbustos que rodeaban la ruinosa casa.
Adentro, el
hombre permanecía ajeno a aquel despliegue de efectos visuales y sonoros que
ofrecía la Naturaleza. La tormenta lo había sorprendido mientras caminaba hacia
el pueblo, y se había guarecido en aquel lugar abandonado.
Su mirada se
perdía tras la espesa cortina de agua, pero no veía la noche.
La carta que ella le enviara, cuidadosamente doblada junto a su pecho, había transformado su vida
en un permanente día de sol.
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domingo, 16 de septiembre de 2012
La amiga
La desnutrición,
la desidia, los malos tratos, afectan profundamente a las personas, y alteran
los procesos naturales. Ana María nació prematura. No se habían cumplido siete
meses de embarazo, cuando comenzaron las complicaciones, y su irrupción en el
mundo se adelantó a lo previsto.
La madre sufrió.
La niña sufrió. Los médicos se esforzaron al máximo. Finalmente, pudieron decir
que llevaría una vida bastante normal.
Durante esos
meses de cuidados e incertidumbre, el padre optó por desaparecer. La madre
guardó una temerosa esperanza de que retornara, hasta que la niña cumplió tres
años. Entonces, cerró la puerta del pasado. Ya bastante dolor tenía, en el día
a día de su vida gris y accidentada.
Ana María crecía
con dificultades, y su carácter se había tornado hosco y taciturno. Pasaba
largas horas sentada en el patio, mirando hacia la nada. No tenía amigos, y sus
juegos se limitaban a escribir con ramitas en el suelo, o conversar con los
pájaros. El caso es que las aves elegidas eran los cuervos, los halcones, las
lechuzas. Quienes la observaban en esos momentos se estremecían. La pobreza en
que vivían impidió que tuviera juguetes, salvo los que, toscamente, elaboraba
su madre.
Pero un día algo
cambió. Llegó a la humilde casa un misterioso paquete, sin rastros del
remitente, y con una sola inscripción: Ana María. Su madre, sobresaltada, dudó
mucho antes de abrirlo. Finalmente, encontraron dentro una muñeca. Era muy
hermosa, bastante grande, y con unos vestidos de colores que rápidamente
cautivaron a la niña. Su mamá y algunos vecinos conjeturaron sobre el origen
del regalo, pero viendo el entusiasmo de la pequeña, decidieron olvidarlo.
Los cambios
fueron inmediatos y sorprendentes: la muñeca pasó a ocupar todo el tiempo en
los juegos de Ana María. Comenzó a sonreír, y ya no hablaba con los lúgubres
pajarracos, sino que lo hacía animadamente con su nuevo juguete. Se la veía
activa, salía a caminar por los prados, e incluso la escucharon tarareando
algunas canciones. Algunas tardes, su mamá la sacaba al frente de la casa, y
allí compartía un rato de juegos con las otras niñas que vivían en la misma
calle. La transformación había resultado tan satisfactoria, que las visitas al
médico se espaciaron, y éste la encontraba cada vez mejor.
Uno de esos días,
en que la niña jugaba con sus amiguitas, y las mamás formaban una rueda aparte,
para contarse las novedades del barrio, una de las compañeritas comenzó a
burlarse de la pequeña Ana. Muchas veces, los niños resultan crueles con sus
bromas, al no ser conscientes del daño que pueden causar. Le recordó que no
tenía padre, que tal vez hubiera sido un delincuente, que ella era muy pobre
para jugar con una muñeca como esa… La niña rompió a llorar, y antes de que su
madre se diera cuenta, salió corriendo hacia la casa, y se echó de bruces en su
cama. Ahogando los sollozos, se incorporó y miró a su muñeca. Tal vez proyectó
toda su rabia y su frustración en aquel juguete. El hecho es que la tomó de una
de sus manos, y comenzó a sacudirla violentamente, golpeándola contra las
paredes y contra el piso. En determinado momento, la muñeca salió disparada
hacia el otro lado de la habitación, y quedó en un rincón como lo que era: un
juguete roto.
La niña observó
su propia mano, y descubrió con aprehensión que se había quedado agarrada a dos
pequeños dedos de plástico, por eso el resto de la muñeca se había desprendido,
dada la fuerza de los sacudones. Los arrojó hacia el rincón donde había quedado
su juguete, y salió corriendo hacia el patio. Allí estuvo durante casi dos
horas, sumida en la contemplación de la nada. Cuando las lágrimas dejaron de
fluir, y su corazoncito aquietó los golpeteos, retornó, cabizbaja, a su
habitación.
Grande fue su
sorpresa, cuando descubrió que su muñeca ya no estaba. Buscó por todo el
cuarto, pero no la encontró. Tal vez su mamá la había visto allí, desmembrada,
y la había llevado para arreglarla. Pero la madre no sabía nada. Ni siquiera se
había percatado de que su hija ya no jugaba en la calle con sus amiguitas.
Durante los
siguientes días, las búsquedas infructuosas fueron debilitando las esperanzas
de la niña que, finalmente, se rindió a los hechos. En su pequeña cabecita no
había lugar para los misterios, así que asumió que la muñeca se había marchado,
ofendida por el maltrato, a buscar otra niña que la quisiera de verdad.
La vida de Ana
María volvió a encerrarse en el patio trasero. Otra vez las incontables horas
de mirar en el vacío. Otra vez la ausencia de sonrisas. Y otra vez los pájaros
agoreros, como únicos confidentes de aquella pequeña alma trastornada.
Así pasaron dos
años, hasta que la tristeza se agudizó de tal manera, que la niña se alimentaba
muy poco, y casi no se movía. Entonces, el médico tomó la decisión: la
llevarían a la ciudad, a un centro especializado, donde la rodearían de cuidados
y tratarían de recuperarla. Como el caso había llamado la atención de otros
médicos, fue fácil obtener la aprobación para internarla, a pesar de la pobreza
en que vivían.
A los pocos días,
era ingresada en un moderno hospital, e instalada en una luminosa habitación,
que habían adornado con flores y globos.
El médico vino a
visitarla, acompañado de una enfermera joven y bonita. La presentó, diciéndole:
— Ella será tu
enfermera particular. Te acompañará, vigilará tu tratamiento, y jugará contigo
cuando lo desees. ¿Te parece bien? ¿Estás contenta?
La niña, débil y
asustada por aquellos cambios, asintió con la cabeza.
El médico se
retiró, y cuando ambas quedaron solas, la joven acarició la cabecita de la
niña, tratando de tranquilizarla.
— Ya verás que
seremos buenas amigas. Sé que has sufrido mucho, pero yo te comprendo. Mi vida
tampoco ha sido fácil. Fíjate, incluso, lo que llegaron a hacerme…
Y diciendo esto,
le mostraba su mano, blanca y delicada, a la cual le faltaban dos dedos.
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lunes, 20 de agosto de 2012
Lo que soy
El ayer, que por momentos
se ilumina de recuerdos,
y deja
prisioneros en las sombras,
aquellos tragos
de sabor amargo,
viene ahora a decirme
lo que soy.
Desde la otra orilla
de la vida, partí
con rumbo siempre incierto.
Bebí
de manantiales turbios,
y en los puros
acrisolé mi reflejo,
antes de dar de beber
a mi corcel de sueños.
Miro adelante,
y en la escarpada senda
que viborea
hacia el horizonte,
veo recortarse
la silueta
enigmática,
prometedora,
desafiante,
de tres puntos
suspensivos...
viernes, 22 de junio de 2012
La siesta
Don Pablo dormitaba en la mecedora, instalada bajo el amplio
alero de la vieja casona. Por la galería corría un poco de aire fresco, que
resultaba agradable, para contrarrestar los efectos de la tarde veraniega. La
calma, obligada, por la intensidad del sol, se había adueñado del jardín, y
sólo podía oírse un vago rumor de hojas y algún insecto, que trajinaba a la
sombra de los arbustos.
De pronto, ante los ojos entrecerrados del anciano, aquel
paisaje, que parecía estático, adquirió vida y movimiento, en la forma de dos
alegres niños que corrían de un lado a otro.
El semblante de don Pablo se transformó: todo su orgullo de
abuelo afloró en la mirada que dedicó a los pequeños, que jugaban y reían,
indiferentes al calor agobiante.
El espacio verde, que separaba la casa de la calle, fue
adquiriendo, en los momentos que siguieron, distintas características, según
las dictaba la fecunda imaginación infantil: primero fue océano encrespado,
donde se debatía el barco del pirata más legendario; luego se transformó en un
callejón polvoriento, donde los dos pistoleros más rápidos del Far West se
batieron a duelo.
Hubo unos instantes en que la acción se trasladó al frondoso
tilo, devenido en inexpugnable castillo, donde dormía el ogro malvado. Tras un
breve reposo, a la sombra del “castillo”, y el disfrute del sabroso botín de
higos maduros, de nuevo los aventureros coparon el jardín. Porque las naves
espaciales necesitan mucho espacio, para sus viajes interplanetarios...
Después, el partido de fútbol: ¡infaltable! Sólo que, a poco
de comenzar, se detuvo abruptamente, y la pelota rodó, olvidada, hacia el
alambrado que daba a la calle. Es que, en ese momento, Adelaida volvía de la
escuela, con su túnica impecablemente blanca, su cabello al viento, su risa...
Se miraron, sonrojados, y se lanzaron furiosamente tras la
pelota que, a los pocos minutos, volvió a ser el centro de su atención.
El sol había declinado un poco, y algunos pájaros llegaron, para
colgar su música en las ramas frescas de los frutales. Los primeros trinos
despertaron a don Pablo que, antes de abrir los ojos, notó que estaba
sonriendo. Miró hacia el jardín, sereno, limpio, intocado...
¡Ah! ¡La vida, que no había querido darle nietos!
Y volvió a quedar dormido.
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domingo, 20 de mayo de 2012
Vacaciones
Parecen estrellas de mar. Giran... Giran... Sus brazos
ondulan... Pero se ven enormes, y están suspendidas en el aire de mi
dormitorio. Sí, reconozco mi habitación, aunque las paredes aparecen pintadas
de colores fluorescentes, y los rincones han adquirido una oscuridad tan
profunda, que me resulta imposible definirla.
Desde allí,
desde esos ignotos rincones, me llegan
voces, en animada conversación. Una de ellas es, claramente, la de mi abuela
Orietta. Sí. Es inconfundible. La he extrañado mucho, ya hace dos años que murió.
Entonces... ¡Claro! ¡Estoy soñando! Respiro, aliviado. Ya había empezado a
preocuparme.
Bebo un
poco de agua, del vaso que está sobre la mesa de luz, y me dispongo a dormir
nuevamente. Mañana es mi día libre, por lo que he apagado el reloj y el celular.
Tal vez esa extraña danza de las estrellas de mar me sirva de arrullo, para
conciliar el sueño.
No sé
cuánto tiempo he dormido. El estridente sonido de mi celular me saca,
violentamente, del pozo profundo en que me veía, girando. Los párpados me pesan
y, entre el embotamiento que me produce la somnolencia, alcanzo a distinguir
que no es la alarma, sino una llamada. Atiendo, y de nuevo la sorpresa me
invade
— ¡Hola!
¡Mi nieto querido! ¿Cómo has estado? Soy tu abuela, Orietta.
Mis labios
se mueven, maquinalmente, y sé que he pronunciado algunas palabras, pero no
escucho mi propia voz.
— Claro que
sí, cariño — su voz me suena como si la tuviera al lado— ¿Sabes?
Hace un momento estaba hablando de ti, con unas amigas. Les
contaba de tu afición por el mar. Espero que mi accidente no te haya afectado,
al punto de que reniegues de tus gustos.
Mi abuela
viajaba en un crucero, que se hundió cerca de las costas de Italia. Fue un
accidente tonto, pero se cobró muchas vidas. Mientras las imágenes pasan por mi
mente, le respondo algo, que tampoco puedo escuchar.
— ¡Me
alegro muchísimo! Eso me tranquiliza, y realmente hará más llevadera mi
estancia aquí. ¡Te quiero mucho! ¡Un beso grande!
Y cortó.
Todavía
aturdido, voy a dejar el celular sobre la mesa de luz, pero está llena de
algas, que tengo que apartar. Entonces, recuerdo que había apagado el aparato,
antes de acostarme. Comprendo que, nuevamente, estoy soñando. Esta vez el
alivio es mayor. Por supuesto que mi abuela fue un ser muy especial para mi, y
es lógico que la recuerde, aún en sueños. También es comprensible que aparezca
el mar, dada la fascinación con que me atrae, desde niño. Pero la voz me ha
sonado tan nítida, que todavía estoy estremecido por el horror.
No se
vislumbra, aún, la claridad del amanecer, pero decido que es mejor levantarme.
Tal vez, más tarde, intente dormir otro poco. Me incorporo en la cama y, al
bajar los pies, buscando mis pantuflas, éstos se hunden en el agua helada. El
contraste entre el calor de mi piel, saliendo de entre las sábanas, y el frío
inesperado del agua, termina de despertarme. ¿Qué está pasando? ¿Otra vez, la
tubería del baño? Descalzo, camino hacia allí, notando que piso algo blando...
¡Arena! ¿Cómo es posible? ¡En el piso de mi dormitorio! ¡Ni siquiera en una
inundación, estoy en un tercer piso!
Me digo a
mi mismo que debo tranquilizarme. Todo debe tener una explicación racional.
Calma... Calma. ¡La ventana! ¡Eso es! Abrir, observar la noche, dejar que entre
el aire fresco. Eso me ayudará a pensar. Camino hacia la pared, ya mis pies se
han acostumbrado al frío del agua, dándome la sensación de que estoy totalmente
sumergido. Intento abrir, pero... ¡Qué distraído! ¡Con mi experiencia, y no
recordar que los ojos de buey no se abren! Me sonrío, agradeciendo que nadie me
esté observando.
Me dirijo
al pasillo, viendo de reojo que ya el agua cubre la cama y la mesa de luz. ¡El
celular! Pero ya es tarde. El agua, que se mece suavemente, ha deslizado el
aparato, que se hunde rápidamente. ¡Qué contratiempo! ¿Cómo haré, ahora, para
comunicarme con mi abuela, que viaja en un camarote al otro lado del barco?
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lunes, 14 de mayo de 2012
Martes y Sábados
— No importa lo que haya hecho, ni lo que digan de él. Es mi
nieto, y punto – dijo Etelvina, y salió de la pieza, apartando de un manotazo
el raído trozo de tela que hacía las veces de puerta.
Afuera,
caía una fría y pertinaz llovizna. Todo se iba transformando, lentamente, en
barro. Parecía que hasta los pensamientos se mezclaban, en una pasta pegajosa,
con la tierra greda empapada.
Pero a
Etelvina nada de eso le importó. Con un pesado bolso en cada mano, se lanzó al
camino que conducía al pueblo, si es que se podía llamar camino a aquel
tortuoso sendero, donde competían las piedras, los yuyos, y las profundas
huellas de los carros, que ahora aparecían llenas de un agua espesa y
amarronada.
El obeso
cuerpo de la mujer se bamboleaba, equilibrando su andar con el peso de los
bolsos. Aunque eran las dos de la tarde, la plomiza cortina de agua se había
robado la luz. La silueta borrosa de Etelvina parecía un enorme pato, que
avanzaba trabajosamente por el lodazal. No llevaba nada para protegerse de la
lluvia, por lo que el agua se iba adueñando de sus cabellos y de su ropa,
aunque no de los bolsos, que estaban bien envueltos en sendas bolsas de
plástico.
Llevaba
unas viejas botas de cuero, agujereadas, que no hacían más que entorpecer su
caminar, dado que, a cada paso, el barro se les adhería y se llenaban de agua,
resultando cada vez más pesadas.
Tras un
rato, que pareció eterno, sus pasos comenzaron a sonar más firmes, en las
primeras calles asfaltadas del pueblo. Se detuvo un momento, para alivianar sus
botas del molesto barro, y quitarse los cabellos de la cara. Aterida, ya no
sentía el frío. Sólo quería llegar a su destino.
El badajo
golpeó tres veces la campana de la iglesia. No se había extinguido aún el
sonido del bronce cuando, entre el húmedo gris de la tormenta que arreciaba,
apareció la mole, aún más oscura, del edificio de la cárcel.
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sábado, 5 de mayo de 2012
El paseo
Ella lucía su pelo atado en dos coletas.
Él llevaba el traje con afectación.
Ella regalaba sonrisas por doquier.
Él caminaba erguido, ajustando su corbata.
Ella saltaba los charcos.
Él buscaba dónde pisar seguro.
Ella lo miraba con ternura.
Él la miraba lleno de orgullo.
Caminaron
de la mano hasta la plaza.
Eligieron
un banco, y se sentaron en silencio.
El vaivén
de los columpios fue la música de fondo.
Él se puso serio, y buscó las palabras adecuadas.
Ella lo miraba, expectante.
Él hizo todo lo posible por disimular.
Ella lo tomó de las manos, casi suplicante.
Él habló, finalmente:
— Tú ganas. Después que juegues con tus amiguitas, te
llevaré a tomar un helado.
Ella se colgó, feliz, del cuello de su abuelo.
domingo, 8 de abril de 2012
Vienen
y golpean, como golpean
las olas en la playa,
y se vuelven al mar
para volver, siempre.
Vienen
y se van, como se van
las golondrinas, emigrando,
buscando calidez
en otros prados,
para volver, siempre.
Vienen
y me inquietan, como inquietan
las presencias agoreras
de los cuervos,
que rondan su presa
para volver, siempre.
Vienen
y me dejan, si me dejan,
sabor amargo de pasado y de futuro
no resueltos,
que nunca se van,
y vuelven siempre.
sábado, 31 de marzo de 2012
Rumbo a la noche
Has subido al autobús, con el corazón palpitante y las
palmas de tus manos húmedas, por los nervios. Tu bolso va liviano. Llevas poco,
a más de la prisa y la decisión.
Los edificios de la gran ciudad, que tanto te asfixian,
ahora pasan veloces, hacia atrás, y se van quedando allá, en el lugar donde
juntaste coraje para iniciar el camino.
También se quedan allí, atrás, la sorpresa de tu novio
mañana, cuando lea tu carta, escrita en el último minuto, y la melancolía de
Marzio, tu gato fiel, que ha entibiado tus manos durante las eternas madrugadas
insomnes.
Y quedan, también, tus pequeñas amadas posesiones: la
colección de muñecas de tela, que te acompaña desde la adolescencia y la media
docena de bonsái, que has tenido la paciencia de cultivar, en ese claustro de
treinta metros cuadrados, que se asoma a un décimo piso, y desde el cual puedes
contemplar la deprimente faz de otro edificio, más alto y más gris.
Ahora, miras hacia delante. Ves el paisaje, monótono e
interminable, y las líneas, blancas y amarillas de la ruta, que se pierden
abúlicamente bajo la marcha cansina del vehículo. Será un viaje largo, pero
sabes que será un viaje de vuelta: el de ida, lo has hecho tú, viviendo,
malviviendo, desde el día en que naciste.
Porque hacia allí te diriges: hacia ese día en que la luz te
dolió en los ojos por primera vez. Ese día en que pudiste ver los rostros de
quienes, después, serían la razón de tus tormentos.
Las sesiones de hipnosis, a las que concurriste con tanto
miedo e ilusión, te permitieron sentir, claramente, el rechazo que generaste en
aquellos que debían amarte. Las penurias que siguieron, día tras día, las
recuerdas con sólo cerrar los ojos, aunque desearías no hacerlo. Cada imagen
que viene de tu pasado, es un fino puñal que abre una nueva herida, destinada a
no cerrarse.
No fuiste niña. Nunca te lo permitieron. Debías pagar la
culpa de haber nacido y la pagaste con encierro, oscuridad y golpes. Nada de
juegos, ni escuela, ni cariño. Sólo odio, sordo e intenso: irracional. Pero un
odio que no se atrevió a matarte en el vientre, y que nunca dio el golpe
definitivo contra las descascaradas paredes de la miserable casa.
Había, sembrada en ti, una luz inextinguible. Una extraña
fortaleza te mantuvo aferrada a los atisbos de vida que te llegaban a través
del ventanuco de la pieza. En las casuchas vecinas había niños, perros,
risas... Historias que podían catalogarse como normales, aunque hundidas,
también, en la miseria.
El autobús se detiene, en medio de la nada, para levantar un
pasajero. Eso te distrae y te evades de la tristeza de los recuerdos. Buscas un
pañuelo, y recoges con cuidado esas lágrimas, que sientes como perlas.
Observas el entorno. Todo lo que ves es desconocido para ti.
Sólo pasaste una vez por ese camino, hace muchos años, y venís huyendo. No
tienes imágenes de aquel trayecto, porque en tu mente sólo habían dos cosas: el
dolor que dejabas atrás, y la pequeñísima luz de esperanza que adivinabas
delante. Tenías diez años, pero habías vivido un siglo.
La familia que te encontró, desmayada a un costado del
camino, te salvó la vida. Pero luego, tuvo que darte una vida nueva. Aterrada,
desnutrida, analfabeta...tenías miedo hasta de las caricias, porque no las
conocías.
Ellos fueron tus ángeles, y decidieron ser tus padres,
aunque ya eran ancianos. Doce años junto a ellos redescubrieron en ti al ser
humano, aunque las huellas del horror no se han borrado todas, prueba de ello
es este viaje.
Los ancianos se amaban entrañablemente, así que cuando uno
de ellos murió, el otro no tardó en seguirlo. Pero ya habían hecho su obra, y
esas partidas no fueron traumáticas para ti.
Te has hecho más fuerte. Has recibido una excelente
educación y has conocido muchas personas. Eres una mujer independiente, vives
con austeridad y valoras cada logro, porque sabes lo que es ser nadie. Porque
has sobrevivido a un infierno.
En el horizonte, algunos tonos violáceos anuncian el
atardecer. Sabes que el autobús llegará a destino apenas entrada la noche. Te
pones algo tensa, esto es el presente, y estás llegando al lugar del comienzo.
De nuevo surgen, desordenadas, las imágenes lacerantes. El
útero que te trajo al mundo, tampoco sucumbió a los embates del odio. Por otras
dos veces volcó su contenido en aquel ambiente de promiscuidad e ignorancia. Y
dos pares de ojos brillantes iluminaron tus días, ayudándote a no desfallecer.
Sabes que fuiste, para ellos, la única calidez en medio de aquel frío de
muerte.
Hoy de madrugada, muy temprano, te han llamado. Ellos, que
sobrevivieron dentro del infierno, te buscaron. Y ahora, cuando te bajas del
autobús, intentas reconstruir sus rostros, pero sólo aparecen sombras.
Los que sí aparecen, nítidos, son los ojos furiosos de tu
“padre”, antes de cada golpiza. Él, -te han dicho- murió hace siete años, en
medio de una orgía de alcohol y de cuchillos. No te inmutaste al escucharlo.
Sabías que así terminaría.
Caminas, ya por lugares conocidos. Quince años no han
borrado la miseria de aquel barrio, tal vez la han agudizado. Aunque es de
noche, y las luces son muy pocas, todavía puedes orientarte por aquellas
callejuelas. Tus zapatos –ahora llevas zapatos- se hunden en el barro y te
cuesta avanzar, como si una extraña fuerza tratara de impedir que, finalmente,
llegues a tu destino.
Ahora sí. Es allí. Hay un poco más de luz. Un farol y
algunas velas alumbran, fantasmagóricamente, las mismas paredes destartaladas
donde sufriste tus encierros. La cortina que hace las veces de puerta está
recogida sobre las chapas del techo y, nada más entrar, te das de lleno contra
el fin de tus búsquedas.
Unas pocas siluetas, de pelo enmarañado, rodean una caja,
hecha de tablas mal clavadas. Y tú quisieras echarte dentro, para volver a
entrar en ese vientre inanimado, y perderte por ese útero que ya no palpita,
hacia el oscuro mundo del que nunca debiste haber salido.
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