Tengo que entrar en mi huevo cósmico donde leo y escribo,
escribo y tejo, tengo que aquietar el parloteo, las protestas por causas
perdidas, tengo que ponerme a dieta de redes sociales.
La poesía, la música, el sol, el tejido abrigan, comunican, ligan, guarecen. El
parloteo, el enojo, las peleas, la envidia, la vanidad, la codicia de un poder o de un dinero
totalmente efímero aíslan, empobrecen, entristecen.
Un gran poeta, un
poeta sensible, amoroso, preciso, en su versión de hombre civilizado me
aconsejó que trabajara más en el mundo productivo. Yo trabajo lo estrictamente
necesario, el resto del tiempo lo necesito para seguir aprendiendo cómo vivir,
cómo seguir riéndome y llorando y enojándome como cuando tenía 5 años, como cuando tenía 15,
cómo ser adulta sin transformarme en una persona seria, en una persona triste,
en una persona aburrida, en una persona encadenada, cómo tener la libertad que
no es ir demasiado lejos, sino caminar por donde se me cante, y que una nube
rosa del atardecer sea un acontecimiento casi imposible de describir, y no la
palabra nube que lleva a hablar del clima a poetas de menos de 30 años.
Si quiero ser poeta no puedo andar distraída por la vida, del clima hablo con la vecina en el ascensor si ella se siente demasiado incómoda como
para pasar unos segundos sin hablar. Tengo que aprender a quedarme callada, a
escuchar lo que se escucha cuando la mente está quieta, cuando el corazón está
quieto, cuando la boca está cerrada. Tengo que aprender a amar el silencio. Ese
silencio de cuatro bordadoras concentradas que están en compañía, que se
reconocen, se quieren y se admiran, pero sólo intercambian frases cortas como
pedir una tijera.