Quizá si has ido viendo la evolución poco a poco no sepas a qué me refiero, pero si han pasado unos años y vuelves a aquel patio que fue el tuyo durante la infancia, sabrás que esa sensación está ahí: ¿cómo puede ser esto mi patio? ¿dónde están aquellos árboles, aquel bosque? ¿qué ha pasado con las pistas para correr? ¿y todos los escondites, las fuentes, los estanques, los recovecos, las escalas…?
Es posible que muchas de esas cosas hayan desaparecido sepultadas por el hormigón y las pistas deportivas que hoy lo colonizan casi todo, pero hay otras explicaciones. Lo que tú recuerdas como un bosque quizá no eran más que dos o tres árboles en un rincón, con raíces y tierra para jugar debajo de ellos. Las pistas para correr que parecían inconmensurables solo lo eran para los ojos de aquellos niños diminutos que consideraban los cien metros como media maratón. Lo mismo ocurre con los escondites y recovecos, que son simples esquinas y chaflanes para la mirada adulta. Los estanques son charcos bajo la fuente y las escalas apenas un tramo de escalones para salvar el mínimo desnivel.
Y al mirar por la valla (¡cómo puede ser tan baja la valla si la recordabas infranqueable!), te ves corriendo por ese patio ahora minúsculo y no entiendes cómo pudieron urdirse en tan nimio lugar tantas historias de persecuciones policiales, de aventuras piratas, de exploraciones africanas… No entiendes cómo junto a la fuente, en el rincón de los árboles (solo ha quedado uno vivo tras la inundación de cemento), podían existir arenas movedizas que se tragaban a tus amigos si no los conseguías salvar a tiempo. No entiendes cómo darle la vuelta al colegio por los pasajes y recovecos se planeaba como una gesta de dimensiones épicas, como el viaje de Ulises a Troya. Tal vez ese dolor minúsculo pero persistente sea simplemente eso, la punzante nostalgia de una Ítaca perdida para siempre.