viernes, 12 de junio de 2015

UNA TARDE DE JUNIO


                                                                                                    Para Pedro Tena

Si la anotas, si anotas la fecha de este día, tan insulsa como lo son todas, acaso más adelante descubras que hubo en él una oportunidad para lo impredecible. Si la anotas, si con la punta de un lápiz dibujas unas cifras que son tan irreales como nuestro propio descenso por la vida, te parecerá, cuando pasen los años, que estuviste entonces, ahora, a punto de desvelar la clave, el rito secreto que hubiera producido el milagro esperado, lo impredecible, el vuelo. Aquel día empezaste a desmantelar la casa. Todo debía ser empaquetado o destruido. Y entre lo uno y lo otro no había mucha diferencia. Se trataba de generar un vacío allí donde la vida no había sido durante años sino una mera algarabía cotidiana. Desperdigados por las habitaciones, entre las repisas de las estanterías, bajo las almohadas, papelitos con frases, conchas de caracoles, cables, tarjetas de visita, afiladores, piedras frías, pelusas, ciscos, cosas, cientos de cosas en un quieto alboroto parecían estar intentando decir algo, cada una quizá su insignificante y sorprendente sentido, que no era otro que el de haber permanecido durante años en el exacto lugar del que la recogías para depositarla sin miramientos en una de las bolsas de la basura. Qué pretenciosa era, sin embargo, aunque fuera extremadamente fugaz, la detonación que esa cosa producía en tu mente. Sentías, sin poder evitarlo, como unas cosquillas imposibles. Esto no estaba aquí cuando yo eso o lo otro; esto ya estaba aquí cuando yo lo de más allá. Aquello llegó aquí después de que yo esto o aquello; esto debía de estar aquí antes de que yo lo otro o lo de más allá. Mientras se te anudaban estas pequeñas intrigas en ese lugar de la conciencia donde todo ocurre sin que apenas sea percibido, en otro de sus espacios privilegiados, al que algunos llaman corazón, sentías de pronto una separación, el no saber si se produciría el reencuentro, el desasosiego de las horas que pasan como si alguien estuviera cavando un hoyo para nuestro cuerpo. La fecha, la fecha. Si la anotaras, quizá. Se trataba de un día de junio, de una tarde de junio, qué nombre tan hermoso el de ese mes, junio, un nombre luminoso como el de un balcón al atardecer, un nombre que parece hacerlo todo posible. Junio de la tarde parada. Junio de las enredaderas secas. Junio de la brisa encantada. Las cajas se amontonaban ya unas sobre otras. Formar con ellas un muro, pensaste, un muro que separe el salón en dos, que te emparede vivo para no ver nunca más la tarde que muere. Junio de la luz asustada. Un muro de cajas que sería toda tu vida y que serviría para separarte de lo que fuiste hasta que ya no formarías parte de este mundo de vivos que viven en el interior de una luz condenada a morir. Te encontrarían semanas, meses, años más tarde, tu cuerpo devorado por una tarde de junio. Píldoras, betunes, fósforos, lápices, cajas de grapas, hojas garabateadas, botellas de plástico vacías. En el lugar que todo aquello ocupaba había otra cosa a la espera, algo que había quedado relegado en el mismo momento en que aquello había ocupado un lugar que no le correspondía. Y lo que esa tarde intentabas era devolverle su lugar al vacío, desocuparlo todo, deshacerte de todo lo que te sobraba, es decir, de todo en absoluto. Había proliferado tanto la muchedumbre de las insignificancias. Todo debía acabar en una caja, encerrado en la oscuridad de una caja, despojado de la luz que, a pesar de retirarse, lo bañaba aquella tarde todo como si el peso del tiempo transcurrido no importara, como si todo aquello estuviera en el lugar apropiado. Había que cortar la franja que unía a las cosas con la luz. Había que amontonar montones de oscuridad entre la casa y la tarde. En medio de aquella oscuridad, en el interior de las cajas, rodeado por los cachivaches y los libros, nada tendría ya el color que nunca tuvo, todo volvería a ser imposible para siempre. La fecha no volvería ya a importar, ni siquiera el nombre de nadie. Sumida entre las cajas, emparedada contra su propia insignificancia, aquella tarde volvería a ser idéntica a cualquier otra tarde, como si nunca hubiese existido.   

martes, 5 de mayo de 2015

SOLO LA PUNTA (O LAS PROFECÍAS DEL LORO CORINO)

Cuando el perfumista, que se (semi) había curtido odorizando a contrapelo las moquetas de algún que otro vetusto inmueble del antiguo barrio de los hoteles, le preguntó al ornitólogo el nombre de aquel pájaro –un simple loro enjaulado que en la tenebrosa trastienda de la peluquería clamaba o reclamaba cada dos por tres: “Solo la punta”, “Solo la punta”, “Sooooolo la puntaaaaaa”–, la ciudad aún no tremolaba (aún no había amanecido). Lo haría poco más tarde, “con el arrebol preñado de horizonte”, como podía leerse en el último libro publicado por la exbailarina (El año que viví en el castillo de Naipes: un prometedor libro de poemas-goma cuya principal virtud consistía en que, una vez leído uno de los tales, se borraba inmediatamente el leído con anterioridad, lo que, en la florida presentación del volumen, la autora, en una prodigiosa pirouette verbal, había relacionado con la capacidad “amnésica, genésica y sinestésica” –sic– de la poesía). Lo que el loro ocultaba (el loro se llamaba, y este era y fue siempre todo el intríngulis del asunto, Corino) o, más bien, lo que el loro no había aprendido a pronunciar eran las eses implosivas que, como todo el mundo sabe, en las hablas canarias se pronuncian levemente aspiradas, por lo que lo que el (por el que lo que el) loro quería en realidad decir era: “Solo las puntas, solo las puntas”, esa razonable petición que tantas veces había escuchado desde su pavorosa trastienda a los parcos clientes que reclamaban sobriedad en el corte a la Parca, como se conocía a Engracio, el peluquero del barrio. Quizás si el perfumista de marras no se (semi) hubiera tanto curtido odorizando las cochambrosas alfombras de los antaño palacetes, quizá si usted, lector (oh ingenuo, oh cándido, oh mon semblable, oh mi hermano), estuviera menos atento a las sucesivas vocales que en este texto espejean entre gigantescas consonantes que, como acantilados titánicos o pérfidos promontorios, amenazan con desplomarse ahora mismo sobre usted (oh ingenuo, oh cándido, oh mon semblable, oh mi hermano); quizá si el ornitólogo hubiese aquel día preferido un corte de pelo mucho más estofado, al estilo de aquel acrobático periodista que pisoteaba el idioma como los antiguos lugareños pisoteaban las uvas para obtener un mosto más que dudoso; quizá, digo. Pero lo cierto es que el ajetreado cambalache que se traían aquella mañana entre manos, las prolíficas escorrentías de la gran perorata que estaban llamados a regalarle al mundo no permitían el más mínimo desvío. “Da igual el nombre del loro, lo que importa aquí son las puntas”, le dijo al perfumista el ornitólogo. Y fue así como, después de aquel amanecer amnésico, genésico y sinestésico (sic), los pintalabios de todos los adioses, las pasamanerías de todos los abrazos, los correquetepillo de todos los tejemanejes saltaron a la palestra y dijeron: pies-para-qué-os-quiero, aunque el loro Corino, obtuso, se empeñara en escuchar –y en repetir: “pies, parque, os ostio”, casi un haikú si no fuera por dos o tres sílabas de menos (dos o tres sílabas de nada). El capellán (¿quién es el capellán?), a todas estas, ni a pelo, ni a la pela ni a capella. Es decir: mutis mutandis, mutis por el forro, mutilación o génesis. Lo que, escuchado por el loro, en uno de sus tantos desvaríos, se transformó más tarde en: “Mustio de gente”, que era ni más ni menos como andaba el negocio de la Parca (ya saben a quién me refiero). Si a estas alturas, corazones, no han adivinado el hilo argumental de esta historia, puro devaneo, sería preferible que no siguieran devanándose los sesos. Dentro de unos años, cuando sus nietos youtubers les pregunten cómo era la vida en estas grises estribaciones del final del milenio, podrían ustedes ofrecerles un pálido resumen (para qué complicarse más) que rezara: “Todo giraba en torno a un loro que se comía letras y sílabas”. Sus nietos, ávidos consumidores de pornografía soft y nanoplastilina, lerdos nerds de prominentes pedipalpos, se imaginarán a un periquito de fina boquilla que deglutía trocitos de manzana y de fresa con formas de aes, enes o zetas. Este es todo el sentido de la consumación de los tiempos. Y, si no, consúltenle a la lánguida benefactora de todas las artes, la indescriptible y no por ello menos célebre neoescritora experta en microhurtos y carnestolendas, la irradiante y sinuosa exmís dotada de un inigualable poder para la escritura de novelas de intriga pop que en aquellos días, minuciosa y voraz, minimizada quizás por otros nombres estelares, caricaturizada no sin cierta gracia en una de sus crónicas por el periodista que atrapaba las moscas al vuelo, se paseaba grácil y sin par (sin pareja ni aparejo) por entre los bambúes que circundan la más impúdica y ponzoñosa de todas nuestras piscinas públicas. Allí (y esto no se lo cuenten ni siquiera a sus esposas, a sus tigres o a sus masajistas) se desató un combate desigual entre la almibarada catequista de los fulares vívidos y nuestra destacada nanoescritora. Dicen que debatieron, que se distendieron, que disfrutaron, que disimularon, que se distinguieron mutuamente con distinguidas distinciones. Dicen. Yo lo único que sé es que el alcuzcuz les hizo decir: “Fos, puf”. (Esto el loro ni siquiera lo oyó.) Sus labiodentales no eran demasiado refinadas, les faltaban grasa, aceite, pez. Sus bilabiales rechinaban, sus bivalvas sangraban, fos. En fin, un auténtico desastre. Los organizadores anunciaron por la megafonía el final de todos los debates. Vierais allí a los ponentes engullir la última croqueta justo antes de detenerse en la sílaba que iba a darle cuerda al mundo. Vierais a los conferenciantes estremecerse en medio del hálito en medio del cual la sílaba dorada en medio de la cual nace la mandorla iba a rescatar la esencia sagrada de lo que la vida ya nunca podría llegar a ser. En todo aquel trajín, o en toda aquella desastrada comitiva, no había nadie comparable al coleccionista de pócimas de amor. Era este señor una especie de hipogrifo montado en un columpio al que vitoreaban los televidentes (pues todo aquel sarao se teletransmitía) cada vez que pronunciaba la palabra “amor”. “El amor es para mí la más apasionante de las cosas” (vítores). “Considero que el amor es como navegar: unas veces se llega a buen puerto y otras se naufraga” (vítores). Y así, de vítor en vítor (y vítor porque nos toca), la cosa se desmelenaba y propendía, entre tanto amor, a la indecencia. Todos se amaban: el catequista amaba al ornitólogo y la nanoescritora amaba al perfumista; los conferenciantes amaban a las amapolas y las odaliscas amaban a los peluqueros. Todos se amaban los unos a los otros. Decir chacho era tan chachi y decir chacha no era chungo. Nunca se vio tanto chorvo junto y nunca tanta chorva fue tan chusca y fue tan chévere. No piensen que había allí palabrería o chusma alguna. Nunca la excelsitud de la palabra hablada, nunca la revelación del ser por el lenguaje cobró tanta importancia como en aquellos señeros días de la historia de nuestra ciudad. Se había encargado a un loro transmitir la lengua de los dioses. Si decía “Para mí que no”, los altavoces proclamaban, tintineantes: “Creo que nunca perfumó el todopoderoso con tanto tino los matices de la brisa”. Si el loro repetía “Donde digo digo digo Diego”, la megafonía anunciaba que “donde hay peligro florece lo que salva” (Hölderlin). Fueron tantas las palabras que pasaron de mano en mano, tantas las palabras que se inventaron y se transmitieron, tantas las mentes que quedaron iluminadas para siempre desde aquellas memorables jornadas, que quienes no las recuerdan son una panda de singuangos, de mamelucos y de memos. Oh gelatinosas mañanas del siemprevivir y de la nuncamuerte, oh sutiles engranajes del hazmerreír y del hazmemearme. “Solo la punta”, repetía el loro Corino, “solo la punta”.

martes, 21 de abril de 2015

EN LAS PARTES TRASERAS DE LAS GUAGUAS

En las partes traseras de las guaguas, a veces, se adueña de nosotros, como en algunas, ya olvidadas, antiguas tardes sin deseo, un extraño adormecimiento semejante a una agudeza, a un refinamiento que lo es más de la capacidad para imbuirse de lo que Milton habría llamado la “belleza moral” antes que de cualquier vulgar pasión por las gracias corporales, sean estas del signo o de la intensidad que sean. Lo que se apodera de nosotros, a veces, en las partes traseras de las guaguas, mientras un atardecer aminorado por todas las gradaciones de un gris polvoriento, o incluso del polvo en su más sólida presencia, es decir, como humo, como polución engastada en las fosas nasales, como toxicidad propulsada por motores que arrancan, aceleran, frenan, se detienen e inoculan directamente en los pulmones la malsana raíz de todos los venenos; lo que se apodera de nosotros, protegidos por un tiempo en las partes traseras de las guaguas, defendidos por los altos, rotundos ventanales que nos brindan la contemplación de la promiscuidad del gentío es una especie de sórdida desmesura de nuestra visión agazapada. O, dicho de un modo, si no más claro, sí al menos más sensato: vemos, y no hay en esos momentos otra posibilidad sino la de ver lo que transcurre a nuestro alrededor, alrededor de esas carreras municipales de guaguas que circulan por los carriles bus de un modo más sistemático, más fluido y menos rocambolesco que cuando nos trasladamos en taxi, vemos a nuestro alrededor un reguilete de caras, caras que se suceden, caras que se paran, que se miran, se asombran, se contraen y se disgregan, caras que casi nunca se vuelven para mirarnos porque allá al fondo, en las partes traseras de las guaguas, somos casi invisibles y porque esas caras están entregadas al comercio casi siempre expansivo, aunque a veces discreto, con otras caras que las solicitan, las buscan, les reclaman atención –aun cuando toda la atención que esas caras prestan a otras caras está contaminada por la atención que prestan a otras muchas caras distintas o a cualquier otro estímulo de los millares que a esa hora del atardecer pueblan la vía principal por la que circula la guagua en cuyas partes traseras, agazapados, viajamos. Reparamos entonces en que los gruesos ventanales que nos separan del gentío impiden también que escuchemos sus voces, que imaginamos estentóreas pero que con frecuencia no hay ni siquiera necesidad de imaginar. Es en esos momentos, cuando los individuos que se desenvuelven en el interior de la maraña hablan o gritan, como es su costumbre de ciudadanos de un barrio popular de saludable o tensa mezcla de culturas, cuando nuestra extraña atención paradójicamente superdotada en esas precisas ocasiones y más comparable a un adormecimiento que nos desprendiera por completo de lo que tendría que ser en condiciones normales nuestra dispersa atención a esas caras efímeras que se van desplazando frente a nosotros, es entonces, decíamos, cuando nuestra atención hipertrofiada nos regala la visión de lo que no puede ya llamarse con el nombre de caras. Estamos aquí casi siempre cerca del milagro, un milagro que suele producirse a la mitad de la carrera, cuando vamos atravesando la avenida cuyo final o desembocadura en la rotonda aparece como nuestro destino y como la conclusión, por tanto, de nuestro breve trayecto. Es en ese momento cuando, de pronto, las caras se convierten en rostros. Y de cada uno de esos rostros se desprende una verdad que es suya en ese preciso instante en que, contemplado por nosotros, extraído de su, por decirlo así, abotargamiento y borradura, incluso, a veces, por qué no decirlo, de su hosquedad o su inmundicia, el rostro se revela y se dice. Somos entonces los Piero della Francesca de la Avenida de Bravo Murillo, los Dreyer del barrio de Tetuán, los Francesca Woodman de la Glorieta de Cuatro Caminos. Aislamos por un segundo los matices de una mueca, las ondulaciones como de partitura de arrugas en una frente marchita, el brillo turbio de unos ojos inclinados hacia el suelo, la tensa curvatura de una nariz que se cree aún poseedora de un porte principesco. Cada rasgo se revela desde una hondura que nos sorprende sobre todo al darnos cuenta de que coincide con su más adherente superficie. Si, a pesar de los gruesos ventanales que nos separan de ellos, pudiéramos extender la mano y rozar por un instante esos rostros cremosos, finos, esterilizados, extáticos, no nos sorprendería sentir que apenas se distinguen sus respectivas pieles, que todos los poros saben a lo mismo y desprenden el mismo tibio calor de piel sorprendida en el preciso momento de desvanecerse y transformarse en lo que toda piel recubre, es decir, en la más minuciosa y recóndita nada. Porque ellos no nos ven, los vemos. Porque no asisten a nuestra promiscuidad en las partes traseras de las guaguas, a las confabulaciones metódicas con los viajeros que celebran sus aciertos en no se sabe qué ínfimos premios de bingos o tómbolas benéficas, a las lecturas concentradas de libros de poemas junto a libros de poemas –cada libro de poemas encajado en unas manos distintas que serían incapaces de intercambiar sus palabras–, a las toses cancerosas de viajeros que se pudren en las partes traseras de las guaguas sin que los demás viajeros de las partes traseras de las guaguas sientan el más mínimo reducto de asombro o de piedad, a todos esos devaneos de la promiscuidad en los solitarios asientos de las partes traseras de las guaguas. Porque ellos están fuera, en la realidad de lo que se deshace y se desmiente, y nosotros los miramos desde dentro, desde la irrealidad de lo que se construye y se ceba sin cesar: por eso los vemos y para eso existen. Los enfocamos, infalibles, y caen víctimas de nuestras miradas impúdicas, presas de nuestras telarañas codiciosas, sin que haya, sin embargo, el más mínimo asomo de deseo o voluptuosidad en nosotros: no los miramos para poseerlos, sino que los poseemos porque los miramos. No nos importa su antes o después, su pureza o su insalubridad, su palidez o su tintura, su equilibrio o su inestabilidad, su recogimiento o su impudor: sólo nos importa ese instante de desnudez y de asombro, la sensación de haber descubierto lo que nunca debió haber sido visto, el preciso momento en que una cara cualquiera se convierte en un rostro marcado para siempre por una mirada que lo sostuvo en su vulnerable fluir. Porque, en las partes traseras de las guaguas, fluyen ellos y fluimos nosotros, unos a una velocidad y otros a otra, unos en una mezcolanza distinta de la otra, pero es tal la distancia que nos separa, tal el abismo que se abre a través de los grandes ventanales de las guaguas, que hemos estado para siempre a punto de no encontrarnos nunca. Saber esto es parte de ese casi milagro en que consiste esta verdad poblada de inverosímiles sombras. Somos los lugartenientes de la irrealidad. Sostenemos, desde las partes traseras de las guaguas, acorazados contra todo deslumbramiento, impertérritos en la vanidad de lo que no es fácilmente comprensible, las piezas cobradas de nuestra invisibilidad, de nuestra pertinaz y recia desdicha. Porque si por algo descubrimos ahora, en algunas de estas tardes de la fase final de nuestras vidas, tan lejanas ya de aquellas otras, casi olvidadas tardes sin deseo, en las partes traseras de las guaguas, esa complicidad con unos rostros que no son los que esperábamos haber tenido ante los ojos, unos rostros que no nos acompañan ni nos necesitan, que no se vuelven hacia nosotros, que no nos dirigirían nunca la palabra, esos rostros que solo permanecen un cuarto de segundo en la serenidad de un dibujo que enseguida se deshace, a medida que la guagua circula, a medida que el tiempo se desplaza y nosotros nos envolvemos en una y otra capa de fracturas interpuestas, si por algo se deshace nuestro rostro en algún lugar muy lejos de nosotros a la vez que cada uno de esos rostros de afuera sobrenada su propia realidad para decirse y abrirse y confiarse a nosotros, es justamente porque un día, o muchos días, en todo caso un día o muchos días que ya hemos casi olvidado, se nos volcó la vida, se nos derrumbó la gracia, se nos desplomó el aire y se nos desvanecieron, por así decirlo, todas las cosas. Entonces comenzó otra historia, quizá no menos real que la anterior, una historia de paralizaciones y almidonamientos, de perplejidades y renuncias, una historia sin fechas y sin nombres, sin caras y sin paisajes, una historia que, sin embargo, nos compensa a veces con la inseguridad de todo lo que hacemos y nos dota con extrañas capacidades como esta de ver a través de los rostros. Eso es todo. Vemos a través de los rostros porque no nos vemos ya a nosotros mismos. Nos hemos vaciado de todo lo que nos constituía y nuestra transparencia nos permite volver transparentes a todos aquellos con quienes nos cruzamos. Es verdad que esto ocurre sólo en condiciones precisas y en lugares específicos como son, sobre todo al atardecer, las partes traseras de las guaguas. Hay que permanecer, además, relativamente quieto en el asiento, atento sin exageración, dejando que la mirada se desplace por los alféizares sucios de los pisos, por los balcones acristalados, por los letreros comerciales situados en los entresuelos, sobre todo por los de aquellos negocios que dejaron de existir hace tiempo y, sin embargo, insisten de algún modo en permanecer allí, como ocurre con nosotros, con nuestros ojos vacíos, con las órbitas despobladas que son capaces de ver lo que se esconde detrás de las paradas del aire.  


sábado, 11 de abril de 2015

EL SUEÑO DEL PISO


El sueño del piso comienza con unos malabarismos en los que participan una batidora de vaso, unas bolsas de la compra, un calefactor eléctrico y las sombras de unas sábanas en la pared frente al balcón; es decir, todo aquello que debe ser cambiado de sitio para que el sueño del piso sea escrito —y comience— en medio de un equilibrio casi igual de frágil al que había antes de que naciera. (El último elemento, las sombras de unas sábanas en una pared frente a un balcón, se cuela casi siempre, recurrente, en sueños y poemas, como si aprovechara cualquier resquicio de una retina pasmada para incorporarse, sombra entre sombras, a la turbamulta de las imágenes.) El sueño del piso comienza donde digo y comienza también en una cama destartalada cubierta la noche del sueño por un edredón multicolor, una manta verde oliva y unas sábanas de franela color salmón; debajo de toda esta mezcolanza de colores duerme un cuerpo que en algún momento indeterminado de la noche sueña el sueño del piso. El sueño del piso no significa otra cosa más que el deseo de incorporar una luz remota, apenas dilucidada, indefinida y prodigiosa a la luz deshilachada, pálida y pesarosa que se inscribe sin remedio, desde hace ya muchos meses, en los sueños sin aventuras del cuerpo que sueña en la cama destartalada triplemente cubierta; un deseo que, logrado o insatisfecho, conseguido una vez y frustrado para siempre, mantiene, gracias al sueño del piso, su irradiación de desmesura. El sueño del piso es un camposanto de tropelías, un carcaj de deslumbramientos, una pasarela de tribulaciones y un agujero de infamias. En el sueño del piso el individuo que sueña aparece transformado en el inquilino, huésped o visitante de un piso situado en la undécima planta de un rascacielos rodeado por avenidas sin terminar, plazas sin árboles, polideportivos sin estrenar y jardines cenicientos. El sueño del piso corrige todo aquello que la vida ha soñado para sí misma, lo compromete, lo rectifica, lo prostituye y lo pulveriza. No es solo que el sueño del piso rectifique todo aquello que fuera de él, es decir, en los intersticios entre un sueño y otro, se perfila como soñado desde la irrealidad de lo vivido, sino que dentro de sí mismo, en su propio transcurso deshilvanado, en sus arremetidas contra las mismas imágenes que va generando, el sueño del piso se rectifica a sí mismo, es como un cuerpo mutante, quizá la proyección atribulada de otro cuerpo mutante que sueña estar soñando en ese instante —en esos instantes que otros instantes desdibujan— el sueño del piso. El sueño del piso posee un recubrimiento impermeable a las filtraciones de cualquier otro sueño: no hay ninguna posibilidad de que sus imágenes se confundan con las de los otros muchos sueños soñados esa misma noche por el individuo que yace sumergido en un mar de edredones, de mantas y de sábanas de arena. El sueño del piso es un diamante que brilla en la soledad de la memoria cuando el resto de los recuerdos, el resto de los sueños, ha sido borrado. En este sueño, en el sueño del piso, hay, además del individuo cuyo modelo o patrón constituye el durmiente que sueña, otro individuo, de sexo indefinido, es decir, de sexo no pertinente, que lo acompaña a lo largo de todas las habitaciones del piso —que, sin ser infinitas, son muy numerosas— en un viaje que concluye con la expulsión del inquilino, huésped o visitante por medio de un ascensor-tobogán, es decir, un ascensor que circula en un plano inclinado y al aire libre a lo largo de uno de los costados del rascacielos y que deposita a los viajeros directamente en el jardín arenoso que sirve de entrada. El sueño del piso concluye aquí, con esta vertiginosa expulsión cuyos motivos no llegan nunca a conocerse y cuya fuerza visionaria, sensorial y emocional arrasa con casi todas las demás imágenes del sueño, es decir, con lo que había ocurrido en cada una de las visitas a las habitaciones del piso. El sueño del piso es, por tanto, una farsa que oculta su propio relato, una invención del vértigo para desdibujar la fábula de un piso prodigioso cuya descripción habrá de contener una serie de elementos fácilmente imaginables por todo aquel que haya habitado o visitado un piso de lujo en uno de esos rascacielos que proliferan en nuestras grandes ciudades. El sueño del piso es un sueño de expulsión y de retorno, una catarata de reverberaciones, un proceso de oblicuidades y entretelas, un torrente de increíbles sensaciones, una verborrea de desprendimientos y ocultaciones. Todo en el sueño del piso conduce a la conclusión de que allá arriba, en la planta undécima del rascacielos, se estaba mejor que aquí abajo, en el territorio del exilio y de la arena. Allá arriba los horizontes eran amplios y cada ventanal daba a uno distinto; la luz que desprendía cada uno de los muebles incidía consoladora en las miradas insaciables; las posturas eran siempre excitantes y generaban nuevas posturas aún más excitantes, y así sucesivamente; el descubrimiento de cada habitación se producía tras haber experimentado un éxtasis distinto a cualquier otro en la habitación que se dejaba atrás, un éxtasis que no era ni sexual ni espiritual, ni intelectual ni sensorial, ni carnal ni religioso, sino todo esto junto y a la vez. El sueño del piso implica la idea de la gran separación, del perjuicio originario e inexplicable que es otorgado aquel que pasa distraído de una habitación a otra sin la más mínima conciencia de que va a ser expulsado de todas ellas, del piso y de su divino o divina habitante, de todo lo que podía consolarlo y bendecirlo, hechizarlo y maravillarlo, por medio de un vertiginoso ascensor-tobogán del que no es posible escapar. El sueño del piso nos habla de la irrelevancia de todo sueño y de la imposible erección de cualquier morada perdurable. Y justamente por ello, porque el sueño del piso describe el derrumbe —o desmoronamiento— de todo lo perseguido afanosa y esperanzadamente, nos concede, por su mera existencia, una tregua en medio del desamparo: ha sido soñado y fuimos inquilinos, huéspedes o visitantes de ese piso en el que no existía la desgracia; el ascensor-tobogán nos expulsó de él, pero, mientras bajábamos propulsados al encuentro de la nada, los ventanales, las lámparas, los armarios y las mecedoras, y sobre todo el cuerpo fascinante que entre ellos se movía, brillaban todavía por un instante en nuestra mente.   

ENTRADA DESTACADA

PRESENTACIÓN DE 'LA MONTAÑA DE BARRO' EN MADRID

 

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