Siempre que hay un puente me toca aguantar lo mismo: "Claro, como eres profesor, siempre coges los puentes"; por lo visto, los monumentales atascos que colapsan las grandes ciudades son debidos a manadas de profesores que disfrutan del puente a costa del resto de sufridos trabajadores
(Aclaración 1: No suelo salir de viaje durante esos días de desenfreno. Aclaración 2: Durante años me ha tocado trabajar domingos, festivos y días de guardar sin que nadie me compadeciese y sin agobiar a quienes disfrutaban de sus playitas).
No quería llegar tan lejos; tan sólo comentaba esto porque dedico buena parte de ese "enorme" tiempo libre que tenemos los profesores a la lectura de libros para clase. He repasado los índices del último año y resulta que he leído 24 libros relacionados directamente con las clases. Unos pocos son de crítica y pedagogía, pero la mayor parte son lecturas para el aula. Eso son muchas horas fuera del horario lectivo dedicadas al trabajo. Aun así, dirán algunos: "Claro, como te gusta leer, encima le sacas provecho al trabajo". Sin embargo, por la afición a leer, uno desarrolla ciertos gustos y manías que tienden a las
delicatessen y no a las lecturas juveniles o a los divertidos tratados sobre didáctica de la lengua. También podía optar por no leer nada de eso y fiarme de los catálogos y de las reseñas en revistas y
periódicos, o, mejor aún, seguir mandando los mismos libros que me mandaban a mí y a mis abuelos. Pero prefiero renovarme por aquello del ave fénix, ya veis.
El caso es que, entre tanta lectura banal cuyo único fin es atraer jóvenes a las redes lectoras, siempre encuentra uno alguna joyita que lo sorprende y atrapa. Me ha ocurrido estos días con un libro de esos que llamaba yo
rarilargos (bien por raros, bien por largos) que me ha tenido con el alma en vilo y que me seguirá hechizando habida cuenta de la extensión que promete su autor. Se trata de
Juego de tronos, la primera parte de una novela épica denominada
Canción de hielo y fuego. Su artífice es
George R.R. Martin, un escritor que parece sacado de una de sus novelas, y que se ha convertido en autor de culto para los amantes de las fantasías épicas al estilo de Tolkien.
Esta novela tiene, a diferencia de otras que he leído como las de
Laura Gallego,
C.S. Lewis o el mencionado Tolkien, un curioso fondo de realidad humana en el que los personajes nunca son buenos o malos del todo. A pesar de incluir algunos elementos fantásticos, lo irreal está muy limitado y el autor huye de los efectismos que saturan el género. Tanto los personajes como los escenarios están cuidados al detalle y es una delicia el modo en el que los capítulos se enlazan en un juego de eslabones que te obligan a leer sin parar.
Esta primera parte tiene ya una edición en bolsillo en dos tomos (
Editorial Gigamesh); la que he manejado apenas tiene erratas, algo que se agradece. Por contra, el grosor de los tomos los hace un poco frágiles, por lo que tal vez valga la pena pagarse la edición en tapa dura.
No sé si la inversión de tantas horas para leer más de setecientas páginas de una novela de ficción con pocos valores educativos y de un autor extranjero forma parte de mi oficio como profesor de lengua castellana. No sé si debo recomendar a mis alumnos un libro que tal vez los enganche y les haga perder tiempo en otros estudios y menesteres más valiosos. No sé si tamaña pérdida de tiempo me redime a los ojos de tantos españoles que han pasado estos días al sol sin leer un libro (que, en su mayoría, según las estadísticas, no leerán ninguno en todo el año). Pero sí sé que esos comentarios desdeñosos acerca de la ociosidad de los profesores por un lado me entran y por otro me salen.