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sábado, 6 de abril de 2019

¿Qué hacer con la incertidumbre?

Da la impresión que, desde que Bauman acuñara la expresión “tiempos líquidos”, convocara con ello la conciencia sobre la incertidumbre y esta se hubiera incorporado, con derecho propio, a nuestra cotidianeidad.

Antes había más certezas y se esperaba, de muchas cosas, que durasen para toda la vida, desde nuestra tecnología, hasta los libros o la discografía que coleccionábamos, desde nuestras opiniones hasta las relaciones o nuestro puesto de trabajo. Estoy, hoy en día, ya no tiene por qué ser así.

Bauman hablaba de tiempos líquidos porque, decía, nada dura tanto como para que pueda cristalizar, desde la tecnología hasta la premisa con las que creemos comprender cualquier realidad, todo se ve sometido a cambios continuos, rápidos y cada vez más impredecibles.

Daniel Innerarity va más allá y ya advierte que estamos transitando de lo líquido a lo volátil, a un tiempo de inestabilidad permanente, donde la incerteza es máxima por ser inasible y escapar, del todo, a nuestros instrumentos de predicción.

Si esto es así ahora o siempre ha sido así es otra cuestión. De hecho, parece ser que nuestra mentalidad y los sistemas de predicción en los que depositamos nuestra confianza, inspirados, todos ellos, en la mecánica lineal del siglo XVII, momento en el que se sistematizaron relaciones de causa y efecto entre las partículas y que permitieron pronosticar comportamientos futuros, están siendo progresivamente revisados por otras disciplinas de la física, como la mecánica cuántica que, a su vez, parece concordar más con formas de pensamiento orientales que se remontan a 2.500 años que con los parámetros científicos de la física tradicional.

Sea como sea, la incertidumbre no es algo nuevo para nosotros ya que está vinculada al futuro y, el futuro, no existe por definición; por ello, quizás la única diferencia entre estos tiempos y cualquier tiempo anterior sea el hecho de haber constatado que cualquier futuro es posible.

Una idea que evoca a Nassim Nicholas Taleb cuando, reflexionando en torno a diferentes crisis y catástrofes recientes que no hemos podido anticipar, afirma que, en un mundo complejo como el nuestro, tan sólo podemos predecir lo que ya conocemos, que nos creemos por ello fuertes y justamente esto [el creernos fuertes], es lo que nos hace frágiles.

La incertidumbre respecto a lo que puede acontecer es la fuente de la que manan nuestros temores y miedos, de ahí que reducirla sea la obsesión, buscamos gobernar las variables que creemos que determinan nuestro futuro, desde el más lejano al más inmediato y, en nuestra cabeza, siempre existe un plan, por pequeño que sea.

Cuando se trata de saber lo que comeré al mediodía o el tiempo que hará mañana quizás no entrañe muchas dificultades en cuanto a reducir y mantener a raya la incertidumbre, pero, cuando se trata de aspectos más complejos, ya sea por la cantidad de variables intervinientes, ya sea por el desconocimiento de todos los factores que pueden conjurarse y la multitud de combinaciones con las que pueden hacerlo, creer controlar lo que va a pasar, como dice N. N. Taleb, no sólo es una ilusión sino que, además, es un peligro.

De ahí que junto a cualquier plan sea importante desarrollar también la convicción de que es tan posible que suceda lo que hemos previsto, como de que no suceda porque la constelación de variables adopte una forma totalmente imprevista a lo esperado.

Junto a la capacidad de planificar es sumamente importante muscular la capacidad de improvisar a partir de los recursos que, en un momento dado, tenemos a mano.

Muy interesante al respecto la aportación que hace François Jullien en la Conferencia sobre la eficacia [2006], un ensayo que nos ofrece una comparativa entre los modelos occidental y chino de enfocar la estrategia.

El autor aduce varias razones para escoger China, entre otras la de tratarse de una gran civilización que se desarrolló lingüística e históricamente al margen del pensamiento europeo y por estar fundamentada en principios y valores diametralmente opuestos a los nuestros.

Lo interesante de la aportación de Jullien es el hecho de contraponer al pensamiento estratégico occidental basado en la anticipación de la secuencia de acciones necesarias para llegar a un resultado, con el pensamiento chino basado en gestionar el aquí y ahora, aprovechando el potencial que ofrece la situación en la que nos hallamos y detectando los factores “facilitadores” para sacar el máximo provecho de ellos. Se trataría, así sin más, de dos modelos muy distintos, en uno se trata de gestionar posibilidades y en el otro de trabajar con realidades.


Decía que, la duda sobre lo que ha de acontecer genera temor o miedo y esta sensación es la que nos mueve a reducir o eliminar cualquier incertidumbre que nos aceche.

Como he comentado, normalmente abordamos este tema planificando, esto es decidiendo los pasos que vamos a dar en el futuro para garantizar el logro de un objetivo propuesto, pero también lo hacemos estructurando la realidad para poder comprenderla, debido a una suerte de mágica relación que establecemos los humanos entre comprender algo y la capacidad que, por ello, creemos tener para someterlo a nuestro control y gobernarlo

Estructurar la realidad siempre supone ordenarla de forma distinta a cómo se presenta con el propósito de comprenderla según la lógica en la que nos hemos educado. Normalmente estructurar consiste siempre en simplificar y reorganizar, es decir, darle una nueva forma a la realidad para que quepa en los siempre estrechos límites de nuestra comprensión.

Por utilizar un ejemplo gráfico, viene a ser como si la realidad fuera un círculo y necesitásemos convertirla en un cuadrado porqué nos es más fácil explicarla. La estructuración sirve para explicar la realidad y comprenderla pero nunca para sustituirla, por mucho que encaje el círculo en nuestro cuadrado, la realidad nunca será ese cuadrado y siempre habrá una parte que se escapará a nuestra comprensión, el peligro está en invisibilizar o negar lo que no podemos explicar o ignoramos. Ser conscientes de que el mundo es mucho más complejo que la versión resumida que utilizamos para hacerlo manejable, es un signo de cultura, de salud cognitiva y un determinante de la capacidad de resiliencia hacia la adversidad.

Así pues ¿qué hacer con la incertidumbre?

Si, como hemos dicho, el cambio es la constante, quizás no se trata tanto de afanarse en reducir la incertidumbre como de ser capaces de convivir con ella.

Esto no significa que la planificación o la estructuración pierdan su sentido, de hecho, lo tiene todo, aunque solo sea porque, como humanos, no podemos evitar la necesidad de anticipar cualquier aspecto que nos aceche desde cualquier futuro que nos podamos imaginar y, sin lugar a duda, ahí está la clave de muchos logros y también la de sortear multitud de adversidades.

Pero, tal y como se ha ido exponiendo a lo largo de este artículo, también es fundamental relativizar la garantía de los planes que elaboramos y ser conscientes de lo limitado de nuestra comprensión total de muchas de las realidades que gestionamos.

La aceptación de nuestra falibilidad ha de formar parte del proceso de gestión de la incertidumbre ya que, sólo de este modo, contemplaremos la posibilidad de estar equivocados como una variable más a tener en cuenta y tendremos más posibilidades de corregir y aprender.

Finalmente, como se ha dicho, el concepto “incertidumbre” va más allá de la duda o la falta de certeza sobre algo, incluye un componente emocional de inquietud, temor o miedo que suele ser el verdadero motor de la obsesión por reducirla. Conocer cuál es este miedo, identificándolo, poniéndole nombre y acotándolo en su propio espacio, contribuye, poderosamente, a relativizarlo y a suprimirlo de la ecuación, con el componente de libertad y capacidad de riesgo que ello comporta.


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La primera imagen corresponde a la Sibila de Delfos de John Collier [1891] y la segunda a El adivino de Simon Vouet [1618], las he escogido porque ambas reflejan la importancia que siempre ha tenido conocer el futuro.

La Tercera imagen es El viajero contemplando una mar de nubes de Caspar David Friedrich [1818]: para mí una alegoría de enfrentar lo desconocido.



martes, 28 de agosto de 2018

Los cuatro pilares de la gestión del cambio


He escogido para ilustrar este post, el ocho de copas ideado por Arthur Edward Waite [1909].

Inspirada por su riqueza gráfica, Rachel Pollack invitaba a una reflexión en torno a esta carta que me atrevo a reproducir, de manera resumida, así:

Hemos de imaginarnos frente a un grupo de copas, de colores brillantes y atractivos, disponiéndolas de manera ordenada, una al lado de otra.

Mientras nos dedicamos a ello miramos en el interior de cada copa y vemos que cada una de ellas contiene algo nuestro, algo que hemos hecho, sentido o pensado.

En una podemos ver nuestros logros, en otra aquellos aspectos a los que no hemos podido llegar, otra contiene nuestras fantasías, otra, en cambio, refleja nuestros miedos. también vemos las relaciones que hemos construido, lo que les hemos aportado y lo que ellas han hecho con nosotros.

Una vez dispuestas todas las copas, una al lado o encima de las otras, damos un paso atrás mientras volvemos a recordar lo que hemos visto en su interior: los logros, las esperanzas, los miedos, las fantasías, los fracasos, las relaciones y sus repercusiones, etc., conscientes de que lo que contiene cada copa, es muy importante y valioso pero que no refleja todo lo que somos y podemos llegar a ser, sólo definen una parte de nosotros en un período determinado.

Satisfechos del balance realizado y de lo aprendido con ello, damos media vuelta y, con paso lento, ascendemos la colina dejando atrás las ocho copas, avanzando hacia lo desconocido y sabiendo que este viaje que hacemos ahora es un viaje que haremos muchas veces más a lo largo de nuestra vida.
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Por gestión del cambio entendemos toda aquella actividad encaminada a hacer posible el tránsito de una persona, de un equipo o de una organización, del estado actual que ocupa a otro, supuestamente deseado.

Este carácter dinámico, de movimiento hacia un nuevo escenario futuro, es el responsable de que normalmente se asocie la gestión del cambio con la planificación, aunque la planificación no responda, muchas veces, a una voluntad real de cambio y se limite a definir y programar la actividad que se espera que lleve a cabo el equipo o la organización, según quien planifique, en un período determinado.

Prueba de ello lo tenemos, por ejemplo, en el escaso valor que tiene, en muchos planes estratégicos, la “visión” como meta conocida y deseada por todos, inspiradora de objetivos y sobre la que debieran converger, claramente todas las actuaciones e, inequívocamente, la percepción de logro de cualquier resultado obtenido.

Lo cierto es que, en estos casos, la visión no deja de ser un trámite, en el proceso de planificación, percibido como extraño e innecesario debido seguramente a esa falta de propósito real de cambio.

Pero cuando hablamos de gestionar un cambio, indudablemente nos estamos refiriendo al tránsito de un punto a otro y conocer la meta a la que nos dirigimos, es imprescindible para determinar el rumbo, las fases y los recursos necesarios para poder gobernar y hacer posible el viaje. Así pues, la planificación es una herramienta estrechamente relacionada con la gestión del cambio.


Otro aspecto que conviene recordar es que, aunque la organización no se lo proponga, el cambio sucede de manera espontánea, melódica y silenciosa debido al carácter orgánico y vivo de los grupos humanos y, por lo tanto, cualquier cambio no necesita irremediablemente ser gestionado. La gestión del cambio se aplica a todos aquellos tránsitos que no se dan de manera espontánea o que, en caso de darse, el modo en que lo hagan no asegure, de manera natural, el logro de la meta en las condiciones deseadas. Así pues, un proceso de gestión del cambio no tan sólo hace referencia a cambios estratégicos en la misión o posicionamiento de la organización, sino que también puede referirse a cambios tecnológicos, culturales, metodológicos o incluso, a cambios en los espacios de trabajo o interrelación de las personas.

Decíamos que cambiar es, básicamente, transitar del lugar en el que nos hallamos a otro en el que nos proponemos estar, pero sería un grave error pensar que se trata sólo de eso ya que, tal y como sucede cuando nos mudamos de casa, cambiar implica, en mayor o menor grado, dejar cosas atrás y esto supone inexorablemente tener que analizar, valorar, escoger y abandonar tal y como nos invita a vivenciar la sugerente reflexión del ocho de copas que encabeza este artículo. Todo cambio conlleva una separación y un duelo del que se es más o menos consciente pero que, no por ello, deja de existir y de actuar.

Y, finalmente, debemos tener en cuenta que todo cambio genera la incertidumbre e inseguridad que supone habérselas con algo nuevo, que eso implica aprender cosas nuevas o actuar de manera diferente de como sabemos o estamos acostumbrados a hacerlo y que ello conlleva una dosis de incomodidad variable respecto del momento del que se parte.

Todos estos aspectos que acabamos de analizar son los que determinan que la gestión del cambio se asiente sobre cuatro pilares:


1.- EL SENTIDO DEL CAMBIO PARA LA PERSONA.

Es fundamental que, a parte del sentido que tenga para la organización, el cambio tenga también sentido para las personas que han de transitar hacia el nuevo escenario. El sentido que tiene el cambio y la importancia que adquiere para la persona es el combustible capaz de hacerlo posible.

Para ello es muy importante no tan sólo articular mecanismos de información que sean oportunos, sinceros y completos sino también invertir el tiempo necesario en trabajar con las propias personas resolviendo las principales preguntas que cualquiera debiera formularse ante cualquier cambio: qué aspectos de la situación actual resuelve o mejora ese cambio, por qué vale la pena invertir tiempo y esfuerzo en cambiar, qué cambiará en la vida de los usuarios de nuestros servicios, quá cambiará para el equipo, qué cambiará en nuestra vida.

2.- APROPIAR A LAS PERSONAS DEL PROPÒSITO Y DE LOS OBJETIVOS DEL CAMBIO.

La propiedad sobre un objetivo influye de manera determinante en el grado de compromiso que la persona adquiere sobre él. No es, por lo tanto, nada baladí, todo lo contrario, es definitivo para capear la resistencia más fuerte al cambio.

Quizás vale la pena aclarar que, cuando hablamos de propiedad en este contexto, no nos referimos a posesión en exclusiva sino a la convicción y al sentir claro del objetivo como algo propio y compartido con el resto de las personas y con la organización. En este sentido, se trata más bien de una copropiedad sobre la motivación y la manera de vehiculizar el cambio.

Hacer propietarias a las personas se consigue implicándolas en el proceso de definición de metas y objetivos, sustituyendo los mecanismos de designación por la invitación franca a participar y hacer suyo el proyecto.

También es importante considerar que la convicción de propiedad sobre el cambio viene dada por la capacidad de influencia que se tiene sobre el proceso de gestión del cambio. Por eso es necesario dejar claros los mecanismos y los criterios con los que se valorará cada aportación.

3.- GESTIONAR LA INCERTIDUMBRE.

La proyección de nuestras experiencias pasadas que inevitablemente, hacemos los humanos sobre nuestro futuro y el desconocimiento sobré lo qué nos espera al final del camino o lo que puede acechar a lo largo de su recorrido es la principal fuente de miedo y el miedo, a su vez, es el factor principal que bloquea cualquier cambio.

El “vale más malo conocido que bueno por conocer” lo llevamos incrustado en la espina dorsal y paraliza nuestros músculos, condicionando cualquiera de nuestros movimientos cuando la incertidumbre ante el cambio adquiere niveles que no han de ser, necesariamente, demasiado elevados.

La planificación a la que nos referíamos antes, suele ser la herramienta utilizada para rebajar la incertidumbre y esos niveles, más o menos conscientes, de ansiedad que genera. Definir una meta, analizar el entorno, hacer un balance de la situación de partida, fijar unos hitos, establecer unos tiempos y destinar unos recursos, genera la fantástica ilusión de poder iluminar la oscuridad que se cierne sobre el camino y poseer la capacidad de predecir qué va a suceder, cómo y cuándo.

No obstante, es importante tener en cuenta, como advertía Nassim Nicholas Taleb [2012], que “en un mundo complejo como el nuestro, tan sólo podemos predecir lo que ya conocemos y esto nos hace frágiles” y, junto a una planificación consciente es conveniente, sobre todo, determinar un sistema de seguimiento, toma de decisiones y corrección de nuestras actuaciones que permita adaptarse de manera ágil a la alta variabilidad que caracteriza el momento actual.

Sí, definitivamente aquellos mecanismos que conviertan cualquier plan que tengamos en una herramienta flexible y adaptable, serán los mejores recursos para gestionar la incertidumbre. La rigidez en la planificación acaba erigiéndose, tarde o temprano, en una de las resistencias más obstinadas al cambio.

La incertidumbre anida en la mente de cada persona, no es nada asible, palpable, medible ni generalizable, las sombras de algunas personas son los puntos de luz de otras, de ahí que la gestión del conocimiento que hay en la organización [y fuera de ella] sea uno de los mecanismos más poderosos para afrontar la incertidumbre que desvelan los procesos de cambio.

Por una extraña lógica inclusiva, a menudo se da por sentado que, por estar en las personas, el conocimiento se halla en la organización y esto no es del todo cierto, el conocimiento permanecerá tan sólo en las personas si la organización no dispone los medios necesarios para detectarlo, destilarlo y ponerlo en valor en los diferentes escenarios de toma de decisiones. La estimulación de la inteligencia colectiva a través de procesos de participación, transferencia y debate suelen ser filones de aprendizaje organizativo y la principal manera de aplicar este aprendizaje a la facilitación del cambio.

4.- ATENCIÓN A LA NATURALEZA “HUMANA” DE LAS PERSONAS.

La herencia industrial que impregna la cultura de nuestras organizaciones y el management más al uso, a menudo invisibiliza el hecho fundamental de que el principio activo de las organizaciones son sus personas. El cambio sucede en la medida en que cambian las personas. Pasar de una “gestión de los Recursos” a una “gestión de los Humanos” es del todo imprescindible para despertar la motivación y activar aquellas actitudes más favorables al cambio.

Para ello es necesario atender a aquellos factores nucleares en los que germina el compromiso de las personas:

a) Una comunicación natural: añado lo de “natural” para subrayar el carácter vivo y genuino que ha de caracterizar una comunicación lo más alejada posible del diseño despersonalizado de mensajes de laboratorio que suelen despertar todo tipo de sospechas, no se adhieren y, más que ser de ayuda, generan distancia entre la dirección y las personas. En la línea de la tercera tesis del Cluetrain Manifesto: “Las conversaciones entre seres humanos suenan humanas y se conducen con una voz humana.”

b) La sinceridad: Liderar para el cambio requiere de la franqueza necesaria para que cada cual pueda anticipar y gestionar unas expectativas acordes con lo que está previsto.

c) El reconocimiento: A lo que se hace, a lo que se sabe y a lo que se contribuye.

d) La confianza: Responsabilizando a cada cual de su parcela del cambio, fomentando la autonomía en el enfoque del trabajo y distribuyendo el liderazgo en función del talento y de las habilidades de la persona.

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Tal y como explico al principio de esta artículo, la primera imagen corresponde al ocho de copas ideado por Arthur Edward Waite [1909] y diseñado por Pamela Coleman Smith.

La segunda imagen es de Andrew Wyeth [1953]



jueves, 17 de diciembre de 2015

Planificar o no, no es la cuestión

De joven, mis padres me regalaron una máquina de escribir, una Olivetti portátil con su estuche a juego. “Para toda la vida”, me dijeron, con lo que añadí a aquel estuche un trapito para retirar los rastros de tinta que se acumulaban en los tipos de las letras y, a la larga, tiznaba la impresión afeando el texto.

Porque en aquel entonces, las cosas, muchas que hoy serían impensables, solían ser para toda la vida. El largo plazo tenía sentido en un mundo que avanzaba poco a poco y los objetos eran sustituidos por otros más sofisticados tan sólo cuando se estropeaban y no había posibilidad de arreglo. Se trataba de un mundo donde había un zapatero en cada barrio y todos sabíamos dónde se encontraba.

Sin lugar a dudas, eran otros tiempos, los contratos indefinidos tenían sentido y era de lo más normal trabajar toda una vida en una misma empresa porque éstas se pensaban para durar siempre. La estabilidad era un valor, la previsibilidad era alta, el grado de incertidumbre muy bajo y las organizaciones planificaban muy a largo plazo. Denominar estratégico a algo concebido para ser alcanzado a los 4 o 5 años era ridículo, las estrategias se planteaban como mínimo a 10 años vista o más. Las ambiciones requerían tiempo y había tiempo; empresas como Sony se hallaban a medio camino de una visión planteada a cincuenta años vista en la que se proponía ser la primera empresa japonesa en invadir el mercado norteamericano con sus componentes y ya, por aquel entonces, hasta los pianos que se compraban en EEUU eran en su mayoría japoneses. Las cosas se conseguían con dedicación, tesón y esfuerzo.

Actualmente todo esto que expongo aquí, es pasado y se antoja muy antiguo. El mundo ha dado un vuelco y todo, nuestros objetos, relaciones, conocimiento o ambiciones se han vuelto líquidas; casi nada goza del tiempo necesario para cristalizar en algo duradero; pocas cosas son para toda la vida, la obsolescencia es programada, el nivel de incertidumbre respecto al futuro más inmediato es muy alto y el pasado reciente adquiere tiznes de remoto con más rapidez. La caducidad, como tal, se ha instalado en nuestra cultura, tanto es así que definir el momento actual como “momento” se hace extraño, ya que no parece tener nada de coyuntural: el cambio ininterrumpido ha dejado de ser una reacción a los acontecimientos para pasar a ser un valor y un fin en sí mismo.

Para el management tradicional, este nuevo período instalado en el cambio constante ha sido devastador y en estos últimos años se han replanteado principios, conceptos y métodos largamente calcificados que se creían robustos y consolidados. El de la planificación ha sido uno de ellos.

Efectivamente, la dinámica de los escenarios actuales ha llevado a dudar del sentido de seguir hablando de estrategia y planificación estratégica en un momento insondable en el que cualquier futuro está capturado por la intensa dinámica del presente y en el que éste sucumbe constantemente a la urgencia más inmediata [Innerarity, 2009]. En este contexto no son pocos los que ven en la Planificación una herramienta totalmente desfasada en un momento en el que se requiere estar atento a multitud de variables que emergen inesperadamente de ese entorno cambiante, transformando cualquier escenario, estimulando nuevos deseos, obligando a reformularse continuamente los propósitos y el modo de conseguirlos. Y, seguramente, no les falta razón.


Pero este desfase quizás no deba atribuirse a la Planificación como herramienta sino al propósito con el que ha sido utilizada, verdadero responsable de los métodos a partir de los cuales normalmente se desarrolla.

La capacidad del ser humano para elaborar teorías y avanzar acontecimientos se halla en la base de la ansiedad que a éste le produce la incertidumbre y en la consecuente necesidad de determinar un futuro en el que seguir viéndose. Un aspecto que parece estar atávicamente relacionado con la supervivencia y que se ha transferido de manera natural a cualquier ámbito ya sea este personal, interpersonal o grupal.

Desde cómo satisfacer nuestras necesidades más inmediatas como, por ejemplo, comer, hasta dónde queremos estar o hacer en nuestro futuro más remoto, cada cual se puede encontrar en este continuum, en un punto o a todo su largo. En este sentido, hacer planes, puede considerarse algo totalmente natural y el hecho de que éstos sean a corto o a largo plazo, como un aspecto mucho más cultural o de coyuntura.

La clave está en que la Planificación, como casi todo en estos tiempos, también debe cambiar y si su propósito es el de reducir la incertidumbre entonces ha de amoldarse, en su diseño, a la alta mutabilidad de este entorno tan dinámico, aumentando los mecanismos de vigilancia y flexibilizando la rigurosidad con la que hasta ahora se ha investido a los objetivos.

No es natural que nosotros envejezcamos ante el espejo y nuestros planes [en el mismo espejo] sigan teniendo siempre la misma apariencia. Un plan debe de ser orgánico y madurar en todas sus facetas reflejando en su piel el paso del tiempo. No son los planes los que han de cambiar sino los mecanismos de seguimiento y control que determinan los criterios y el modo para transformarlos.


Pero el valor de un plan no estriba en sus objetivos. Hay que recordar que planificar no es otra cosa que establecer la ruta a seguir entre una situación actual y una posición deseada. Los objetivos son el Cómo pero no el Por Qué. Ningunear el propósito del plan, este futuro deseado para centrarlo todo en los objetivos, es una de las herencias más tóxicas que nos han legado los ”viejos tiempos”; ha sido el responsable de la poca atención que se le ha prestado a establecer una Meta que dote de sentido a lo que se hace, aquello a lo que tenía que responder el concepto de Visión y que, en la práctica, ha acabado siendo una bonita frase, generalmente vaga y de dudosa utilidad.

El poder motivador, tractor de este Futuro Deseado, es el aspecto más importante de la planificación y el más indicado en un momento en el que la incertidumbre y el componente arbitrario que conlleva puede ahogar a las personas en sus propios miedos si éstas no encuentran algo a lo que asirse y que dote de sentido a su actividad y a sus vidas. No es una idea nueva, Viktor Emil Frankl lo expuso de manera elocuente al reflexionar sobre el determinante principal por el que algunas personas, en la misma situación y al margen de sus condiciones físicas, sobrevivían a entornos tan inciertos como los de un campo de concentración. Vale la pena revisar esta documentación.

Otro gran cambio que ha de experimentar la planificación es, pues, invertir los términos y dedicarle atención y tiempo a elaborar una Modelo de Futuro que incorpore aquello en lo que nos queremos convertir HOY como organización, en el que además podamos identificarnos como las personas o los profesionales que queremos llegar a ser y que [eso es importante] lleve incorporado un mecanismo para su transformación, por si MAÑANA cambiamos de opinión y nuestro deseo se desplaza hacia otros motivos, hasta ese momento, insospechados.


miércoles, 26 de marzo de 2014

Lo orgánico

Si de verdad queremos que las personas se comuniquen de manera efectiva deberemos atender a dos premisas básicas: la primera es comprender que es absolutamente necesario que quieran hacerlo y la segunda es que se les ha de dejar que hablen de lo que realmente necesiten y les apetezca hablar.

Cualquier actuación que se aleje de estas dos sencillas premisas disminuirá la probabilidad de que esta comunicación exista o, en caso de existir, sea todo lo efectiva [útil] que podría ser, ya que de todos es sabido que las conversaciones, cuando se desarrollan de manera natural, requieren de intercambios de información aparentemente insustancial pero que son absolutamente necesarios para desarrollar la trama empático-emocional que permite intuir las necesidades de cada uno y movilizar las ganas de resolverlas.

Esto es así pónganse como se pongan y piensen lo que piensen aquellos que se empecinan en creen que hablar por hablar es perder el tiempo, que la comunicación cabe en un diseño, que cualquier diseño puede subordinar la voluntad de las personas o que las relaciones interpersonales obedecen a esquemas lineales que deben poder explicarse racionalmente.

Quizás uno de los aspectos más importantes del fabuloso momento en el que nos encontramos es el del final de la hegemonía de la forma de entender lo racional, una manera que venimos arrastrando desde el siglo XVII y que se ha caracterizado por dejar fuera del sistema comprensivo del mundo la dimensión emocional de lo humano y su contribución a la compleja estructura de las relaciones.

Un sistema comprensivo de corte positivista y mentalidad ingenieril tomado como canon de la practicidad y que en cambio ha demostrado ser poco práctico por esa necesidad compulsiva de convertir lo orgánico en mecánico y, de este modo, alimentar ingenuamente "la fantasía del control sin demasiado esfuerzo". La racionalidad suele ser un baluarte que lleva grabado en sus muros la verdadera limitación de aquellos que se protegen en ellos.

Es difícil entender y facilitar los procesos de comunicación, de colaboración o de aprendizaje si no se comprende y se tiene en cuenta su carácter orgánico. Lejos de la linealidad con la que suelen ser tratados estos procesos requieren de aspectos que no se pueden promover sino que emergen espontáneamente sólo cuando se dan las condiciones necesarias. Por poner un ejemplo, uno de sus componentes básicos, la confianza, no se puede inducir sino que sólo cabe esperar que brote como resultado de los microanálisis que se realizan las personas, las unas a las otras, y en las que pueden explorarse aspectos tan variados, como los valores, los propósitos, la experiencia o la forma de conducirse habitualmente. Aspectos que no suelen surgir en los escenarios formales sino que lo hacen en el marco natural de las conversaciones informales que los acompañan.

Invisibilizar o negar esa realidad en el diseño de procesos de colaboración, aprendizaje organizativo o comunicación viene a ser como negarle a la planta la luz necesaria para que lleve a cabo la función clorofílica. 


El secreto para promover la interacción productiva entre personas está en facilitar el sustrato donde puedan crecer estar relaciones y no en cultivarlas dirigiendo el crecimiento, tamaño y forma de sus tallos. De ahí que los procesos orgánicos requieran de organizaciones [o sociedades] capaces de gestionar la espontaneidad, es decir la voluntariedad, la naturalidad y la sinceridad de las personas que participan en ellos.

Y este tipo de organizaciones y sociedades que se requieren explica otro de los grandes hitos al que nos lleva el momento actual, a la necesidad de auto-conocimiento, control de los propios miedos y capacidad de riesgo que exige una cultura realmente basada en la confianza. Algo que nos queda todavía un poco lejos.

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La foto superior es de Gérald Bloncourt [París, 1960]
La que sigue es de Henri Berssenbrugge [Rotterdam, 1910]


martes, 17 de septiembre de 2013

El plan nuestro de cada día…

Caminamos ligeros pero sin prisa en busca de una de las manadas de caballos que se hallan pastando por la zona. El entorno es impresionante, el Pla de l’Orri va abriéndose dócilmente ante nosotros mientras Mauri detalla la transformación espectacular que experimenta un caballo [de hecho cualquier ser vivo] cuando se desenvuelve en total libertad, de manera natural, fuera de las condiciones “infraequinas” a las que suele estar sometido en un picadero. Como es de suponer no puedo evitar establecer siniestros paralelismos con la vida en nuestras organizaciones.

El paisaje presta atención pacientemente a la conversación sin parecer entender que algo tan sencillo cueste tanto que nos quepa a los humanos en la cabeza.

Le pregunto sobre qué le motivó a dejar la ciudad y apostar por su proyecto. Se detiene un momento y me contesta que no fue nada en concreto…primero hubo un curso de doma natural que realizó con Rosa, su mujer, luego arreglar y hacer habitable un antiguo granero, creo que luego me contó que aparecieron aquellos asnos y que los adoptaron…

- No creo en la planificación -me dice resueltamente.
- Bueno –matiza- creo que debemos levantarnos siempre con un plan pero que hemos de estar abiertos a que, cuando nos acostemos, no sea ya el mismo. Planificar no debe impedir que cambiemos de idea si se nos presenta algo con lo que no contábamos y nos gusta.

Maurici y Rosa impulsan desde hace 5 años un proyecto enfocado a difundir el conocimiento, la comprensión y el respeto por los caballos, el medio rural y la naturaleza en general. En cinco años han llegado a hacerse con 103 hectáreas en la Serra de Catllaràs donde actualmente campan y se desarrollan espléndidamente 35 caballos en absoluta libertad. 

Junto a la pureza del aire aspiro la salud extraordinaria de la que goza el proyecto mientras decido que la respuesta de Mauri bien vale por ella misma convertirse en este post.

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En la fotografía, Maurici y Rosa construyendo una "cabaña de pastor."

sábado, 25 de mayo de 2013

Porqué están de moda los zombies

Sobre la Humanidad se cierne la tópica amenaza de ser exterminada por una potencia extraterrestre que, para variar, desea ocupar la Tierra. Casi no hay esperanzas de rechazar el ataque ya que los alienígenas conocen perfectamente las estrategias utilizadas en el pasado por los humanos y, a partir de ello, inferir posibles combinaciones o variaciones y, de ese modo, avanzarse a cualquier maniobra que se pueda pensar.

La Humanidad necesita formar a un líder capaz de urdir una estrategia totalmente distinta a los cánones y a la lógica que ha imperado hasta el momento actual para, de este modo, poder hacer frente, con alguna probabilidad de éxito, a esta insólita amenaza.

Cómo formar a este líder manteniéndolo al margen de cualquier aprendizaje anterior es el fabuloso reto sobre el que se desarrolla el argumento de El Juego de Ender [1985], una deliciosa obra de la ciencia ficción que, con algunos pocos retoques en el maquillaje, bien pudiera describir el momento actual con alguna de sus principales necesidades.

Nassim Nicholas Taleb, profesor de Ciencias de la Incertidumbre y autor de Antifrágil, un reciente y provocador ensayo que va a dar que hablar y que no debiera pasar desapercibido a nadie de los que pasáis por aquí, advierte de que hay cosas que no sólo no perecen sino que mejoran cuando se ven sometidas a choques y agresiones externas. A esta capacidad de mejorar y desarrollarse ante la adversidad la denomina antifragilidad y sería la base en la que se apoya la evolución de cualquier organismo vivo [léase cualquier cosa “viva”: orga-nismo, orga-nización]. Defiende que la antifragilidad es absolutamente necesaria para hacer frente a lo que llama Cisnes Negros, es decir, acontecimientos o factores externos muy estresantes y que, invariablemente, aparecen de tanto en tanto como para poner a prueba la capacidad de reacción que tenemos ante aquello imprevisto. Taleb plantea que nuestro esfuerzo por protegernos de todo aquello que hemos aprendido a preveer, paradójicamente, nos hace frágiles, es decir, vulnerables a lo que se manifiesta y arremete de forma nueva e imprevisible. Lejos de generar robustez, un excesivo control, al igual que la sobreprotección en un niño, genera a medio-largo plazo, fragilidad, inadaptación y enfermedad.

Han estrenado hace poco Los Croods, una película de animación cuyo argumento gira en torno a las confrontaciones generacionales en el seno de una familia cavernícola. Crug Crood, el padre, se esfuerza en hacer entender a todo su clan y, en especial, a la curiosa Eep Crood, su hija mayor, cómo la cueva es sinónimo de seguridad y protección ante cualquiera de los peligros que suelen acechar en lo más profundo de la oscuridad cuando llega la noche. No poner jamás en duda la infalible seguridad que ofrece la cueva es la causa principal de que generaciones de Croods hayan sobrevivido a las continuas amenazas de los depredadores y a las duras noches de invierno. No obstante, la intrepidez y temeridad de Eep Crood es la auténtica responsable de que la familia no perezca sepultada por no llegar a tiempo a la caverna para refugiarse de algo tan natural y, sin embargo, tan imprevisible como un terremoto. Una vez más, recurrir a lo anterior no siempre es lo más acertado cuando las variables a las que nos enfrentamos son, como en el caso de Ender o de los Cisnes Negros, atípicas y arrolladoras.

Pero aun así todavía hay personas que, ante la situación actual, creen que, como Los Croods, lo mejor es aguardar en la caverna, esperar a que el tiempo amaine y todo vuelva a ser como antes. Como también hay organizaciones que se plantean afrontar el cambio organizativo y dotar de recursos a las personas y a los equipos partiendo de concepciones del management, diccionarios de competencias o programas formativos pensados para afrontar el futuro desconocido desde una óptica que ya era de dudosa validez en el pasado conocido. O directivos que se aferran supersticiosamente a la cuadratura y linealidad ingenua de sus rígidas teorías o sistemas para hacer frente a la imprevisibilidad azarosamente natural de las variables que determinan el cambio.

Con sólo fijarse un poco, es fácil ver a quien con paso rígido se mueve a destiempo, desdibujandose tercamente junto a una forma de vivir que ya se ha apagado, habitando inconscientemente un mundo que ya no existe, deambulando obstinadamente bajo paradigmas obsoletos y es que no es para nada casual que, de un tiempo a esta parte, se hayan puesto de moda los zombies.

Aquí dejo un clásico para seguir profundizando en el tema:



miércoles, 17 de abril de 2013

Jekyll vs Hyde


Hace ya siglo y medio, Robert Louis Stevenson anticipó ingeniosamente a través de su famosa novela “El misterioso caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” la idea de que bajo el manto de nuestra racionalidad se oculta la bestia egocéntrica, agresiva y concupiscente de la que provenimos, presta a aprovechar cualquier descuido para asumir el control de nuestra voluntad y hacerse ama de un mísero destino.

Casi un siglo después y como buscando un correlato científico a la fabulosa narración de Stevenson, Paul MacLean enunció su teoría del cerebro triple en la que distinguía tres estratos evolutivos superpuestos y diferenciados en el desarrollo del cerebro humano.

Así pues, en primer lugar diferenciaba un estrato inferior al que denominó “cerebro reptil” que estaría formado por un conjunto de fibras nerviosas absolutamente autistas, ciegas y mudas que regulan los reflejos y aquellos instintos relacionados con la supervivencia más básica.

Recubriendo este primer estrato describió otro manto de conexiones nerviosas dedicadas a interactuar con el entorno para satisfacer las necesidades más primitivas de supervivencia, aquellas a las que comúnmente se denomina como las cuatro efes [feeding, fighting, fleeing and fucking] y que persiguen de manera codiciosa la promoción, proyección, protección y proliferación de uno mismo, sin atender a nadie más y a costa de quien sea, a la menor oportunidad. A este segundo estrato le llamó “cerebro paleomamífero”.

En el estrato más evolucionado y exterior del cerebro definió, por último, el "neomamífero" formado por la corteza cerebral y, en general, por todas aquellas estructuras que median entre el entorno y los otros cerebros descritos para obtener -y esto es lo importante- el mejor rendimiento de las decisiones que se toman en aquellas esferas por las que puede sentir interés un ser humano.

La duda sobreviene al plantearse cuál es ese mejor rendimiento, si en pararle los pies a los impulsos primitivos y reutilizar su energía para generar aquellas condiciones en el entorno que perduren y permitan una calidad de vida en las que podernos incluir todas y todos o si, por el contrario, se orienta a amplificar esos ecos primarios dotándolos de las herramientas y capacidad estratégica suficiente hasta convertirlos en un monstruoso Hyde guiado por el ansia ciega de imponer sus cuatro eFes, pero esta vez “con mayúsculas”.

Recientemente Marjorie Kelly ha advertido sobre los efectos para nuestro mundo de lo que denomina “mentalidad extractiva”, esto es, aquella que invade y extrae sin medida y para beneficio propio lo máximo del entorno con el que se relaciona. Un tipo de proceder que bien puede ser interpretado como la subordinación de nuestra inteligencia a aquel cerebro primitivo para el cual no existe más mañana que el capaz de resistir a su avaricia y a la capacidad de agresión necesaria para proveerla continuamente.

Pero a diferencia de Stevenson, Kelly apunta una esperanza en el antídoto lento pero poderoso de la “mentalidad generativa” que está emergiendo actualmente en nuestra sociedad. Un planteamiento social y económico que todavía no tiene entidad pero que asoma aquí y allá a través de enfoques profesionales e iniciativas empresariales orientadas a crear beneficios en lugar de resultados dañinos, que son responsables con el entorno, que enarbolan la justicia social como valor principal y que, en suma, persiguen crear condiciones duraderas y pensadas en aquellas generaciones que quedan por venir.

Stevenson planteó de manera fantástica el dilema al que nos enfrentamos continuamente respecto a reprimir o potenciar hasta transformar en un monstruo la parte animal que anida en cada uno de nosotros desde los albores de la humanidad. De manera visionaria anticipó que, como en la novela, el progreso sería puesto, de manera figurada, al servicio de la elaboración de un brebaje que desataría a Hyde e imposibilitaría cualquier manera de dominarlo hasta el punto de usurpar totalmente la naturaleza que hasta ahora lo contenía. Este brebaje no es otro que el dudoso pragmatismo que avala la locura avariciosa y destructiva que nos ha llevado hasta el momento actual y sigue amenazando peligrosamente los recursos, la dignidad y el futuro del ser humano y del planeta.

La buena noticia es que Hyde sigue siendo lo que el Dr. Jekyll le permite ser y que el tema no está sólo en manos de líderes, dirigentes, políticos o empresarios ya que, en último término, cada cual está dotado de la capacidad suficiente como para poder hacer su propia elección, de analizar su trayectoria, de valorar el impacto que ésta tiene en su entorno y decidir si caminar en sentido contrario al de la rotación de la Tierra o simplemente agacharse para darle con la mano un pequeño empujoncito y, de este modo, contribuir a que siga rotando serena sobre su eje.

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La ilustración corresponde al cartel de la obra de teatro estrenada en Boston en 1887. Un año después de la publicación de la novela.

En la foto el actor Richard Manfield en una doble exposición que simboliza su interpretación del Dr. Jekyll y Mr. Hyde a finales del s. XIX.


lunes, 3 de diciembre de 2012

Organizaciones resilientes

Oí por primera vez el término resiliencia hará unos seis años. Para ser más exactos lo leí en un cartel que estaba expuesto, junto a otros valores de la Organización, en el tablón de anuncios de la sala de reuniones del Consorci d’Acció Social de la Garrotxa.

Por aquel entonces, esta palabra sólo tenía un significado claro en aquellos entornos profesionales donde el sufrimiento humano es la constante y donde cualquier esbozo de seguridad se ve inmediatamente amenazado.

La densidad del concepto me atrapó e incluso llegué a integrarlo como una de las capacidades del directorio de competencias directivas que estábamos elaborando. Definimos unos comportamientos que, por estar a la altura de la palabra, eran, en aquel momento, demasiado extremos como para que se dieran de manera regular y fueran observables en el tiempo. Pero estábamos satisfechos con la idea de integrar esta cualidad como una capacidad directiva y de alguna manera intuíamos que, aunque nunca llegase a ser habitual, cabía entender la resiliencia como una de aquellas competencias basales mediante la que, llegado el momento, el/la líder demostraba verdaderamente su talla como tal ante el equipo y ante la Organización.

Al igual que la palabra Alzheimer pasó, en los últimos quince años, del desconocimiento total a ser más popular que la propia palabra “demencia”, curiosamente, en estos seis años, el concepto de “resiliencia” ha pasado a ocupar un puesto importante en la terminología de gestión con independencia del ámbito de actividad del que se trate, hasta el punto de correr el peligro de seguir el mismo camino que tantísimos otros términos que han sido sobreutilizados o consultolabizados.

Es de suponer que en esta popularización del término tiene mucho que ver la insostenibilidad del momento actual, la cual se cierne como un negro manto sobre muchas organizaciones ocultando cualquier futuro posible y reclamando de las personas la capacidad para resistir y persistir en el empeño de seguir adelante, capeando la situación y transformando la adversidad en la oportunidad de adquirir nuevas capacidades con las que salir fortalecido.

Pero esto sólo son palabras vacías si, ante este entorno amenazante, las organizaciones no hacen también gala de esta resiliencia arriesgando recursos, planteando posibilidades y defendiendo su propia integridad protegiendo a las personas que la componen y con las que se ha establecido una relación de compromiso y de empresa. El término resiliencia está vacío conceptualmente en un marco organizativo en el que se opta por lanzar a los marineros por la borda para salvar la nave de los embates de la tempestad. Por más vueltas que se le dé y aunque, en términos de supervivencia económica, se intente dotar de sentido, en términos humanos, una organización que sacrifica a las personas, no tiene ningún sentido.

En momentos como el actual, y no en la bonanza, es donde las horas de formación realizadas y la tinta vertida en páginas y páginas sobre management cobra sentido y se pone a prueba la verdadera capacidad del líder de ejercer como tal no perdiendo de vista la meta que se persigue, gestionando y siendo capaz de asumir el riesgo y, sobre todo, reforzando en el equipo el mensaje del “llegaremos juntos donde sea necesario” que ha inspirado, a lo largo de la historia, a aquellos grupos humanos que han sobrevivido a las peores calamidades. Este es, a fin de cuentas, el liderazgo que se necesita y que hace posible que una organización sea, realmente, resiliente.

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La imagen es de una fotografía de Benedetto Tarantino

También relacionado con la resiliencia: Noodinámica y asesoramiento directivo


jueves, 20 de septiembre de 2012

El liderazgo itinerante

- Pero… ¡Bien que han de saber cómo se elabora un plan y cómo se formulan sus objetivos!

Defendía enérgicamente la responsable de Formación de una organización ante una afirmación mía, reconozco que un tanto radical y vehemente, sobre la inoperancia actual de la planificación estratégica y la importancia que todavía ocupa en los programas de formación para directivos.

- Aunque deje de tener sentido al cabo de un tiempo, es necesario tener siempre un plan.

Apostillaba el responsable de Recursos Humanos fundamentando la opinión de su compañera.

Y, por poco que se considere, llevaban toda la razón. Aunque hubiera un tiempo donde se planificara a unos cuantos años vista y la acuosidad del momento actual no permita hacerlo y empuje a muchos a un carpe diem desconfiado y ajeno a cualquier futuro posible, disponer de un plan da sentido a las actuaciones de la persona, de los equipos o de la organización. Conocer el a dónde vamos permite responder el porqué lo hacemos, desear llegar a alguna parte conlleva considerar el momento actual como un paso más y tener previsto el cómo hacerlo influye de manera determinante en la contención de la impaciencia y en cómo se interpretan y tolera la frustración por los resultados que se obtienen aquí y ahora. Sí, es recomendable disponer siempre de un plan, como mínimo…

Pero, a diferencia de los planes a los que estamos acostumbrados, no ha de ser un plan por el que vivir, que imponga una disciplina férrea respecto a cómo interpretar el entorno y que convierta cualquier contrariedad en una amenaza o cualquier coyuntura en una oportunidad, que inocule unos objetivos en otros más amplios subordinando éstos al análisis caduco de un entorno que se manifiesta altamente inestable y que disponga de unos plazos determinados antes de ser valorado respecto a su idoneidad.

Ha de ser un plan en el que vivir, fraguado en un "deseo de llegar a ser" ajeno y libre de aquellas cadenas con las que el presente se empeña en capturar cualquier futuro, que se traduzca en acciones cortas que permitan construir itinerarios maleables en función de la orografía que vaya mostrando el presente y que cuente con un sistema de revisión que, sin dejar de ser sistema, no se subordine a ningún período.

Pero quizás el error se halle en reclamar a las herramientas la perspectiva que debieran tener las personas al utilizarlas y contrariamente a lo que se suele argumentar, no sea tan prioritario obcecarse en rediseñar la metodología de planificación como desvelar las auténticas bases y los componentes de un liderazgo capaz de acomodar a un grupo humano a una situación de tránsito permanente, orientado al mejor de los destinos que pueda desear. Porque, mírese como se mire, el cambio ha dejado de ser circunstancial para convertirse en la verdadera zona de confort en la que personas, equipos y organizaciones deben instalarse para así poder aspirar y estar a la altura de unos deseos en continua evolución debido a un entorno que incorpora continuamente muchos matices y de manera muy rápida.

Es quizás que entonces las herramientas se hagan dúctiles a las manos que las manejan y se lleguen a tener aquellas metodologías que realmente se necesitan.

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Fotografía: [cumClavis]


lunes, 5 de marzo de 2012

Lo que le corresponde a cada uno…

I

En la inseguridad de mis primeros tanteos profesionales de juventud, decidí hacerme supervisar.

Acudía cada quince días a un piso en el Paseo de Gracia donde un señor, por el que sentía una profunda admiración, cuestionaba con exquisita delicadeza cada pregunta, conclusión o decisión a la que había llegado en mi trabajo.

Recuerdo como, carpeta bajo el brazo, puntualmente tocaba a la puerta y él me recibía estrechándome la mano e invitándome a que lo siguiera a través de una alfombra que se extendía por un largo pasillo hasta su despacho.

Durante mucho tiempo me intrigó conocer la razón por la que, al terminar, jamás me acompañaba hasta la salida y siempre me despedía en su despacho cerrando la puerta tras de mí y dejándome sólo ante aquel pasillo con alfombra que, en la humildad de mis inicios, cruzaba un tanto cohibido.

Al cabo de unos meses, en el momento en que nos despedíamos, un poco más confiado, me atreví a preguntar:

- Normalmente, cuando en mi despacho recibo y despido a mis clientes, los acompaño hasta la puerta. He observado que usted no lo hace nunca… ¿hay alguna razón para ello?

A lo que él me contestó…

- Es una forma de hacerle ver que, en esta relación, siempre hay una parte del camino que la debe recorrer usted sólo.

Y a lo largo de los años esta enseñanza vuelve a mí recurrentemente…

II

Ya sea acompañando o dando soporte de una forma más directa, actualmente estoy metido en varios proyectos que implican un profundo cambio en las organizaciones con las que colaboro. En alguno de ellos, el cambio es tan grande que, más que de un cambio, se trata de una verdadera transformación que implica desde a la forma jurídica de la organización hasta el abasto de su intervención pasando por la revisión de la cartera de servicios.

Palpitando ansiosa y descompasadamente y como si de una neblina se tratara, se percibe en el fondo de estos proyectos una ansiedad basal que emana de las personas, que impregna cada una de las actuaciones y que tiene su origen en la incertidumbre que el cambio provoca en el orden de la vida que cada uno tiende a ver como natural e imperecedero.

Aspectos como la seguridad en el trabajo, las condiciones en las que se da, las funciones tal y como se han venido desarrollando, las ambiciones de futuro, etc., afloran aquí o allá buscando, a lo largo del proceso, una brecha donde poder formular la pregunta sobre si ¿va a cambiar algo de todo esto? y en la que se adivina la posibilidad de una única respuesta válida, que no es otra que aquella que devuelva a cada uno sano y salvo a la cotidianeidad de su propio ritmo.

La dificultad de responder a esta pregunta no reside tanto en la imprevisibilidad que comporta cualquier proceso de cambio como en el conocimiento tácito que toda persona tiene de que el cambio siempre afecta, en mayor o menor grado, a "todo". De ahí la ansiedad [el miedo…] que despierta y la tendencia compulsiva a negar, en aquellos aspectos más comprometidos, que “uno forme parte de ese todo

Es por esta razón que una de las claves del éxito en este tipo de procesos reside en encontrar la manera de hacer explicito esto que ya sabemos todos: que el cambio también implica cambios en cada uno de nosotros y que, por lo tanto, una parte del cómo afrontarlo, le corresponde exclusivamente a cada uno.

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En la fotografía: “esquema sobre un pentagrama” tomada en Can Roig i Torres en una sesión de trabajo para el desarrollo de su Plan Director.


lunes, 16 de enero de 2012

¿Qué tal te va?

Da como cosa preguntarle a alguien “¿qué tal le va?” ya que, mientras antes sólo te exponías a una respuesta retórica, hoy es muy probable recibir otra pincelada [o un brochazo, según el caso] que contribuya de una manera puntillista a darle forma a este cuadro con fuertes componentes apocalípticos que intenta reflejar la situación por la que estamos pasando.

Sin pretender quitar importancia a lo crudo del actual momento socioeconómico, el rebozarse continuamente en él se está convirtiendo en un rasgo característico de cualquier conversación, en un estar al día que actúa como indicador de esta consciencia que se le exige al adulto y que le distingue de la capacidad de ensoñación, futuro y posibilidades que se les suele imputar a los niños y la verdad es que, por más que lo pienso, no le encuentro a esta postura otra utilidad o sentido que no sea el de la morbosa sensación de compañía que genera el miedo compartido.

En el ámbito en el que algunos desarrollamos nuestra actividad, esta actitud es, a todas luces, contraproducente ya que este miedo, entre concreto y difuso, actúa como un virus que busca compulsivamente reproducirse y generar más miedo, expandiéndose e infectándolo todo, paralizando cualquier actuación y anulando cualquier posibilidad de desarrollo por la vivencia de un presente en fase terminal que no se parece a ningún pasado y al que, quizás por ello, no se le augura un futuro posible y deseable.

A esta situación considero importante anteponer las siguientes premisas:

> Las variables que definen nuestras circunstancias no son responsables de la actitud que tomamos ante ellas, la cual siempre depende absolutamente de nosotros y debiera estar bajo nuestro gobierno.

> La actitud que decidimos tomar hacia las incógnitas o dificultades que nos plantea un momento dado, incide de manera directa en la manera y la capacidad para resolverlas.

> Nuestra actitud es consecuencia y causa de nuestro estado de ánimo, se transmite e influye directamente en los estados de ánimo y en las actitudes de las personas que nos rodean.

> Los recursos de los que disponemos [el cómo] en un momento dado no son los que han de determinar aquello que hemos de perseguir [el qué], sino que hemos de pensar en aquellas maneras, quizás nuevas, que nos permitan alcanzar aquello que queremos.

> Hemos de encontrar el sentido a lo que hacemos en un futuro que nos ilusione y que vaya más allá del de superar las dificultades que nos plantea el momento.

> Elevar el presente a la categoría de frontera es dejar de pensar en el futuro y, consecuentemente, de trabajar en cómo hacerlo viable.

> Hemos de desplegar y contagiar un discurso dinámico que transmita movimiento y convierta el presente en un tránsito hacia un estado diferente y mejor.

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Hace poco más de dos años, publiqué un post que estaba muy en sintonía con el espíritu de éste.

La foto corresponde a un olivo que se hallaba cerca de la Plaza Mayor de Vic y en el que la población colgaba de sus ramas los deseos para este año en el que estamos.


lunes, 2 de enero de 2012

La naturalidad

Seguro que estamos de acuerdo en la insistencia de la Humanidad en dejar una huella que destaque entre el orden natural de las cosas. Y digo “orden natural” para referirme a aquel orden que no tiene nada que ver con nuestra particular manera de ordenar las cosas que suele ser totalmente antinatural incluso en su mismo desorden.

Quizás se deba a que éramos demasiado jóvenes cuando nos enseñaron que “en cualquier sistema, todo tiende a la máxima entropía”, es decir, a aquel [des]orden natural que nos obsesiona y que compulsivamente intentamos remediar, ya que, en la práctica, es algo poco común que se tenga en cuenta esta enseñanza pudiéndose incluso vivir toda una vida sin llegar a ser conscientes de ella.

En nuestra soberbia no alcanzamos en su momento a aprovechar la utilidad de aquellos magníficos ejemplos que ilustraban este principio tan básico [el de la entropía], como aquél que decía que si agitamos un saco lleno de bolas blancas y bolas negras jamás quedaran las blancas a un lado y las negras al otro, o que si lanzamos un vaso de cristal al suelo lo más normal es que se rompa en mil pedazos que saldrán disparados hacia todas partes, mientras que lanzando trozos de cristal al suelo, podríamos fosilizarnos esperando a que se construya un vaso.

Sea como fuere no cuajó el concepto de “equilibrio” que se hallaba detrás de estas enseñanzas y seguimos empeñados en desviar el curso natural de todas las cosas, canalizándolas en alambicadas tuberías cuanto más laberínticas mejor y, muchas veces, sin responder a otra necesidad que la de manipular por transformar y así dejar constancia de que se ha hecho algo. Como si aquello que surge espontáneamente no mereciera nuestro respeto por ser tal y como es y, lo que es peor, sin llegar a considerar que es altamente probable que esté determinado por algo, que responda a una necesidad fundamental y que sea realmente útil.

En el campo de las organizaciones, la necesidad de control [suele llamársele también gestión] ha llevado a una tal manipulación de cualquier aspecto que realmente a veces se hace difícil que se entienda algo sin que antes no deba ser profusamente explicado. Sólo por eso debiera parecernos sospechoso.

Así pues, muchos cargos directivos despiertan, una vez nombrados, la necesidad de buscarles unas funciones e incluso un equipo que los justifique. La insistente y poco afortunada transformación de los seres humanos en “recursos” nos ha llevado al “ejemplo del vaso” pretendiendo que a partir de un conjunto de funciones, competencias, roles, estatus, sueldos y otras muchas cosas surja la persona en toda su capacidad y esplendor. Nuestros organigramas se guían más por criterios estéticos [proporción, simetría, etc.] que funcionales y solemos buscar en ellos el sentido de la Organización que es como pretender que en la mesa de disección se pueda entender toda la complejidad de una persona a partir del análisis de sus partes. Interpretamos el clima laboral en función de lo que preguntamos y no de lo que se respira. Elaboramos sistemas y mecanismos de interrelación [comunicación, colaboración, etc.] obviando las formas que las personas ya utilizan espontáneamente por ser, normalmente, eso, excesivamente naturales y espontáneas. Y podría haber un largo etcétera que nos indica, entre otros aspectos, que esta necesidad de renovación del management de la que tanto se habla últimamente requiere de más naturalidad en el hacer y de un profundo respeto y confianza por el [des]orden natural al que tienden, normalmente, las cosas.

De hecho, estoy por creer que un indicador de la madurez de una organización está en su capacidad para comportarse sin fingimiento mostrándose y desvelándose tal y como es en realidad…todo un reto tanto para sus directivos, equipos y personas como para los consultores que trabajamos con ellas.

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La foto corresponde a El increíble hombre menguante.