Solía
asomarme a media mañana cuando el sol aún estaba a unos cuantos pasos de su
cenit, para que no me impidiera ver sus sombras. Pero, costaba verlas. No sé si
eran esos gigantescos kilómetros que nos distanciaban o era el cansancio de mi
vista, que de tanto aguardarlas, iba perdiendo nitidez.
A
media tarde, repetía el ritual. Me sentaba allí, aguardándolas. Algún que otro
eco, el recuerdo fugaz de las risas compartidas, una brisa que acariciaba mis
cabellos, los aromas a especias y oliva, me hacían creer que estaban cerca, muy
cerca de mí. Entonces, extendía mi mano, la abría de par en par, esperando
abrazarlas, contenerlas, fundirme con ellas. Pero, la luz comenzaba a escasear
y el vacío se tornaba palpable.
Hacía
tiempo ya que no las veía, sin embargo, mi mente se las ingeniaba
constantemente para recrearlas una y otra vez. Estaban allí, donde las había
dejado y donde ellas me habían dejado a mí. Añoraba sus andares, sus decires y
sus pensares. Todo aquello compartido y aventurado, que por un buen rato se
reveló infinito, a pesar que tiempo después, crudamente conocí su finitud.
A
media madrugada, me volvía a asomar. Por si acaso, nomás. Allá en Finisterre
era de día y tal vez, se habían animado a emprender el viaje. Debía ser precavida.
Una emoción semejante podía terminar de quebrar mi machacado corazón. Así que,
jamás bajaba la guardia. Estaba atenta a cada movimiento, a cada sonido que
viajaba entre un lado y otro de aquel atlántico mar. Solo era cuestión de
esperarlas. O ellas, a mí.
Dedicado
con demencial cariño a S. L. y A.
Laurencia Melancolía