He escogido esta imagen de un cubito de hielo desplazando con su volumen el agua de un vaso, para ilustrar la potencia de cambio de cualquier objeto que ocupa un espacio. Se trata de lo mismo que sucede en cualquiera de los entornos que normalmente ocupas, tu presencia tiene capacidad de cambio.
A menudo me encuentro con personas que se preguntan cómo podrían contribuir ellas solas a cambiar algo de sus lugares de trabajo. Lo hacen porque creen que su posición no posee suficiente influencia o porque la magnitud de las situaciones que identifican como necesitadas de cambio son demasiado grandes. En el momento actual, donde hay una cultura extractiva global que amenaza el equilibrio social y climático, esta sensación puede que sea conocida por todas aquellas personas que no negamos la magnitud del problema.
Esta manera impotente de percibirse ignora una verdad esencial: todas y todos somos elementos activos en los sistemas de los que formamos parte. Lo que decimos, lo que hacemos e incluso lo que dejamos de hacer, repercute en quienes nos rodean como cubitos de hielo en el agua.
Imagina por un momento que decides cambiar tu manera de comunicarte: evitar hacer juicios sobre alguien de tu entorno, formular una pregunta que nunca te habías atrevido a plantear en una reunión o sugerir una nueva forma de abordar una tarea, por pequeña que parezca. Cada una de estas acciones actúa como un hilo que tira de la compleja red de relaciones y dinámicas que conforman tu entorno. Su impacto inicial puede ser sutil, casi imperceptible, como un leve movimiento en la superficie de tu vaso de agua.
Sin embargo, esas pequeñas variaciones tienen el poder de desencadenar ajustes inesperados. A veces, estos cambios se limitan a alterar mínimamente las dinámicas inmediatas, generando una ligera tensión que pasa desapercibida. Otras veces, el efecto se amplifica, desencadenando una transformación más profunda y duradera, como el hielo que, al derretirse, enfría la temperatura de todo el vaso de agua.
La cuestión no es si tienes capacidad de influir en tu entorno, sino qué tipo de impacto quieres generar. Porque contribuir al cambio no requiere de grandes gestos, ni de liderar una revolución, sino de una consciencia sostenida sobre cómo tus acciones —y tu manera de ocupar espacio— interactúan con quienes te rodean.
El filósofo mexicano Luciano Concheiro y el coreano Byung-Chul Han nos invitan a reflexionar sobre las formas de transformación posibles en un mundo marcado por la fragmentación de los colectivos humanos y la ausencia de un enemigo claro contra quien rebelarse. En este contexto, destacan una alternativa más accesible y refrescante: la revuelta.
La revuelta no aspira a una transformación total ni espera a que surjan condiciones ideales o líderes carismáticos. Es un acto espontáneo, localizado, nacido de la ética personal y de la voluntad de afirmar nuestra libertad. Se trata de actuar desde nuestros principios, sin delegar en otros la responsabilidad de crear el cambio. Es una postura personal, que desafía al orden establecido desde lo inmediato y lo posible.
Gandhi daba en la diana con la esencia de la revuelta con su frase: “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”. No se trata de transformar todo de golpe, sino de alinear nuestras acciones cotidianas con los valores que deseamos ver reflejados en el entorno. Desde un gesto aparentemente pequeño, como rechazar una injusticia, responder siempre a un mail o proponer una alternativa, podemos desencadenar ondas de cambio que, al final, repercuten más allá de lo que imaginamos o percibimos directamente.
Es aquí donde entra en juego la capacidad de confiar en lo que no vemos, en el impacto invisible de nuestras acciones. No siempre somos testigos de las conexiones que se activan o de las transformaciones que ocurren en otros como resultado de nuestras acciones. Pero esto no hace menos real su efecto. Confiar en lo que no se ve significa abrazar la posibilidad de que nuestras acciones resuenen en formas que escapan a nuestra percepción o comprensión inmediata, pero que, con el tiempo, contribuyen a dar forma al entorno que deseamos.
Volviendo al principio de Arquímedes con el que empezaba este artículo ¿Te has preguntado alguna vez cuál es el "volumen" que estás desplazando con tu presencia cotidiana en tu entorno? ¿Qué impacto generan tus palabras, tus decisiones y hasta tus silencios en las dinámicas que te rodean? ¿Cuán distinto podría ser si eligieras intervenir de manera más intencionada, con una propósito claro y personal que guiara tus actuaciones?
Puede que, pensar en ello, sea el primer paso para empezar a transformar tu espacio inmediato, si es que realmente quieres hacerlo.
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