Para Pedro Tena
Si la anotas, si anotas la fecha de este día, tan insulsa como lo son todas, acaso más adelante descubras que hubo en él una oportunidad para lo impredecible. Si la anotas, si con la punta de un lápiz dibujas unas cifras que son tan irreales como nuestro propio descenso por la vida, te parecerá, cuando pasen los años, que estuviste entonces, ahora, a punto de desvelar la clave, el rito secreto que hubiera producido el milagro esperado, lo impredecible, el vuelo. Aquel día empezaste a desmantelar la casa. Todo debía ser empaquetado o destruido. Y entre lo uno y lo otro no había mucha diferencia. Se trataba de generar un vacío allí donde la vida no había sido durante años sino una mera algarabía cotidiana. Desperdigados por las habitaciones, entre las repisas de las estanterías, bajo las almohadas, papelitos con frases, conchas de caracoles, cables, tarjetas de visita, afiladores, piedras frías, pelusas, ciscos, cosas, cientos de cosas en un quieto alboroto parecían estar intentando decir algo, cada una quizá su insignificante y sorprendente sentido, que no era otro que el de haber permanecido durante años en el exacto lugar del que la recogías para depositarla sin miramientos en una de las bolsas de la basura. Qué pretenciosa era, sin embargo, aunque fuera extremadamente fugaz, la detonación que esa cosa producía en tu mente. Sentías, sin poder evitarlo, como unas cosquillas imposibles. Esto no estaba aquí cuando yo eso o lo otro; esto ya estaba aquí cuando yo lo de más allá. Aquello llegó aquí después de que yo esto o aquello; esto debía de estar aquí antes de que yo lo otro o lo de más allá. Mientras se te anudaban estas pequeñas intrigas en ese lugar de la conciencia donde todo ocurre sin que apenas sea percibido, en otro de sus espacios privilegiados, al que algunos llaman corazón, sentías de pronto una separación, el no saber si se produciría el reencuentro, el desasosiego de las horas que pasan como si alguien estuviera cavando un hoyo para nuestro cuerpo. La fecha, la fecha. Si la anotaras, quizá. Se trataba de un día de junio, de una tarde de junio, qué nombre tan hermoso el de ese mes, junio, un nombre luminoso como el de un balcón al atardecer, un nombre que parece hacerlo todo posible. Junio de la tarde parada. Junio de las enredaderas secas. Junio de la brisa encantada. Las cajas se amontonaban ya unas sobre otras. Formar con ellas un muro, pensaste, un muro que separe el salón en dos, que te emparede vivo para no ver nunca más la tarde que muere. Junio de la luz asustada. Un muro de cajas que sería toda tu vida y que serviría para separarte de lo que fuiste hasta que ya no formarías parte de este mundo de vivos que viven en el interior de una luz condenada a morir. Te encontrarían semanas, meses, años más tarde, tu cuerpo devorado por una tarde de junio. Píldoras, betunes, fósforos, lápices, cajas de grapas, hojas garabateadas, botellas de plástico vacías. En el lugar que todo aquello ocupaba había otra cosa a la espera, algo que había quedado relegado en el mismo momento en que aquello había ocupado un lugar que no le correspondía. Y lo que esa tarde intentabas era devolverle su lugar al vacío, desocuparlo todo, deshacerte de todo lo que te sobraba, es decir, de todo en absoluto. Había proliferado tanto la muchedumbre de las insignificancias. Todo debía acabar en una caja, encerrado en la oscuridad de una caja, despojado de la luz que, a pesar de retirarse, lo bañaba aquella tarde todo como si el peso del tiempo transcurrido no importara, como si todo aquello estuviera en el lugar apropiado. Había que cortar la franja que unía a las cosas con la luz. Había que amontonar montones de oscuridad entre la casa y la tarde. En medio de aquella oscuridad, en el interior de las cajas, rodeado por los cachivaches y los libros, nada tendría ya el color que nunca tuvo, todo volvería a ser imposible para siempre. La fecha no volvería ya a importar, ni siquiera el nombre de nadie. Sumida entre las cajas, emparedada contra su propia insignificancia, aquella tarde volvería a ser idéntica a cualquier otra tarde, como si nunca hubiese existido.
Si la anotas, si anotas la fecha de este día, tan insulsa como lo son todas, acaso más adelante descubras que hubo en él una oportunidad para lo impredecible. Si la anotas, si con la punta de un lápiz dibujas unas cifras que son tan irreales como nuestro propio descenso por la vida, te parecerá, cuando pasen los años, que estuviste entonces, ahora, a punto de desvelar la clave, el rito secreto que hubiera producido el milagro esperado, lo impredecible, el vuelo. Aquel día empezaste a desmantelar la casa. Todo debía ser empaquetado o destruido. Y entre lo uno y lo otro no había mucha diferencia. Se trataba de generar un vacío allí donde la vida no había sido durante años sino una mera algarabía cotidiana. Desperdigados por las habitaciones, entre las repisas de las estanterías, bajo las almohadas, papelitos con frases, conchas de caracoles, cables, tarjetas de visita, afiladores, piedras frías, pelusas, ciscos, cosas, cientos de cosas en un quieto alboroto parecían estar intentando decir algo, cada una quizá su insignificante y sorprendente sentido, que no era otro que el de haber permanecido durante años en el exacto lugar del que la recogías para depositarla sin miramientos en una de las bolsas de la basura. Qué pretenciosa era, sin embargo, aunque fuera extremadamente fugaz, la detonación que esa cosa producía en tu mente. Sentías, sin poder evitarlo, como unas cosquillas imposibles. Esto no estaba aquí cuando yo eso o lo otro; esto ya estaba aquí cuando yo lo de más allá. Aquello llegó aquí después de que yo esto o aquello; esto debía de estar aquí antes de que yo lo otro o lo de más allá. Mientras se te anudaban estas pequeñas intrigas en ese lugar de la conciencia donde todo ocurre sin que apenas sea percibido, en otro de sus espacios privilegiados, al que algunos llaman corazón, sentías de pronto una separación, el no saber si se produciría el reencuentro, el desasosiego de las horas que pasan como si alguien estuviera cavando un hoyo para nuestro cuerpo. La fecha, la fecha. Si la anotaras, quizá. Se trataba de un día de junio, de una tarde de junio, qué nombre tan hermoso el de ese mes, junio, un nombre luminoso como el de un balcón al atardecer, un nombre que parece hacerlo todo posible. Junio de la tarde parada. Junio de las enredaderas secas. Junio de la brisa encantada. Las cajas se amontonaban ya unas sobre otras. Formar con ellas un muro, pensaste, un muro que separe el salón en dos, que te emparede vivo para no ver nunca más la tarde que muere. Junio de la luz asustada. Un muro de cajas que sería toda tu vida y que serviría para separarte de lo que fuiste hasta que ya no formarías parte de este mundo de vivos que viven en el interior de una luz condenada a morir. Te encontrarían semanas, meses, años más tarde, tu cuerpo devorado por una tarde de junio. Píldoras, betunes, fósforos, lápices, cajas de grapas, hojas garabateadas, botellas de plástico vacías. En el lugar que todo aquello ocupaba había otra cosa a la espera, algo que había quedado relegado en el mismo momento en que aquello había ocupado un lugar que no le correspondía. Y lo que esa tarde intentabas era devolverle su lugar al vacío, desocuparlo todo, deshacerte de todo lo que te sobraba, es decir, de todo en absoluto. Había proliferado tanto la muchedumbre de las insignificancias. Todo debía acabar en una caja, encerrado en la oscuridad de una caja, despojado de la luz que, a pesar de retirarse, lo bañaba aquella tarde todo como si el peso del tiempo transcurrido no importara, como si todo aquello estuviera en el lugar apropiado. Había que cortar la franja que unía a las cosas con la luz. Había que amontonar montones de oscuridad entre la casa y la tarde. En medio de aquella oscuridad, en el interior de las cajas, rodeado por los cachivaches y los libros, nada tendría ya el color que nunca tuvo, todo volvería a ser imposible para siempre. La fecha no volvería ya a importar, ni siquiera el nombre de nadie. Sumida entre las cajas, emparedada contra su propia insignificancia, aquella tarde volvería a ser idéntica a cualquier otra tarde, como si nunca hubiese existido.