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domingo, 4 de diciembre de 2022

Saber callar



Saber callar es quizás una de las cualidades que más escasean y una habilidad de un interés extraordinario para la persona y para aquellos con los que se rodea.

Callar no es fácil, para muchas personas se trata de una imposibilidad de la que se es más o menos consciente o, incluso de la que se pueden sentir más o menos orgullosas por asociarla a otros conceptos como, por ejemplo, el de libertad o la sociabilidad, libertad por aquello de asociar el callar con la represión y sociabilidad por confundir el hacer ruido con animación, extroversión o establecer vínculos. 

Pero la imposibilidad de callar suele estar más relacionada con necesidades o carencias, con la fobia al silencio y la urgencia de generar cantos de sirena propios para evadirse de uno mismo o con la necesidad de reafirmar el propio yo, ocupando cualquier espacio de silencio e invadiendo el espacio comunicativo de las otras personas. Lejos de ser una expresión de libertad, la imposibilidad de callar parece más un síntoma de incontinencia e inmadurez psicosocial.

En la vida organizativa, no saber callar puede ser demoledor ya que es una de las causas más importantes y frecuentes de pérdida de tiempo en las reuniones y, saturar los espacios de interrelación con palabrería compulsiva, suele ocasionar poca cosa más que silencios, cansancio, vacío comunicativo y distancia social entre las personas que se hallan ahí.

Como rasgo directivo, no saber callar, esta evidentemente asociado con la imposibilidad de escuchar, de monitorizar información del medio, de aprender, de la falta de empatía e incomprensión de las dinámicas del equipo y, en consecuencia, con la incapacidad de colaborar, cocrear o mantener conversaciones constructivas.

Algunas directivas o directivos se ven impelidos a hablar siempre para no perder el control del relato del equipo y por asociar su rol con un paternalismo que les lleva de manera crónica a informar por informar, aconsejar, corregir, dar instrucciones y, en definitiva a no callar bloqueando, desanimando o impidiendo que nadie pueda expresar nada que no sea atención a su parloteo incesante.

Sí, es necesario aprender a callar, a escuchar la respuesta cuando se ha preguntado, a hablar con medida y dejar espacio para que otras personas puedan también decir algo. 

Callar para prototipar la idea en nuestra cabeza y comprobar su posible impacto antes de soltarla, para contribuir a que haya espacios de silencio donde pueda emerger algo nuevo, para demostrar respeto hacia la que nos acaban de decir, para no juzgar, ni violentar, ni herir, para captar el interés. Debiéramos callar unos segundos en cada intercambio verbal para demostrar que estamos escuchando y para dejar que las palabras del otro resuenen en el silencio y se pueda escuchar a sí mismo.

Hay que aprender a callar para dejar de hacer ruido, para no cansar, para no repetirnos, para dar verdadero valor a cada idea, para no infoxicar, para no invadir la vida mental de las otras personas y dejar que cada cual pueda prestar atención a sus propios pensamientos. 

Callar para poder ver, oler, saborear, para escuchar y dejar escuchar el viento o la lluvia o nada, simplemente para disfrutar y dejar disfrutar del silencio.

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En la imagen un detalle de “The Hour of Silence” [1897] dHenri Georges Jean Isidore Meunier

lunes, 23 de septiembre de 2019

Impulsar la cultura del colaborar y del compartir



No hace mucho, en un evento, me preguntaron mi opinión sobre el porqué cuesta tanto que, en las organizaciones, las personas compartan su conocimiento.

En un principio, la inercia de la situación me llevó a dar por válida la afirmación que se da por supuesta en la misma formulación de la pregunta, pero me oí diciendo que quizás no era exactamente así, que si levantamos la alfombra de los procesos, metodologías y mecanismos formales de la organización, veremos cómo en las capas menos visibles se dan multitud de interrelaciones y podremos comprobar cómo las personas comparten conocimiento de manera espontánea, continuada, generosa y sin el más mínimo propósito de reconocimiento ni de contribuir expresamente a la gestión del conocimiento de la organización. Que lo que posiblemente está pasando es que las personas, se resisten a compartir conocimiento como se les dice que lo tienen que hacer.

Sucede lo mismo con la colaboración y con la comunicación, las personas colaboran abiertamente cuando se sienten interpeladas a hacerlo, esto es, cuando le encuentran un sentido, su propio sentido y, respecto a la comunicación, lo hacen a pesar de los mecanismos que suele disponer la organización, es decir, como pueden.

Esta opinión no nace del sesgo de una determinada manera de querer ver las cosas, a lo largo de mi vida profesional he contribuido a impulsar y he acompañado a centenares de equipos y comunidades profesionales siendo testigo del gran compromiso, implicación, humildad y generosidad genuina [es decir, sin esperar reconocimiento ni nutrientes para engrosar el ego] por parte de multitud de personas que han apostado e invertido mucho tiempo, energía y conocimiento propio en llevar a cabo proyectos colaborativos para la mejora de los servicios que presta la organización para la que trabajan, curiosamente, las más de las veces, capeando las resistencias de la propia organización y, casi siempre, renovando una y otra vez su confianza en el futuro y utilidad que se le va a dar a los resultados de este trabajo.

Pero, como se apuntaba al principio de este artículo, el escaso éxito de los mecanismos formales para colaborar y compartir extiende un velo sobre lo informal [ya de por sí bastante invisible] a la vez que genera regueros de tinta y reflexiones sobre lo de siempre, la conveniencia de desarrollar determinadas competencias en las personas y la necesidad de que aquellas personas con cargos de dirección hagan suyas, se impliquen e impulsen iniciativas relacionadas con potenciar la colaboración y la transferencia de conocimiento experto en sus equipos.

Personalmente no creo que la clave este en el desarrollo de capacidades de las personas ni en elaborar más metodologías o herramientas que faciliten la colaboración o la transferencia de conocimiento, ya que, quien más quien menos, colabora y comparte aunque tan sólo sea dentro de los límites de su entorno más personal y el problema de las herramientas no está en su diseño ni en la bondad de su propósito, sino en el sentido que tienen para el público al que se dirigen y, por ende, en la voluntad de las personas en utilizarlas.

El quid está en la cultura de la organización y uno de los principales determinantes de la cultura de una organización no es lo que aprueban, proponen o dicen impulsar sus equipos directivos, no, lo realmente determinante es lo que hacen realmente estos directivos, cómo se comportan, hasta qué punto tienen interiorizados y son realmente el modelo de los valores y actitudes que pretenden impulsar y esperan de sus equipos o de las personas que se hallan en su esfera de responsabilidad.


Hace ya unos años, Marjorie Kelly, propuso una primera clasificación de las tipologías de personas, políticas o empresas en función de su mentalidad. Así pues, identificaba lo que denominó “mentalidad extractiva”, esto es, aquella que invade y extrae sin medida y para beneficio propio lo máximo del entorno con el que se relaciona. Un tipo de proceder que, visto así, puede parecer alejado, antipático y extraño, pero que se halla más cerca de lo que parece de los valores que nos rodean, no tan sólo a nivel social o político, sino personal.

Por otro lado, Kelly hablaba de la “mentalidad generativa”, un planteamiento personal, social y económico que todavía no tiene entidad pero que asoma aquí y allá a través de enfoques profesionales e iniciativas empresariales orientadas a crear beneficios en lugar de resultados dañinos, que basan la relación en el valor que aportan, que son responsables con el entorno, que enarbolan la justicia social como valor principal y que, en suma, persiguen crear condiciones duraderas y pensadas para las personas y en aquellas generaciones que quedan por venir.

Es obvio que se trata de un punto de vista y que son dos categorías extremas, que no aglutinan a la totalidad de personas, empresas o políticas y que, entre estos dos polos, existe una gradación de grises entre los que nos distribuimos el resto de la Humanidad.

Pero, si tuvieras que clasificar la cultura de tu organización ¿Hacia que gris la colocarías? ¿Más de la banda extractiva o más del lado de la generativa? ¿Y tú? ¿qué pesa más en ti, en función de tus miedos y de lo que te importa? Tómate tu tiempo y valóralo íntima y ponderadamente, no cedas a lo que te gustaría creer, piensa en lo que se valora en tu entorno profesional o valoras realmente, en lo que se reconoce, en lo que se evidencia a partir de las actuaciones que se llevan a cabo.

Desde mi punto de vista y adoptando la perspectiva de este enfoque como manera rápida para el diagnóstico de culturas corporativas, las nuestras son en gran medida y salvo las omnipresentes excepciones, de un gris tirando a extractivo muy marcado y, por otra parte, muy lógico, debido a los valores que imperan en nuestro sistema social y que son, entre otras cosas, los responsables de la situación a la que hemos llevado al mundo y al planeta.

Pero los valores extractivos son contrarios a colaborar abiertamente o a compartir generosamente, de ahí incluso la falta de genuinidad de algunas colaboraciones o trasferencias de conocimiento que encubren un propósito más centrado en el reconocimiento o en la marca personal, que el deseo o la necesidad de contribuir generosamente al desarrollo del entorno.

Abordar este aspecto de la cultura corporativa es fundamental y, como decía, el papel de los equipos directivos y de aquellos promotores de la colaboración y la transferencia de conocimiento es determinante.

La clave no está en cómo toleran o promueven la participación, la colaboración o la transferencia de conocimiento, lo que es definitivo es hasta que punto, estas mismas personas que desarrollan un rol de dirección o de promoción de la colaboración, participan, colaboran y comparten su conocimiento entre ellos mismos, entre las propias personas que componen este equipo, siendo el ejemplo de lo que exigen a los otros.

Este es un tema muy importante y, probablemente, la piedra angular de la gestión del cambio en lo que respecta a impulsar la colaboración, la transferencia de conocimiento y, en general, cualquier valor de la organización.

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Las imágenes corresponden a obras de Giuseppe Pellizza da Volpedo (1868-1907).

Por si te ha pasado desapercibido por el atractivo visual del círculo, en la segunda imagen son interesantes los dos niveles de interrelación que aparecen en los diferentes planos de la pintura.


domingo, 24 de febrero de 2019

Placentas, posibilidades y cambio de cultura



Más allá de los cambios frecuentes al que nos tiene acostumbrados el momento actual, en nuestras organizaciones asistimos a un gran cambio que no por manifestarse de manera tenue deja, por ello, de hacerse notar, creando una distorsión perceptiva entre pasado y presente responsable de que ciertos modelos, aparentemente normales, se vean, de repente, como muy anticuados y que, debido a esto, algunos pocos, estén planteándose el cambio hacia un paradigma en el que las personas ocupen un espacio y lleven a cabo un papel muy distinto del que han tenido hasta ahora.

Tampoco es que el tema sea muy original, de hecho, ya hace unos años que se viene hablando de ello y, quien más quien menos, tiene horas de charla y lecturas hasta la saciedad y el agotamiento. Pero parece como si se estuviera abandonando, lentamente, el plano de la palabra y de las disquisiciones metafísicas centradas, sobre todo, en los estilos de liderazgo, para pasar a concretarse en actuaciones más específicas, cuya dificultad de implantación cuestionan cada vez más e interpelan directamente a los modelos organizativos al uso.

Sin entrar en un análisis de las causas, que no he llevado a cabo, pero que intuitivamente atribuyo al proceso de individualización creciente del modo de vida actual, el caso es que la persona está adquiriendo un valor “real” por ella misma y es más fácil considerar las grandes oportunidades que se abren y los beneficios que aporta el favorecer y potenciar su autogestión y amplificar la inteligencia de la organización conectándola con otras personas, algo muy alejado del concepto de persona como “recurso” localizado en un puesto de trabajo y aislado en un lugar concreto de la estructura organizativa a la que nos tiene acostumbrados la cultura industrial de la que provenimos y en la que continuamos, mal que nos pese, inmersos; de ahí el entrecomillado del “real” con el que he matizado la palabra “valor” al inicio de este párrafo, ya que, hasta ahora, ha sido más un valor deseado o intuido que no interiorizado hasta el punto de orientar conductas y apostar por ello.

Pasar de culturas verticales a modelos horizontales donde la gestión del conocimiento y la inteligencia colectiva abran la posibilidad a impulsar equipos de trabajo autogestionados y ágiles requiere de tiempo, un tiempo que va más allá de la voluntad y capacidad de implantar mecanismos o disponer de escenarios y que comprende una verdadera revolución que trasciende a la propia organización para exhortar directamente a las personas a implicarse directamente en ella, ya que estos modelos industriales de los que provenimos no se hallan tan solo en el éter organizativo, sino que han sido respirados, desde siempre, por las personas hasta interiorizarse y formar parte sustancial de ellas mismas.

La transferencia activa de conocimiento, compartir de manera generosa y recíproca, participar en redes inteligentes donde las ideas de cada cual puedan mezclarse, disolverse, transformarse e integrarse en un todo colectivo requiere de unas capacidades que no han sido, hasta el momento, suficientemente entrenadas.

Para ello, algunas organizaciones están dotándose de mecanismos que no interfieran agresivamente en el modo habitual de hacer las cosas y se ajusten a una cultura de transformación, a estos mecanismos son a los que denomino “placentas organizativas”.


La idea de la placenta surge como metáfora natural de conceptualizar la organización como un organismo vivo. De esta concepción se desprende que, si inoculamos un cuerpo extraño en un organismo, este tiende a rechazarlo no sin antes haberlo atacado con todos los anticuerpos posibles y haber sufrido incómodas inflamaciones y elevaciones de la temperatura, ya que pocas alternativas hay al rechazo que no lleven a la propia muerte del organismo o a la amputación de una de sus partes.

En cambio, la idea de la placenta sugiere un modo de poder gestar, desde la propia realidad organizativa, un embrión con información genética de la propia organización que también lleve incorporado el ADN de nuevas posibilidades ajenas a la cultura de esta organización.

La placenta como espacio protector, para madre y embrión, de aquellos aspectos incompatibles entre ambos, susceptibles de provocar rechazo y, a la vez, como espacio nutriente desde donde poder impulsar proyectos y facilitar la puesta en práctica y el desarrollo de capacidades difíciles de germinar en otros escenarios corporativos.

La realidad que subyace detrás de este concepto es anterior al de la propia palabra ya que, como he dicho, la idea de la “placenta organizativa”, se inspira en la observación directa de la práctica de algunas organizaciones[1] para impulsar modelos de trabajo alternativos a los modos de operar habituales.

La utilidad del concepto no es pues la de inventar nada, sino la de inspirar y facilitar la concreción, posibilidades y estructuración de estos espacios a partir de los elementos que se desprenden de la misma metáfora.

Así pues, tal y como refleja el esquema, los factores que conformarían las paredes de esta placenta serían la alineación de los equipos directivos con el propósito de estos espacios y la existencia de unidades organizativas o equipos de trabajo específicos dedicados a gestionarlos y velar por ellos.


El embrión pueden ser equipos de innovación, equipos motores para el cambio, Comunidades de Práctica o cualquier otra tipología de grupo de trabajo basado en la autogestión y la colaboración en torno a un proyecto, para los que estos espacios constituyan una oportunidad de crecer y desarrollarse en el mismo seno de la organización, flotando en el líquido amniótico de sus escenarios presenciales y plataformas colaborativas y ayudados por los nutrientes a los que estarían conectados a través de esta placenta y que les vendrían en forma de soporte metodológico, acompañamiento y tiempo.

Admitiendo que muchos otros esquemas serían válidos para ilustrar los mismos componentes sin necesidad de acudir a alegoría ninguna, la potencia de servirse de esta metáfora se halla en el fuerte componente de desarrollo, evolución, adaptación y futuro que conlleva ya que, la placenta, no tan sólo permite impulsar proyectos puntuales explorando dinámicas de trabajo que pongan en valor el conocimiento de las personas y amplifiquen la inteligencia de la organización, sino que, además, permite que las personas exploren otros enfoques y maneras de relacionarse, se planteen otros retos y musculen capacidades y actitudes difíciles de aprender o de ser estimuladas en los contextos ordinarios corporativos y es ahí, justamente, donde reside la potencia extraordinaria de estas estructuras como catalizadoras de la evolución y la transformación organizativa: en el cambio paulatino que ejerce sobre las personas y el consecuente cambio que esto supone, poco a poco e inevitablemente, para la cultura de la organización.

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  • Este artículo es continuación de este otro publicado en este mismo blog y que se centra más en la misión de estas placentas y las claves culturales para generarlas en el seno de la organización.
  • La primera imagen corresponde a un detalle de La Mujer Encinta de Raffaello Sanzio Da Urbino [1507].
  • Los dos esquemas que siguen son míos y los elaboré para una presentación de apoyo al impulso de un programa de Comunidades de Práctica en el Área de Drets Socials del Ajuntament de Barcelona.



martes, 9 de octubre de 2018

¿Cómo favorecer la colaboración en entornos no colaborativos?



Aunque la pregunta suele ser ¿Cómo favorecer la colaboración en entornos competitivos? He preferido utilizar el concepto de “entornos no colaborativos” para incluir a aquellas culturas que no favorecen ni contemplan la “colaboración” como uno de sus principales activos.

Entre estas culturas se hallan, claro está, las que alientan la competición, a afanarse en ser el primero mirando siempre de reojo la posición de los otros, buscando más o menos deportivamente, la manera de superarlos.

También se hallan las culturas industriales totalmente orientadas al máximo de resultados en el mínimo de tiempo o las culturas organizativas con un fuerte componente “extractivo” [utilizando la terminología de Marjorie Kelly], que creen que el verdadero valor de una relación, lo que le da sentido, es aquello que se puede “extraer” de ella. Los componentes extractivos de la cultura de una organización suelen estar en el orígen de la falta de generosidad, la relación de objeto entre personas y la suspicacia o el miedo a ser robado de lo que se considera como individual y propio, ya sea una información, un resultado o una idea.

Por lo general, la cultura de una organización suele ser mixta y combinar, en diferentes dosis, componentes de cada uno de los tres modelos culturales descritos, pero todas ellas suelen contribuir a hacer valoraciones duales de la realidad y a distinguir entre personas valiosas y menos valiosas, entre ganadores y perdedores, entre aciertos y errores, éxitos y fracasos y a distribuir cualquier acción, persona o cosa entre los diferentes grises del blanco al negro con que se la compare.

En el lado opuesto a estos modelos, podemos encontrar las culturas “generativas”. Una “cultura generativa” es aquella que enfoca cualquier relación a partir del valor que le puede aportar al otro. Las organizaciones con culturas generativas cultivan esta aportación de valor para cada uno de sus ámbitos, ya sea respecto a lo que ofrecen a su entorno, como a las relaciones que se dan en su interior.

Entre los rasgos principales que impulsan las organizaciones generativas a través de su cultura son la escucha, la empatía, la generosidad y la confianza, por esto, compartir, conversar y colaborar se considera consustancial a la organización ya que se hallan en el ADN de este tipo de cultura.

Así pues, muy probablemente, la pregunta que da título a este artículo no proviene de una cultura generativa sino de personas que se hallan en organizaciones o equipos con una cultura que valora y reconoce más lo individual que lo colectivo, la no colaboración que la colaboración, el debate a la conversación.


Cualquier persona que, en el seno de una organización, ya se trate de alguien con responsabilidades de dirección, que dinamice un equipo o una comunidad o sencillamente que, a título personal, quiera favorecer la relación de colaboración con otras personas, debe atender a estos tres aspectos básicos:

1.-REVISAR LA CONFIANZA Y EXPECTATIVAS EN LAS PERSONAS: Para favorecer o impulsar la colaboración en este tipo de entornos es necesario, antes que nada, ser conscientes del peso de la cultura en las actitudes de las personas. Este aspecto es sumamente importante ya que, si pretendemos hacer emerger un determinado tipo de comportamiento en las personas, es necesario creer que estas pueden llevarlo a cabo si se desactivan o sortean las barreras culturales que lo impiden. Confundir o igualar los rasgos de la cultura corporativa con los rasgos de personalidad de las personas con las que hemos de trabajar, sesga nuestra percepción y no permite abrigar ninguna esperanza en el cambio.

2.- ATENDER A LA RECIPROCIDAD: La reciprocidad se halla en la base de cualquier relación de colaboración, de hecho, es lo que alienta en gran medida las relaciones humanas. La necesidad de ser recíprocos no ha de llevar necesariamente a pensar en la falta de altruismo y en el intercambio material interesado, no, la reciprocidad es un factor de reconocimiento al otro que aporta, básicamente, sentido a la relación. Así pues, es ineludible revisar cómo se corresponde a las actitudes colaborativas, qué respuesta [material o inmaterial] reciben las personas y si esta respuesta tiene sentido para la persona en el marco de la cultura de la organización que habita.

3.- REDUCIR LA INCERTIDUMBRE: Si la colaboración no es el mecanismo espontáneo que activa la cultura corporativa no se puede esperar que emerja de manera espontánea por sólo invocarla con argumentos razonables. Cualquier actitud contraria o diferente a la normalidad establecida por la cultura de la organización genera incertidumbre y, la incertidumbre, se traduce siempre en miedo. Sabiendo, como sabemos, las bondades del trabajo colaborativo y sabiendo, además, que esas bondades son conocidas y compartidas a nivel intelectual por la mayoría de las personas, debemos preguntarnos qué miedos  despierta el compartir información o conocimiento, ofrecer tiempo productivo, contrastar ideas y unificar criterios o compartir resultados con los otros. ¿Se trata del miedo a perder la autoría de una idea? ¿Hay, quizás, miedo a la perdida de estatus si se cede ante un argumento? ¿El miedo es a ser valorado como alguien que pierde el tiempo? ¿Hay miedo a perderlo de verdad? ¿El recelo es respecto a manifestar lo que se piensa?, etc. Sea cual sea el motivo de la aprensión es importante detectarlo, comprenderlo y eliminarlo aplicándose a demostrar con evidencias que no hay motivo para tener “aquel” miedo. Reflexionar sobre este punto puede aportar algunas ideas sobre cómo gestionar la reciprocidad necesaria a la colaboración, comentada en el apartado anterior.

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Este artículo se desprende de las reflexiones compartidas con las personas que dinamizan las comunidades de práctica que está impulsando el Instituto Andaluz de Administración Pública [IAAP], en el marco de unas jornadas de seguimiento de dichas comunidades.

Las imágenes corresponden a obras de Julien Dupré (1851-1910), las he seleccionado por cómo evocan la fuerza, dinamismo y plenitud que conlleva la vivencia colaborativa.


sábado, 24 de junio de 2017

Transferir el conocimiento fundamental



La imagen que encabeza este texto corresponde a una pintura de Samuel Albrecht Anker [1884]. En esta obra, un anciano se dirige a un pequeño grupo de niñas y niños que le escuchan atentamente. De la escena se infiere que les está explicando algún cuento o alguna historia desgajada de su dilatada vida.

El conjunto evoca en nosotros un momento conocido, real o imaginado, en el que también asistimos, como esos niños, a extraños lugares donde tuvo lugar una historia que mereció ser contada por su singularidad, las cualidades exhibidas por su protagonista o por las consecuencias de haber tomado ciertas decisiones a partir de determinados principios o valores.

En cualquier caso, en estas situaciones y con más o menos consciencia o propósito de hacerlo, se consigue algo más que entretener con un cuento, se consigue transmitir la importancia de aquellas cualidades, principios o valores en la resolución de la trama en torno a la cual se teje la narración.

Probablemente, el mecanismo fundamental mediante el cual han sido transmitidos y hemos interiorizado nuestros fundamentos morales, han sido aquellos cuentos que nos explicaban de niños, ya que permiten trasladar un saber difícil de convertir en palabras mediante el ejercicio empático que conlleva identificarse con los personajes de la historia. Este es, sin lugar a dudas, el principio activo en el que basa su eficacia la "moraleja".

De hecho, la capacidad del lenguaje de expresar exactamente lo que se está pensando es siempre, en cierto grado, limitada. Las palabras ordenadas en frases no son otra cosa que pistas para delimitar el concepto, obligando siempre al receptor a adivinar lo que realmente quiere decir el emisor con ellas.

El lenguaje no es otra cosa que un pinta y colorea cuyo valor comunicativo depende de la capacidad descriptiva del emisor y de la capacidad empática del receptor para elaborar una hipótesis sobre las intenciones de este. De ahí que los cuentos, sean el mecanismo principal con el que se transfieren conceptos tan complejos y difíciles de delimitar como los valores religiosos o el canal con el que inoculamos las pautas de actuación básicas en nuestros niños.

Comento todo esto porque un tema que está preocupando muchísimo es el de cómo capturar y transferir el conocimiento de las personas que están a punto de jubilarse.


Esta preocupación se concentra en mayor medida en nuestras administraciones públicas donde la falta de renovación de personas sitúa la media actual de edad por encima de los cincuenta años.

Este factor hace temer -y con razón- la descapitalización de conocimiento experto que comportará la pérdida masiva de profesionales debido a la finalización de su relación laboral con la organización.

Desde hace ya unos años se están desplegando, en mayor o menor grado, diversas iniciativas destinadas a retener parte de este conocimiento. Algunos de estos proyectos consisten en explicitarlo documentando y enriqueciendo la definición de los procesos mediante la incorporación de referencias provenientes de la experiencia acumulada por las personas. Otras ideas consisten en transferirlo directamente mediante programas de formación interna o de mentoring.

A pesar de todo, la espita parece abierta y la sensación sigue siendo la de una pérdida continua e imparable de un tipo de saber del que se intuye fuertemente su existencia pero que es difícil de delimitar debido a su falta de relación a alguna situación específica.

Un saber que se considera fundamental porque no se ciñe a cómo se hacen las cosas ni a temas superficiales que puedan aprenderse con indicaciones o fórmulas magistrales, no, sino que tiene que ver con la toma de decisiones difíciles, singulares y probables y con la conveniencia de hacer las cosas de una determinada manera cuando nada nos indica u orienta sobre cómo debemos hacerlas.

Un saber del que se tiene absoluta consciencia pero que es difícil de diagramar y poner en palabras, que se deriva no tanto de la experiencia como de la manera con la que, a través de ella y a lo largo de los años, se han ido consolidando, ajustando o transformando las convicciones principios y valores que guían la toma de decisiones.

En este caso, lo que interesa, no es tanto clonar decisiones que, por su frecuencia o carácter general, puedan quedar recogidas en procesos o métodos, como obtener la materia prima de donde provienen aquellas resoluciones que se toman ante dilemas únicos, insólitos, singulares y que son, en definitiva, el verdadero valor diferencial que aportan las personas con su veteranía.


La famosa frase de que el “conocimiento reside en las personas” es, mayormente, una falacia. En las personas lo que reside es un "saber” susceptible de transformarse en conocimiento cuando la persona se ve impelida a hacerlo, de ahí lo constructivo e interesante de la escritura para la gestión del conocimiento ya que, hasta que no se habla o escribe, el saber vaga etéreo, ajeno a nuestra atención y diluyéndose en nuestra vida mental de la que participa activa y constantemente hasta el punto de ser enriquecido o transformado por ella misma sin que seamos conscientes de ello. En resumen, el conocimiento no es otra cosa que una línea melódica de saber explicitado y vuelto a almacenar.

La dificultad para capturar conocimiento experto reside en que este no existe hasta que se le convoca y esta dificultad se complica aún más cuando de lo que se trata es de emplazar aquel conocimiento fundamental que ha acabado conformando los principios y valores en los que se apoya la toma de decisiones y que son la base de los consejos que buscamos en los mayores.

Parte del trabajo que estamos impulsando con Isabel Iglesias y Iago González estos últimos años, se basa en esta hipótesis, en que en las organizaciones hay un saber fundamental, difícil de explicitar y que no se limita a una manera de actuar o metodología que se pueda añadir a las instrucciones de un procedimiento. Se trata de un saber basal que emerge y adquiere forma en los criterios que adoptamos para conducirnos en situaciones difíciles, donde cualquier alternativa es igual de buena o igual de mala y donde lo que cuenta son los valores que van a permitir ser aquella persona que queremos seguir siendo una vez hayamos adoptado la decisión.

Para ello nos apoyamos en la potencia del relato y se invita a la persona a que explique anécdotas relacionadas con su vida laboral, a que haga un cuento que permita acceder, a quien quiera escucharlo, al saber fundamental diluido en su trama.

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- La primera imagen corresponde a una pintura de Samuel Albrecht Anker [1884]  

- La segunda imagen corresponde a The Boyhood of Raleigh Sir John Everett Millais (1871)

- La imagen posterior corresponde a The Storyteller of the Camp de Eastman Johnson [1824 – 1906]


jueves, 7 de enero de 2016

Cómo aprendo

Con motivo de la celebración de los 10 años del programa Compartim, Jesús Martínez me invitó a participar en una mesa redonda con el fin de “compartir” aquellos mecanismos mediante los cuales me “actualizo” y “aprendo”.

Esta es una de aquellas preguntas que crees siempre poder responder hasta que te enfrentas a la dificultad de tener que hacerlo. En mi caso, me he dado cuenta de que doy por supuestas cosas [como, por ejemplo, estar actualizado] que realmente no tengo muy claras o de que tampoco soy consciente de los mecanismos que, se supone, utilizo para capturar aquella información clave e imprescindible para mantenerme en los límites de la actualidad.

Tampoco es fácil responder a “Cómo Aprendo” si por aprendizaje se entiende algo más que lo que voy adquiriendo y comprende aquello que, una vez incorporado, incide en mi percepción del mundo, en mi toma de decisiones y, consecuentemente, cambia mi manera de enfocar y hacer las cosas. Además, relacionando actualización y aprendizaje, me doy cuenta de que ambos conceptos no van siempre de la mano y que aprender no supone, en muchos casos, una actualización si esto significa estar a la última de lo que considero que debiera ser mi campo de especialidad.

Así pues, la invitación de Jesús ha sido todo un reto y una magnífica oportunidad para engrasar los mecanismos del autoconocimiento e iniciar lo que es tan sólo una primera aproximación a cómo creo funcionar en estos dos aspectos.

La aportación que sigue es muy sencilla y no dudo que, salvando las particularidades de cada cual, tendrá puntos de coincidencia con quien la lea, no obstante la relataré en primera persona ya que no se trata de una descripción científica ni de nada que pretenda ir más allá de aquello que todavía está en construcción en el terreno de lo personal.

Las ilustraciones que hay a lo largo del artículo corresponden a los diferentes bloques de una infografía que lo sintetiza. Aquí tienes el enlace para acceder a ella.

Con el fin de enmarcar la reflexión empezaré diciendo que sostengo que la consultoría y todas aquellas profesiones directamente relacionadas con la ayuda y el asesoramiento profesional o personal, además de experiencia, requieren de un conocimiento humanístico y científico amplio y ecléctico, que vaya mucho más allá de la teoría o metodología especializada, que añada criterio, amplitud de miras y, en definitiva, favorezca la comprensión y estimule la empatía con las personas con las que se trabaja y en las que incide nuestra intervención.


Partiendo de esto, ante la pregunta de Cómo aprendo y me mantengo al día, lo primero que se me pasó por la cabeza fue responder con una relación de todas aquellas fuentes documentales a las que acudo y que me ofrecen la información que abona mis discurso. Así que elaboré una relación de inputs en los que figuraban los blogs que sigo, aquellas redes sociales en las que participo, revistas a las que estoy suscrito; el ensayo que habitualmente leo [generalmente temas relacionados con la antropología, filosofía, politología o neurociencia], aquellas charlas y eventos a los que acudo; el teatro, cine y series de televisión que veo y la narrativa, novela gráfica o cómics que sigo habitualmente.

La esperanza de zanjar el tema, llegado a este punto, fue desapareciendo a medida que iba elaborando la relación. La reflexión era la siguiente: Es cierto que estoy atento a lo que se va publicando en mi blogosfera [comprende unos 85 blogs] pero ni mucho menos leo la mayoría de lo que se publica, digamos que sigo fielmente tan sólo unos 5 blogs y con el resto lo que hago es un repaso de titulares llegando a leer algún post si coincide con lo que me interesa en un momento dado.

Lo mismo hago con las revistas a las que estoy suscrito, normalmente repaso sus índices y marco aquellos artículos que debieran interesarme pero que suelo postergar hasta que llegue el momento oportuno [en mi estudio hay multitud de artículos de este tipo que seguramente jamás leeré por creer que ya están caducados]. Con la prensa, con las redes sociales, cuando miro el programa de un evento o cuando voy a una librería lo que hago generalmente es eso: leer titulares, con el objetivo de detectar aquello que llama especialmente mi atención, que conecta directamente con mi curiosidad y a lo que me apetece dedicarle atención en aquel momento.

La primera idea de la que partía, aquella de que el seguimiento y ampliación sistemática de estas fuentes era la principal responsable de mi actualización y aprendizaje, no se correspondía con mi realidad. Es cierto que este entorno de información no es inocuo y vierte una lluvia fina y constante que me orienta y me mantiene alerta sobre las tendencias y sobre lo que sucede, pero en absoluto es suficiente para estimular, por sí sólo, mi interés por seguir los avances o por asimilar los modelos comprensivos que necesito para interpretar y operar sobre mi actualidad.


Llegado a este punto, cuando relacioné actualización con actualidad, es cuando me di cuenta de que es la contemplación de mi entorno, de esta actualidad en la que estoy inmerso, lo que estimula mi curiosidad y determina gran parte de mi reflexión y aprendizaje. Yo prefiero llamarle contemplación porque contemplando es cuando se aprecian detalles y novedades que normalmente pasan desapercibidos si sólo se mira y se reduce la visión al objeto sobre el que recae la mirada; “mirar” es acercar la vista a las cosas, “contemplar” es acercar el mundo a los ojos.

Así pues, un mecanismo importantísimo para mi actualización y aprendizaje es la contemplación de la dinámica social, de los hechos cotidianos y de los comportamientos de las personas en su quehacer habitual. Este hábito no tan sólo me mantiene al día de aquello que es contingente en mi entorno y repercute de manera fractal en aquellas organizaciones con las que colaboro, sino que, además, es uno de los factores a través de los cuales detecto, selecciono, me detengo y profundizo en aquella información a la que me refería en el primer punto; es entonces cuando un determinado título me llama especialmente la atención ya sea: al pasear por la librería, al repasar mi blogroll, al revisar el índice de una revista especializada o cuando miro el programa de un evento.


Pero esto no es todo, evidentemente otro de los principales factores de actualización y aprendizaje es el que se desprende directamente de mi práctica profesional. Pero aquí quisiera añadir un matiz que creo importante. Durante mucho tiempo he pensado que el trabajo entendido como el desarrollo de la tarea [el proceso de elaborar, de hacer…], era la fuente principal a través de la cual aprendo pero, con el tiempo, me he dado cuenta de que esto no es del todo cierto.

No negaré que el diálogo continuado entre la mirada y la mano aporta un feedback que se traduce inevitablemente en experiencia, en la mejora de las habilidades, en un aumento del éxito y en intervenciones más eficientes, pero no es la principal fuente de la que obtengo conocimiento experto. De hecho, se da la curiosa relación de que las épocas más pobres en conocimiento, aquellas en las que siento que aprendo poco, coinciden con períodos en los que tengo mucho trabajo y estoy absolutamente confinado en la tarea.

Aprendo de mi trabajo cuando hay posibilidad de establecer conversaciones en torno a él. Es en la conversación que mantengo con mis clientes, con alumnos y con colegas donde reflexiono sobre lo que hago, lo ordeno en un discurso y aprendo, no tan sólo de lo que me aportan, sino de las conclusiones a las que llego con mi propio relato. Ya lo he comentado alguna otra vez, una buena conversación suele convertirnos en nuestros propios maestros.

Además, estas conversaciones son otro de los mecanismos que me motivan a buscar información o hacen que me detenga y preste atención a determinados títulos que me encuentro en la diversidad de fuentes a las que me he referido en el primer punto.


Para finalizar, toda esta reflexión acerca de cómo inciden en mi actualización y aprendizaje profesional las fuentes documentales [1] de las que me proveo, la contemplación “activa” de mi entorno social  [2] y las conversaciones [3] que se desprenden de mi práctica profesional quedaría incompleta sin un cuarto elemento que considero de los más importantes en mi aprendizaje: escribir en el blog.

Escribir es una de las principales maneras a partir de las cuales empaqueto mi pensamiento, construyo mi propio conocimiento y reenfoco mi percepción del mundo.

Escribir para trasladar una idea a otra persona es, junto a preparar una clase o una conferencia, uno de los modos más intensos de aprender porque el proceso conlleva la conversación íntima con uno mismo: cotejando la alineación de las palabras con las ideas que se quieren expresar, valorando la adecuación de cada premisa, descubriendo las conclusiones a las que llevan aquella reflexión, escuchándonos y asintiendo [o no] a aquello que nos vamos diciendo. Ya lo dice R. Bartra subrayando la importancia de la narración en la creación del propio conocimiento: “Para pensar se necesita un cerebro pero para conocer se necesitan dos, aunque sea el mismo”.

El blog es pues, para mí, una herramienta decisiva de aprendizaje porque me empuja a escribir de manera rigurosa y sistemática; es el crisol en el que acabo relacionando y fundiendo mis lecturas, visionados, experiencias y conversaciones hasta transformarlas en aquel conocimiento en el que se inspiran y articulan muchas de mis actuaciones profesionales.

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> La foto del principio corresponde a los 10 años del programa Compartim.

> Enlace para acceder a la infografía




martes, 3 de marzo de 2015

TEDxPlaçadelFòrum

“De pequeño me gustaba explicarle a mi hermano las conclusiones a las que iba llegando sobre aquello que pensaba. De hecho esta es una práctica a la que me sigo abandonando a lo largo de los años. Mi paciente hermano a estas charlas les llamaba [y sigue llamando] “fórums”. Cuando le comenté que me habían invitado al TEDx Plaça del Fòrum, me dijo que parecía como si, de alguna manera, toda mi vida me hubiera estado preparando para aquella ocasión. Así que no puedo más que agradecer a los organizadores el haber hecho posible un evento tan especial en el recorrido que conforma mi existencia”.

Con esta anécdota di comienzo a mi aportación en el primer TEDx de la ciudad de Tarragona, el cual, bajo el lema “consecuencia positiva” reunía un conjunto de experiencias basadas en la transformación a partir de una lectura diferente de la realidad. Un tema en el que brillaron con luz propia el conjunto de speakers con el que tuve el lujo de compartir escenario.

Yo, por mi parte, hablé sobre la importancia de la conversación como transformadora de la manera con la que percibimos el mundo e interactuamos con él. Mi intención fue huir del consabido “aprender del otro” y centrarme en la conversación como una oportunidad de aprender de uno mismo, como un escaparate, el escenario ideal en el que uno expone su propio pensamiento a la vista de sí mismo y donde tiene la oportunidad de escucharse decir aquello que, sin saberlo, ya sabía.

La conversación como principio y fin en sí misma, sin más utilidad que la de ser una herramienta de conocimiento de uno mismo, una extensión exocraneal de nuestro cerebro donde el otro es el motivo imprescindible que mueve a decodificar las propias ideas y determina el registro con el que construimos nuestra reflexión a partir de la hipótesis que elaboramos sobre su forma de escucharnos. La conversación como una herramienta de autotransformación en la que la presencia del otro, real o imaginada, es absolutamente necesaria.

Quería trasladar lo que ya he comentado otras veces en este blog y de cómo no está en los objetivos, ni en la temática ni en el presupuesto lo que singulariza un proyecto. Lo mejor de un proyecto, aquello que te hace aprender realmente, es la conversación que se genera en torno a él. De ahí que mi crecimiento profesional se lo deba fundamentalmente a aquellas personas con las que he conectado mediante conversaciones a lo largo de la colaboración que hemos mantenido.

Esta era la idea que más o menos desplegué en un formato de acción que no tiene nada que ver con el de las clases o conferencias a las que estoy más que acostumbrado. Cuando se trata de formación o de una conferencia se cuenta, a priori, con el interés de los asistentes por la materia que se va a desarrollar. El tema determina el interés y uno se empeña -como experto- en presentarlo de manera didáctica y amena, aportando valor a unas personas que participan de un mismo objetivo: aprender o profundizar en un determinado ámbito.


En cambio, un TED es algo totalmente distinto, aquí lo que cuenta es que la idea que se transmita sea original y potente, con un contenido humano tal capaz de remover, en poco tiempo, la heterogeneidad de experiencias allí reunidas e inspirar a una diversidad de personas que asisten expectantes a la oferta de un carrusel de ponentes igualmente diverso y heterogéneo. Ahí es donde radica la verdadera dificultad y el reto que para mí ha supuesto este evento y que me ha vuelto a confrontar conmigo mismo y con la solidez y el valor que pueden tener para otros aquellos aprendizajes que constituyen los hitos de mi propia evolución, personal y profesional.

De la experiencia y de su preparación, del porqué del tema, de cómo decidí prescindir de cualquier presentación que apoyase mi discurso, de mis sensaciones antes, durante y después de salir en escena, de cómo necesito del contacto visual con quien me escucha para poder conjurar las ideas e hilar mi propio discurso [algo difícil cuando los focos ocultan al auditorio], de todas y cada una de las personas que hablaron; de todo esto aprendí muchísimo y si alguna vez he pensado que ya estaba de vuelta he podido constatar cómo, en mi vida, todo es un largo y estimulante inicio.

Pero lo mejor ha sido vibrar y gozar de la ilusión y profesionalidad de un equipo que, pese a la tensión de un evento de este tipo, ha sabido transmitir vívidamente confianza, proximidad y calidez y cuya actuación a lo largo de todo este tiempo ha sido, sin lugar a dudas, la mejor de las ponencias.



domingo, 1 de junio de 2014

De los espacios a los sistemas de coworking

Las personas construyen las culturas y las culturas determinan, a su vez, cómo son las personas. A partir de esta premisa básica, es obvio deducir que culturas distintas generan y son el reflejo de personas también diferentes.

Ésta es una de las tesis a partir de la cual Almudena Hernando teje su fantástica aportación sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno y en la que señala la importancia que ha tenido y sigue teniendo la individualización en la cultura occidental. Una cultura que cifra gran parte de sus logros en la creación de espacios personales a partir de objetos individualizados que, a través de su uso continuado, contribuyen a su vez a la individualización creciente de las personas.

Un hecho que, aunque sea más visible recientemente por el espectáculo que ofrecen grupos enteros de personas aisladas entre si y capturadas por sus smartphones, ha estado siempre ahí desde el momento en que, compartiendo mesa, lo hacemos con un plato y cubiertos propios o nos rociamos con perfumes y desodorantes para hacernos tolerar y soportar la cercanía o el contacto de cualquier persona extraña. Unas expectativas y unos comportamientos que parecerían, como mínimo, extraños, a otras personas de otras culturas donde el contacto personal o el compartir la comida de un mismo recipiente forma parte de la manera de sentirse protegido, acompañado y realmente a gusto.

Hace unos años, Yochai Benkler anteponía a la clásica concepción basada en la teoría del gen egoísta, investigaciones recientes donde se demuestra que, contrariamente a lo que se ha venido creyendo, la evolución humana se ha realizado sobre la selección de aquellos individuos colaborativos frente a los competitivos y que estos últimos habrían obtenido peores resultados en todos aquellos aspectos clave implicados en la supervivencia.

Estas teorías han sido refrendadas por los avances en el conocimiento del cerebro humano en el que ya se han localizado zonas específicas que intervienen en la comprensión del comportamiento de otros individuos, que permiten percibir como propias las sensaciones que puedan estar experimentando otras personas y que son determinantes en el aprendizaje humano. Estos descubrimientos están arrojando una luz intensa sobre el sustrato fisiológico y neuropsicológico de la inteligencia colectiva y del impulso que mueve a la colaboración entre las personas.

Pero después de todo lo dicho, el hecho de que exista una base biológica para la colaboración no implica que ésta aparezca invariablemente, que surja espontáneamente a la menor oportunidad y ni tan sólo que llegue a darse en algún momento de la relación.


Enterrado en capas y capas de cultura tradicionalmente individualizadora, el impulso colaborativo puede permanecer paralizado, algo que recuerda a lo que ocurre con reflejos como el de succión, el de Babinski o incluso la Sinergia de Moro, que siempre han seguido allí, sepultados en materia gris, tal y como lo demuestra el que vuelvan a aparecer en los estadios más involutivos de la demencia cuando la persona es explorada y debidamente estimulada.

Es cierto que, a diferencia de estos reflejos primarios, nuestro escenario actual ha puesto a prueba nuestra capacidad de colaboración y ha demostrado hasta qué punto esta potencialidad es capaz de cobrar forma y traducirse en la multitud de experiencias y proyectos de índole colaborativa que se han dado de manera espontánea en nuestra sociedad para hacer frente a situaciones difíciles. Pero esto no permite suponer que se dé en la misma intensidad cuando se relaja la atmosfera y se cierne sobre nosotros una cultura que sigue cifrando el progreso y el éxito en función del grado de individualización y autonomía al que llegue la persona.

Los espacios de coworking, a diferencia de los hoteles o los viveros de empresa, son espacios pensados para ir más allá de proporcionar unos precios asumibles, incubar un proyecto profesional bajo la atenta mirada de personas expertas o abandonar el aislamiento de trabajar en casa. El coworking tiene entre sus propósitos el de facilitar la colaboración entre los profesionales allí reunidos en todos aquellos aspectos en los que podemos descomponer lo que algunas personas llaman trabajo y otras prefieren denominarlo proyecto profesional.

Compartir un mismo espacio quizás no sea una de las variables necesarias pero sí que es un factor que facilita de manera muy potente la relación entre las personas y por ende el conocimiento mutuo, el establecimiento de relaciones de confianza y la colaboración. Y más cuando este espacio es diáfano, libre de obstáculos y se preocupa por habilitar escenarios que provoquen encuentros entre las personas que lo habitan.


Pero la colaboración, tal y como se desprende de todo lo que se viene diciendo en este artículo, no es tan sólo un tema de espacios. En nuestra cultura occidental tenemos la tendencia aprendida y sabemos perfectamente cómo aislarnos en multitud. Para hacer emerger la colaboración de una manera habitual y efectiva se requiere, además, de un sistema que la muscule y permita definirla de entre las telas y vestidos que tienden a disimularla. Viene a ser, por encontrar un ejemplo sencillo, como marcar bíceps, cualquier persona los posee pero sólo lo percibimos en aquellas personas que se esfuerzan e invierten tiempo y paciencia en desarrollarlos.

Para contrarrestar la inercia a la individualidad, los espacios de coworking han de crear sus propios gimnasios de la colaboración y ofrecerlos como el valor más importante a aquellos profesionales que trabajan en ellos. De la misma manera que han de buscar el compromiso de estos mismos profesionales en contribuir activamente al sistema de colaboración del que también se sirven.

Un sistema de coworking puede [debiera] ir más allá de la participación espontánea en proyectos conjuntos y ampliar la colaboración a todo el espectro del proyecto profesional estableciendo, por ejemplo:

  • Mecanismos de co-vigilancia que fomenten la observación colaborativa del entorno y una curación de contenidos que responda a las necesidades de los coworkers.
  • Mecanismos de co-prescripción que permitan ampliar la oferta de servicios a través de las diferentes redes de relación.
  • Escenarios para la transferencia de conocimiento y metodologías de trabajo.
  • Escenarios de innovación que favorezcan la serendípia y faciliten la hibridación y la co-creación de productos y servicios.
  • Mecanismos que integren la diversidad de especialidades para potenciar el acceso a proyectos de especial complejidad.

Lo ideal es que este sistema sea creado, seguido y valorado con la participación de los mismos coworkers y que responda, como cualquier cosa que aspire a ser útil, a criterios de sencillez y de factibilidad ajustándose a las posibilidades de sus integrantes y manteniéndose en un beta-orgánico que lo permita madurar y adaptarse a las diferentes situaciones y voluntades que vayan emergiendo en el colectivo.

Algunos pueden ver en ello un esfuerzo más que sumar al desarrollo del propio proyecto profesional y es cierto, supone necesariamente un plus que añadir a la cotidianeidad. Pero nuestra historia evolutiva y la experiencia avalan de sobras esta inversión, tan sólo se trata de confiar en ello y comprobarlo.


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La foto superior lleva por título A monday washing [NYC, 1900], desconozco la autoría así como la de la que le sigue. Ambas son impresionantes.

La foto inferior fue tomada en el transcurso de una charla sobre colaboración, innovación y emprendizaje a la que fui invitado por Laia Benaigues Monné, impulsora del espacio de coworking Espai La Magrana que se halla en Valls [Tarragona].


miércoles, 26 de marzo de 2014

Lo orgánico

Si de verdad queremos que las personas se comuniquen de manera efectiva deberemos atender a dos premisas básicas: la primera es comprender que es absolutamente necesario que quieran hacerlo y la segunda es que se les ha de dejar que hablen de lo que realmente necesiten y les apetezca hablar.

Cualquier actuación que se aleje de estas dos sencillas premisas disminuirá la probabilidad de que esta comunicación exista o, en caso de existir, sea todo lo efectiva [útil] que podría ser, ya que de todos es sabido que las conversaciones, cuando se desarrollan de manera natural, requieren de intercambios de información aparentemente insustancial pero que son absolutamente necesarios para desarrollar la trama empático-emocional que permite intuir las necesidades de cada uno y movilizar las ganas de resolverlas.

Esto es así pónganse como se pongan y piensen lo que piensen aquellos que se empecinan en creen que hablar por hablar es perder el tiempo, que la comunicación cabe en un diseño, que cualquier diseño puede subordinar la voluntad de las personas o que las relaciones interpersonales obedecen a esquemas lineales que deben poder explicarse racionalmente.

Quizás uno de los aspectos más importantes del fabuloso momento en el que nos encontramos es el del final de la hegemonía de la forma de entender lo racional, una manera que venimos arrastrando desde el siglo XVII y que se ha caracterizado por dejar fuera del sistema comprensivo del mundo la dimensión emocional de lo humano y su contribución a la compleja estructura de las relaciones.

Un sistema comprensivo de corte positivista y mentalidad ingenieril tomado como canon de la practicidad y que en cambio ha demostrado ser poco práctico por esa necesidad compulsiva de convertir lo orgánico en mecánico y, de este modo, alimentar ingenuamente "la fantasía del control sin demasiado esfuerzo". La racionalidad suele ser un baluarte que lleva grabado en sus muros la verdadera limitación de aquellos que se protegen en ellos.

Es difícil entender y facilitar los procesos de comunicación, de colaboración o de aprendizaje si no se comprende y se tiene en cuenta su carácter orgánico. Lejos de la linealidad con la que suelen ser tratados estos procesos requieren de aspectos que no se pueden promover sino que emergen espontáneamente sólo cuando se dan las condiciones necesarias. Por poner un ejemplo, uno de sus componentes básicos, la confianza, no se puede inducir sino que sólo cabe esperar que brote como resultado de los microanálisis que se realizan las personas, las unas a las otras, y en las que pueden explorarse aspectos tan variados, como los valores, los propósitos, la experiencia o la forma de conducirse habitualmente. Aspectos que no suelen surgir en los escenarios formales sino que lo hacen en el marco natural de las conversaciones informales que los acompañan.

Invisibilizar o negar esa realidad en el diseño de procesos de colaboración, aprendizaje organizativo o comunicación viene a ser como negarle a la planta la luz necesaria para que lleve a cabo la función clorofílica. 


El secreto para promover la interacción productiva entre personas está en facilitar el sustrato donde puedan crecer estar relaciones y no en cultivarlas dirigiendo el crecimiento, tamaño y forma de sus tallos. De ahí que los procesos orgánicos requieran de organizaciones [o sociedades] capaces de gestionar la espontaneidad, es decir la voluntariedad, la naturalidad y la sinceridad de las personas que participan en ellos.

Y este tipo de organizaciones y sociedades que se requieren explica otro de los grandes hitos al que nos lleva el momento actual, a la necesidad de auto-conocimiento, control de los propios miedos y capacidad de riesgo que exige una cultura realmente basada en la confianza. Algo que nos queda todavía un poco lejos.

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La foto superior es de Gérald Bloncourt [París, 1960]
La que sigue es de Henri Berssenbrugge [Rotterdam, 1910]


lunes, 24 de febrero de 2014

#REDCA7: El formato idóneo

Desde que en el 2009 iniciáramos esta aventura, considero que ha sido en este séptimo encuentro [21 y 22 de febrero, Bilbao] donde en la Red de Consultoría Artesana [#REDCA] hemos dado con lo que, bajo mi punto de vista, es el formato idóneo de este tipo de reuniones profesionales.

Un formato que gira simple y llanamente en torno a aquello que hacemos y en el que, sencillamente, cada persona de las que asiste debe poner sobre la mesa un proyecto con el propósito de compartir algún aspecto concreto de su enfoque o de la metodología utilizada.

Esto es algo que, aunque parece sencillo, suele resultar a la hora de la verdad muy difícil de conseguir en la gran mayoría de encuentros profesionales en los que, con la mejor de las intenciones, se suele caer en el consabido carrusel de exhibiciones donde cada cual marca aquel espacio en la cúpula celeste desde donde espera brillar y proyectar su luz.

Hablar sobre lo que hacemos mostrando sinceramente cómo lo hacemos es la mejor manera de establecer relaciones de confianza y de azuzar el gusanillo de la colaboración. Pero, si además existe un propósito claro de empatizar con la diversidad de realidades ahí presentes y transferir una metodología o una técnica sencilla, una idea, una sensación o una conclusión derivada de la práctica profesional, entonces este tipo de encuentros son verdaderos abrevaderos de aprendizaje y factorías de conocimiento elaborado a partir del saber compartido.

Y es justamente lo que he buscado siempre desde que empezamos a darle forma a esto de la Red de Consultoría Artesana, un espacio de coaching ourselves donde romper de manera periódica con la soledad y endogamia reflexiva que suele acompañar el ejercicio de esta profesión.

Gracias pues Alberto, Ana, AneAsier, Juanjo, Julen, María, Mikel y Naiara por compartir y a Maddi por conectarnos con la parte más cierta que anida en lo más profundo.