P.D: Recomiendo leer el capítulo previo por aquello de una adecuada comprensión:
Viniendo de alguien potencialmente desequilibrado, la relación con su madre podía ser cualquier cosa menos estándar. Gustavo, en la cincuentena, envejecido de más y con el semblante entristecido parecía el hermano de su propia madre. La relación fraternal de la que hacían alarde no sólo era ambigua, sino enfermiza. Tal era la forma de tocarse, de acariciarse, de besarse, como amantes furtivos paladeando el incesto sin atreverse ni tan siquiera a imaginarlo... La abuela nonagenaria y con sordera, observaba la escena sentada en un butacón, me chequeó con intrigado gesto y comenzó a formular preguntas que quedaron sin respuesta, a pesar de que ella sólo quería desvelar ciertas incógnitas sobre el curioso visitante, un Melvin venido a menos. Nadie contestó a aquellas intervenciones, yo sólo podía sonreír en mi deseo incómodo de contentar a la anciana. Tras persistir repetida veces, fue increpada por hija y nieto, con un desprecio desmesurado consecuencia evidente de los años de diálogos infructíferos. Ella sumergió de nuevo la cabeza en sus pensamientos, creándose un tenso silencio de esos que sólo se pueden romper huyendo, o cenando. Me sacaron algo de comer. Mi malestar palpitaba con mi corazón en su incontrolable manifestación de desarraigo y soledad. Gustavo parecía haberse agobiado súbitamente con los excesos de la madre y la sordera crónica de la abuela. Sin más, me propuso dar una vuelta por el pueblo, sin ofrecerme la posibilidad de mudarme o respirar un instante en mi habitación mientras engullía el último bocado de aquella manzana Golden. Cortesía abrumadora a la que tendría que acostumbrarme tarde o temprano. Él me esperaba con impaciencia en la puerta. Yo sonreí de nuevo a mis desconocidas anfitrionas y le seguí sin más remedio. Descendimos las empinadas calles de San Andrés y traté de defender mi dignidad a duras penas, mientras mis rudimentarias chanclas libraban su particular batalla con la calle empedrada y en pendiente descendente. El irregular adoquinado de la calleja desaparecía ante mis ojos dando paso a un descampado oscuro y repleto de cañizos, como un túnel misterioso que ya había absorbido a mi acompañante, ya que él siempre precedía mis pasos y nunca se giró para ver dónde quedaba su acompañante. El viento soplaba con ligereza, meciendo el salvaje cañaveral y perfumándolo todo de temor bajo la pálida luz de aquella luna distante. Un angosto sendero serpenteaba en aquella inmensidad vegetal y como ratón expuesto a la mirada predadora, entré en aquella selva sin más motivación que atravesarla con presteza para alcanzar a Gustavo. Las altas hojas me cubrían por completo, el tibio sonido del viento tarareaba una melodía inquietante de esas que hielan el alma mientras la sangre bulle a borbotones y uno siente estúpidamente el peligro en sus entrañas. Visualicé a mi fugaz acompañante con un cuchillo en la mano, oculto entre las sombras, tan real como mis ansias de marcharme de allí sin pensar en otra cosa que en sentirme bien y a salvo. En momentos de esta índole desearía no ser tan fantasioso y evitar sucumbir ante mi propensión a crear pequeñas ficciones hiper-realistas inspiradas en mis demonios infantiles con nombre propio: Leather-face, Jason Voorhees, Michael Myers... En fin, que os voy a contar. Cuando salí del cañizal Gustavo caminaba delante de mi, su estampa me resultó súbitamente apacible e inofensiva después de que mi subconsciente manejara a su antojo la figura de aquel hombre profundamente extraño. Se sentó en un acantilado con los pies colgando directamente hacia el mar, me hizo un gesto pretendidamente cómplice para que me sentara a su lado y yo fui obediente, por aquello de no contrariar a quien en un momento se podría transformar de nuevo en mi mente, en un psicópata sin escrúpulos. La luz era tenue, un leve brillo en el manto oscuro del Atlántico y el agridulce sonido de las olas rompiendo en las rocas bajo nuestros pies. Recuerdo que había muchas estrellas y también que esas mismas estrellas nos llevaron a hablar de las del celuloide. El cine fue nuestro punto de encuentro años atrás y parecía un buen tema para limar asperezas. Pero pronto cometí la torpeza de alabar el espíritu crítico de Michael Moore en su "Bowling for Columbine" y fuí descarnado con la intervención de ese desafortunado Charlton Heston, apoyando el armamento doméstico. Eso pareció irritar considerablemente a mi interlocutor, que comenzó a elevar el tono con violencia y acusarme de poca sensibilidad para con la gente mayor y la gran estrella que el protagonista de Ben-Hur simbolizaba en la historia del cine. Por un momento me vi arrojado a las temibles fauces del rompeolas como una marioneta desactivada y sin autonomía. Sin embargo él se puso en pie argumentando cansancio y necesidad de reposo. Me propuso regresar a casa. No hablamos mucho en el camino. Ya no me molestaban ni las sandalias, ni el persistente olor, ni el inquietante misterio que lo envolvía todo. Sólo pensaba que aquella experiencia había comenzado con muy mal pie y que tal vez, sólo tal vez, me había aventurado en mi decisión de visitar a Gustavo en un momento emocional tan poco propicio. Pero era tarde para echarse atrás, me esperaba el recogimiento en un nido extraño y poco alentador. Su casa. Nos dimos un abrazo formal de esos que camuflan los verdaderos sentimientos y yo me metí en mi cuarto de invitados. La puerta tenía pestillo y lo eché sin pensármelo dos veces, dormí bien a pesar de todo.