martes, 5 de mayo de 2015
SOLO LA PUNTA (O LAS PROFECÍAS DEL LORO CORINO)
Cuando
el perfumista, que se (semi) había curtido odorizando a contrapelo las moquetas de algún que otro vetusto inmueble del antiguo barrio de los hoteles, le preguntó al ornitólogo el nombre de aquel pájaro –un
simple loro enjaulado que en la tenebrosa trastienda de la peluquería clamaba o reclamaba cada dos por tres: “Solo la punta”, “Solo la punta”, “Sooooolo la puntaaaaaa”–,
la ciudad aún no tremolaba (aún no había amanecido). Lo haría poco más tarde, “con el arrebol preñado
de horizonte”, como podía leerse en el último libro publicado por la exbailarina (El año que viví en el castillo de Naipes: un prometedor libro de poemas-goma cuya principal virtud consistía en que, una
vez leído uno de los tales, se borraba inmediatamente el leído con anterioridad,
lo que, en la florida presentación del volumen, la autora, en una prodigiosa pirouette verbal, había relacionado con
la capacidad “amnésica, genésica y sinestésica” –sic– de la poesía). Lo que el
loro ocultaba (el loro se llamaba, y este era y fue siempre todo el intríngulis
del asunto, Corino) o, más bien, lo que el loro no había aprendido a pronunciar
eran las eses implosivas que, como todo el mundo sabe, en las hablas canarias se
pronuncian levemente aspiradas, por lo que lo que el (por el que lo que el) loro
quería en realidad decir era: “Solo las puntas, solo las puntas”, esa razonable
petición que tantas veces había escuchado desde su pavorosa trastienda a los parcos
clientes que reclamaban sobriedad en el corte a la Parca, como se conocía a Engracio, el peluquero
del barrio. Quizás si el perfumista de marras no se (semi) hubiera tanto curtido odorizando las cochambrosas alfombras de los antaño palacetes, quizá si usted, lector (oh ingenuo, oh cándido, oh mon semblable, oh mi hermano), estuviera menos atento a las sucesivas vocales que en este texto espejean entre gigantescas consonantes
que, como acantilados titánicos o pérfidos promontorios, amenazan con
desplomarse ahora mismo sobre usted (oh ingenuo, oh cándido, oh mon semblable, oh mi hermano); quizá si el ornitólogo hubiese aquel día preferido un corte de pelo mucho
más estofado, al estilo de aquel acrobático periodista que pisoteaba el idioma
como los antiguos lugareños pisoteaban las uvas para obtener un mosto más que dudoso;
quizá, digo. Pero lo cierto es que el ajetreado cambalache que se traían aquella
mañana entre manos, las prolíficas escorrentías de la gran perorata que estaban
llamados a regalarle al mundo no permitían el más mínimo desvío. “Da igual el
nombre del loro, lo que importa aquí son las puntas”, le dijo al perfumista el ornitólogo. Y
fue así como, después de aquel amanecer amnésico, genésico y sinestésico (sic),
los pintalabios de todos los adioses, las pasamanerías de todos los abrazos, los
correquetepillo de todos los tejemanejes saltaron a la palestra y dijeron:
pies-para-qué-os-quiero, aunque el loro Corino, obtuso, se empeñara en escuchar
–y en repetir: “pies, parque, os ostio”, casi un haikú si no fuera por dos o
tres sílabas de menos (dos o tres sílabas de nada). El capellán (¿quién es el capellán?), a todas estas, ni a pelo, ni a la pela ni a
capella. Es decir: mutis mutandis, mutis por el forro, mutilación o génesis. Lo
que, escuchado por el loro, en uno de sus tantos desvaríos, se transformó más tarde en: “Mustio de gente”, que era ni más
ni menos como andaba el negocio de la Parca (ya saben a quién me refiero). Si a
estas alturas, corazones, no han adivinado el hilo argumental de esta historia, puro
devaneo, sería preferible que no siguieran devanándose los sesos. Dentro de
unos años, cuando sus nietos youtubers les pregunten cómo era la vida en estas grises
estribaciones del final del milenio, podrían ustedes ofrecerles un pálido resumen
(para qué complicarse más) que rezara: “Todo giraba en torno a un loro que se comía letras y sílabas”. Sus nietos, ávidos consumidores de pornografía soft y
nanoplastilina, lerdos nerds de prominentes pedipalpos, se imaginarán a un periquito
de fina boquilla que deglutía trocitos de manzana y de fresa con formas de aes,
enes o zetas. Este es todo el sentido de la consumación de los tiempos. Y, si
no, consúltenle a la lánguida benefactora de todas las artes, la indescriptible
y no por ello menos célebre neoescritora experta en microhurtos y carnestolendas, la
irradiante y sinuosa exmís dotada de un inigualable poder para la escritura de
novelas de intriga pop que en aquellos días, minuciosa y voraz, minimizada
quizás por otros nombres estelares, caricaturizada no sin cierta gracia en una de sus crónicas por el
periodista que atrapaba las moscas al vuelo, se paseaba grácil y sin par (sin pareja ni aparejo) por
entre los bambúes que circundan la más impúdica y ponzoñosa de todas nuestras
piscinas públicas. Allí (y esto no se lo cuenten ni siquiera a sus esposas, a
sus tigres o a sus masajistas) se desató un combate desigual entre la
almibarada catequista de los fulares vívidos y nuestra destacada nanoescritora.
Dicen que debatieron, que se distendieron, que disfrutaron, que disimularon,
que se distinguieron mutuamente con distinguidas distinciones. Dicen. Yo lo
único que sé es que el alcuzcuz les hizo decir: “Fos, puf”. (Esto el loro ni
siquiera lo oyó.) Sus labiodentales no eran demasiado refinadas, les faltaban
grasa, aceite, pez. Sus bilabiales rechinaban, sus bivalvas sangraban, fos. En fin,
un auténtico desastre. Los organizadores anunciaron por la megafonía el final
de todos los debates. Vierais allí a los ponentes engullir la última croqueta justo
antes de detenerse en la sílaba que iba a darle cuerda al mundo. Vierais a los
conferenciantes estremecerse en medio del hálito en medio del cual la sílaba
dorada en medio de la cual nace la mandorla iba a rescatar la esencia sagrada de lo que la vida ya nunca podría
llegar a ser. En todo aquel trajín, o en toda aquella desastrada comitiva, no
había nadie comparable al coleccionista de pócimas de amor. Era este señor una especie
de hipogrifo montado en un columpio al que vitoreaban los televidentes (pues todo
aquel sarao se teletransmitía) cada vez que pronunciaba la palabra “amor”. “El amor
es para mí la más apasionante de las cosas” (vítores). “Considero que el amor
es como navegar: unas veces se llega a buen puerto y otras se naufraga”
(vítores). Y así, de vítor en vítor (y vítor porque nos toca), la cosa se
desmelenaba y propendía, entre tanto amor, a la indecencia. Todos se amaban: el
catequista amaba al ornitólogo y la nanoescritora amaba al perfumista; los
conferenciantes amaban a las amapolas y las odaliscas amaban a los peluqueros.
Todos se amaban los unos a los otros. Decir chacho era tan chachi y decir
chacha no era chungo. Nunca se vio tanto chorvo junto y nunca tanta chorva fue
tan chusca y fue tan chévere. No piensen que había allí palabrería o chusma alguna.
Nunca la excelsitud de la palabra hablada, nunca la revelación del ser por el
lenguaje cobró tanta importancia como en aquellos señeros días de la historia
de nuestra ciudad. Se había encargado a un loro transmitir la lengua de los
dioses. Si decía “Para mí que no”, los altavoces proclamaban, tintineantes: “Creo que nunca perfumó el todopoderoso con tanto tino los matices de la brisa”. Si el loro repetía “Donde digo digo digo
Diego”, la megafonía anunciaba que “donde hay peligro florece lo que salva” (Hölderlin).
Fueron tantas las palabras que pasaron de mano en mano, tantas las palabras que
se inventaron y se transmitieron, tantas las mentes que quedaron iluminadas
para siempre desde aquellas memorables jornadas, que quienes no las recuerdan
son una panda de singuangos, de mamelucos y de memos. Oh gelatinosas mañanas
del siemprevivir y de la nuncamuerte, oh sutiles engranajes del hazmerreír y
del hazmemearme. “Solo la punta”, repetía el loro Corino, “solo la punta”.
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