Hoy junté flores en el jardín de mi hermana. Conservar una flor es un acto algo cruel. Ellas viven efímeras su vida silenciosa y tímida. Ahora, a la noche, las saqué de su caja y me puse a prensarlas. Hay que poner un papel finísimo para no manchar las hojas del libro. Hay que cortar ese tallo verde que es como una flor y allí se abre su sexo. Ellas se mueven pudorosas, casi ninguna se deja atrapar abierta, entera, con todos sus pétalos juntos como un sol. Elegí para prensarlas un libro enorme, violeta, escrito con una letra minúscula, fue mi único acto de piedad, que duerman apretadas entre los versos de un poeta que pudo entender su levedad como nadie.
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jueves, 22 de septiembre de 2011
viernes, 11 de febrero de 2011
La ciudad se vuelve amarilla, blanca y celeste en la luz de la tarde. Abro la ventana. Leo un libro de Hopper que me prestaste y pienso que tal vez me presientas sentada en el sillón a través de las cortinas que la brisa mueve.
domingo, 29 de noviembre de 2009
Volví a comprar libros y ahí me acordé de lo lindo que es tener libros nuevos. Libros bien encuadernados, cosidos y pegados. libros para abrir lento, tomar suavemente la punta superior derecha y acariciar la hoja. Golpear antes de entrar, pedir permiso y pasar.
Tengo muchos libros en casa, y algunos pasaron por experiencias horribles: un día se cayó agua de las plantas que están arriba de la biblioteca. Corrí a rescatarlos, pero ya se habían mojado. Hay un libro azul con un corazón rojo en la tapa, un libro de poemas que mis alumnas adoran. Es bastante nuevo, pero ya tiene dedos marcados y alguna manchita. Pero está contento porque lo leen muchas veces, y se lo leen en voz alta a las amigas, y copian algunos versos en un cuaderno con letra linda y biromes o fibras de colores, y seguro que se acuerdan del novio o de algún chico que les gusta. Hay otros que pasaron por muchas manos, que estuvieron en muchas camas. No puedo saberlo y, discreta, no pregunto.
En las bibliotecas públicas, en las librerías, en la casa de la gente que tiene más respeto, cada libro vive junto a su familia en un barrio aparte, con los de su misma clase. Cuando vuelven de la mesita de luz, de arriba del escritorio o de alguna mesa, o de la casa de algún amigo, vuelven a su casa, y su familia puede abrazarlos de nuevo. Mi biblioteca es precaria como un asentamiento: nadie sabe muy bien de dónde vino su vecino y su lugar no está guardado; el que se fue a Sevilla perdió su silla.
Tengo muchos libros en casa, y algunos pasaron por experiencias horribles: un día se cayó agua de las plantas que están arriba de la biblioteca. Corrí a rescatarlos, pero ya se habían mojado. Hay un libro azul con un corazón rojo en la tapa, un libro de poemas que mis alumnas adoran. Es bastante nuevo, pero ya tiene dedos marcados y alguna manchita. Pero está contento porque lo leen muchas veces, y se lo leen en voz alta a las amigas, y copian algunos versos en un cuaderno con letra linda y biromes o fibras de colores, y seguro que se acuerdan del novio o de algún chico que les gusta. Hay otros que pasaron por muchas manos, que estuvieron en muchas camas. No puedo saberlo y, discreta, no pregunto.
En las bibliotecas públicas, en las librerías, en la casa de la gente que tiene más respeto, cada libro vive junto a su familia en un barrio aparte, con los de su misma clase. Cuando vuelven de la mesita de luz, de arriba del escritorio o de alguna mesa, o de la casa de algún amigo, vuelven a su casa, y su familia puede abrazarlos de nuevo. Mi biblioteca es precaria como un asentamiento: nadie sabe muy bien de dónde vino su vecino y su lugar no está guardado; el que se fue a Sevilla perdió su silla.
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