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lunes, 27 de febrero de 2012

DESPEDIDA O RECUENTO

Veamos, veamos cómo te las apañas ahora para escribir, ahora que tus manos ya no te obedecen, o al menos tu mano derecha —¿o es el brazo entero, acaso, el que no te obedece?—, esa mano que, flácida, no es capaz ni siquiera de sostener el bolígrafo. Has pensado que la única solución sería retirarte a algún lugar alejado de los ruidos que cada día, como un insistente martilleo, horadan tu cerebro y te dejan exhausto. Algún lugar en el que solo se escuchara el rumor de las olas. Como si no fuera tan solo una alocución interior lo que te ha desgastado, una corrosiva sustancia generada por la sustancia misma de tu cuerpo. Veamos: la separación, la lejanía, el distanciamiento de dondequiera que estés no lograrán ayudarte, pues no es posible separar el cuerpo del cuerpo, alejar la carne de la carne, distanciar una célula sana de una célula enferma. Es como la mirada sarcástica que adivinas a veces en los rostros de algunos de tus alumnos: nada, ninguna habilidad, ni siquiera un don sobrenatural, y cuánto menos tus incapacidades docentes, lograría sacar del interior de esos rostros sus verdaderos pensamientos, las palabras que en ese mismo instante en el que explicas cualquier cosa que no les interesa ellos te dedican, sus burlas más secretas, sus ideas más retorcidas, sus dardos invisibles. Esas miradas hieren, aunque ellos ni siquiera lo saben. Pero nada puede saberse, nada puede salvarse. La mano intentará sostener, en un último esfuerzo, el miserable bolígrafo, mientras un soplo que solo tú sientes desde dentro del cuerpo la empuja, la debilita y la vence. Una mano rendida que no llegó a trazar más que las huellas de su propia batalla contra la rigidez total. Una mano no heroica, ni investida de falsos poderes sacerdotales, ni, mucho menos, chamuscada en bombardeos o guerras. Una mano que apenas supo tenderse en busca o en apoyo de otras manos. Todo fue un desvarío, una fantasmagoría, una invitación al baile con un par de fantasmas. Al menos, te dices, pudiste terminar de leer algunos libros. Te conmovieron también algunas películas en las que unas vidas ajenas e irreales vivían plenamente tu vida: ese milagro de gran masturbador o de gran solipsista. Pudiste, incluso, saborear alguna vez un sentimiento que quizá se pareciera a lo que llaman amor quienes de verdad lo han vivido. ¿Qué más puedes pedir? Un poco más de tiempo, ¿para qué? Un poco más de vida, ¿para vivirla cómo y con quién? Unas palabras más, ¿con qué derecho y en beneficio de quiénes o de qué? La vida continúa, como en esas películas que parecían seguir desarrollándose en tu interior después que terminabas de verlas: la vecina que vocifera, su hijo que le responde con gañidos, la música de otro vecino, acaso desequilibrado, unas maracas zumbonas, el carnaval grotesco del que ahora te despides, la luz de un día más del final de febrero, todo lo que seguirá existiendo sin que tu mano tenga que escribirlo, todo lo que no te necesita para seguir existiendo su inútil y acaso real existencia.  

viernes, 25 de noviembre de 2011

AUNQUE NO PUEDAS YA ESCUCHARME, TE HABLO

In memoriam Diego de Alcalá Fernández Martín

No voy a poder, me digo. Una y otra vez me repito que no voy a poder escribir nada sobre ti. Para qué, me digo, si tú no vas a poder leerlo ni escucharlo. Si quedará resonando unos segundos en el aire de esta iglesia o en la memoria de quienes han venido hasta aquí a desearte buen viaje y luego será olvidado y se esfumará para siempre. ¿O no? Quién sabe. Tú paseabas obstinadamente por las calles de tu infancia sin olvidarla nunca del todo. ¿Acaso es sólo nuestra infancia lo que nunca olvidamos? En tu infancia estaban los padres cariñosos o severos, las noches de frescor marino o de calor africano junto a la ventana, las lecciones y los castigos en escuelas perdidas en calles que tal vez ya no existen, las hermanas, sus trajes pobres, la pobreza toda de la casa familiar, pero pobreza de infancia de posguerra soportada con dignidad y con honradez. Todo eso se enredaba entre tus pasos mientras caminabas. La infancia que está siempre ahí, en algún lugar del corazón. Voy pudiendo. Fíjate. Dejo que también mi memoria viaje hasta la infancia en que estás tú, tú y tu taller de imprenta donde aprendí cómo se confeccionan los libros, tú y tu parque lleno de recovecos y secretos y anécdotas, tú y tus cuadros de pintor intuitivo e inconstante. Escribir es esto: convocar las imágenes que han estado siempre ahí y parecían olvidadas. Pero es difícil el trabajo del funámbulo cuando tiene que cruzar de un lado a otro por una cuerda que limita a un lado con la memoria y al otro con la tristeza. Tío, tío, qué extraña suena esta palabra ahora que no hay ya un nombre que añadirle o ahora que el nombre es ya tan sólo una cáscara vacía. Tío, tío, tío, suena como una llamada, como el canto de un pájaro hambriento, tío, tío, tío, como un quejido inútil. Tus pasos no cruzaban sólo las calles de tu infancia: también te recuerdo en la azotea de aquella casa junto al parque, inmensa para mi mirada de niño, en la que tu hijo había construido un palomar que a su muerte quedó abandonado. En aquella azotea, por mucho que brillara el sol, había siempre un agujero oscuro que empezaba y acababa en tus ojos. Yo lo veía y nada podía hacer por ayudarte. Llevabas dentro la muerte de quien había sido carne de tu carne, te era imposible olvidar una y otra vez que allí, en aquel momento, hubiera debido estar acompañándonos él, tu hijo sonriente y solar, tu hijo arrebatado por la muerte cuando tenía tan sólo diecinueve años. Te llenaste de su muerte y minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, mes tras mes y año tras año arrastrabas tus pies al borde del abismo. En cambio, tú no nos regalabas sino ternura, ternura solitaria, calma tensa, amor desamparado. Yo me sentaba a veces a hablar contigo: en un banco del parque, en la terraza de un café, en el sofá de tu casa. El niño o el adolescente que yo era absorbía tus palabras que hablaban de mundos extraviados, continentes más allá del océano, personajes perdidos en el laberinto de la ciudad o del tiempo. Denunciabas injusticias, proponías recambios para tanta estupidez, tanta maldad como veías circular a tu alrededor. Creías en un mundo mejor, mucho mejor que aquel en el que vivías. Míranos ahora. No puedes, ya lo sé. Pero míranos, inténtalo al menos: aquí seguimos, casi nada ha cambiado, la mano del poderoso sigue oprimiendo la nuca del débil. Estamos llenos de barro y de inmundicia porque no somos sino barro e inmundicia. Todos somos Adán, Eva o Caín arrastrando el barro de su cuerpo más allá de las puertas del paraíso, dejándose tentar por la serpiente de la envidia, de la avaricia y del odio o levantando la mano para matar a su propio hermano. Es una suerte que vivieras pobre porque, si no, ya estaríamos despedazándonos por poseer tus riquezas. La ceniza en que te has convertido no puede ya escuchar, por suerte, las palpitaciones que en nuestro corazón despiertan la codicia o la ira. La ceniza que hemos depositado en la tumba junto a los huesos de tus padres y de tu hijo no se removerá cuando aquí, sobre la tierra, no sean la solidaridad ni la inocencia las que guíen nuestros pasos. Pero tú, que no tenías pelos en la lengua, nos hubieras preguntado para qué, para qué tanta codicia, tanto afán, tanta rapiña, si polvo somos y en polvo nos convertiremos. Un polvo que a veces se enamora, es cierto, hubieras añadido recordado a Quevedo. Un puro polvo somos que a veces se estremece en un relámpago de amor. Eso es lo único importante, nos hubieras dicho: el amor que sintamos de verdad hacia alguien. Voy a detenerme aquí. No sé si lo he logrado. Intentaba recordarte, pero tal vez los recuerdos no pueden compartirse. Cada uno de nosotros tiene su propio tesoro de recuerdos de ti. Ojalá que a cada uno lo ilumine ese tesoro siempre en la dirección que tú hubieras deseado: la del amor, la de la justicia y la del desprendimiento. Así seguirás vivo en nuestro corazón. Hasta siempre, tío. Hasta siempre, Diego.

jueves, 22 de septiembre de 2011

MADRE E HIJA

Las únicas palabras que posee no le sirven de nada. Está sentada en un sillón. Siente cómo se apaga: sin ningún testimonio, sin que pueda encontrar la manera de ser otra, diferente a sí misma. Mira cómo su madre, con cerca de cien años, se consume también, aunque de un modo distinto. Su madre va despidiéndose muy lentamente de la vida como quien llega al final de un largo viaje y no necesita ya las palabras porque las gastó todas por el camino. Ella, en cambio, en mitad de la vida, empieza a perder pie, siente enseguida el abismo, el vértigo de la caída, se agarra como puede a un par de arbustos cuyas raíces no tardarán en ceder, y ahora, sentada en un sillón, espera, muda y aterrada, el impacto final. Las únicas palabras que posee son las que usa para consolar a los demás, para intentar engañar a su madre, para afirmar o afirmarse que tanto no ha adelgazado, que se siente con fuerzas para dar un paseo, que esa noche comerá con apetito. Vivir era una costumbre que ahora le parece un milagro. No sentía la vida: se dejaba vivir. Y solo ahora, cuando está a punto de perderla, la siente de verdad. Recuerda casi cada día, aunque se parecieran todos, los recuerda compactos y risueños, compartidos y sólidos, seguros, transparentes, soleados. Los recuerda sin palabras, como puras imágenes, escenografía radiante para un cuerpo mermado que aún debe interpretar un último papel. Su madre, que aún conserva el sentido de las cosas, se pregunta qué ocurre, por qué, si era ella la enferma, la llamada a marcharse, es ahora su hija la que sufre, la más desmejorada, casi iguales las dos en su apariencia de ancianas. Como si su destino fuera el de marcharse juntas. Antiguas alegorías hoy ya casi en desuso nos dirían que en esa casa la muerte, la ciega tejedora implacable, prefirió no marcharse para ahorrarse otro viaje y decidió instalarse con su rueca, lúgubre, una noche en un cuarto y otra noche en el otro, vigilarlas a ambas en sus sueños confusos, esperar el momento en que les llegue la hora para convertirse en el sueño eterno de la madre y la hija: como un viaje fulgurante hacia atrás en el tiempo.

lunes, 4 de abril de 2011

MIENTRAS ESPERABA

Estaba esperando a alguien. El silencio era el de las tres de la tarde, esa hora en que ha ocurrido ya o no ha ocurrido aún todo lo que, en nuestras vidas sin importancia, tiene alguna importancia. La madre de uno de mis alumnos se está muriendo, me han informado hoy. Debe de tener una edad parecida a la mía, pues yo tengo ya la edad en que podría ser el padre de mis alumnos si hubiera sido padre a la edad en que mis padres se convirtieron en los míos. Cada uno vive en su exclusiva celdilla de colmena y apenas sabe quién vive al lado, debajo, arriba o enfrente. Esa ventana, por ejemplo, frente a la mía: ¿cuánto tiempo lleva cerrada su persiana? ¿Tengo alguna idea de cómo es el rostro que, supongo, alguna vez se habrá asomado a ella? La muerte tendrá lugar en la casa, pues le han permitido que abandone el hospital. Será cuestión de un par de semanas. Cuántas veces (quiero decir: ¿muchas o pocas?) he vuelto a pensar en aquella alumna mía que murió de un derrame cerebral y cuyo último examen quedó sin corregir en mi escritorio. O en aquel alumno, al que solo veía un día por semana y con el que apenas pude hablar, pues casi no parecía ya existir, que se suicidó hace unos años. O en aquel compañero, profesor de francés, muerto de un cáncer fulminante de pulmón, que me ayudó a preparar programaciones y otros documentos casi siempre inútiles en mi primer año en el segundo instituto en que trabajé. Dicho así, parecen pocas las muertes a las que me ha tocado asistir (y este verbo, me temo, agiganta mi escueta experiencia de ellas) en el marco de estos diez años de docencia. ¿Son realmente pocas? A lo único que puede recurrirse ya, nos han comentado hoy, es a los cuidados paliativos. Tendré que corregir esta semana las actividades que marque para casa mientras pienso que la madre de ese alumno (un alumno de rendimiento medio y de comportamiento exquisito) está siendo sedada porque le quedan solo unas semanas de vida. Hablaremos de sintagmas, de cohesión textual, de metáforas y de aliteraciones mientras una mujer joven está siendo arrasada por dentro, está siendo atacada sin piedad por las células de su propio cuerpo que ha decidido, ¿puede decirse así?, destruirse a sí mismo. Qué ejemplificante. Qué didáctico. Pero ¿acaso puedo enseñarle algo que le ayude a llorar o a temblar menos, a rezar de otro modo, a enfrentarse a esa muerte sin tanto dolor? No ha llegado aún la persona a la que estaba esperando. Se oyen como en sordina el ruido metálico de calderos o sartenes que alguien friega, el de pasos que se arrastran, el de persianas que se cierran, el de un timbre que suena, el de una cisterna de la que se tira. Todos esos pequeños e insignificantes ruidos provocados por personas que viven cada una en su exclusiva celdilla de colmena y que dejarán de escucharse cuando mueran. Y ahora alguien toca a mi puerta.

sábado, 2 de octubre de 2010

SANGRE EN LOS LABIOS

Se despierta, sin saber qué hora es, con los labios llenos de sangre, como si durante su sueño hubiera estado besando o mordiendo algún cuerpo ensangrentado. El espejo, sin embargo, no le revela toda la verdad, pues es más intenso el sabor de la sangre —que deglute, mezclada con su saliva, con prevención al principio pero con creciente deleite a medida que la saborea— que la imagen contemplada, al fin y al cabo un rostro que se parece al suyo solo que pintarrajeado hoy por esa mancha roja sobre sus labios. Qué lugares se ha visto obligado a visitar, qué fríos embozados a soportar a altas horas de la noche, en qué entradas de parques desembocaba algún portal de alguna de las casas en que vivió, qué sórdidos descensos por escaleras de suciedad apelmazada se le ofrecieron como la única opción si descartaba la locura o el perdón (o incluso acaso el suicidio): todo esto era solo una pequeña parte del cúmulo de preguntas que se formaba en su mente en ese instante, preguntas todas sin respuesta porque siempre faltaría, al contestarlas, un detalle olvidado, algún matiz importante, unos segundos pasados en el respaldo de un banco de aquel parque una mañana o el desliz de una pierna —suya o de otro— indecisa en la escalera, o acaso, insignificante pero verdadero, el momento en que el frío, por mucho que se tapara el rostro, hacía que sus ojos lagrimaran como si alguna pena lo corroyera por dentro. Así que ahora quería intentar grabar el sabor de la sangre lamida con la lengua, como quien se relame hasta las comisuras de los labios sin conseguir limpiárselos del todo, con algo más de atención que la imagen insólita de esa especie de cruento manantial que había aparecido en ellos, después de despertarse sin saber qué hora era: quién sabe si algún día no le haría falta poder sumergirse en el sabor que ahora sentía para entender otro sabor que todavía no era capaz de sentir, o si debería rescatar las sensaciones que ahora eran nuevas para él como el bagaje que le ayudaría a afrontar otras aún desconocidas, difíciles o imposibles de afrontar sin estas que ahora experimentaba. La boca ensangrentada, se dice, es el umbral (cómo había olvidado esta palabra, cómo había tenido que olvidarla) que podría llevarlo algún día a lo que aún no está preparado para sentir.

viernes, 17 de septiembre de 2010

LUNARES

Algunos lunares se le están duplicando. Junto a alguno, en un brazo, en un hombro o en el pecho, nace otro gemelo, algo menor, algo más pálido, como una sombra de lo que es ya en sí mismo una sombra en la piel. Tal proliferación, llevada a un extremo, piensa, significaría que la piel entera acabaría convertida en un enorme lunar. ¿Hacia dónde podría expandirse o duplicarse ese último lunar que cubriría entera la piel? ¿Hacia fuera del cuerpo? ¿O hacia dentro? ¿Empezarían a nacerle lunares por el interior de la piel, en toda mucosa interna, en cualquier órgano, hasta en los huesos, que, pasados algunos años después de su muerte, serán lo único que quede de él? ¿Huesos marcados por lunares dobles, triples, múltiples? ¿O huesos ya definitivamente negros, como carbonizados, aunque no hayan pasado por un fuego distinto al de la muerte? Y el alma, si la hubiera, ¿quedaría también manchada de lunares? Y entonces, ¿no serían los lunares lo último que quedaría de él, como marcas de nacimiento que quisieron prolongarse más allá de la muerte?

*

Pero hay más, ¿verdad? Porque al final los huesos tampoco resisten, se van desmenuzando, y más tarde pulverizando, hasta que no queda más que un saquito de polvo que no se hubiera tardado tanto tiempo en lograr si el cuerpo hubiera sido incinerado nada más morir. De unos huesos cubiertos enteramente por lunares, entonces, ¿resultaría un polvo negro? ¿Algo parecido a la pimienta molida es todo lo que quedaría de su paso por el mundo?

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ESTELA FIGUEROA EN EL CLUB DE LECTURA DE POESÍA 'LUIS FERIA'

 

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