El sueño del piso comienza con unos malabarismos en los que
participan una batidora de vaso, unas bolsas de la compra, un calefactor
eléctrico y las sombras de unas sábanas en la pared frente al balcón; es decir,
todo aquello que debe ser cambiado de sitio para que el sueño del piso sea
escrito —y comience— en medio de un equilibrio casi igual de frágil al que había
antes de que naciera. (El último elemento, las sombras de unas sábanas en una
pared frente a un balcón, se cuela casi siempre, recurrente, en sueños y
poemas, como si aprovechara cualquier resquicio de una retina pasmada para
incorporarse, sombra entre sombras, a la turbamulta de las imágenes.) El sueño
del piso comienza donde digo y comienza también en una cama destartalada cubierta
la noche del sueño por un edredón multicolor, una manta verde oliva y unas
sábanas de franela color salmón; debajo de toda esta mezcolanza de colores
duerme un cuerpo que en algún momento indeterminado de la noche sueña el sueño del
piso. El sueño del piso no significa otra cosa más que el deseo de incorporar
una luz remota, apenas dilucidada, indefinida y prodigiosa a la luz deshilachada,
pálida y pesarosa que se inscribe sin remedio, desde hace ya muchos meses, en
los sueños sin aventuras del cuerpo que sueña en la cama destartalada triplemente
cubierta; un deseo que, logrado o insatisfecho, conseguido una vez y frustrado
para siempre, mantiene, gracias al sueño del piso, su irradiación de desmesura.
El sueño del piso es un camposanto de tropelías, un carcaj de deslumbramientos,
una pasarela de tribulaciones y un agujero de infamias. En el sueño del piso el
individuo que sueña aparece transformado en el inquilino, huésped o visitante
de un piso situado en la undécima planta de un rascacielos rodeado por avenidas
sin terminar, plazas sin árboles, polideportivos sin estrenar y jardines
cenicientos. El sueño del piso corrige todo aquello que la vida ha soñado para
sí misma, lo compromete, lo rectifica, lo prostituye y lo pulveriza. No es solo
que el sueño del piso rectifique todo aquello que fuera de él, es decir, en los
intersticios entre un sueño y otro, se perfila como soñado desde la irrealidad
de lo vivido, sino que dentro de sí mismo, en su propio transcurso
deshilvanado, en sus arremetidas contra las mismas imágenes que va generando,
el sueño del piso se rectifica a sí mismo, es como un cuerpo mutante, quizá la
proyección atribulada de otro cuerpo mutante que sueña estar soñando en ese
instante —en esos instantes que otros instantes desdibujan— el sueño del piso.
El sueño del piso posee un recubrimiento impermeable a las filtraciones de
cualquier otro sueño: no hay ninguna posibilidad de que sus imágenes se
confundan con las de los otros muchos sueños soñados esa misma noche por el
individuo que yace sumergido en un mar de edredones, de mantas y de sábanas de
arena. El sueño del piso es un diamante que brilla en la soledad de la memoria
cuando el resto de los recuerdos, el resto de los sueños, ha sido borrado. En
este sueño, en el sueño del piso, hay, además del individuo cuyo modelo o
patrón constituye el durmiente que sueña, otro individuo, de sexo indefinido,
es decir, de sexo no pertinente, que lo acompaña a lo largo de todas las
habitaciones del piso —que, sin ser infinitas, son muy numerosas— en un viaje
que concluye con la expulsión del inquilino, huésped o visitante por medio de
un ascensor-tobogán, es decir, un ascensor que circula en un plano inclinado y
al aire libre a lo largo de uno de los costados del rascacielos y que deposita
a los viajeros directamente en el jardín arenoso que sirve de entrada. El sueño
del piso concluye aquí, con esta vertiginosa expulsión cuyos motivos no llegan
nunca a conocerse y cuya fuerza visionaria, sensorial y emocional arrasa con
casi todas las demás imágenes del sueño, es decir, con lo que había ocurrido en
cada una de las visitas a las habitaciones del piso. El sueño del piso es, por
tanto, una farsa que oculta su propio relato, una invención del vértigo para
desdibujar la fábula de un piso prodigioso cuya descripción habrá de contener una serie de elementos fácilmente imaginables por todo aquel que
haya habitado o visitado un piso de lujo en uno de esos rascacielos que
proliferan en nuestras grandes ciudades. El sueño del piso es un sueño de
expulsión y de retorno, una catarata de reverberaciones, un proceso de
oblicuidades y entretelas, un torrente de increíbles sensaciones, una verborrea
de desprendimientos y ocultaciones. Todo en el sueño del piso conduce a la
conclusión de que allá arriba, en la planta undécima del rascacielos, se estaba
mejor que aquí abajo, en el territorio del exilio y de la arena. Allá arriba
los horizontes eran amplios y cada ventanal daba a uno distinto; la luz que desprendía cada uno de los muebles incidía consoladora en las miradas insaciables; las
posturas eran siempre excitantes y generaban nuevas posturas aún más excitantes,
y así sucesivamente; el descubrimiento de cada habitación se producía tras
haber experimentado un éxtasis distinto a cualquier otro en la habitación que
se dejaba atrás, un éxtasis que no era ni sexual ni espiritual, ni intelectual
ni sensorial, ni carnal ni religioso, sino todo esto junto y a la vez. El sueño
del piso implica la idea de la gran separación, del perjuicio originario e inexplicable
que es otorgado aquel que pasa distraído de una habitación a otra sin la más
mínima conciencia de que va a ser expulsado de todas ellas, del piso y de su
divino o divina habitante, de todo lo que podía consolarlo y bendecirlo,
hechizarlo y maravillarlo, por medio de un vertiginoso ascensor-tobogán del que
no es posible escapar. El sueño del piso nos habla de la irrelevancia de todo
sueño y de la imposible erección de cualquier morada perdurable. Y justamente
por ello, porque el sueño del piso describe el derrumbe —o desmoronamiento— de
todo lo perseguido afanosa y esperanzadamente, nos concede, por su mera
existencia, una tregua en medio del desamparo: ha sido soñado y fuimos
inquilinos, huéspedes o visitantes de ese piso en el que no existía la
desgracia; el ascensor-tobogán nos expulsó de él, pero, mientras bajábamos
propulsados al encuentro de la nada, los ventanales, las lámparas, los armarios
y las mecedoras, y sobre todo el cuerpo fascinante que entre ellos se movía, brillaban
todavía por un instante en nuestra mente.
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