La transmisión de conocimiento entre los humanos es la clave para comprender su evolución y el lugar que ocupan entre los seres vivos.
Las redes neuronales de nuestro cerebro se prolongan fuera de nuestro cráneo a través de las redes sociales y establecen multitud de conexiones con una diversidad ingente de fuentes de información que contribuyen, ininterrumpidamente, a alimentar nuestra vida mental, inciden de manera determinante en nuestra toma de decisiones y regulan nuestro comportamiento.
Tal y como apunta la tesis de La mente extendida de A Clark y D Chalmers [1998] o Roger Bartra y R.A Wilson [2006] en su teoría del exocerebro, la mente y la consciencia humana se extiende más allá de las fronteras craneanas y epidérmicas que definen a los individuos creando un andamiaje cultural compartido que evoluciona continuamente transformando, a su vez, a las personas a él conectadas.
Aprendizaje y evolución van de la mano, ya que aprender conlleva adquirir una nueva perspectiva en la que las nuevas dimensiones que adquiere la realidad mueven a adaptarse y transformarse simultáneamente con ella, una cosa lleva inevitablemente a la otra en un ciclo sin fin.
La cuestión es que aprendemos, aunque no tengamos intención de hacerlo, porque el aprender constantemente de lo que vemos, oímos, imaginamos o hacemos se halla en la base de nuestra naturaleza y es el mecanismo fundamental que determina nuestra relación con el entorno.
Confinar el aprendizaje a los episodios que se desprenden de una programación formativa ubicada en el tiempo y en el espacio, es invisibilizar la importancia que tiene la malla de conexiones en la que está permanentemente enredada cualquier persona a lo largo de toda su vida y el papel que ésta tiene en su adaptación a los retos que le plantea cada día su entorno.
No tener en cuenta este factor supone no dedicarle los recursos necesarios para mantenerlo o ampliarlo, supone etiquetarlo como poco importante, inoportuno e incluso molesto desalojándolo progresivamente de cualquier lugar que vaya ocupando en el orden de prioridades, hasta acabar relegado entre aquellas cosas irrelevantes que ocupan un tiempo que se puede dar por perdido en términos de una supuesta utilidad.
La ausencia de una cultura que reconozca y ponga en el centro de sus oportunidades y fortalezas la naturalidad caórdica, diversa y fértil del aprendizaje humano suele ser uno de los rasgos que todavía caracterizan al común de las organizaciones.
Pero las personas construyen las culturas y esas, a su vez, transforman a las personas ofreciéndoles una imagen de la realidad en la que viven sesgada por el sistema de creencias de la que parte.
Las cosas van así: si el sistema de creencias a partir del cual la organización explica el entorno en el que se halla, ignora o invisibiliza la realidad espontánea y continua del aprendizaje, lo necesario que es para el colectivo en términos de adaptación y el papel que le corresponde a cada persona en su creación y mantenimiento, el resultado es el que nos ofrecen muchas organizaciones donde el individualismo, las relaciones de dependencia entre niveles estructurales y la falta de consciencia del papel de cada cual en el conjunto, se erigen en verdaderos muros para la transferencia espontanea de conocimiento y en las que toda posibilidad reconocida de aprendizaje, ha sido mayormente desplazado a las limitaciones de un plan de formación, gestionado por una unidad organizativa que, a su vez, está impelida a hacer penosos equilibrios con los pocos recursos que la organización dedica a ello.
Las consecuencias que ha tenido este sistema de creencias, por otro lado bastante común, heredado de un materalismo industrial caduco y simplista, con una visión resumida de la realidad, limitada a aquello que se puede medir y con un enfoque mecánico donde cualquier futuro posible se puede predecir, diseñar, seguir y controlar; decía que las consecuencias que ha tenido esta mentalidad deben haber sido devastadoras cuando el orden natural de las cosas se ha impuesto, los niveles de incertidumbre no se han podido obviar y ha sido absolutamente necesaria la existencia de reflejos rápidos para que la organización se comporte como un solo organismo, recomponiéndose y adaptándose de manera ágil desde cualquiera de sus puntos.
Algo que sólo se puede conseguir sobre la base de la confianza, con equipos y personas conectados de tal manera que los flujos de información amplifiquen la inteligencia de cada individuo permitiéndole tomar decisiones informadas al instante, aprender de ellas y revertir este aprendizaje a la organización en forma de conocimiento adaptativo.
Porque la manera cómo aprendemos, el sentirnos parte integrante de una comunidad y la capacidad de amplificar el impacto de nuestras decisiones mediante la inteligencia colectiva son, sin lugar a dudas, las claves de nuestra resiliencia, tanto individual, como de grupo, tanto organizativa como social.
Recordatorios naturales como la pandemia que estamos sufriendo a nivel global, puede que coloque, aunque sea momentáneamente, las cosas en su sitio evidenciando, mientras tomamos consciencia de nuestra fragilidad, dónde se halla nuestra principal fortaleza.
Sin lugar a dudas, la situación de confinamiento inmediato ha puesto sobre el mantel la importancia de contar con personas interconectadas entre ellas y alineadas con los intereses de la organización de la misma forma que ha delatado la falta de solvencia de escenarios procedimientos, roles funcionales e interdependencias consideradas, hasta el momento, como sólidas e inamovibles.
Dependerá de cada organización y de cada equipo sacar lecciones aprendidas de ello y evolucionar en consecuencia, aunque la inercia cultural de años y años de individualización taylorista y de ver a las personas como recursos intercambiables ocupando un puesto de trabajo, no lo pondrá fácil, de hecho me consta que en algunos sitios, una de las preocupaciones más acuciantes es controlar que las personas estén trabajando en casa, algo que, dicho sea de paso, sería más digerible aunque probablemente innecesario si existiera la misma preocupación porqué estas personas tuviesen información, consignas, recursos y mecanismos de coordinación claros que les permitiesen tomar decisiones de las que poder hacerse responsables.
Pero también habrá quien será consciente de que no se trata tanto de nadar contra corriente como de dejarse llevar por el flow de este momento tan y tan especial y que cualquier intento de revitalizar un tiempo anterior se perciba como inapropiado e inconveniente para los requerimientos que planteará el nuevo escenario, de ahí que un grupo de profesionales considere que se trata del momento ideal para poner sobre la mesa, a modo de recurso, un Manifiesto para una Cultura de Aprendizaje que sitúe el intercambio de conocimiento y la colaboración en el centro de la cultura organizativa, algo que no es nuevo, que hace tiempo que ya se viene trabajando y que quizás, ha encontrado el momento adecuado para que germine.
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La primer y segunda imagen corresponden a obras de Thomas Benjamin Kennington [1856-1916] y llevan por título “Relaxation” y “The Frown” , respectivamente.
La última imagen es un detalle de “Tentación” de William-Adolphe Bouguereau [1825-1905], me gusta especialmente porqué, en mi interpretación, simboliza la potencia de la transferencia de conocimiento y, por ende, su demonización por parte de algunos colectivos. Escribí un post sobre ello.