La lista antrobiótica: parte postrema


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52. Motolinía esquina Cinco de Mayo, tercer piso, ciudad de México. “¿Habitamos las casas o ellas nos habitan a nosotros?”, empezaba un poema de hace casi 20 años. “Quiero decir adiós a este pequeño mundo, único mundo verdadero” escribió el buen Paz también hace ya un chingo. La quebradiza realidad es una combinación de los dos: la casa es el único mundo verdadero que sabe habitarnos. Hace meses vivo aquí y no hay ninguna razón para comer, beber o amar este lugar: el refrigerador está vacío salvo por un calabacín que ha aprendido a convertirse en un experimento científico, la despensa presume a duras penas un Chocotorro rosa (fecha de caducidad 14AGO04) y la “cava” no pasa de una botella que, de alguna forma rara, nadie se ha chupado (Weingut Robert Weil Kiedrich Gräfenberg Auslese 2002). El alcohol y la coca han vuelto a esta mano un pequeño infierno de temblores, pero la tiendo en busca de algo que esté vivo. Están vivos los estantes: me saludan desde ahí los muchos Ulises de la biblioteca: el Ulises de Homero, el valiente Ulises de Dante, el sonoro Ulises de Tennyson, el Ulises inabarcable de Joyce. Ahí descansan, hasta nuevo aviso, las gramáticas, las claves, los diccionarios que algún día me abrirán las puertas de todos esos delicados idiomas que desconozco (¡qué bello sería hablar occitano hoy que el futuro han quitado casi a su existencia!), ahí Cernuda, Villena, Catulo de Verona, las voces que nos enseñaron a amar cuerpos sin la cursi distinción de los géneros; el espeso Baudelaire está ahí (O Satan, prends pitié de ma longue misère!) pero también el fresa y amado Borges (“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”: ¿alguien conoce un mejor adjetivo para noche?), los paraísos infernales de Blake y el camino de Lao Tzu, que los hombres no podríamos conocer porque no sería el camino verdadero. Tiendo la mano y está, vivísima, la música. Está ahí esa catedral de hielo que es las Variaciones Goldberg con Glenn Gould; está la súplica sin oídos de Thom Yorke, su voz de monje herido, Nick Cave que (hubo un tiempo) se abría las inútiles venas para escribir con sangre; está la suave afrenta de Mylo: To solve all my problems, I had to get out of drugs, I had enough of that, I had to college, earning the money, the material trip, I just decided I was going to find a new way of life, so I took off on my bicycle... Las películas del librero están también muy vivas: está ahí la mano que muestra las posibles ventajas de cualquier arma en Taxi Driver, la chaqueta de Mulholland Drive ("única chaqueta verdadera"), la voz de Daniel Day Lewis en El último de los mohicanos, que siempre imaginé tallada en una piedra hecha de tiempo en el sur de Canadá...

Pero entonces abro o cierro los ojos y cada cosa, la mesa de centro, el edredón, más allá del alcohol y la coca, está viva. Este espacio lo habitan mis amigos. Ahí está Mauricio. Lo veo extrayendo de un bolsillo otro bolsillo, atascado de todas las drogas posibles (en verdad): quién le dio a este cabrón permiso para cargar todo eso. Ni idea. Recorre la noche como si se tratara de un aprendiz de díler (he’s giving us the yard, comenta alguien) y, en algún momento, volteo a vernos y somos jergas, mierda región 4, pero bellos junto a la enorme ventana: delgadísimas muestras elegantes de lo que la droga te va a hacer cuando nadie más pueda hacer nada por ti. Otra vez abrir o cerrar los ojos: Rocío, recostada en la cama, me mira con una dulzura digna de otro país, de otro mundo. “Chío, le pregunto, ¿por qué me ves así?” Ella se mediocubre con un cojín, el edredón hecho bola entre las piernas, y dice: “Por nada.” Qué hermoso es todo. Mónica también ha consumido enormidades. Despierta de un sueño que puede haber durado cinco años, después de una línea espantosa de polvo rosa, y le digo: “¿Por qué nos metemos tantas chingaderas?” “Pues para madrearnos” responde, con una lucidez que me quema el cerebro. Y Cris también está ahí, pero hipersobria. Cris caminando en el centro, llegando a la casa, colgando fotografías en mi ausencia, Cris en el sofá, sobre la mesa, haciendo el amor en el cantil del vértigo o en la silla, sudando y gritando en el mínimo espacio del comedor, retozando en la cama. Raquel, en cambio, forma tres mezcales en la mesa y los bebe de golpe; en algún punto de la noche va a destrozarse la frente con la puerta del edificio. Pero es bellísima: nos acostamos para calmar los nervios, la pared manchada de sangre, y nos abrazamos: despreocúpate, querida, pronto dejaremos esta ciudad horrenda y nos iremos a nuestra amada Dublín, a sentarnos junto al Liffey, y seremos felices. Entra Isabel: qué gusto verla coger con Mauricio o con Raquel (¿les paso el dildo, amigas mías?) o con Riccardo o, un día, sin mayores aspavientos, conmigo. Cuánto nos queríamos, carajo, y nosotros ni idea. Y Paola, diablos, suelta una lágrima la primera vez que la penetro (¿por qué?, ¿no estábamos en 2005, el año en que dijimos al demonio?). Al tiempo que pido un taxi, en la cómplice oscuridad del cuarto, llega Mar a acariciarme como una brillante cascada de agua fresca. Es la última vez que nos vemos, pero yo no lo sé y todavía no me duele. (L. no está aquí, no está por ningún lado su cuerpo pálido ni sus ojos verde chiapaneco o su pelo rojo, negro, güero. A L. seguirá esperándola París. Ni modo.) Y mientras tanto Lula observa: Lula sabe todo; me ve desde su pequeño cuerpo de perrito de diez kilos, y me quiere, de alguna manera intuye que a pesar de todo nada pasa, y se queda dormida en medio del escándalo: ella va a comer mañana, y a beber agua sencilla. El mundo seguirá su curso bobo e interminable...

Motolinía a la altura de Cinco de Mayo (tercer piso) no es casi nada: no hay razón para comerlo, beberlo o amarlo. Es un espacio del Centro con un cuarto y pisos de madera; hay un edredón gris, un estéreo, un chingo de discos, y todavía no le ponen lámparas. Zarpa, ven aquí, únete, le he puesto una gran X a la ventana. Ya lo sabes: mis amigos están conmigo.


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