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6 de mayo de 2013

Ventana hacia Finisterre



Solía asomarme a media mañana cuando el sol aún estaba a unos cuantos pasos de su cenit, para que no me impidiera ver sus sombras. Pero, costaba verlas. No sé si eran esos gigantescos kilómetros que nos distanciaban o era el cansancio de mi vista, que de tanto aguardarlas, iba perdiendo nitidez.

A media tarde, repetía el ritual. Me sentaba allí, aguardándolas. Algún que otro eco, el recuerdo fugaz de las risas compartidas, una brisa que acariciaba mis cabellos, los aromas a especias y oliva, me hacían creer que estaban cerca, muy cerca de mí. Entonces, extendía mi mano, la abría de par en par, esperando abrazarlas, contenerlas, fundirme con ellas. Pero, la luz comenzaba a escasear y el vacío se tornaba palpable.

Hacía tiempo ya que no las veía, sin embargo, mi mente se las ingeniaba constantemente para recrearlas una y otra vez. Estaban allí, donde las había dejado y donde ellas me habían dejado a mí. Añoraba sus andares, sus decires y sus pensares. Todo aquello compartido y aventurado, que por un buen rato se reveló infinito, a pesar que tiempo después, crudamente conocí su finitud.

A media madrugada, me volvía a asomar. Por si acaso, nomás. Allá en Finisterre era de día y tal vez, se habían animado a emprender el viaje. Debía ser precavida. Una emoción semejante podía terminar de quebrar mi machacado corazón. Así que, jamás bajaba la guardia. Estaba atenta a cada movimiento, a cada sonido que viajaba entre un lado y otro de aquel atlántico mar. Solo era cuestión de esperarlas. O ellas, a mí.


Dedicado con demencial cariño a S. L. y A.

Laurencia Melancolía


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