Nada menos que ha dicho ahora que las Autonomías no son caras y que lo que es ineficiente y derrochador es el centralismo. Se le conocen otras afirmaciones del mismo calibre: “Lo que se aprende sin estudiar no se olvida”, “Os comprendo porque a mí también me mataron a mi abuelo”, “Lo importante es la foto”, “No es la verdad la que nos hace libres. Es la libertad que nos hace más verdaderos”, “He seguido su intervención desde mi despacho. Gracias a usted soy mejor de lo que soy”.
Evidentemente, ni las Autonomías ni los centralismos tienen el porqué ser derrochadores, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de los impuestos de los ciudadanos. Lo que ocurre es que tanto si se opta por el centralismo, que funciona bien en algunos países, como si se elige el Estado de las Autonomías, que parece la opción más aconsejable para España, hay que organizarlo de modo lógico y justo, de modo que ninguna Comunidad Autónoma pueda alegar que se la trata injustamente, puesto que se han arbitrado los medios para tratar de impedirlo.
Cuando se pueden comprar y vender los votos con el fin de sacar adelante alguna ley, es porque las cosas no son así. El sistema permite la arbitrariedad. Y cuando ocurre esto, da lo mismo que se trate de centralismo o de Autonomías, puesto que el derroche por parte de todos es inevitable. No hay más que ver la deuda de las Comunidades Autónomas y del gobierno de España. Y cuando se derrocha quienes pagan las consecuencias son los más vulnerables. No los políticos, que pueden emplear su tiempo en decir gracias, como hacen Zapatero, Camps, Mas, etc. Cuando no se tiene hambre, ni miedo a tenerla en el futuro se puede jugar a ser gracioso. ¡Ay!, si al menos las listas fueran abiertas.
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