No sabía bien si lo que
tenía en las manos era óxido o qué putas, pero las tenía como cuando acabás de
pelar un vergo de naranjas, todas amarillas. Ella estaba ahí, dándome la
espalda, una espaldita blanquita, delgadita, moldeadita, hecha con la misma
mierda que hacen las caniítas de leche. Me había dicho que le diera un masaje,
pero yo me puse nerviosón (me convierto en gelatina ante la belleza chapina),
agarré un cepillo del que usan para peinar a los caballos y no, no quise
peinarla con eso, muy arrebatador. En lugar del masaje, usé las manos y le peiné
su pelo canchito y oloroso a inteligencia. Y por eso las tenía manchadas,
porque el pelo había desteñido ¡Nací así, Rexy!, me acuerdo que me dijo.
¡Ni verga!, le grité yo, ¿por qué no me dijistes que te pintabas el
pelo! Yo me había dejado llevar por su acento neoliberal y capitalino.
Cuando la oí, Guudstoc (sí, como el pajarito de Esnupi) se me
puso como pata de abuelo al que le está dando un derrame. Pero me desilusionó y
dejé que se fuera. Me puse mi disfraz y salí a la sala. Glow se acaba de ir
con Baldizón, me dijo Alfred K., te encanta romper corazones, ¿verdá? Le
quité la botella de aguarrás de las manos y le dije que hiciera sho, que ella
me había dicho que se llamaba Blow, no Glow. Me encanta tu disfraz de oso
panda, se metió a decirme Anabella de León, ¿lo puedo tocar? Yo veía
que de las paredes bajaban y subían un vergazo de lagartijas y cutetes, como si
estuvieran echando carreritas. De no sé dónde, salía una melodía como mozárabe
con influencias neocelandesas mictleñas y afuera, en la oscuridad, había gallos
cantando rolas de Fabiola RHOUDA. Anabella, como Dios la trajo al mundo, le
estaba metiendo fresas podridas en el hocico a Haroldo Sánchez, que estaba
acurrucado en el suelo como si fuera un gato egipcio, y los dos se chupaban los
dedos sin dejar de lanzarme miradas comprometidas. Un tal Perico Trujillo
estaba en una hamaca, con el pecho guaqueado y un calzoncillo rojo, de los de
lucha libre, con unas letras todas chintas que decían SOLO POR JODER. Sus
ronquidos eran como los pedos que se echan lo gorilas cuando se acaban de
hartar seis pencas de guineos congoleños. Muchá, ¿qué putas?, me acuerdo
que les empecé a decir, ¿quién empeñó mi tele de plasma? Debajo de una
maceta de flores de muerto, donde yo siempre echó mis arañas alcohólicas y
apago mis chencas de cigarritos de tuza chimalteca, salió Richi Méndez, vestido
de soldadito de plomo (las rodillas y los codos todos mal remendados de tanto
arrastrarse) y me dijo que no me preocupara, que la habían empeñado para
comprar más LSD y que si quería ver Canal Antigua, que lo podía ver desde mi
celular, que no fuera tan delicado. Te empreso mi Atari, si querés, fue
lo último que oí que me dijo Alfred K., ahí se ve la realidá como yo la veo,
te va a encular.
Cuando sentí, estaba leyendo
CONTRAPODER en un spa de la Z. 35, la más exclusiva, chic y de alto estandin
de la capital, donde prolifera la gente bien, correcta y amante monacal de los
buenos valores (en sociedad, durante el día y fines de semana) y de la vida
intensa (sin colorearse, claro, durante la noche y las madrugadas). Acabábamos
de hacer el amor con Tutti y toda la piscina de aguas termales se había teñido
de color rosado, con flores azules y anaranjadas, Hello Kitties con sobrepeso y
bolsas XL vacías de botonetas flotando. Lamer el vaho que había en el ambiente
era como hartarte seis algodones de feria y 16 bolsas de melcocha. ¿Te
gustan las revistas del corazón?, me dijo. ¿Las de cardiología?, le
dije así, a ver qué me decía. ¡Jajajajajajaja!, reímos al unísono. Había
complicidad y sabiduría. Lo que después sentí fue un bolsazo en la nuca. Gaby
Moreno y sus ataques de celos. ¡No, yo no soy el doctor House!, le
grité, defendiéndome. Vonós para la casa pero ya, pisadito, me dijo. Un
tal Quique Godoy iba manejando el taxi que nos llevaba. Iba tarareando no sé
qué versículo del Cantar de los Cantares y no nos quitaba la vista por un
retrovisor gigante, como el de los aviones, que llevaba en esa su mierda de
Subaru 1967 color moronga aderezada con chimichurri. De ahí, me acuerdo que
aparecí en unos cañaverales. Vivian Marroquín me había secuestrado y me estaba
amenazando con la punta de un machete que brillaba del filo pisado. Quitate
ese disfraz de oso panda, me decía, ¡quitátelo! Yo le decía que sí,
que estaba bueno, pero que se calmara. Iba vestida de una mezcla de Shakira,
Rihana, Beyoncé, Mercedes Sosa y Wendy Sulca. Lo único que te voy a pedir
favor es que disculpés mi erección, le dije yo así, no es nada personal.
Un robot con cara de Minondo Ayau apareció detrás de ella y me leyó mis
derechos, como si me estuvieran metiendo al tambo, en un idioma parecido al que
aparece en El Señor de los Anillos, más conocido como Saturno, y escupiendo a
cada rato su placa de dientes, que a veces le colgaba como si fuera una candela
de mocos radiante de color y espesura. Date la vuelta, Rexito. Vivian se
había puesto un dinosaurio Rex entre la patas y quería cometer el abominable
acto de la penetración con la cola del muñeco fabricado por Mattel. ¡SODOMÍA!
¡SODOMÍA!, oí que empezaron a gritar los máximos representantes del periodismo
comarcal, babeando como pastores alemanes y frotándose sus diminutos miembros
no circuncidados y repletos de ampollas fosforescentes. Reconocí a Fratti, Font
(extranjeros nacionalizados de sangre monárquica) y a Zapeta (bueno, un… local
común y corriente… muy vulgar, más que todo), vestidos de chirliders californianas
agitando lascivamente, con sus muslos mal depilados y alguno que otro grano purulento
de regular tamaño en lo que es y viene siendo los glúteos, a las masas
rojicremas. Estábamos en el Estadio del Ejercito, si no estoy mal, y todo se
calmó cuando OPM, un rapero de los bajos sustratos de la capital mulamalteca,
con su ropa para tapar elefantes recién nacidos y sus boxers (chisgueteados)
con la carita de Ríos Montt, nos regañó por estar haciendo tanta bulla. Mano
dura, gritó.
Dura tenía yo la daga
cuando apareció la Baldetti en el Castillo Gótico Naïf Hiperrenacentista
Minimalista en donde me encontraba rodeado de golosas edecanes con su tercero
primaria en regla y sus labios rojos carmesí ultralubricados, agitadas por la
belleza de mis facciones y por mi exhuberancia (no lo digo yo, lo repetían
ellas). ¡Se te fue la mano con el maquillaje, Roxy!, fue lo primero que
le dije. No quería exagerar, pero puta, o sea, ¿me entienden? Mirá, Rex, vos
siempre estás opinando de lo que no sabés, ¿por qué no averiguás primero? Tenía
razón. Extendí la mano para alcanzar mi pachón de cusha, me tomé de un solo pajillazo
la mitad, eructé sutilmente y le hice ojitos. Las edecanes ya no estaban. En su
lugar había cabezas de vaca recién degolladas con cuerpitos de Santos Niños de
Atocha, risas irónicas de Estuardo Prado y eslóganes chocantes de Juan
Pensamiento Velasco escritos con Comic Sans 43 y salpicados con pica-pica. Es
un tratamiento nórdico para limpiar los poros, me dijo la Roxy, no creás
que es cal o harina. Se empezó a desnudar. Juan Gabriel en femenino. ¡Noooooo!,
dije entre mí. Salí corriendo. De correr pasé a volar, porque iba braceando
entre el aire, a no sé cuántos metros de altura. Iba volando y eyaculando al
mismo tiempo goterones de mariguanol. Un tal Montejo me recibió en un parqueo
desolado. Yo soy tu guía, me dijo. Me saqué el miembro y lo oriné, pero
fue sin querer, o sea, mi idea sólo era hacer la casaca, pero llevaba día sin
mear, entonces ni modo. Lo último que me acuerdo era que una voz femenina me
decía: Rexy, no te murás, tenés 16 crush casi públicamente, da la cara,
maldito hijo de cien mil putas, te queremos. Y me empezó a jalar el pellejo
(no, ése no), el pellejo de la cara y ya no me acuerdo más. Fue un 31 de
Febrero.
¡¡¡Besitos gososos!!!!
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