El sábado 1 de febrero de 2020, como era de costumbre marqué al celular de mi mamá para ponernos al corriente y darle tranquilidad de que yo estoy bien, así como ella a mí de que todos en Torreón están bien...las cosas no estaban nada bien en casa: mi abuela materna estaba en terapia intensiva.
Esa misma semana, la pobre sufrió una caída en su casa que provocó una fractura de cadera a sus más de ochenta años. Teniendo una valva mecánica en su corazón, dos procedimientos torácicos, habiendo sobrevivido a dos Eventos Vasculares Cerebrales Isquémicos Transitorios, siendo hipertensa y con un grado alto de fragilidad, tenía todos los pronósticos en contra, pero tampoco se le podía hacer un manejo conservador a su lesión. Debía pasar por el quirófano...y ella simplemente ya no tenía fuerzas para recuperarse.
No volví a saber nada sino hasta las 17 horas, que mis padres me llaman para despedirme de ella en altavoz diciéndome que se estaba yendo. Éramos muchos los que debíamos decirle adiós seguramente, así que fuí breve y conciso para darle tiempo a los demás y al equipo médico.
Ludym y yo limpiamos la casa, terminamos de lavar ropa, llamamos a nuestros jefes avisando que nos iríamos de la ciudad por emergencia familiar, dejamos mucha agua y comida a nuestras gatas, y partimos al amanecer a mi antiguo hogar.
En el camino, mamá me explica que ella estaba siendo cremada con prontitud como dejó estipulado en vida, y que su ceremonia y depósito tomarían lugar la noche del 3 de Febrero. No habría un velorio.
Llegamos a las 16 horas.
Nos reunimos con mis padres, y partimos juntos a la funeraria para recoger a las 20 horas su urna. Ahí estaban mis tíos, la mayoría de mis primos y hasta familia política. Ahí estaba, en una sencilla urna de madera con una placa del Sagrado Corazón que ella misma escogió; más pequeñita de lo que ya estaba, libre de sus medicamentos, su prótesis, las huellas del tiempo, de tristezas y pesares, reducida a polvo de huesos para hacerse una con el tiempo y su creador, pero sin el rostro sonriente que yo amé desde la primera vez que me acunó en sus brazos, o su dulce voz que me hacía volver a la niñez cada que me saludaba al visitar a su morada.
Acordamos partir a su casa a cumplir con el plan original de reunirnos a levantar su figura del Niño Dios en su ya silenciosa sala, y tal vez cenar ahí mismo como lo hacíamos cada año. Ludym y yo permanecimos en respetuoso silencio acompañando las dolorosas plegarias de nuestra familia creyente ante a la urna y el nacimiento montado.
En lo que ordenaron la cena, comenzó un intercambio de anécdotas, al cual yo contribuí con unas fotos viejas que respaldamos de ella hace ya algún tiempo desde su niñez a su último cumpleaños al lado de mi abuelito Lauro. Sin embargo sentía que algo me faltaba, y eso era mi momento a solas con ella, como todas las veces que he viajado para saludarnos y despedirnos con miras a nuestro siguiente encuentro...entré a su habitación y me senté junto con mi esposa en su cama, y dejé que mi mente asimilara lo vacío que estaba su tálamo, lo pequeñas que eran sus pantuflas, la ominosa presencia de sus cruces y estampas religiosas, su cepillo con hebras de su cabello, su almohada con el olor de la cabeza que tantas veces besé, sus batas y suéteres característicos con los que andaba cómoda por la vida, los muebles y accesorios que la acompañaron por las distintas mudanzas que había tenido, y la tinita masajeadora de pies que le compré para su último cumpleaños...rompí a llorar en brazos de mi mujer como ella jamás en la vida me vió hacerlo.
Se había ido. No regresaría a besarme y abrazarme. No volvería a recibir su bendición para regresar con bien a casa. No podría presentarle a mi primogénito como deseaba hacerlo. No pasaríamos juntos una nueva Navidad. No podría tomar de nuevo sus manos entre las mías.
La persona que me cuidó casi a diario con amor y paciencia el año que me negué a volver al kinder por culpa de una maestra con problemas de control de ira; la persona que con un abrazo y un vivaz '¡Ay mijo, mijo, mijo!' me quitaba por un momento el miedo a crecer, la persona que se reía a vivas carcajadas con mis ocurrencias, preguntas, travesuras y hasta peleas con hermanos y primo; la persona que nos dejaba amontonarnos hasta cuatro niños con ella y mi abuelo en su cama por las noches; la persona que en juegos me dejaba cepillar su cabello y adornarlo con accesorios; la persona que bañándome me cantaba con cariño algo de Cri Cri; la persona con la que disfruté pequeñas aventuras viajando a la Sierra de Durango y las playas de Mazatlán por primera vez; la persona que con mucho orgullo me felicitaba cada logro académico; la persona que podía ver muy adentro en mi alma aún después de que de mi rostro desapareció el semblante de miedo y se quedó para siempre el ceño fruncido de la ira; la persona que sabía que debajo de la amargura había un niño que se sentía muy solo y temeroso.
Tardé media hora en componerme al tener el rostro hinchado y rojo, lavarme la cara en su baño y reintegrarme a la triste reunión fingiendo que no pasó nada.
Nos llevamos las cenizas para que mamá las guardara antes de que llegue la hora de entregarla a su último lugar de descanso. Le dí un tierno beso dándole las buenas noches, y nos fuimos a nuestro hotel a descansar y digerir lo que me estaba pasando.
Aún en este momento que escribo, se me siguen saliendo las lágrimas por más que trato de contenerlas, y está bien. Es parte del proceso que debo pasar al perder a mi otra figura materna que me acompañó 34 años de mi existencia. Sé que ella fué feliz a pesar de las crisis y pérdidas que vivió, que ella se sabía y sentía amada por todos nosotros hasta su último día, y que se fué en paz sabiendo que todos estábamos bien.
Pero aún sabiendo que ella vive en mí, no dejo de sentir que un pedazo de mi corazón ella se lo llevó.
Adiós, mi dulce Ángel. Gracias por todo tu amor.