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domingo, 29 de enero de 2023

Tres claves para el liderazgo: proponer, invitar y dejar hacer

 


Cuando se habla del compromiso de las personas con la organización, es clave tener en cuenta que, lejos de significados ligeros o superficiales, en este caso, el concepto compromiso está muy relacionado con el concepto de libertad ya que, el compromiso es la forma con que las personas deciden prescindir de parte de ella; es muy posible que ahí radique gran parte del dilema que suele aparecer entre comprometerse o no en diferentes ámbitos de la vida.

El compromiso suele darse por supuesto en las relaciones contractuales de manera tácita; gran parte de la sociedad entiende que un buen profesional ha de comprometerse con la organización en la que trabaja, con el equipo al que pertenece, y con lo que hace; pocas veces se explicita o se define exactamente qué quiere decir esto, sin embargo, se interpreta que el compromiso es algo así como un plus de tiempo propio, atención o implicación que la persona añade a su vínculo con la organización si esta lo requiere en un momento dado, y que suele traducirse también en lealtad incondicionada o una producción que va más allá de los parámetros acordados explícitamente con la organización. Sea como fuere, se entiende que hay gente comprometida y gente que no, la comprometida está a todas y la que no está comprometida pues se limita a lo que tiene encargado hacer y no añade nada más.

Este tipo de compromiso está íntimamente relacionado con el valor del esfuerzo que impregna la cultura industrial de nuestros modelos de trabajo y su ausencia suele ser mal vista socialmente e interpretarse como falta de profesionalidad o como falta de reconocimiento por parte de la organización, según si es esta o el entorno de la persona quien hace la valoración.  

El quiet quitting, que tanto está dando que hablar, y que exhorta a no hacer más de lo que tienes contratado, es uno de los fenómenos sociales actuales que reflejan, de manera más elocuente, lo que estamos describiendo y que busca dignificar, a nivel general, la falta de compromiso con la organización ante el componente eminentemente extractivo de las culturas de trabajo.

Estimular el compromiso es lo que hace que el desempeño directivo se convierta en liderazgo, ya que ser líder no es marcar metas y procurar recursos, esto corresponde a una buena dirección; ser líder comporta, además, despertar el vínculo íntimo con el objetivo o con la meta que se establece, mediante el compromiso.

Para ello, no es suficiente con asegurar los componentes básicos que determinan el bienestar laboral, léase: retribución equitativa, comunicación oportuna, respeto al espacio personal del o de la profesional…, estos componentes, como diría Herzberg, son higiénicos ya que, por ellos mismos, no suelen ser causa de compromiso, aunque su ausencia genere mucha insatisfacción y desvinculación emocional.

Tampoco es suficiente un discurso elocuente por la dificultad que tiene de sostenerse en el tiempo. Los discursos inflamantes no dejan de ser construcciones simbólicas, muy útiles para generar una pausa en el espacio-tiempo y promover a la acción puntual e inmediata pero bastante ineficaces y agotadores si han de competir con las inercias del día a día o las construcciones cognitivas, miedos y demandas habituales que atenazan a las personas.

Desde la dirección de personas, para desvelar el compromiso, es importante disponer de las siguientes habilidades:

PROPONER

Las personas se comprometen con aquello que sienten suyo. Es fácil verlo, estas más comprometido con tus ideales o con solucionar tus problemas que cuando estos ideales o problemas son los de otra persona; de ahí que sea básico “apropiar” a las personas de aquello con lo que se requiere que se comprometan, por ejemplo: los objetivos no se imponen sino que se proponen; si impones los objetivos conseguirás que alguien trabaje “tus” objetivos, pero si lo propones harás que los haga suyos , es fácil imaginar la carga emocional y de compromiso que comportan una u otra posibilidad.

Visto así parece sencillo y no tiene porque no serlo, pero proponer no ha de entenderse como una forma amable de imponer ya que ahí, en esta doblez manipuladora en la utilización de las palabras, es donde radica una importante fuente de desvinculación de las personas por la decepción que produce sentirse burladas, algo que también es fácil de entender ya que nos hemos sentido alguna vez así.

Proponer supone incluir en la ecuación el que la persona acepte aquello que se le propone y es en esta aceptación y en el proceso de toma de decisiones que comporta donde se construye el proceso de apropiación. Esta toma de decisiones puede contemplar el ajuste o negociar las condiciones para que se de la aceptación, por ejemplo, en el caso de antes, cuando propongo un objetivo debo estar abierto a que la persona cuestione o proponga ajustes en su formulación, antes de aceptarlo como propio o que exija ciertas condiciones antes de comprometerse con él.

Claro está, proponer no es un proceso unidireccional donde quien propone queda a la espera, sino qué es un proceso compartido de conversación y negociación ante las propuestas y contrapropuestas que se van sucediendo hasta conseguir aquella situación en que la persona acepta sin que se desvirtúe el propósito de la propuesta, ahí está la habilidad de saber proponer.

INVITAR

Es más posible que la persona se comprometa cuando quiere estar ahí, donde se la requiere, que cuando está porque se le obliga; el sentimiento de implicación y responsabilidad difiere cuando se está por propia voluntad que cuando se está obligado por la voluntad de otra persona.

Esta es la razón por la que cuando llevo a cabo un proceso participativo o impulso un equipo de proyecto que exija que quien participe ponga algo más de su parte que su mera presencia, pida que no se convoque, sino que se “invite” a las personas.

Suele haber un malentendido con la voluntariedad, ya que pretender que alguien esté ahí de manera voluntaria puede entenderse como que hay que convocar y luego esperar a que venga quien quiera, con lo cual, en un mundo de prisas, falta de tiempo, donde cada cual va a lo suyo y evita complicarse más la vida, lo más probable es que no venga nadie o que no venga aquella persona que quieres que esté. Pero no, por voluntariedad ha de entenderse, simple y llanamente, que la persona esté allí por su propia voluntad, porqué así lo ha decidido y es, en este proceso de decisión, donde frente la convocatoria juega un papel decisivo la invitación.

Hay que saber invitar, esto es, pedirle a alguien que participe de algo que tu organizas. No se trata tan sólo de enviar una invitación al viento, sino de hacerlo de tal manera que la persona se vea interpelada directamente y persuadida a aceptar y, para ello, es importante que se le dé a conocer el sentido del por qué se la invita a ella concretamente.

Puede ser que, con invitar por correo, sea suficiente a veces, pero no siempre; otras es necesario coger el teléfono o hablar directamente con la persona para exponerle nuestra convicción sobre el valor que puede aportar, lo que esperamos de ella y pedirle que haga un hueco en su agenda para atender a nuestra demanda; ahí radica la clave y la dificultad de invitar, ya que, aunque parece fácil, hay muchas personas que, por diversas razones, les es muy difícil y no pueden hacerlo, ya sea por la soberbia de sentirse rebajadas en su autoridad o por el miedo al contacto directo, el mismo miedo por el que seguramente evitan el teléfono y lo canalizan todo escudándose en el e-mail.

DEJAR HACER

Los adultos se responsabilizan y comprometen más con aquello que hacen como creen que deber hacerse que con aquello que hacen como les dicen que lo hagan, esto está claro, más de una vez hemos obtenido como respuesta a alguna queja aquello de “a mí no me preguntes, me han dicho que lo haga así y así lo he hecho”.

La capacidad de autogestionarse, es decir, de hacer lo que uno cree qué debe hacerse, cuándo debe hacerse y cómo debe hacerse es uno de los factores más poderosos creadores de compromiso, ya que la autogestión integra en sí misma la propiedad y la voluntariedad pero, cuando se da en el contexto de un equipo o de una organización suma, además, la confianza.

Si promover la autogestión fuera fácil, seguramente nuestros entornos organizativos serían absolutamente autogestionados y la propuesta de Frederic Laloux no hubiera tenido ningún sentido, pero no es así, hay varias razones que frenan que la autogestión fluya naturalmente en las culturas de trabajo de nuestras organizaciones, desde estilos directivos que obtienen su razón de ser en el ordeno y mando, hasta la desconfianza en lo que motiva realmente a las personas, pasando por el infantilismo y la pérdida de compromiso de muchas estructuras organizativas debido a los años de deriva autoritaria; sea por lo que sea impulsar la autogestión es complicado y las prisas por obtener resultados, la poca tolerancia al error o el miedo al fracaso no ayudan a hacerlo fácil.

No obstante, sabemos por nuestra propia experiencia que, cuando se confía en nuestra capacidad para sacar adelante nuestras responsabilidades según cómo creemos que se debe hacer, esta confianza se transforma en un poderoso factor de reconocimiento y genera un compromiso que se traduce de manera invariable, en atención, cuidado y aseguramiento de resultados.

A partir de ahí es importante que, en primer lugar, generemos una convicción respecto de nuestra propia experiencia personal, ¿si funciona en nosotros por qué ha de ser distinto en otras personas?

En segundo lugar, es importante eliminar la idea de que autogestión es dejar hacer lo que la gente quiera hacer, porque no es esto. Hay niveles de autogestión y cada uno de ellos depende del grado de responsabilidad que se tenga sobre el impacto de los resultados que tiene aquello que se ha delegado; si la responsabilidad es total, es lógico que la autogestión también lo sea, pero si no es total, esto no significa que no pueda haber autogestión, podemos trazar el perímetro, el tiempo y las reglas de juego sin tener que decirles a los jugadores cómo ni cuándo chutar la pelota.

 Y, finalmente, es clave que nos tomemos nuestro tiempo, no podemos pasar de una cultura vertical de toma de decisiones a otra horizontal y autogestionada de la noche a la mañana, el cambio ha de ser planificado, hemos de ir por partes, consolidando nuestra convicción, trasladándola a los equipos, cultivando la confianza, dejando hacer y, sobre todo, abriendo paralelamente espacios para aprender juntos.

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La imagen corresponde a la ilustración que utilizo en las formaciones para analizar las claves del compromiso.

martes, 28 de agosto de 2018

Los cuatro pilares de la gestión del cambio


He escogido para ilustrar este post, el ocho de copas ideado por Arthur Edward Waite [1909].

Inspirada por su riqueza gráfica, Rachel Pollack invitaba a una reflexión en torno a esta carta que me atrevo a reproducir, de manera resumida, así:

Hemos de imaginarnos frente a un grupo de copas, de colores brillantes y atractivos, disponiéndolas de manera ordenada, una al lado de otra.

Mientras nos dedicamos a ello miramos en el interior de cada copa y vemos que cada una de ellas contiene algo nuestro, algo que hemos hecho, sentido o pensado.

En una podemos ver nuestros logros, en otra aquellos aspectos a los que no hemos podido llegar, otra contiene nuestras fantasías, otra, en cambio, refleja nuestros miedos. también vemos las relaciones que hemos construido, lo que les hemos aportado y lo que ellas han hecho con nosotros.

Una vez dispuestas todas las copas, una al lado o encima de las otras, damos un paso atrás mientras volvemos a recordar lo que hemos visto en su interior: los logros, las esperanzas, los miedos, las fantasías, los fracasos, las relaciones y sus repercusiones, etc., conscientes de que lo que contiene cada copa, es muy importante y valioso pero que no refleja todo lo que somos y podemos llegar a ser, sólo definen una parte de nosotros en un período determinado.

Satisfechos del balance realizado y de lo aprendido con ello, damos media vuelta y, con paso lento, ascendemos la colina dejando atrás las ocho copas, avanzando hacia lo desconocido y sabiendo que este viaje que hacemos ahora es un viaje que haremos muchas veces más a lo largo de nuestra vida.
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Por gestión del cambio entendemos toda aquella actividad encaminada a hacer posible el tránsito de una persona, de un equipo o de una organización, del estado actual que ocupa a otro, supuestamente deseado.

Este carácter dinámico, de movimiento hacia un nuevo escenario futuro, es el responsable de que normalmente se asocie la gestión del cambio con la planificación, aunque la planificación no responda, muchas veces, a una voluntad real de cambio y se limite a definir y programar la actividad que se espera que lleve a cabo el equipo o la organización, según quien planifique, en un período determinado.

Prueba de ello lo tenemos, por ejemplo, en el escaso valor que tiene, en muchos planes estratégicos, la “visión” como meta conocida y deseada por todos, inspiradora de objetivos y sobre la que debieran converger, claramente todas las actuaciones e, inequívocamente, la percepción de logro de cualquier resultado obtenido.

Lo cierto es que, en estos casos, la visión no deja de ser un trámite, en el proceso de planificación, percibido como extraño e innecesario debido seguramente a esa falta de propósito real de cambio.

Pero cuando hablamos de gestionar un cambio, indudablemente nos estamos refiriendo al tránsito de un punto a otro y conocer la meta a la que nos dirigimos, es imprescindible para determinar el rumbo, las fases y los recursos necesarios para poder gobernar y hacer posible el viaje. Así pues, la planificación es una herramienta estrechamente relacionada con la gestión del cambio.


Otro aspecto que conviene recordar es que, aunque la organización no se lo proponga, el cambio sucede de manera espontánea, melódica y silenciosa debido al carácter orgánico y vivo de los grupos humanos y, por lo tanto, cualquier cambio no necesita irremediablemente ser gestionado. La gestión del cambio se aplica a todos aquellos tránsitos que no se dan de manera espontánea o que, en caso de darse, el modo en que lo hagan no asegure, de manera natural, el logro de la meta en las condiciones deseadas. Así pues, un proceso de gestión del cambio no tan sólo hace referencia a cambios estratégicos en la misión o posicionamiento de la organización, sino que también puede referirse a cambios tecnológicos, culturales, metodológicos o incluso, a cambios en los espacios de trabajo o interrelación de las personas.

Decíamos que cambiar es, básicamente, transitar del lugar en el que nos hallamos a otro en el que nos proponemos estar, pero sería un grave error pensar que se trata sólo de eso ya que, tal y como sucede cuando nos mudamos de casa, cambiar implica, en mayor o menor grado, dejar cosas atrás y esto supone inexorablemente tener que analizar, valorar, escoger y abandonar tal y como nos invita a vivenciar la sugerente reflexión del ocho de copas que encabeza este artículo. Todo cambio conlleva una separación y un duelo del que se es más o menos consciente pero que, no por ello, deja de existir y de actuar.

Y, finalmente, debemos tener en cuenta que todo cambio genera la incertidumbre e inseguridad que supone habérselas con algo nuevo, que eso implica aprender cosas nuevas o actuar de manera diferente de como sabemos o estamos acostumbrados a hacerlo y que ello conlleva una dosis de incomodidad variable respecto del momento del que se parte.

Todos estos aspectos que acabamos de analizar son los que determinan que la gestión del cambio se asiente sobre cuatro pilares:


1.- EL SENTIDO DEL CAMBIO PARA LA PERSONA.

Es fundamental que, a parte del sentido que tenga para la organización, el cambio tenga también sentido para las personas que han de transitar hacia el nuevo escenario. El sentido que tiene el cambio y la importancia que adquiere para la persona es el combustible capaz de hacerlo posible.

Para ello es muy importante no tan sólo articular mecanismos de información que sean oportunos, sinceros y completos sino también invertir el tiempo necesario en trabajar con las propias personas resolviendo las principales preguntas que cualquiera debiera formularse ante cualquier cambio: qué aspectos de la situación actual resuelve o mejora ese cambio, por qué vale la pena invertir tiempo y esfuerzo en cambiar, qué cambiará en la vida de los usuarios de nuestros servicios, quá cambiará para el equipo, qué cambiará en nuestra vida.

2.- APROPIAR A LAS PERSONAS DEL PROPÒSITO Y DE LOS OBJETIVOS DEL CAMBIO.

La propiedad sobre un objetivo influye de manera determinante en el grado de compromiso que la persona adquiere sobre él. No es, por lo tanto, nada baladí, todo lo contrario, es definitivo para capear la resistencia más fuerte al cambio.

Quizás vale la pena aclarar que, cuando hablamos de propiedad en este contexto, no nos referimos a posesión en exclusiva sino a la convicción y al sentir claro del objetivo como algo propio y compartido con el resto de las personas y con la organización. En este sentido, se trata más bien de una copropiedad sobre la motivación y la manera de vehiculizar el cambio.

Hacer propietarias a las personas se consigue implicándolas en el proceso de definición de metas y objetivos, sustituyendo los mecanismos de designación por la invitación franca a participar y hacer suyo el proyecto.

También es importante considerar que la convicción de propiedad sobre el cambio viene dada por la capacidad de influencia que se tiene sobre el proceso de gestión del cambio. Por eso es necesario dejar claros los mecanismos y los criterios con los que se valorará cada aportación.

3.- GESTIONAR LA INCERTIDUMBRE.

La proyección de nuestras experiencias pasadas que inevitablemente, hacemos los humanos sobre nuestro futuro y el desconocimiento sobré lo qué nos espera al final del camino o lo que puede acechar a lo largo de su recorrido es la principal fuente de miedo y el miedo, a su vez, es el factor principal que bloquea cualquier cambio.

El “vale más malo conocido que bueno por conocer” lo llevamos incrustado en la espina dorsal y paraliza nuestros músculos, condicionando cualquiera de nuestros movimientos cuando la incertidumbre ante el cambio adquiere niveles que no han de ser, necesariamente, demasiado elevados.

La planificación a la que nos referíamos antes, suele ser la herramienta utilizada para rebajar la incertidumbre y esos niveles, más o menos conscientes, de ansiedad que genera. Definir una meta, analizar el entorno, hacer un balance de la situación de partida, fijar unos hitos, establecer unos tiempos y destinar unos recursos, genera la fantástica ilusión de poder iluminar la oscuridad que se cierne sobre el camino y poseer la capacidad de predecir qué va a suceder, cómo y cuándo.

No obstante, es importante tener en cuenta, como advertía Nassim Nicholas Taleb [2012], que “en un mundo complejo como el nuestro, tan sólo podemos predecir lo que ya conocemos y esto nos hace frágiles” y, junto a una planificación consciente es conveniente, sobre todo, determinar un sistema de seguimiento, toma de decisiones y corrección de nuestras actuaciones que permita adaptarse de manera ágil a la alta variabilidad que caracteriza el momento actual.

Sí, definitivamente aquellos mecanismos que conviertan cualquier plan que tengamos en una herramienta flexible y adaptable, serán los mejores recursos para gestionar la incertidumbre. La rigidez en la planificación acaba erigiéndose, tarde o temprano, en una de las resistencias más obstinadas al cambio.

La incertidumbre anida en la mente de cada persona, no es nada asible, palpable, medible ni generalizable, las sombras de algunas personas son los puntos de luz de otras, de ahí que la gestión del conocimiento que hay en la organización [y fuera de ella] sea uno de los mecanismos más poderosos para afrontar la incertidumbre que desvelan los procesos de cambio.

Por una extraña lógica inclusiva, a menudo se da por sentado que, por estar en las personas, el conocimiento se halla en la organización y esto no es del todo cierto, el conocimiento permanecerá tan sólo en las personas si la organización no dispone los medios necesarios para detectarlo, destilarlo y ponerlo en valor en los diferentes escenarios de toma de decisiones. La estimulación de la inteligencia colectiva a través de procesos de participación, transferencia y debate suelen ser filones de aprendizaje organizativo y la principal manera de aplicar este aprendizaje a la facilitación del cambio.

4.- ATENCIÓN A LA NATURALEZA “HUMANA” DE LAS PERSONAS.

La herencia industrial que impregna la cultura de nuestras organizaciones y el management más al uso, a menudo invisibiliza el hecho fundamental de que el principio activo de las organizaciones son sus personas. El cambio sucede en la medida en que cambian las personas. Pasar de una “gestión de los Recursos” a una “gestión de los Humanos” es del todo imprescindible para despertar la motivación y activar aquellas actitudes más favorables al cambio.

Para ello es necesario atender a aquellos factores nucleares en los que germina el compromiso de las personas:

a) Una comunicación natural: añado lo de “natural” para subrayar el carácter vivo y genuino que ha de caracterizar una comunicación lo más alejada posible del diseño despersonalizado de mensajes de laboratorio que suelen despertar todo tipo de sospechas, no se adhieren y, más que ser de ayuda, generan distancia entre la dirección y las personas. En la línea de la tercera tesis del Cluetrain Manifesto: “Las conversaciones entre seres humanos suenan humanas y se conducen con una voz humana.”

b) La sinceridad: Liderar para el cambio requiere de la franqueza necesaria para que cada cual pueda anticipar y gestionar unas expectativas acordes con lo que está previsto.

c) El reconocimiento: A lo que se hace, a lo que se sabe y a lo que se contribuye.

d) La confianza: Responsabilizando a cada cual de su parcela del cambio, fomentando la autonomía en el enfoque del trabajo y distribuyendo el liderazgo en función del talento y de las habilidades de la persona.

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Tal y como explico al principio de esta artículo, la primera imagen corresponde al ocho de copas ideado por Arthur Edward Waite [1909] y diseñado por Pamela Coleman Smith.

La segunda imagen es de Andrew Wyeth [1953]



lunes, 30 de abril de 2018

Apropiación

Junto a la voluntariedad y a la autogestión, la propiedad sobre un objetivo influye sobremanera en el grado de compromiso que la persona adquiere sobre él.

Ya se trate de impulsar un proyecto, resolver un problema o satisfacer una necesidad, la convicción de sentirlo como algo “propio” determina la responsabilidad que despierta en la persona que se ha de hacer cargo de ello.

Del mismo modo, la falta de propiedad explica la falta de presencia de aquellas personas de las que se espera que asuman la responsabilidad sobre algo que, de hecho, no es suyo. Es fácil de ver: aquel objetivo, proyecto, problema, o necesidad no es propio, es de otro y, aunque la actuación sea profesional, el grado de implicación no suele ser el mismo en la mayoría de los casos.

Tal y como espero que se intuya, el concepto de propiedad, en este contexto, no se refiere estrictamente a una posesión sobre la que se tengan todos los derechos, sino a sentir algo como perteneciente a uno y que también despierta el sentido del deber. En una organización, en una comunidad o en un equipo de trabajo, la propiedad debiera ser compartida, siendo las personas copropietarias del propósito u objetivos que la organización o el equipo pretende impulsar.

La falta de propiedad de las personas sobre aquello de las que se pretende que sean responsables es uno de los temas más importantes no resueltos en nuestras organizaciones y los motivos no son fáciles de dilucidar.

La propiedad sobre un objetivo, un proyecto o cualquier otra actuación supone la capacidad por parte de la persona propietaria, de poder modificarlos en función de los criterios que crea convenientes, ahí puede que se halle uno de los factores que hace difícil compartir o ceder la propiedad.

Siguiendo el hilo de la reflexión, dentro de la cultura industrial que sigue caracterizando nuestros modelos de trabajo, es fácil comprobar como la estructuración jerárquica de nuestras organizaciones lleva a que la mayoría de las personas trabajen sobre las propiedades de una minoría. Esta relación de propiedad-no propiedad es la que determina el grado de control y el nivel de confianza que se deposita en las personas, dos de los grandes factores que determinan el estilo de dirección. También sustenta el sistema de clases y, en consecuencia, las relaciones de poder que suelen existir entre los propietarios y los no propietarios, en la organización.

En este detalle puede que se halle otro de los motivos de la dificultad para compartir la propiedad sobre un objetivo o los resultados de un proyecto con alguien, el hecho de que ello suponga perder parte de esta propiedad y, por lo tanto, del reconocimiento social que se deriva de ello.

La fractalidad de las culturas corporativas, es decir, la inercia a seguir el mismo patrón a diferentes escalas, suele comportar que esta concentración de la propiedad y su uso por parte de unos pocos, se reproduzca también en modelos de trabajo pensados para ser horizontales, que han de basarse en el trabajo colaborativo y que requieren de un alto nivel de compromiso por parte de las personas implicadas. Ni que decir que una de las máximas dificultades para impulsar la colaboración e implicar a las personas en la consecución de un objetivo es la reticencia a hacerlas copropietarias del proyecto que han de impulsar y esto es algo que las organizaciones de hoy en día ya no se pueden permitir.


La fórmula fundamental en la que se apoyan los nuevos modelos de gestión consiste en su capacidad para hacer propietarias a las personas del proyecto en el que se han de implicar. Este proceso de apropiación exige prestar especial atención a ciertos aspectos:

> Por un lado, el proyecto, ya sea organizativo, de comunidad o de equipo, ha de tener sentido también para la persona. Ésta ha de hacer suyo el propósito, comprender su papel, el valor que aporta al conjunto y corresponsabilizarse de los resultados, sean estos los que sean.


> Se han de sustituir los clásicos mecanismos de designación, en los que se ordena a alguien que haga algo, por la invitación franca a participar y hacer suyo el proyecto. La invitación, cuando es personalizada, es un poderoso recurso de reconocimiento e influye de manera significativa en la voluntariedad de la persona. No obstante, hay que prestar especial atención a que la invitación sea sincera y que, por lo tanto, la persona tenga claro que puede denegarla sin que ello tenga más repercusiones que el de no estar donde se le ha invitado.

> Las personas, como propietarias, han de tener muy clara su capacidad de influencia y participar activamente en la construcción del proyecto. Su opinión ha de tener capacidad de cambio.

> Para finalizar, los ámbitos de responsabilidad de cada cual han de ser asumidos y respetados. La copropiedad implica también corresponsabilidad y confianza.

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La primera imagen corresponde a una obra de John William Waterhouse [1896], uno de mis pintores favoritos. Aunque la escena representa a Pandora abriendo su famosa caja, no hay que buscar más relación con el artículo que el de la actitud de la muchacha con el objeto.

La segunda imagen corresponde a “El mundo de Cristina” [Christina’s world, 1948], de Andrew Wyeth, me ha apetecido colocarla aquí. Escribí algo sobre esta obra hace ya un tiempo.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Planificar o no, no es la cuestión

De joven, mis padres me regalaron una máquina de escribir, una Olivetti portátil con su estuche a juego. “Para toda la vida”, me dijeron, con lo que añadí a aquel estuche un trapito para retirar los rastros de tinta que se acumulaban en los tipos de las letras y, a la larga, tiznaba la impresión afeando el texto.

Porque en aquel entonces, las cosas, muchas que hoy serían impensables, solían ser para toda la vida. El largo plazo tenía sentido en un mundo que avanzaba poco a poco y los objetos eran sustituidos por otros más sofisticados tan sólo cuando se estropeaban y no había posibilidad de arreglo. Se trataba de un mundo donde había un zapatero en cada barrio y todos sabíamos dónde se encontraba.

Sin lugar a dudas, eran otros tiempos, los contratos indefinidos tenían sentido y era de lo más normal trabajar toda una vida en una misma empresa porque éstas se pensaban para durar siempre. La estabilidad era un valor, la previsibilidad era alta, el grado de incertidumbre muy bajo y las organizaciones planificaban muy a largo plazo. Denominar estratégico a algo concebido para ser alcanzado a los 4 o 5 años era ridículo, las estrategias se planteaban como mínimo a 10 años vista o más. Las ambiciones requerían tiempo y había tiempo; empresas como Sony se hallaban a medio camino de una visión planteada a cincuenta años vista en la que se proponía ser la primera empresa japonesa en invadir el mercado norteamericano con sus componentes y ya, por aquel entonces, hasta los pianos que se compraban en EEUU eran en su mayoría japoneses. Las cosas se conseguían con dedicación, tesón y esfuerzo.

Actualmente todo esto que expongo aquí, es pasado y se antoja muy antiguo. El mundo ha dado un vuelco y todo, nuestros objetos, relaciones, conocimiento o ambiciones se han vuelto líquidas; casi nada goza del tiempo necesario para cristalizar en algo duradero; pocas cosas son para toda la vida, la obsolescencia es programada, el nivel de incertidumbre respecto al futuro más inmediato es muy alto y el pasado reciente adquiere tiznes de remoto con más rapidez. La caducidad, como tal, se ha instalado en nuestra cultura, tanto es así que definir el momento actual como “momento” se hace extraño, ya que no parece tener nada de coyuntural: el cambio ininterrumpido ha dejado de ser una reacción a los acontecimientos para pasar a ser un valor y un fin en sí mismo.

Para el management tradicional, este nuevo período instalado en el cambio constante ha sido devastador y en estos últimos años se han replanteado principios, conceptos y métodos largamente calcificados que se creían robustos y consolidados. El de la planificación ha sido uno de ellos.

Efectivamente, la dinámica de los escenarios actuales ha llevado a dudar del sentido de seguir hablando de estrategia y planificación estratégica en un momento insondable en el que cualquier futuro está capturado por la intensa dinámica del presente y en el que éste sucumbe constantemente a la urgencia más inmediata [Innerarity, 2009]. En este contexto no son pocos los que ven en la Planificación una herramienta totalmente desfasada en un momento en el que se requiere estar atento a multitud de variables que emergen inesperadamente de ese entorno cambiante, transformando cualquier escenario, estimulando nuevos deseos, obligando a reformularse continuamente los propósitos y el modo de conseguirlos. Y, seguramente, no les falta razón.


Pero este desfase quizás no deba atribuirse a la Planificación como herramienta sino al propósito con el que ha sido utilizada, verdadero responsable de los métodos a partir de los cuales normalmente se desarrolla.

La capacidad del ser humano para elaborar teorías y avanzar acontecimientos se halla en la base de la ansiedad que a éste le produce la incertidumbre y en la consecuente necesidad de determinar un futuro en el que seguir viéndose. Un aspecto que parece estar atávicamente relacionado con la supervivencia y que se ha transferido de manera natural a cualquier ámbito ya sea este personal, interpersonal o grupal.

Desde cómo satisfacer nuestras necesidades más inmediatas como, por ejemplo, comer, hasta dónde queremos estar o hacer en nuestro futuro más remoto, cada cual se puede encontrar en este continuum, en un punto o a todo su largo. En este sentido, hacer planes, puede considerarse algo totalmente natural y el hecho de que éstos sean a corto o a largo plazo, como un aspecto mucho más cultural o de coyuntura.

La clave está en que la Planificación, como casi todo en estos tiempos, también debe cambiar y si su propósito es el de reducir la incertidumbre entonces ha de amoldarse, en su diseño, a la alta mutabilidad de este entorno tan dinámico, aumentando los mecanismos de vigilancia y flexibilizando la rigurosidad con la que hasta ahora se ha investido a los objetivos.

No es natural que nosotros envejezcamos ante el espejo y nuestros planes [en el mismo espejo] sigan teniendo siempre la misma apariencia. Un plan debe de ser orgánico y madurar en todas sus facetas reflejando en su piel el paso del tiempo. No son los planes los que han de cambiar sino los mecanismos de seguimiento y control que determinan los criterios y el modo para transformarlos.


Pero el valor de un plan no estriba en sus objetivos. Hay que recordar que planificar no es otra cosa que establecer la ruta a seguir entre una situación actual y una posición deseada. Los objetivos son el Cómo pero no el Por Qué. Ningunear el propósito del plan, este futuro deseado para centrarlo todo en los objetivos, es una de las herencias más tóxicas que nos han legado los ”viejos tiempos”; ha sido el responsable de la poca atención que se le ha prestado a establecer una Meta que dote de sentido a lo que se hace, aquello a lo que tenía que responder el concepto de Visión y que, en la práctica, ha acabado siendo una bonita frase, generalmente vaga y de dudosa utilidad.

El poder motivador, tractor de este Futuro Deseado, es el aspecto más importante de la planificación y el más indicado en un momento en el que la incertidumbre y el componente arbitrario que conlleva puede ahogar a las personas en sus propios miedos si éstas no encuentran algo a lo que asirse y que dote de sentido a su actividad y a sus vidas. No es una idea nueva, Viktor Emil Frankl lo expuso de manera elocuente al reflexionar sobre el determinante principal por el que algunas personas, en la misma situación y al margen de sus condiciones físicas, sobrevivían a entornos tan inciertos como los de un campo de concentración. Vale la pena revisar esta documentación.

Otro gran cambio que ha de experimentar la planificación es, pues, invertir los términos y dedicarle atención y tiempo a elaborar una Modelo de Futuro que incorpore aquello en lo que nos queremos convertir HOY como organización, en el que además podamos identificarnos como las personas o los profesionales que queremos llegar a ser y que [eso es importante] lleve incorporado un mecanismo para su transformación, por si MAÑANA cambiamos de opinión y nuestro deseo se desplaza hacia otros motivos, hasta ese momento, insospechados.


viernes, 31 de mayo de 2013

Responsabilidad y control

Quizás algunos recuerden “Summerhill”, un delicioso libro que desgranaba, entre reflexiones y ejemplos, los principios en los que se basaba la escuela del mismo nombre.

Summerhill fue, además del paradigma de la escuela libertaria, todo un escándalo en su época y más en el escenario en el que se batía, una Inglaterra absolutamente alineada con una tradición y unos principios educativos diametralmente opuestos y de corte absolutamente disciplinario.

El eje central de la filosofía de Summerhill consistía en que el niño es capaz de ejercer un autocontrol sobre sí mismo sin necesidad de vivirlo como represión si se le educa en la libertad. La puesta en práctica de esa filosofía era lo que levantaba ampollas, pues suponía aspectos difíciles de digerir para la mentalidad dominante, como que los niños eran los que decidían asistir a las clases o, incluso, si ir vestidos o no.

A.S. Neill se esfuerza en demostrar en sus libros cómo todos aquellos niños acababan regulando su comportamiento y mostraba sus aulas llenas de alumnos que estaban ahí, y eso es lo más importante, por su propia voluntad. Aún así y a pesar de los brillantes resultados, el Gobierno insiste todavía en cerrar la escuela, pero esto, como diría Ende, es otra historia y ha de ser contada en otra ocasión.

Aunque no vaya de lo mismo, se intuye el mismo constructo en “El Señor de las Moscas”, del Nobel de Literatura [1983], William Golding. En su novela, Golding describe cómo emerge un sistema organizativo y de control de pesadilla, por parte de un grupo de niños que han sobrevivido a un accidente aéreo y se hallan, como robinsones, solos en una isla sin la compañía de ningún adulto. Es importante subrayar la pericia del autor en mostrarnos, en este particular escenario y tomando como punto de partida al grupo de niños, un ejemplo de lo que pudo ser la evolución del ser humano desde sus orígenes más asilvestrados a la complejidad del control a través de lo simbólico [tótems, religiones, etc.], sobre el que se asientan la mayoría de las sociedades actuales. Una de las grandes lecciones que se desprenden de esta obra es que lo primero que hace un grupo humano “infantil” cuando no hay ningún adulto que asuma el mando, es crear un sistema de gobierno y que lejos de la veleidad que se le pueda suponer, estos sistemas de gobierno suelen ser terriblemente crueles y rígidos.

Redondeando el caso de Summerhill y la historia de Golding, quien más quien menos conoce o ha oído hablar de casos de "niños adultos" en familias, normalmente desestructuradas, donde la ausencia de los padres es el determinante para que uno de los hijos asuma de forma espontánea la responsabilidad y cuide de sus hermanos.

El ingeniero de tránsito Hans Monderman sugirió, en 1991, que si se crea incertidumbre respecto a quién tiene el derecho de paso, los conductores tienden a reducir la velocidad y con ello el riesgo de accidentes en lugares muy transitados. Tal y como ocurre de manera espontánea en las calles de algunas ciudades como Hanói, determinados experimentos en diferentes localidades europeas permitieron comprobar cómo puntos especialmente conflictivos, disminuían de manera significativa el índice de siniestralidad cuando se eliminaban todas la señales viarias destinadas a regular el tráfico. Como es de imaginar, el motivo es muy sencillo, al no haber una norma de la que depender y que regule los derechos de cada uno, se ha de asumir toda la responsabilidad y con ello el control sobre la gestión del propio espacio. Como decía el mismo Moderman, gran parte de la pérdida del comportamiento socialmente responsable en nuestras ciudades se debe a la excesiva regulación que imponen nuestras sociedades. Una muestra que tristemente comprobamos ante la penosa y generalizada incontinencia y falta de control en el consumo de bebidas alcohólicas que exhiben ciudadanos de otros países, donde el consumo de estos productos está excesivamente regulado o perseguido.

Para poner punto y final y resumir la idea principal que se desprende de los casos expuestos, recordar lo que afirma Martha C. Nussbaum, hablando en torno a la educación para la democracia, “las personas toman decisiones irresponsables cuando se les permite pensar que no son responsables de sus decisiones porque una figura con autoridad asume esa responsabilidad", y es que, responsabilidad y control son dos conceptos que, en la práctica, han de ir juntos: es responsable quien ejerce el control y llevar el control comporta la responsabilidad de quien lo ejerce. Pero esto, que para todos ya era obvio incluso antes de leerse este post, suele ser una paradoja en el seno de las organizaciones donde se siguen planteando interrogantes sobre cómo responsabilizar a las personas mientras que, paralelamente se desarrollan complejos sistemas y mecanismos de control que suelen ser ajenos a ellas.

Sin lugar a dudas, gran parte de los problemas que se circunscriben en el ámbito de la motivación o de la productividad no se deben tanto al cómo sino a quién está ejerciendo realmente el control. A eso hay que añadir el enorme coste y lo difícil de amortizar que suele ser el control tradicional ya que, al incidir de manera inversamente proporcional a la implicación de las personas en su trabajo, las más de las veces le lleva a replicarse a sí mismo, generándose una espiral de vigilancia con la consecuente estratificación organizativa que ello conlleva y el consecuente empobrecimiento que se desprende a todos los niveles.

La certeza de estar controlando las actuaciones de los otros es, probablemente, una de las mayores falacias en la que muchos prefieren seguir creyendo. Este fragmento de Brazil lo ilustra graciosamente:



La solución parece muy sencilla y, según se desprende de lo visto, ha estado siempre delante de nuestros ojos, tan sólo hay que dejar que las personas controlen aquello de lo que queremos que se hagan responsables.

Para ello hay que aplicarse en contener la impaciencia que conlleva la ansiedad que genera la brecha de incertidumbre [y descontrol momentáneo] que se abre desde que una de las partes decide dejar de asumir el control y espera a que la otra lo haga suyo.

Y, paralelamente, quizás es aconsejable sustituir el control tradicional, las más de las veces orientado a disminuir la ansiedad que la desconfianza en las personas despierta en el propio directivo, por la supervisión, un servicio que desde la dirección actúa sobre las dosis de desconfianza [esta vez sana] que pesa sobre las propias personas cuando se hacen responsables de sus actuaciones y éstas afectan a otros.

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Fotografía: Robert Doisneau