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viernes, 26 de febrero de 2016
LO AGAZAPADO
El edificio (si puede llamarse así) es idéntico al de hace unos treinta
años y la psique que por sus pasillos transita es la misma de entonces, quizá
un poco envejecida. (¿Envejece la psique? No digo el alma, ni el espíritu, ni
el corazón, ni la mente: digo la psique.) El edificio es idéntico y no lo es,
quiero decir que lo idéntico al otro es la sensación que desprende, los
efluvios de abandono, de desamparo y de descuido con que la psique se empapa al
atravesar el portal, el vestíbulo, los pasillos de las distintas plantas
(¿cuántas plantas?: el número es siempre indefinido). Lo que diferencia a uno
del otro, a aquel de hace treinta años de este de ahora, es su posición en el
mapa (imaginario) de la ciudad (imaginaria), lo naciente de aquel y lo tardío
de este, y algo vago que podría denominarse la extensión o el volumen de las
proporciones entre la psique y el espacio, es decir (por probar otras
palabras), el modo en que la psique se desenvuelve en el interior del edificio:
en un caso, treinta años atrás, con resolución, con intenso deseo, con, diría,
casi la lujuria de las primeras veces (que es, sin embargo, una lujuria siempre
delicada y como aterida, tímida); y, en el otro, con el temor a lo lúgubre, con
la tensión de saber que lo agazapado en la sombra se acerca implacable por
mucho que se intente evitarlo. Esta cosa indefinida a que he llamado lo agazapado se manifiesta entonces (ahora)
en forma de un personaje con capucha que esgrime una navaja y se la pone a la
psique en el estómago. El personaje balbuce unas palabras que la psique no
entiende, aprieta levemente la navaja en la boca del estómago (de la psique,
téngase en cuenta) y parece implorar ansioso que se le entregue o confiese
algo. Hay un momento confuso, un lapsus en la psique (o en el recuerdo que la
psique tiene de sí misma), y a continuación el personaje encapuchado retira su
navaja y sale corriendo en una dirección que puede ser tanto la de cualquiera
de las otras plantas del edificio como la de la propia calle. La psique
desconoce hacia dónde se dirige quien (llegó a pensar, es más, a sentir casi
físicamente, si acaso puede hacerlo así una psique) estuvo a punto de clavarle
la navaja en el estómago, y por este motivo se dirige al piso que ha estado
ocupando durante el viaje a la ciudad desconocida (imaginaria, anónima) que da
pie a este relato. Ese piso, cabe decirlo ahora, es un piso prestado, es el
piso de alguien a quien la psique no recuerda, alguien próximo, un piso amplio
y cómodo donde la psique lleva días instalada, un piso que la psique imagina
(ahora) provisto de un dormitorio con una cama enorme cubierta por suaves
edredones blanquísimos y grandes cristaleras tapizadas con las luces
parpadeantes de una ciudad que no duerme nunca. Cuando la psique llega sudando
al piso (su apuro es máximo, su corazón late acelerado), descubre que: 1) o
bien se ha equivocado de piso, lo que perfectamente es posible, pues (piensa; ahora
o entonces) no es descabellado que en su loca carrera se haya equivocado de
planta (todas las plantas son iguales y, recordemos, su número es indefinido); 2)
o bien el piso ha sido misteriosamente vaciado (¿por quién sino por la propia
psique?, podría preguntarse) en el corto espacio de tiempo que ha transcurrido
desde que salió de él hasta que, en una de las plantas, se encontró con el
personaje encapuchado de la fría navaja. Lo cierto es que el piso resplandece
impoluto, en toda su amplitud, y la psique, tras recorrerlo desesperada, vuelve
a sentir temor, vuelve a sentirse amenazada por lo que antes llamamos lo agazapado y resuelve abandonar el
piso, que ahora, por no tener, no tiene ni siquiera puertas, baja corriendo las
escaleras (se escuchan sus jadeos, los jadeos de la psique asustada) y sale a
la calle. En la primera parada de taxis que encuentra toma uno y le pide al taxista que la lleve a la discoteca entonces de moda
(que la psique, no se sabe cómo, conoce perfectamente, es más, se trata al
parecer de un recorrido que ha hecho ya otras veces en taxi). Sin embargo, el
taxista parece haber elegido otro trayecto porque atraviesan avenidas junto a
un río, puentes curvos de hormigón sobre otras avenidas y hasta vías de
circunvalación que los llevan por una periferia cada vez más solitaria y hosca.
En medio de esa carrera incierta aparece en el taxi un amigo de la psique que,
no se sabe cómo ni por qué, ha decidido acompañarla en el asiento de atrás. La
psique no se sorprende en absoluto (en estas ocasiones la psique no se
sorprende nunca de nada y está dispuesta a aceptarlo todo como válido, normal,
lógico y coherente). De pronto, el taxista se vuelve hacia la pareja de amigos
y empieza a conversar con ellos sin atender a la conducción, pasan los minutos
y el taxista sigue vuelto hacia los clientes sin que este hecho aparentemente
insólito produzca accidente alguno. La psique, en su manía de explicarlo todo
desde su particular punto de vista refractario al asombro, da en pensar que el
taxista dispone de un espejo situado en la parte trasera del taxi que le
permite conducir del modo más seguro vuelto hacia atrás (para facilitar así la
charla y la cercanía con sus pasajeros, añade la psique sin ningún reparo). En
algún momento llegan a las puertas de la discoteca de moda. En la entrada hay
varios jóvenes repartiendo flayers. A uno de ellos la psique lo reconoce
enseguida. No se trata de nadie que encaje en ese contexto en cuestión, pero
esto a la psique le trae absolutamente al pairo. Lo saluda vehemente y poco
después se encuentran ya en el interior de la discoteca, en un rincón apartado,
al parecer junto a los servicios. El repartidor de flayers abraza
apasionadamente a la psique, intenta besarla, la acaricia con ternura y le
regala un colgante que parece de plata. La psique llora. (¿Puede llorar la psique?) Llora porque sabe que
no puede ser verdad que eso le esté ocurriendo a ella en ese instante. Llora
porque no puede aceptar las caricias, los besos, los abrazos que está
recibiendo de alguien cuyo amor es para ella un amor prohibido. Llora
porque en ese momento su felicidad desbordante no tiene otro lenguaje que el de
las lágrimas. Llora de desesperación, de rabia, de amor y de tristeza. En este
momento acaba el sueño y la psique regresa al estado de vigilia.
sábado, 11 de abril de 2015
EL SUEÑO DEL PISO
El sueño del piso comienza con unos malabarismos en los que
participan una batidora de vaso, unas bolsas de la compra, un calefactor
eléctrico y las sombras de unas sábanas en la pared frente al balcón; es decir,
todo aquello que debe ser cambiado de sitio para que el sueño del piso sea
escrito —y comience— en medio de un equilibrio casi igual de frágil al que había
antes de que naciera. (El último elemento, las sombras de unas sábanas en una
pared frente a un balcón, se cuela casi siempre, recurrente, en sueños y
poemas, como si aprovechara cualquier resquicio de una retina pasmada para
incorporarse, sombra entre sombras, a la turbamulta de las imágenes.) El sueño
del piso comienza donde digo y comienza también en una cama destartalada cubierta
la noche del sueño por un edredón multicolor, una manta verde oliva y unas
sábanas de franela color salmón; debajo de toda esta mezcolanza de colores
duerme un cuerpo que en algún momento indeterminado de la noche sueña el sueño del
piso. El sueño del piso no significa otra cosa más que el deseo de incorporar
una luz remota, apenas dilucidada, indefinida y prodigiosa a la luz deshilachada,
pálida y pesarosa que se inscribe sin remedio, desde hace ya muchos meses, en
los sueños sin aventuras del cuerpo que sueña en la cama destartalada triplemente
cubierta; un deseo que, logrado o insatisfecho, conseguido una vez y frustrado
para siempre, mantiene, gracias al sueño del piso, su irradiación de desmesura.
El sueño del piso es un camposanto de tropelías, un carcaj de deslumbramientos,
una pasarela de tribulaciones y un agujero de infamias. En el sueño del piso el
individuo que sueña aparece transformado en el inquilino, huésped o visitante
de un piso situado en la undécima planta de un rascacielos rodeado por avenidas
sin terminar, plazas sin árboles, polideportivos sin estrenar y jardines
cenicientos. El sueño del piso corrige todo aquello que la vida ha soñado para
sí misma, lo compromete, lo rectifica, lo prostituye y lo pulveriza. No es solo
que el sueño del piso rectifique todo aquello que fuera de él, es decir, en los
intersticios entre un sueño y otro, se perfila como soñado desde la irrealidad
de lo vivido, sino que dentro de sí mismo, en su propio transcurso
deshilvanado, en sus arremetidas contra las mismas imágenes que va generando,
el sueño del piso se rectifica a sí mismo, es como un cuerpo mutante, quizá la
proyección atribulada de otro cuerpo mutante que sueña estar soñando en ese
instante —en esos instantes que otros instantes desdibujan— el sueño del piso.
El sueño del piso posee un recubrimiento impermeable a las filtraciones de
cualquier otro sueño: no hay ninguna posibilidad de que sus imágenes se
confundan con las de los otros muchos sueños soñados esa misma noche por el
individuo que yace sumergido en un mar de edredones, de mantas y de sábanas de
arena. El sueño del piso es un diamante que brilla en la soledad de la memoria
cuando el resto de los recuerdos, el resto de los sueños, ha sido borrado. En
este sueño, en el sueño del piso, hay, además del individuo cuyo modelo o
patrón constituye el durmiente que sueña, otro individuo, de sexo indefinido,
es decir, de sexo no pertinente, que lo acompaña a lo largo de todas las
habitaciones del piso —que, sin ser infinitas, son muy numerosas— en un viaje
que concluye con la expulsión del inquilino, huésped o visitante por medio de
un ascensor-tobogán, es decir, un ascensor que circula en un plano inclinado y
al aire libre a lo largo de uno de los costados del rascacielos y que deposita
a los viajeros directamente en el jardín arenoso que sirve de entrada. El sueño
del piso concluye aquí, con esta vertiginosa expulsión cuyos motivos no llegan
nunca a conocerse y cuya fuerza visionaria, sensorial y emocional arrasa con
casi todas las demás imágenes del sueño, es decir, con lo que había ocurrido en
cada una de las visitas a las habitaciones del piso. El sueño del piso es, por
tanto, una farsa que oculta su propio relato, una invención del vértigo para
desdibujar la fábula de un piso prodigioso cuya descripción habrá de contener una serie de elementos fácilmente imaginables por todo aquel que
haya habitado o visitado un piso de lujo en uno de esos rascacielos que
proliferan en nuestras grandes ciudades. El sueño del piso es un sueño de
expulsión y de retorno, una catarata de reverberaciones, un proceso de
oblicuidades y entretelas, un torrente de increíbles sensaciones, una verborrea
de desprendimientos y ocultaciones. Todo en el sueño del piso conduce a la
conclusión de que allá arriba, en la planta undécima del rascacielos, se estaba
mejor que aquí abajo, en el territorio del exilio y de la arena. Allá arriba
los horizontes eran amplios y cada ventanal daba a uno distinto; la luz que desprendía cada uno de los muebles incidía consoladora en las miradas insaciables; las
posturas eran siempre excitantes y generaban nuevas posturas aún más excitantes,
y así sucesivamente; el descubrimiento de cada habitación se producía tras
haber experimentado un éxtasis distinto a cualquier otro en la habitación que
se dejaba atrás, un éxtasis que no era ni sexual ni espiritual, ni intelectual
ni sensorial, ni carnal ni religioso, sino todo esto junto y a la vez. El sueño
del piso implica la idea de la gran separación, del perjuicio originario e inexplicable
que es otorgado aquel que pasa distraído de una habitación a otra sin la más
mínima conciencia de que va a ser expulsado de todas ellas, del piso y de su
divino o divina habitante, de todo lo que podía consolarlo y bendecirlo,
hechizarlo y maravillarlo, por medio de un vertiginoso ascensor-tobogán del que
no es posible escapar. El sueño del piso nos habla de la irrelevancia de todo
sueño y de la imposible erección de cualquier morada perdurable. Y justamente
por ello, porque el sueño del piso describe el derrumbe —o desmoronamiento— de
todo lo perseguido afanosa y esperanzadamente, nos concede, por su mera
existencia, una tregua en medio del desamparo: ha sido soñado y fuimos
inquilinos, huéspedes o visitantes de ese piso en el que no existía la
desgracia; el ascensor-tobogán nos expulsó de él, pero, mientras bajábamos
propulsados al encuentro de la nada, los ventanales, las lámparas, los armarios
y las mecedoras, y sobre todo el cuerpo fascinante que entre ellos se movía, brillaban
todavía por un instante en nuestra mente.
miércoles, 30 de mayo de 2012
LA CAMISA
Es una camisa a cuadros negros y rojos. De esas que uno se compra
pensando que le quedarán bien —y, de hecho, en el espejo del probador del
establecimiento, cuando uno se la está probando, se ve elegante con ella— y
luego, con el paso del tiempo, son apartadas, uno las rehúye y se lo piensa
diez veces antes de ponérsela. Lleva unos cuatro días secándose colgada en las cuerdas
de la tendedera. No hará falta decir que, con este calor infame, quedó seca
diez minutos después de colgarla. El resto del tiempo ha estado tendida para
nada, retiesa como una camisa en el aire de un verano sin brisa. Creo que ha
sido esto, el hecho de que el calor la ha ido resecando y descoloriendo (si
este gerundio existe), lo que provocó que anoche apareciera en uno de mis
sueños. No se debe menospreciar la relación que existe entre una realidad
disminuida y un sueño dislocado. Alguien se me iba acercando con la camisa
rojinegra puesta e incluso con dos de los botones superiores desabrochados. Era
mi propia camisa y yo, sin embargo, actuaba como si fuera del todo normal que
alguien la llevara puesta. Lo más sorprendente es que ese individuo era un
hombre bastante más grueso que yo, quiero decir que sus brazos, su estómago,
sus caderas y su cuello alcanzaban proporciones notables que mi camisa, con su
talla mediana, no hubiera sido capaz de albergar en su realidad cotidiana. Pero
incluso las camisas se distorsionan en los sueños; y esta mía, henchida al
hospedar un cuerpo tan orondo, parecía gozosa, transpiraba, iba hasta impúdicamente
arremangada. El individuo se me acercaba peligrosamente. No sabía cómo
reaccionar. Creo que incluso le tendí los brazos, quizás solo por ver si mi
camisa, en un arranque de reconocimiento o de nostalgia, volvía en sí y se me
entregaba de nuevo. Pero nada ni nadie vuelve a las andadas, y mucho menos en
los sueños. En la indiferente realidad de esta tarde en que escribo, la camisa
sigue colgada. De vez en cuando parece columpiarse levemente como si me
estuviera amenazando con regresar a aquel sueño. He pasado un buen rato
intentando descubrir si hay algún pasadizo por el que la camisa hubiera podido deslizarse
desde la tendedera al cuerpo de aquel grasiento individuo. Creo que no lo hay. Al parecer, se trató de un proceso de autoteletransporte por monotonía. La camisa,
cansada de pender como un espantapájaros frente a las ventanas de mis vecinos
—que cuentan, chismosos como son, los días que la ropa lleva tendida a la
intemperie—, decidió por su cuenta y riesgo trasladarse a un ectoplasma de más
de cien kilos para seguir exhibiendo sus horrendos cuadros rojos y negros en
algún mundo paralelo a este. Yo creo que lo hizo para ridiculizarme, pues el
espectáculo al que tuve que asistir era grotesco y por unos brevísimos
instantes creí estar viéndome frente a un espejo con treinta kilos de más. Su
venganza consistía en una ilusión óptica, pero por suerte no me dejé engañar.
La camisa se desplazaba en dirección a donde yo estaba, vestida con un
corpachón de aúpa que le quedaba incluso largo (o la camisa a él, que ya no sé
ni lo que digo). Todo transcurría como en un espejo, por lo que tuve que
armarme con todas mis dotes de autocomplacencia y narcisismo para rechazar que
la imagen que se me presentaba fuera la de mi propio cuerpo. Los sueños nos ofrecen
en ocasiones imágenes de nosotros mismos como si fuéramos otros. En este caso
era algo similar, solo que la camisa pretendía que confundiera la imagen de
otro con la de mí mismo. No lo consentí. Realmente no acabo de entender las
motivaciones de esa desdichada prenda de ropa para tan rastrero comportamiento.
Siempre la he tratado bien. Nunca, ni en los días del más tórrido verano, he
permitido que se intoxique con mi sudor; no la he llevado nunca a ninguna de
esas lavanderías en las que una máquina anónima retuerce por unos pocos euros,
en sus sucias entrañas, cualquier prenda que se le ofrezca; jamás la he dejado
demasiado tiempo ociosa en el armario y, a pesar de que en los últimos tiempos
han sido otras mis camisas preferidas, me la he puesto regularmente y la he
paseado por ahí. Si ahora lleva unos cuatro días colgada como un espantapájaros
de la tendedera del balcón, no es porque yo lo haya querido así aposta. He
estado distraído. He tenido demasiado trabajo. He estado fuera de casa mucho
tiempo. No creo que sea de recibo que de pronto, sin merecérmelo, esta camisa
de los mil demonios se me aparezca superpuesta a un cuerpo hinchado y deforme
con la pretensión de asustarme o de entristecerme. Creo que, mal que me pese,
tendré que darle su merecido.
martes, 6 de septiembre de 2011
EL SIGUIENTE SUEÑO
Y en el siguiente sueño, ella —que no bebe nunca— da cuenta de un solo trago de un extraño licor que yo rechazo con la excusa de que padezco de asma —enfermedad que no padezco aunque con frecuencia haya afirmado lo contrario. Esto sucede en la barra de un pequeño local exclusivamente masculino en el que ella campa a sus anchas como si las normas de acceso no la afectaran. Descorro una cortina y accedo a una salita exigua en la que un jacuzzi atiborrado de cuerpos me invita a seguir adelante. Con la piel aún mojada por el repelente y constante chapoteo de los cuerpos me introduzco a través de un pasillo acristalado. A un lado y a otro se entrevén reservados en los que conversan animadamente seres que no son humanos salvo en el uso del lenguaje: no tienen cuerpo ni cabeza, sino únicamente contorno, una línea que apenas delimita una masa de vapor más espesa que el aire circundante. Tales masas se mueven mientras hablan, se desplazan a través de los reservados —reservados que están, como sabemos, a la vista de cualquiera que atraviese el pasillo— y, en ocasiones, difuminan aún más sus particulares contornos para fundirse las unas con las otras durante unos breves instantes. Al final del pasillo se llega a un gran patio que no lo es, quiero decir que es como una explanada en la que ya estamos fuera del pequeño local en que dejé a mi amiga bebiéndose furiosamente en la barra una copa tras otra. Sin embargo, la sensación es la de seguir en el interior del local. En una enorme piscina que cubre por entero uno de los laterales de la explanada —y que es una piscina soñada ya antes, el resto de un sueño soñado no se sabe cuándo, en todo caso hace mucho— una multitud fervorosa se salpica y salpica a quien pasa por el borde —a mí, quiero decir— sin que esto signifique animadversión alguna. La multitud está formada por cuerpos que, esta vez sí, parecen humanos, aunque la forma en que allí se utiliza el lenguaje no sea en ningún caso la conversación, sino el grito. No me refiero a gritos que se lancen unos a otros en respuesta unos de otros, sino de gritos solitarios, soliloquios gritados que cada cual emite cuando le parece sin buscar ni esperar respuesta en los demás. Gritos y salpicaduras, así pues, soliloquios y chapoteos son lo único que allí se produce en una especie de espectáculo cuyo único espectador soy yo. Un poco más adelante, en las estribaciones de la explanada —o patio—, una exploración casi furtiva me lleva a descubrir una puerta apenas visible que no parece haber sido pensada para entrar ni salir. Digo apenas visible porque está pintada exactamente con el mismo color del muro en que se encuentra, como si el constructor de todos esos espacios —que debe haber sido uno solo, un solo constructor de mente retorcida— hubiera querido camuflarla. Una puerta, además, que no sirve para entrar ni salir, no porque esté condenada, sino porque al abrirla no da a ningún lado. Esto es difícil de explicar. Ocurrió que encontré la puerta huyendo, en cierto modo, de los gritos y salpicaduras de los que ya hablé, y cuando la abrí para acceder, como era mi deseo, a otro lugar, resultó que no había otro lugar, que la puerta se abría pero allí no había nada, absolutamente nada. Y cuando, decepcionado, me volví para regresar por donde había venido, tampoco había ya nada, nada en ningún sitio. En ese momento me desperté.
lunes, 29 de agosto de 2011
EL INSTITUTO
1. El instituto está en una isla. 2. La isla es pequeña y escarpada. 3. El instituto se encuentra en lo alto de un acantilado de difícil acceso al que se llega después de conducir durante horas por una carretera de curvas. 4. En la parte baja del acantilado hay una playa que es la misma de mi infancia aunque nada de lo que la rodea, empezando por el instituto, pertenezca a la playa real en la que jugaba de niño. 5. A la playa se llega, desde el instituto, por un paseo que desciende a lo largo del acantilado y que está bordeado por árboles como si fuera una avenida peatonal en cualquier enclave turístico. 6. Los alumnos del instituto, todos ellos varones, adolescentes, bronceados y atléticos, deambulan sin camiseta a cualquier hora del día arriba y abajo del paseo como si la playa fuera el verdadero lugar de sus aprendizajes y exhibir sus espectaculares cuerpos el agradecimiento por las lecciones aprendidas. 7. Todos los profesores están ya incorporados a sus puestos de trabajo y suelen reunirse en una sala acristalada desde la que puede contemplarse el horizonte y escuchar los constantes latidos de las olas. 8. La última profesora incorporada ha sido una amiga a la que he llevado en mi coche al instituto. 9. La directora, que nos ha recibido con cierta frialdad, le ha asignado a mi amiga una habitación, pues, igual que los demás profesores, no solo trabajará en el instituto sino que, como estipula el contrato, también vivirá en él. 10. Teniendo en cuenta que el camino de vuelta será largo y cansado, me quedo a almorzar en el instituto invitado por la directora. 11. El almuerzo tiene lugar en una especie de refectorio, también con vistas al mar, que recuerda a los comedores de alguna instalación turística obsoleta como las que abundan en el norte de la isla. 12. En el almuerzo está presente buena parte del claustro de profesores, que asiste con sus mejores ropas: traje y corbata en el caso de los hombres, vestido y fular en el de las mujeres. 13. Como señal de bienvenida, mi amiga y yo comemos en la mesa del equipo directivo, que está formado íntegramente por mujeres y que nos informa sin entusiasmo de la historia y de las normas de funcionamiento del centro. 14. Una vez que termina el almuerzo paso a acompañar a mi amiga a su habitación. 15. Mientras comentamos las primeras impresiones, que son de extrañeza y de perplejidad, descubro una enorme cucaracha escondida en los pliegues de una cortina, luego otra paseando por el lavabo y enseguida una tercera a los pies de la cama. 16. Unos segundos después, y aún con el susto en el cuerpo, la primera de las cucarachas echa a volar hacia mí batiendo unas alas que parecen haber multiplicado su tamaño. 17. Sudorosos, decidimos salir a una de las terrazas de que está provisto el instituto: desde allí observamos otras terrazas por encima o por debajo de nosotros y nos damos cuenta de que el edificio está construido aprovechando el desnivel natural del acantilado y de que cuelga, se podría decir, literalmente sobre la playa. 18. Buscamos luego las aulas, pero no parece haber aulas. 19. Algunos alumnos con los que nos cruzamos nos miran de un modo que no se sabe si es hosco, socarrón, altanero o impúdico. 20. Dejo a mi amiga instalada en su nuevo puesto de trabajo y salgo en busca de mi coche para alejarme por la carretera del instituto —del sueño.
jueves, 30 de junio de 2011
LOS HERMANOS
Podría decirse que es un sueño si nos situáramos fuera del sueño. Como en un comienzo de verano, cuando el tiempo parece estirarse en el horizonte de los días sin obstáculo alguno, yo había bajado a la zona de las piscinas, creo que en pantalones cortos y sin camisa, calzando unas cómodas chanclas con las que iba recorriendo toda aquella explanada junto al mar. Chiquillos alocados se lanzaban desde los bordes de las piscinas y no chocaban de milagro al caer unos junto a otros. Yo hubiera querido zambullirme con ellos, piscina tras piscina, como en un cuento célebre, hasta llegar al final de la explanada, al mirador dispuesto para contemplar los acantilados y comprender que ahí estábamos ante uno de los límites de la isla. Pero no tenía edad para tales travesuras. El sol bullía en las superficies, flotaban los cuerpos entregados al verano y todo era un griterío extasiado que nombraba el placer sin necesidad de palabras, como un eco del sol. Me contentaba con disfrutar del espectáculo, herido levemente por no poder participar en él, meticuloso en la mirada, ávido de imágenes, como un comulgante que recuerda su etapa de neófito y añora los tactos de la primera vez, los cuerpos chorreantes, exangües, que se frotan las pieles bajo el agua sin querer. Debe de ser que sentí hambre, pues de pronto me vi entrando en una especie de venta, mezcla de chiringuito y de tasca, regentada por unos chinos, en la que se vendía de todo y, además, se podía comer por un módico precio. Allí me encontré con los hermanos. Eran amigos míos desde hacía mucho tiempo, pero había perdido la cuenta de los años que llevaba sin verlos. Uno de ellos, el hermano menor, de unos cuarenta años, había engordado notablemente desde la última vez; había adquirido, de hecho, una obesidad preocupante. El otro, el mayor, de más de cincuenta, tan solo había envejecido. Me saludaron con el alborozo de quienes se encuentran en un lugar insólito y piensan poder compartir, después de tanto tiempo, un rato de alegría. Estaban comiendo en un rincón de la venta y eran en ese momento sus únicos clientes. Les habían servido un arroz cuyo aspecto era el de un mazacote grasiento en el que apenas se destacaban unos tropezones que podían ser tanto gambas refritas como alitas de pollo. Junto al arroz, que compartían, cada uno tenía un gran pincho de tortilla que parecía preparada varios días antes, tan seca, descolorida y almidonada se veía. Acompañaban la comida con sendas cocacolas y lo cierto, a pesar de la dudosa calidad del menú, es que se estaban poniendo como el quico. Claro, así se explican muchas cosas, pensé. No les preocupa comer bien, simplemente pretenden atiborrarse. Creí que era mi deber reconvenirles, no tanto por la abundancia inapropiada de lo que estaban comiendo, sino porque sin mucho esfuerzo hubieran encontrado a lo largo de la explanada lugares mejores para comer. Hay cerca de aquí, les dije, varios restaurantes que, sin ser de lujo, ofrecen una comida más elaborada, más sana y menos grasienta que la que ustedes están comiendo en este mismo instante, y no entiendo por qué han tenido que venir precisamente a un garito como este si casi por el mismo precio hubieran podido permitirse una buena paella o un rico estofado. Diría que me miraron boquiabiertos si no fuera porque mantenían las bocas cerradas para poder masticar bien el entullo que enseguida iban a deglutir. Bueno, Rafa, las cosas no siempre son lo que parecen; con estas tapitas lo único que hacemos es acompañar unas cocacolas que nuestros cuerpos, sedientos después de bañarnos con los niños en las piscinas y expuestos al calor estival, no dejaban de reclamarnos con impaciencia. Escuché perplejo lo que me respondió uno de los hermanos, concretamente el menor, el que más delito tenía por no haber puesto freno a una voracidad que, a ojos vistas, lo había conducido a la gordura. No supe qué contestar a unas palabras que me resultaron histriónicas, excesivas, retorcidas y falsas, y que lo único que buscaban era excusar lo inexcusable. O sea, le dije, que se trataba con estas tapitas, con este arroz pegajoso y con esta tortilla inmunda, visiblemente cocinada hace un mes, de acompañar unos refrescos para combatir la sed. ¿No es así?, recalqué. Bueno, Rafa, el lugar nos pareció curioso, esta tienda de chinos junto a las piscinas, y, además, tampoco vamos a engordar con estos aperitivitos, dijo esta vez el hermano mayor mientras el otro lo contemplaba serio, con cara de no saber si interpretar sus palabras como un nuevo intento de excusa o como una sorna velada. Tú, desde luego, sí que no vas a engordar, le oí contestar al hermano menor, pero, en cuanto a mí, sin duda me hubiera ido mejor comiendo la ensalada que te propuse al principio y que rechazaste porque “para comer hierba ya están las vacas”. Empecé a sentirme el causante de una discusión fraternal, pues la referencia a las vacas dio pie a nuevas alusiones, comentarios y proclamas mientras, de todas formas, ninguno de los dos dejaba de comer lo que quedaba del arroz y la tortilla. Intenté cambiar de tema. Vamos a bañarnos con los niños, les dije. Sí, hay un grupito divertido en una de las piscinas, dijo el hermano mayor. Se tiran de bomba y gana el que más agua salpique fuera de la piscina. Antes ganó él, dijo señalando a su hermano con un dedo tímido. Sí, y ojalá hubiera salpicado tanta agua que la piscina se hubiera quedado sin ella cuando saltaste tú, para que reventaras, le contestó impávido su hermano menor. En otra de las piscinas hay un grupito que juega a lanzarse por un tobogán, siguió sin rechistar el hermano mayor; pero hubo que interrumpir la competición porque aquí el amigo se atascó cuando se lanzaba y no sabían cómo desatascarlo. Siguieron durante un rato recordando sus juegos en las piscinas con los niños, hasta que me cansé y, como tenía hambre, pedí unas tapas para acompañar una caña. Me trajeron, claro, un poco de arroz y un pincho de tortilla. Cuando terminamos pedimos unos cafés y luego fuimos a jugar en las piscinas con los niños.
miércoles, 9 de febrero de 2011
DOS SIESTAS
Para Bernardo Chevilly
I
Llamémosla siesta, a falta de otra palabra. Un ensayo de siesta, un intento de dormir a media tarde, un lunes después de un domingo en blanco (en blanco, sí, por tantos motivos). Antes de acostarme pienso qué texto podría surgir a partir de esa siesta deseada, y cuando estoy ya en la cama sigo pensando en lo que podría decir al despertarme. Pero luego no me duermo. O tal vez sí. Ahora mismo no estoy seguro. Me acuesto poco después de las cinco y pongo el despertador para las ocho. Hacia las siete oigo vibrar el teléfono móvil, que me indica que he recibido un mensaje, pero no sé si la vibración me despierta o si he estado todo el tiempo en una semiconciencia semejante pero no igual al sueño. El texto que escribo es este. Nada extraordinario, como ya se va viendo. Nada ha ocurrido en esas dos horas que pueda engendrar palabras bellas, ráfagas de imágenes o al menos un relato medianamente atractivo. Me tumbé boca abajo, como acostumbro, y sentía latir el corazón a un ritmo más acelerado que el normal. Secuelas de los desatinos del fin de semana, pensé. El cuerpo va guardando en silencio la huella de cada uno de los crímenes, por insignificantes que sean, que cometemos contra él. La manta me cubría hasta el cuello, y la cabeza rozaba a veces la pared. Sentí un poco de frío, pero no quise encender la calefacción. La única claridad era la de la puerta, a la que llegaba el apagado resplandor procedente del balcón. No hay ventanas en la habitación, que a veces imagino como una cámara secreta en la que el cuerpo va transformándose en contacto con otros cuerpos o con la ausencia de ellos. Recordé vagamente los sucesos del domingo: son tantos que nada podría decir sobre ellos, y tal vez sea mejor dejar que vayan cayendo poco a poco al olvido. Flotaban imágenes inconexas y a todas ellas, como por alguna cuerda invisible, estaba atada la imagen de mi cuerpo en su tránsito espectral por pasillos de un lugar a medio camino entre el paraíso y el infierno. Mi cuerpo cubierto solo por una toalla atada a la cintura, sobrexcitado, ansioso, como poseído por un deseo que no parecía querer saciarse nunca, lanzando flechas como miradas, dando pasos como sorbos, estirando manos que de pronto se encontraban con una piel suavísima que sentía casi fundirse con mi propia piel. Para qué continuar. Todos esos instantes se habían convertido ya en unas pocas imágenes desgarradas del todo que fueron, del tacto en que se generaron, de la vida real y plena en que no había otras imágenes que las que el cuerpo producía con la piel, con los labios, con los ojos, con los oídos o ventosas en la voz de los otros. La siesta, en cambio, era esta oscuridad no ventilada, el cuerpo hundido en mitad de la cama, la pared con que topaba la cabeza, y unas pocas imágenes desvaídas que chocaban unas contra otras. No sé en qué momento empecé a escuchar una música que venía del piso de al lado. Era un ritmo constante que retumbaba a lo lejos y contenía una melodía cantada, creo, por la voz de una mujer, un ritmo animado de música latinoamericana tras el que yo imaginaba a alguna pareja bailando, o a una mujer cocinando o simplemente a una familia reunida en un día cualquiera de sus vidas. Después de leer el mensaje que recibí, en torno a las siete, me puse a repasar los nombres de los contactos que tengo grabados en la agenda del móvil. Eran muchos, quizás, y para qué, pensé. Me detuve en algunos nombres cuyos portadores no recordaba. Habría que borrarlos, me dije, o tal vez, mejor, borrarme a mí mismo de un modo mejor que intentando sin éxito dormir hoy una siesta.
II
Esta vez sí que duermo. Es una siesta, digamos, que no se resiste. El cuerpo llega a ella al límite de sus fuerzas. Sin apenas dormir la noche anterior, después de una mañana de trabajo agotadora (di mis clases en un estado de sobrexcitación impuesto por la necesidad de sobreponerme al cansancio, sacando, como se dice, fuerzas de flaqueza), la siesta se me va imponiendo imperiosamente desde que termino de comer, y en el trayecto desde el instituto hasta mi casa (tren y metro, casi una hora) voy casi durmiéndome a trechos. Son las cuatro de la tarde cuando por fin puedo deslizarme entre las sábanas: me acogen como un refugio en el que cesarán los temblores, la energía impostada, la desconcentración, el vuelo errabundo de la mente, la fatiga, la fatiga gloriosa puesto que no haber apenas dormido se debe a que aproveché la noche en placeres compartidos con un cuerpo complaciente. Ahora, sin embargo, lo único que quiero es dormir. Al principio se anuncian los temores de siempre: no poder conciliar el sueño a pesar del cansancio, que el pensamiento vaya desplegándose de un lado para otro sin darme tregua, que los minutos vayan sumándose en una conciencia abrumada por su propia fortaleza. Pero luego, en algún momento, me duermo. Sin que haya habido interrupciones en el sueño, a las seis y media me despierta el despertador y durante quince minutos continúo en la cama sin ganas de levantarme. No recuerdo que era mi intención asistir esta tarde, a las siete y media, a la lectura de poemas de un amigo. Lo que el cuerpo me pide es seguir acostado, en esa somnolencia mullida que podría, en cualquier instante, deslizarse de nuevo en el sueño. A las siete menos cuarto caigo en la cuenta de que debo y quiero cumplir mi palabra con mi amigo, un poeta insular que apenas se prodiga en sus lecturas y cuyos libros son casi pactos furtivos con las palabras más delicadas. Y así, entre una noche de manos enlazadas, de largas caricias que comenzaban en la piel y acababan desembocando en el interior de otro cuerpo, y una lectura de poemas tímidos, silenciosos, como recién rescatados de una herida de años, se interpone esta siesta, esta breve cancelación de la conciencia que, sin embargo, parece permitirme ver mejor una cosa y la otra, lo que la precedió y lo que la sigue, la noche y las palabras, la agitación y el reposo, el cuerpo y su respiración, mi cuerpo que querría aprender a amar y mi cuerpo que querría aprender a escuchar.
viernes, 17 de septiembre de 2010
PREGUNTAS PARA UN INSOMNE
¿Vas a intentar dormir? ¿No sabes que todo seguirá igual cuando te despiertes? ¿Confías en que después de un sueño profundo, si consigues conciliarlo, amanecerás transformado de algún modo? ¿Y de qué querrías desprenderte? ¿O qué querrías ganar? ¿Acaso estarías dispuesto a sacrificar algo para obtener algo? ¿Podrías, en cualquier caso, reconocer al despertar que ya no eres el mismo y actuar en consecuencia, es decir, no engañarte más, desnudarte, ser capaz de atravesar los días sin una pizca de autocompasión? ¿Es eso, el desencanto contigo mismo, lo que querrías disolver en el sueño? ¿O, más bien, se trata de la propia imagen que te has hecho de ti, sea la que sea, el retrato interior que se interpone siempre entre el rostro de otro y tu cuerpo, los rasgos distorsionados que gesticulan desde dentro de ti cuando hablas con otros y que te impiden escucharte a ti mismo y escuchar a los demás? ¿Es eso lo que quisieras que quedara abismado en el sueño, en algún sueño de abismos ilimitados en los que caería sin fin, más como una piel gastada que como un cuerpo desplomado, la sombra que no te permite ser quien eres, si acaso eres alguien? ¿Y crees que, aun si lograras dormir, si luego pudieras soñar, y además hacerlo con ese abismo, permanecería cayendo para siempre como un lastre en ese sueño y no volvería a incorporarse a ti en cuanto te despertaras?
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