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martes, 25 de febrero de 2014
JOSÉ HERRERA EXPONE EN GÜÍMAR
José Herrera, ese artista que lleva más de treinta años creando su obra en silencio, alejado de las distracciones y de, por pocas que sean, las incitaciones que un medio como el insular pone a disposición de los creadores; José Herrera, que no ha dejado nunca de trabajar porque para él el trabajo es casi una manera de respirar --una respiración amenazada, sin embargo, por los muchos obstáculos que la vida, cuando se la vive de verdad, va poniendo a nuestro paso--; José Herrera, cuya obra, desde hace mucho tiempo, no se inserta en corrientes ni en movimientos sino que busca apartada y solitaria la expresión de un mundo que solo ella puede expresar; José Herrera, que ha dialogado con otros artistas, con poetas, con músicos, con campesinos, con artesanos, con los propios animales que nos van saliendo al paso, con los árboles a los que les basta que nos acerquemos para susurrarnos algún secreto; José Herrera, cuya disponibilidad para la amistad verdadera es casi infinita y que le da la misma importancia a un almuerzo en algún restaurante perdido del Macizo de Anaga que al remate de alguna pieza empezada tiempo atrás --quizá porque esa comida, ese lugar semiapartado, ese intercambio de impresiones con amigos y esa luz que, filtrada por laurisilva, acompaña en todo momento el cruce de palabras y rostros no son tan diferentes de los espacios que José Herrera crea en sus extrañas esculturas o dibujos: espacios interiores pero perfectamente a la vista, lugares recogidos a los que puede accederse, proyecciones de sueños que procuran al espectador alguna ruta por la que ir desde su dolor hasta la calma; José Herrera, respetado por todos, incómodo --para algunos-- porque no forma parte de todo, más bien de casi nada, tímido en esos momentos en los que él mismo es el protagonista, invisible cuando ha ido tan solo a escuchar o a acompañar, insular por sus hondas vivencias de una tierra cuya luz fragmentada bulle en el fondo de cada una de sus obras, universal porque su relato es el de un creador perdido entre la irresoluble necesidad de dar testimonio y la conciencia de que es tan poco lo que puede darse o decirse. José Herrera ha elegido ahora una casa, un antiguo caserón que imagino sencillo, austero, quizás deshabitado, en la villa sureña de Güímar, al pie de la corona forestal, en un valle en el que confluyen estratos históricos, zona de misterios, verdadera ladera este de la isla, lugar de las revelaciones y, sobre todo, promontorio privilegiado desde el que contemplar a lo lejos el mar entre las discretas ventanas de un viejo caserón. La obra de José Herrera es la celebración del calor que difunde una materia que ha sido incorporada como parte de nosotros mismos, del propio cuerpo, sin ninguna violencia. Un regreso a los objetos que nos importan de verdad, a las posturas que nos permiten reencontrar cierta cara frente al raudo frenesí con el que el mundo pasa y nos despoja. Desde aquí, querido Pepe, mis mejores deseos de éxito para este nuevo trabajo que es, en el fondo, el de siempre: entregarte del todo por medio de tu arte, hacer que quien se acerque y se detenga ante tus piezas piense que hay una razón superior por la que la vida merece ser vivida y que esa razón, cuyo nombre no conoces, no conocemos, ha inspirado esas obras que nos hablan desde su silencio y su verdad.
(Fotografía: Claudia Torres)
jueves, 21 de febrero de 2013
ARTHUR PARCHET
Me intriga el destino de Arthur Parchet (1878-1946),
compositor del Valais que triunfa en la Alemania anterior a la Primera
Guerra Mundial como director de orquesta y joven promesa de la música. Vive en
Berlín, Mannheim, Stuttgart. Admirado por una novelista inglesa, Aline Wakley,
quizá en gran medida debido a su porte, a su estatura, al exotismo
salvaje de su aspecto, se convierte en el protagonista de su novela Un hijo de
Helvecia. Al estallar la guerra, se ve obligado a volver, empobrecido, a su
pueblo de origen, Vouvry. Allí lo acompañan más tarde su mujer y su hijo. Se
dedica a dar clases de alemán en colegios de la región. Critica la música
local, las fanfarrias, los acordeones, las armónicas. Sufre todo tipo de
críticas, se gana enemigos, el pueblo lo rechaza. Pasa a trabajar en el
campo, con otro refugiado como él, pero en este caso rumano: Panait Istrati. Se
hacen grandes amigos. Comparten penas y labores, recorren las tabernas. Istrati
le presenta a Romain Rolland, exiliado entonces en Villeneuve. Parchet
intenta elevar la calidad de la enseñanza musical, se propone introducir nuevos
métodos, se empeña en incorporar ideas novedosas sobre la cultura y el arte
a una sociedad cerrada, provinciana, sorda para todo lo que no provenga
de la tradición. Ninguna de sus propuestas es aceptada. Al cabo de unos años
muere su mujer. Parchet se queda, viudo, al cuidado de su hijo. También este
muere unos años más tarde. Parchet está ahora solo en Vouvry. Istrati se ha ido
y con el tiempo se convertirá en un escritor famoso. El piano que le regala
a su viejo amigo compositor aún se conserva en el museo local. Al final de
su vida, Parchet funda un coro de aficionados al que logra elevar
a niveles de calidad inusitada. Compone para él piezas hoy en día olvidadas.
Vive prácticamente de la mendicidad, de las limosnas de unos vecinos para los
que no es sino un estorbo, un loco, un trastornado, un inútil, un frustrado y
un alborotador. Parchet enferma. En 1944 le escribe a René-Pierre Bille,
hermano de S. Corinna Bille y uno de sus pocos amigos: «Todo mi arte es para mí
y la vida solo me es valiosa en la medida en que me permite cultivarlo. La
imposibilidad de hacerlo es para un artista peor que la muerte. Y este estado
de cosas me ha convertido en un rebelde...». Arthur Parchet muere en la clínica
Saint-Amé de Saint-Maurice el 20 de febrero de 1946.
martes, 20 de diciembre de 2011
PHILIPPE JACCOTTET SOBRE MAURICE CHAPPAZ
(Maurice Chappaz, foto: Yvonne Böhler)
Leo estos días —días del final de un año, días de
recapitulaciones y de embargos, de providencias y cancelaciones— un pequeño
libro inagotable: Pour Maurice Chappaz*,
de Philippe Jaccottet, envidiablemente editado por Fata Morgana en 2006 para
celebrar los noventa años de Maurice Chappaz (1916-2009). (¿Cuándo se crearán en España
colecciones de poesía o de ensayo tan gráciles como Fata Morgana, tan liberadas
de toda tentación comercial y, al mismo tiempo, tan seductoras por dentro como
por fuera?) Maurice Chappaz, el entonces nonagenario patriarca de las letras
suizas de lengua francesa —un patriarca que nunca se dejó momificar, que se
inventó a sí mismo una y otra vez, que habló, en cada libro, solo de lo que
había sentido y tocado con su propia piel—, homenajeado por el entonces
octogenario Jaccottet, amigo próximo y lejano (como él mismo lo afirma en su
prólogo: siempre gran maestro de la distancia justa, Jaccottet): y, sin embargo, dos ancianos juveniles, cada uno a su manera. Una colección
de ocho ensayos escritos a lo largo de más de cincuenta años, entre 1945 y
1997: el homenaje de un lector fiel y siempre atento a lo que Maurice Chappaz, un
escritor tan diferente a Jaccottet, tuviera que decirle. Tan diferente por
varias razones: porque apenas abandonó su Valais natal, a diferencia del
transterrado Jaccottet; porque amó las montañas, las alturas alpinas, y las
recorrió una y otra vez, mientras que para Jaccottet, también gran caminante,
pero circunscrito sobre todo a las errabundas colinas de su Provenza adoptiva,
los Alpes figuran apenas como visiones borrosas de su infancia; porque la escritura
de Chappaz tiende a un movimiento incontenible, a una eclosión torrencial, en
tanto que la de Jaccottet practica una sosegada dicción casi susurrada al oído
del lector, tímida aunque sorprendentemente tenaz en su fragilidad. Por estas y
por tantas razones resulta tan meritorio un homenaje que ni siquiera se
concibió como tal, que se fue labrando inadvertidamente a lo largo de los años
como un acompañamiento de lector en la distancia, como un constante estar ahí a
la escucha: como una camaradería intelectual que no elude los reproches —cariñosos—
cuando los cree necesarios ni las reservas —siempre bien matizadas— cuando el
entusiasmo prefiere contenerse para no dejar de ser un sentimiento auténtico y el
fundamento del verdadero respeto. Jaccottet celebra desde su misma aparición Verdures de la nuit [Verdores de la noche], el primer libro
de Chappaz, un canto exultante al descubrimiento de la naturaleza y la mujer;
destaca el naufragio de Testament du Haut-Rhône
[Testamento del Alto Ródano], es
decir, la inquietante retracción de la voz que asiste a su propio fracaso;
queda deslumbrado ante los paisajes de La
Haute Route [El alto camino],
cuaderno de vivencias de la alta montaña recorrida en esquí, visiones casi
extasiadas de encuentros con lo que nos supera o nos borra; se conmueve con Le Livre de C [El libro de C], escrito por Chappaz con más de setenta años en
recuerdo de su esposa, la escritora S. Corinna Bille, muerta de cáncer en 1979
(traduzco un breve fragmento: “Vivo intentando convertirme en C y embarcarme.
Con el cielo que se pasea, el susurro y el agua de la Dranse alrededor de mi
sótano, me voy reflejando ya en lo que aún no existe. Escribir era para
nosotros tocar de milagro. Incluso las piedras se volverán sensibles. Nunca me
dará un ángel lo que me dará la muerte.”); y, finalmente, se incluye el emotivo
discurso que Jaccottet pronuncia con motivo de la entrega del Premio Schiller a
Maurice Chappaz el 4 de octubre de 1997 en Sion (cantón de Valais).
Vagabundo y sedentario, íntimo y expansivo, defensor de la
integridad natural de su país natal y a la vez participante en la construcción
del progreso (en este caso la Grande-Dixence, la mayor presa de gravedad del
mundo, situada en el Val d’Hérens del cantón del Valais), iconoclasta y fervoroso
recolector de tradiciones, propietario de viñedos, alpinista y defensor del
bosque mítico de Finges, Maurice Chappaz, que murió a comienzos de 2009 a los
93 años de edad, es una de esas figuras gigantescas que no se parecen a ninguna
otra, que han ido labrando su obra entre la convicción y la duda mientras a su
alrededor el mundo, que apenas supo escucharlas —si no es, como recuerda
Jaccottet, con algún disperso canto de júbilo en celebración de la vertiente
más externa de su obra, su ecologismo—, se iba decantando por el más desolador
y estéril de los olvidos: el olvido del ser, de la autenticidad, de la búsqueda
de lo que alguna vez pudo llamarse el Weltinnenraum,
el “espacio interior del mundo”.
Mientras se publican en nuestro país cientos, por no decir
miles, de novedades editoriales de autores de culto o de jovencísimos vates que
van ya —asómbrese quien pueda— por su
cuarto o quinto libro sin que hasta el momento hayan demostrado poseer el más
mínimo sentido de lo que el propio Jaccottet ha llamado “las imágenes justas”,
los “ritmos justos”, “el don de pesar cada palabra en las más sutiles balanzas
interiores”, mientras grandes editoriales de poesía publican antologías “ante
la incertidumbre” repletas de versos farragosos, de obscena verborrea y de
vomitiva impostura, mucho me temo que un poeta como Maurice Chappaz tendrá que
seguir permaneciendo inédito en nuestro país. Libros como Verdures de la nuit. Les
grandes journées de printemps, Testament
du Haut-Rhône, Tendres campagnes, Office
des morts, Vocation des fleuves, Le Livre de C o L’été très bleu seguirán conservando sus títulos originales, tan
bellos. Algún milagro —de esos que nunca se esperan— se dará, tal vez; algún traductor
joven o demente se encaprichará con alguno de estos títulos, lo vertirá con la
necesaria pasión a nuestra lengua, enviará unos cincuenta o sesenta correos a
las más diversas editoriales, alguna de las cuales mostrará un discreto
interés, pretenderá no pagarle en razón de su juventud o de su demencia,
mareará la perdiz proponiéndole publicarlo el próximo año, incluso, por qué no,
junto con algún libro más del mismo autor, lo dejará luego tirado, quiero
decir, que no publicará su traducción ni le contestará más correos, hasta que,
nuevo milagro, algún pequeño sello recién estrenado, sin que se sepa bien cómo,
publicará en nuestra lengua, por primera y acaso por última vez, a Maurice
Chappaz.
* Philippe Jaccottet, Pour Maurice Chappaz, Fata Morgana, 2006, epílogo y notas de José-Flore Tappy.
* Philippe Jaccottet, Pour Maurice Chappaz, Fata Morgana, 2006, epílogo y notas de José-Flore Tappy.
jueves, 15 de septiembre de 2011
SIMON LAKS EN AUSCHWITZ
Una de las lecciones que uno puede aprender después de leer Melodías de Auschwitz es que nunca se sabe lo que en un futuro puede salvarnos. Simon Laks, compositor, pianista, violinista, intérprete en funciones cinematográficas en el París de entreguerras, no pudo nunca imaginar que acabaría siendo salvado por la música, que su destino, el de un judío recién llegado al centro del infierno pero que, por su buen estado físico, había evitado de entrada la cámara de gas y había sido designado para uno de los comandos de trabajo, que su destino, decía, que era la muerte por agotamiento, por inanición o por frío después de un par de semanas, iba a ser transformado en el de un superviviente gracias a la música. Simon Laks llegó a dirigir la orquesta del campo de Auschwitz-Birkenau, una de las “instituciones” mimadas por los carniceros nazis en virtud de ese paradójico (y varias veces recalcado por Laks en su libro) amor de los alemanes por la música. Otra de las lecciones que la lectura de Melodías de Auschwitz depara (después de que en las varias librerías en que pregunté por el libro ninguno de los libreros supiera cómo se escribe Auschwitz) es que el testimonio puede padecer dos males mayores: el olvido y la tergiversación. Cualquier europeo que haya olvidado cómo se escribe Auschwitz, que tenga solo una vaga idea de lo que allí ocurrió, que no se haya preocupado apenas por la infamia infinita que supuso aquel reverso, aquel (como dice Laks) “negativo” del mundo, no solo está expuesto, como lo estamos todos, a que el infierno vuelva en cualquier momento a reeditarse, sino que será incapaz de detectar las señales atroces que aparezcan en el horizonte. En cuanto a la tergiversación: los supervivientes temieron no solo no ser escuchados, sino sobre todo no ser comprendidos. Muchos se avergonzaban de haber sobrevivido. Simon Laks, incluso, tuvo que responderle un día a una señora que le preguntaba cómo lo había logrado si habían muerto tantos: “Perdóneme usted… pero no lo hice a propósito”.
Lo que Simon Laks afirma en su libro, la que podría considerarse como su tesis principal, si es que alguna puede haber en un libro que es sobre todo un crudo testimonio de sus años en Auschwitz, es que la música puede hacer daño. El arte más sublime, considerado por tantos celestial o divino, la música, cuyo origen estaba en las esferas y que era capaz de amansar a las fieras o aplacar las tormentas, el bálsamo del alma, la inductora del sueño, la protectora del espíritu, la escala misteriosa entre la tierra y el cielo, la música, según Simon Laks, que la interpretó a la salida y al regreso de los comandos de trabajo de Auschwitz, puede hacer daño. ¿Tal vez porque evocaba, como un perfume lejano, el mundo perdido de cada prisionero, lo irrecuperable de cada vida? ¿O tal vez porque recordaba ese vínculo roto entre la vida y lo que la trascendía, entre el cuerpo y el alma, entre el mundo y la eternidad? Simon Laks no se hace estas preguntas. Le basta con dar testimonio, por ejemplo, de su visita al hospital del campo durante unas Navidades para interpretar con su orquesta unos villancicos. Los moribundos empezaron a gemir, luego a llorar, y finalmente les gritaron a los músicos: “¡Márchense! ¡Déjennos morir en paz!”.
El libro de Simon Laks, que no fue autorizado por las autoridades polacas de la época comunista y tuvo que publicarse en Londres (había habido una primera versión, más breve, en 1948, escrita en francés al alimón con René Coudy y publicada en París), es un libro incómodo. Ya desde el principio, desde su propio título: Gry oswiecimskie, cuya traducción literal sería “Músicas o juegos auschwitzianos” y que en la edición española (traducida por Xavier Farré, a quien debemos agradecer un trabajo tan necesario) se ha vertido como Músicas de Auschwitz, contiene una aparente paradoja. Aunque en ningún momento se escatima ningún detalle para describir las atrocidades sufridas u observadas por su autor, este insiste sobre todo en la historia de la pequeña orquesta espectral, en la condición de privilegiados de sus miembros: comen más, viven en mejores condiciones, sufren menos golpes de kapos y esmans que la mayoría de los presos del campo. Pero todo esto, y Simon Laks lo sabe y no lo oculta, es una especie de milagro procurado por la música. Esa misma música que tocan y que en los oídos de los enfermos y los presos se convierte en un llanto insoportable a ellos, a los músicos, les salva la vida. Afinan sus instrumentos, copian y componen obras, la mayoría canciones o marchas tradicionales alemanas (a veces, en secreto, cantos polacos o judíos), y luego las tocan a la salida y al regreso de los comandos de trabajo que vuelven siempre con los cadáveres de quienes no superaron el frío, la fatiga, los golpes o el hambre. Y esos músicos, dirigidos por Simon Laks, no dejan nunca de tocar, pues, desde el momento en que lo hagan, el peso del silencio caerá sobre ellos.
Lo que Simon Laks afirma en su libro, la que podría considerarse como su tesis principal, si es que alguna puede haber en un libro que es sobre todo un crudo testimonio de sus años en Auschwitz, es que la música puede hacer daño. El arte más sublime, considerado por tantos celestial o divino, la música, cuyo origen estaba en las esferas y que era capaz de amansar a las fieras o aplacar las tormentas, el bálsamo del alma, la inductora del sueño, la protectora del espíritu, la escala misteriosa entre la tierra y el cielo, la música, según Simon Laks, que la interpretó a la salida y al regreso de los comandos de trabajo de Auschwitz, puede hacer daño. ¿Tal vez porque evocaba, como un perfume lejano, el mundo perdido de cada prisionero, lo irrecuperable de cada vida? ¿O tal vez porque recordaba ese vínculo roto entre la vida y lo que la trascendía, entre el cuerpo y el alma, entre el mundo y la eternidad? Simon Laks no se hace estas preguntas. Le basta con dar testimonio, por ejemplo, de su visita al hospital del campo durante unas Navidades para interpretar con su orquesta unos villancicos. Los moribundos empezaron a gemir, luego a llorar, y finalmente les gritaron a los músicos: “¡Márchense! ¡Déjennos morir en paz!”.
El libro de Simon Laks, que no fue autorizado por las autoridades polacas de la época comunista y tuvo que publicarse en Londres (había habido una primera versión, más breve, en 1948, escrita en francés al alimón con René Coudy y publicada en París), es un libro incómodo. Ya desde el principio, desde su propio título: Gry oswiecimskie, cuya traducción literal sería “Músicas o juegos auschwitzianos” y que en la edición española (traducida por Xavier Farré, a quien debemos agradecer un trabajo tan necesario) se ha vertido como Músicas de Auschwitz, contiene una aparente paradoja. Aunque en ningún momento se escatima ningún detalle para describir las atrocidades sufridas u observadas por su autor, este insiste sobre todo en la historia de la pequeña orquesta espectral, en la condición de privilegiados de sus miembros: comen más, viven en mejores condiciones, sufren menos golpes de kapos y esmans que la mayoría de los presos del campo. Pero todo esto, y Simon Laks lo sabe y no lo oculta, es una especie de milagro procurado por la música. Esa misma música que tocan y que en los oídos de los enfermos y los presos se convierte en un llanto insoportable a ellos, a los músicos, les salva la vida. Afinan sus instrumentos, copian y componen obras, la mayoría canciones o marchas tradicionales alemanas (a veces, en secreto, cantos polacos o judíos), y luego las tocan a la salida y al regreso de los comandos de trabajo que vuelven siempre con los cadáveres de quienes no superaron el frío, la fatiga, los golpes o el hambre. Y esos músicos, dirigidos por Simon Laks, no dejan nunca de tocar, pues, desde el momento en que lo hagan, el peso del silencio caerá sobre ellos.
viernes, 18 de marzo de 2011
FRIEDHELM KEMP
Hace unas semanas, concretamente el 3 de marzo, falleció en Múnich Friedhelm Kemp. Nacido en 1914, es decir, en la fecha en la que muchos consideran que comenzó el siglo XX, su vida se ha adentrado más de una década en este siglo actual en el que los hombres parecemos seguir sin aprender ninguna de las lecciones que de nuestra propia historia deberíamos haber extraído. La trayectoria de Kemp, sin embargo, es uno de esos faros que podrían ayudarnos a labrar para quienes reciban en herencia este maltrecho planeta nuestro un futuro un poco mejor. Sus múltiples actividades, relacionadas todas con la literatura y con el lenguaje —desde su condición de intérprete en tiempos de guerra hasta su extraordinaria carrera como traductor, pasando por sus tareas de editor, de crítico, de profesor, de lector en editoriales— lo sitúan como un extraordinario preservador de frágiles legados, de palabras a punto de perderse para siempre, como un transmisor de fragmentos de espíritu, de intensidades, de una lengua a otra, un dador de palabras en el sentido de que supo entregar transformado lo que a su vez le había sido entregado por otros como un secreto, como un tesoro de imágenes cordiales, como un testimonio.
Traductor al alemán de Baudelaire, de Saint-John Perse, de Max Jacob, de Pierre Reverdy, de Yves Bonnefoy y de muchos otros, quisiera recordarlo ahora especialmente aquí porque, durante largos e infatigables años, tradujo numerosos libros de quien llegaría a ser uno de sus grandes amigos: Philippe Jaccottet. Su fidelidad como traductor a este autor suizo al que consideraba heredero de la gran tradición de la poesía francesa solo se vio quebrada por la fatiga y el desgaste inherentes a toda vejez. Además de otros varios libros de este autor, tradujo en 1988 La promenade sous les arbres [El paseo bajo los árboles], que Cuatro Ediciones acaba de publicar en español. La traducción alemana, que llevaba un epílogo de Peter Handke, fue la primera que de esta obra se hizo a cualquier idioma. En las líneas finales del texto que escribió para el número de noviembre-diciembre de 2008 que la revista Europe le dedicó a Jaccottet, Friedhelm Kemp decía: “La amistad nos protege como un vestido cuyo abrigado forro no debe volverse hacia el exterior. O, por decirlo mejor, nos asiste incluso cuando ya no lo esperábamos; sobre todo cuando no lo esperábamos; cuando la gratitud que sentimos hacia los espíritus tutelares que nos acompañan de cerca se mezcla con todos los días de nuestra vida como un perfume que purifica y fortifica”.
Traductor al alemán de Baudelaire, de Saint-John Perse, de Max Jacob, de Pierre Reverdy, de Yves Bonnefoy y de muchos otros, quisiera recordarlo ahora especialmente aquí porque, durante largos e infatigables años, tradujo numerosos libros de quien llegaría a ser uno de sus grandes amigos: Philippe Jaccottet. Su fidelidad como traductor a este autor suizo al que consideraba heredero de la gran tradición de la poesía francesa solo se vio quebrada por la fatiga y el desgaste inherentes a toda vejez. Además de otros varios libros de este autor, tradujo en 1988 La promenade sous les arbres [El paseo bajo los árboles], que Cuatro Ediciones acaba de publicar en español. La traducción alemana, que llevaba un epílogo de Peter Handke, fue la primera que de esta obra se hizo a cualquier idioma. En las líneas finales del texto que escribió para el número de noviembre-diciembre de 2008 que la revista Europe le dedicó a Jaccottet, Friedhelm Kemp decía: “La amistad nos protege como un vestido cuyo abrigado forro no debe volverse hacia el exterior. O, por decirlo mejor, nos asiste incluso cuando ya no lo esperábamos; sobre todo cuando no lo esperábamos; cuando la gratitud que sentimos hacia los espíritus tutelares que nos acompañan de cerca se mezcla con todos los días de nuestra vida como un perfume que purifica y fortifica”.
jueves, 2 de septiembre de 2010
E. G.
Para Antonio Tejera Gaspar
No sé si a él aún lo acogerá la tierra, al hermano que queda, o será, cuando falte, depositado como tantos hoy en día en algún frío nicho de moderno cementerio. Ninguno de los hermanos tuvo que emigrar o, mejor dicho, ninguno dejó de llevar hasta el límite su resistencia a la adversidad, a la miseria, al desgaste de los años, a las sombras que se iban acumulando a su alrededor. Todos permanecieron en la tierra seca que los vio nacer, reproducirse, envejecer y morir. Tierra del nacimiento y de la muerte, nunca abandonada, ni siquiera en los peores años de hambruna, de sequía, de opresión. Aunque la vida le otorgó a cada uno de los hermanos un destino distinto, permanecieron siempre unidos hasta que fueron siendo llamados, casi en el orden en que habían nacido, a abandonar este mundo. Ninguno de ellos murió joven. Ninguno permaneció soltero. Ninguno dejó de tener hijos, pero tampoco ninguno tuvo tantos hijos como los siete que había tenido su madre. Los tiempos no eran propicios para alimentar muchas bocas. O las mujeres habían perdido buena parte de su fertilidad, como la tierra. Él, el hermano que queda, andaba renqueante la última vez que lo vi, hace ya años, con las piernas arqueadas y frágiles de quien tuvo que recorrer durante años caminos de piedra para llegar a terrenos donde trabajaba a destajo. Su cintura doblada no podía ya casi sostener su espalda, sus hombros, su cabeza. Había enviudado. Debe de vivir ahora con alguna de sus hijas. Se sentará, imagino, por las tardes, en una humilde silla colocada a la entrada de la casa. Habrá escuchado hipnotizado, este verano, el sonido de las olas que chocan contra el espigón. O habrá ido a reunirse, si aún puede caminar, con algún conocido de su edad en la plaza. Qué puede esperar quien se ha convertido en el hermano que queda. Con él se cerrará el círculo, será definitivamente arrasada la prole abundante que alguna vez jugó junto a corrales y eras, con cabras y conejos, bajo el sol implacable del sur, en un pequeño pueblo de cuyo nombre no quiero dejar de acordarme: El Río de Arico. No sé si a él aún lo acogerá la tierra, el día que falte, esa tierra que él nunca abandonó.
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