massobreloslunes: febrero 2011

lunes, 21 de febrero de 2011

Tal día hizo un año



Hoy hace un año que J. y yo lo dejamos. Me he vestido de negro, para que se note el luto oficial por la pérdida de mi relación y de los años dorados de mi primera juventud. Vestido, botas y medias negras; me faltaba un gorrito con velo de los que salen en las pelis.

Ojalá pudiera decir que ya lo he superado. Que miro al pasado sin rencor y blablablá. Pero qué va. Mi corazón y mi cabeza todavía están llenos de sentimientos confusos. Cariño mezclado con rabia mezclado con rencor mezclado con compasión mezclado con que te vaya bien mezclado con ojalá te pudras pronto en el infierno de los cobardes mentirosos.

La semana pasada me enteré de que está con otra. Que claro, no es que pretendiera que el pobre hombre me guardara luto siete años, pero jode perder en la carrera de "a ver quién sustituye al otro primero". Aunque conociendo a J., cierto es que sabía que esa carrera estaba perdida de antemano.

A veces tengo fantasías lujuriosas de venganza en las que me encuentro a J. de aquí a unos años. Yo voy de la mano de un estupendo novio yanqui alto, guapo, de ojos verdes e increíblemente buena persona, llamado Alan o Adam. Los dos vivimos en una comunidad de meditadores en California y nuestros rostros emanan paz. J. se acerca por el otro lado de la calle solo, meditabundo e increíblemente calvo, me saluda sorprendido y aturdido por mi belleza y me pregunta que por qué estoy tan radiante. Yo le confieso ruborizada que Adam/Alan y yo esperamos nuestro primer hijo, y que sólo espero que no coincida con el lanzamiento de mi nuevo best seller.

Fantasías vengadoras aparte, no estoy mal. Es lo que tienen las rupturas: van por fases. Épocas de absoluta liberación y ligereza, épocas en las que te parece que alguien te ha sacado el corazón, lo ha triturado en pedazos y te lo ha vuelto a colocar, y tú no sabes cómo funcionar con esa especie de paté inservible que te ha quedado en el pecho. A mí me va saliendo el dolor por trozos, como cuando me pinché con un erizo y me pasé meses echando de vez en cuando púas en la ducha. Estás ahí relajada y calentita y, de repente, zas: un dolor agudo e intenso y una púa más que abandona tu talón para siempre.

Lo que pasa es que me jode. Me jode este sufrimiento tan gratuito, tan relacionado con el apego. Si él está con otra, ¿a mí qué me importa? Es como si una se compra unos zapatos, luego no le gustan, los devuelve y le fastidia que otra se los lleve. Debería darme igual que se quede con mis sobras, esa zorra estúpida. Lo que pasa es que J. es unos zapatos preciosos. Los típicos zapatos que te hacen polvo los pies pero que te encanta verte puestos. Me habría gustado saber llevarlos, me habría gustado tener los pies de otra manera. No es que yo quiera estar con J., pero sí envidio a la incauta que está ahora empezando con él. Por tenerlo todo por descubrir, por las oportunidades nuevas y limpias que están a su alcance, por la posibilidad de que a ella no le hagan daño los zapatos porque se han dado un poco de sí o, simplemente, porque tiene la piel más dura que yo.

Total, que ayer le eliminé del messenger (viva y bravo, Marina, sólo has tardado un año). Hoy he borrado su móvil, en un acto completamente simbólico, dado que me lo sé de memoria. Aun así, es un paso no ver su nombre el primero cada vez que pulso la J para buscar un número.

Hoy voy a dar otro paso importante. Porque ésta será la última entrada en la que aparezca. Para que entren las cosas buenas en la vida hay que dejar espacio, y para dejar espacio lo lógico es ir soltando lo viejo. Ya lo he dicho: me gusta escribir sobre J. Me gustaba la intensidad que le daba a mi vida cuando estábamos juntos, aunque lo intenso no tenga por qué ser necesariamente bueno. Pero creo que ya ha tenido suficiente hueco en mi cabeza y en mi blog.

Hoy la tierra ha dado una vuelta y yo no estaba contigo. Aprendí mucho de ti y te lo agradezco. Me hiciste mucho daño y te odio por ello, pero haré lo que pueda para intentar perdonarte. Te hice mucho daño y me odio por ello, pero haré lo que pueda para intentar perdonarme.

Siempre te querré, de alguna extraña manera residual.

Besitos,

M.

[Imagen de Daniel Iván]

sábado, 12 de febrero de 2011

Cuento deprimente de San Valentín

NOTA: Sé que todavía no es SV, pero soy una chica sin paciencia.


La mañana del día de San Valentín se despertó con un nudo en el estómago. Abrió los ojos despacio, procurando no moverse. Sabía que él tenía el sueño ligero y se despertaría en cuanto ella se diera la vuelta: abriría deprisa los ojos de cervatillo, como si no hubiera llegado a quedarse dormido, y la miraría sonriendo. Y no se acordaría.

Ella tenía los regalos escondidos en el cuarto de invitados. Unas zapatillas para estar por casa y unos pantalones de bicicleta. No estaba muy segura de haber acertado, porque a lo mejor eran regalos demasiado útiles, no muy románticos en el sentido estricto de la palabra. Las zapatillas eran un poco maternales. Odiaba que siempre anduviera por casa descalzo o, todavía peor, con las botas de montaña. “Son los zapatos más cómodos que tengo”, decía siempre él cuando le regañaba. Los pantalones de bicicleta daban el toque lúdico. Él quería ir en bici, pero nunca se acordaba de comprarse unos pantalones anchos y los estrechos le hacían muy delgado. Con esos pantalones podrían ir juntos en bicicleta.

Si lo pensaba bien, eran regalos llenos de futuro.

Había pasado toda la semana dándole vueltas al asunto del dichoso San Valentín. Ella quería regalar y también quería regalos. No soportaba ese rollo de “es un día comercial inventado por el Corte Inglés y blablablá”. Opinaba que los que pensaban así lo hacían porque eran demasiado vagos para pensar un regalo o demasiado tacaños para gastarse el dinero. Él era un poco de cada.

Ella soñaba con un San Valentín donde la despertaran con un desayuno en la cama y un ramo de rosas. Soñaba con que le sorprendieran con algo que deseaba desde hace mucho tiempo, como el último libro de Murakami o un cuchillo profesional de cocina. Soñaba con que alguien la quisiera tanto, tanto, tanto, que la observara despacito y en silencio para hacer una lista de lo que ella necesitaba para ser feliz y no tenía todavía.

No le habría importado hacer el ridículo. Si él se hubiera escrito “te quiero” en la cara, si hubiera escondido anillos dentro de pasteles, si hubiera repartido por la calle poemas con su nombre... nada de eso le habría parecido demasiado. Violines, pasteles, aviones.

Pero él iba a olvidarse otro año. Estaba tan, pero tan segura. Y ella se enfadaría. Y él pediría perdón. E intentaría compensarla. Y ella fingiría que estaba bien así. Fingiría que le daba los regalos porque le quería incondicionalmente. Fingiría que también pensaba que el día de San Valentín era un invento del Corte Inglés.

Anticipó todo el guión en la cabeza, respiró hondo y se dio la vuelta en la cama.

Y ahí estaba él, con los ojos abiertos y limpios de legañas, sonriente, fresco como una lechuga.

- Buenos días, mi amor – dijo.

- Buenos días – ella se estrelló despacio contra su boca. Nunca entendería cómo se apañaba para oler tan bien por las mañanas.

Remolonearon un rato entre las sábanas hasta que él se levantó para darse una ducha. Entonces ella fue al otro cuarto y trajo los regalos. Los colocó sobre la cama y pensó que quedaba un poco pobre, así que agarró una libreta azul de propaganda que había en la mesilla de noche y unas tijeras para las uñas y se puso a recortar corazones. Era fácil hacerlos con la punta curvada de las tijeras. Cuando tuvo unos cuantos los esparció a su alrededor y se quedó sentada en medio, desgreñada y seria, una especie de mártir cabizbaja de San Valentín.

Él llegó de la ducha, resplandeciendo húmedo bajo la toalla blanca. En momentos como aquél, cuando parecía salido de un anuncio de colonia masculina, ella se sentía afortunada de una forma intensa y breve. Él la miró, miró los corazones azules esparcidos por la colcha de Ikea, sonrió y, justo después, abrió mucho los ojos en una mueca de pánico.

- ¡Cariño! ¡Se me había olvidado! Quiero decir, que lo sabía, pero no sé, pensaba que no ibas a regalarme...

Ella se encogió de hombros.

- No sé, me apetecía comprarte algo... pero no te preocupes, no pasa nada.

Se dio cuenta de que la posibilidad de la sorpresa había estado ahí hasta hacía un momento. No muy grande, no muy fuerte, pero ahí, agazapada detrás de la puerta del dormitorio. La posibilidad de rosas, aviones y violines acababa de morir en aquel instante, y ella se sintió muy triste de repente.


Estaban en la cola de las palomitas. Después de que él suplicara perdón todo el día, fingiera que era su esclavo incondicional y le pidiera que, porfavorporfavor, pensara qué podía hacer para compensárselo, ella había decidido que irían al cine a ver una peli romántica. Nada de intelectualismo gafapastil o de películas serias. Una comedia de esas completamente estúpidas. A poder ser, con Jennifer Aniston.

Ahora esperaban para comprar palomitas en una cola formada por parejas jóvenes. Las chicas se agarraban como náufragas de la mano de los chicos, que procuraban expresar lo más claramente posible con sus caras que estaban allí por obligación y con la esperanza de tener sexo después.

Ella le miraba a él como si fuera un desconocido. Le miraba pedir las palomitas, contar las monedas con los dedos y hablar con la chica del mostrador, y pensaba como en sordina que no soportaba su manía de hacerse el gracioso frente a los desconocidos. De llevar los billetes en la cartera y las monedas sueltas en el bolsillo. De comerse la mitad del paquete antes de entrar en la sala.

Él se dio la vuelta y le hizo entrega del paquete mediano. Palomitas separadas. Una de las reglas que habían mantenido su pareja en pie hasta aquel día.

- ¿Estás contenta, mi amor?

Sí, pensó ella. Estoy de puta madre. Es de puta madre que te olvides de regalarme algo, y es de puta madre que luego ni siquiera seas capaz de pensar algo para compensar, y que me digas que “lo que yo quiera” sin darte cuenta de que dejar que lo piense yo no es un favor: es pura pereza. Sí. Todo es genial.

- Mucho – dijo, y se puso un poco de puntillas para besarle en los labios. Quería, deseaba con todas sus fuerzas ser una más de las chicas que esperaban en la cola. Quería que aquel cine fuera sólo una parada más en un camino que no tenía por qué terminarse. Quería noches en zapatillas, quería paseos en bicicleta. Quería un futuro.

La película era mala con avaricia. Ni dentro de su género era pasable. Los protagonistas sobreactuaban, el argumento era una mezcla entre absurdo y predecible y ni siquiera salía Jennifer Aniston. Pero terminaba bien y ofrecía esperanza y, sobre todo, era ella una de las mitades de las agrupaciones de dos que llenaban la sala. Por un momento, con la cabeza apoyada en el hombro de él, sintió que todo era como debía ser.

Entonces se encendieron las luces y él la miró, sonriente.

- ¿Estás contenta, mi amor? ¿Estás contenta con tu regalo?

Y ella supo que aquello se había acabado.


No dijo nada esa noche. Tampoco estaba segura de querer decir nada a la mañana siguiente, ni todas las mañanas que quedaban. Llegaron a casa y saboreó el regusto tranquilizador de esas dos palabras, “a casa”, y se pusieron los pijamas, y él estrenó sus zapatillas, y luego echaron un polvo rápido porque a la mañana siguiente había que trabajar.

Mientras intentaba quedarse dormida imaginando que tenía una vida distinta en un lugar diferente, pensó que era curioso todo. Se dio la vuelta y le vio a él tumbado boca arriba, durmiendo con la cara seria, como si estuviera muy pensativo. Le gustaba la forma en que sus párpados descansaban tranquilos sobre sus ojos. Le gustaba callado. Pensó que no importaba lo que pasara a la mañana siguiente, o a la semana siguiente, o al mes siguiente. Aquella noche estaban juntos y ella podía mirarle dormir y sentir el calor tranquilo de su piel bajo las sábanas.

Se acercó a él y le echo el brazo por encima. Él se removió un poco sin gruñir, saliendo del sueño un momento para hacerle un hueco. Ella le abrazó y olfateó el olor a jabón del pijama y el olor de él, el resto de la colonia mezclado con la humedad del cuello. Estaba tan calentita y tan segura.

Y, por un momento, se sintió terriblemente feliz.

domingo, 6 de febrero de 2011

Un piso antes del séptimo cielo



El viernes bajaba en ascensor y me acordé de ti.

Me acordé de cuando negociábamos en el portal de mi casa. "Sube", "No puedo", "Que subas", "Después me odiarás", "No te odiaré, te lo prometo", "¿Seguro?", "Sube". Curioso cómo desaparece el mundo en esas situaciones, ¿no te parece? Como en las películas, el zoom estaba en nosotros, yo subida el escalón para ponerme a tu altura, tú metiéndome las manos en los bolsillos del abrigo, y las personas que pasaban junto a nosotros aquella noche de lunes, o de miércoles, tenían tan poca importancia como unos extras mal pagados.

Cuando aceptabas yo abría el portal deprisa para que no te arrepintieras, y llegábamos al ascensor como quien llega a la tierra prometida. Lo que dan de sí nueve pisos, ¿verdad? En cuanto las puertas se cerraban te tirabas sobre mí y me inmovilizabas en una esquina con tu lengua en el fondo de mi boca. Yo te tocaba la espalda, lo recuerdo, buscando el contacto con la piel lisa y morena de debajo de tu camiseta. Te contaba las costillas con los dedos y te pasaba la lengua por los labios, y después te mordía la barbilla, el cuello, las esquinas de la cara.

Nos comportábamos como si no hubiera vida después de ese ascensor. Como si después de abrirse las puertas no nos quedara el resto de la noche y el nórdico sobre mi cama de noventa. Creo que nos gustaba la idea de aquellos nueve pisos de tiempo entre paréntesis, o plantar una frontera artificial entre las negociaciones del portal y la desvergüenza de mi dormitorio.

Porque cuando salíamos del ascensor, recorriendo a trompicones el pasillo, tirando al suelo las llaves de pura impaciencia, con los pelos tiesos y los labios hinchados, ya no nos acordábamos del suelo, y quedaba muy lejos el viaje de vuelta, los nueve pisos de descenso que harías tú solo de madrugada y yo sola a la mañana siguiente.

El viernes bajaba en ascensor y me acordé de ti.

Y, en realidad, a ratos pienso que extraño más escribir sobre ti que follar contigo.
No sé qué escribir.

A lo mejor he llegado realmente a mi límite. A lo mejor debería cerrar el blog. Hay muchos casos de gente a la que le pasa: un día se agotan y no tienen nada más que decir.

A lo mejor debería hacerme un twitter.

sábado, 5 de febrero de 2011

Algunas cosas que me han pasado esta semana, no necesariamente interesantes o importantes

He ido en moto al trabajo todos los días. Me he pintado los ojos también todos los días.

Comer chocolate me pone nerviosa, y estar nerviosa me da ganas de chocolate. Es como el bucle del miope, solo que encima engorda.

He ido a nadar, y nadar me gusta porque respiro y porque floto. Y porque puedo mirar a los tíos semidesnudos mientras hago estiramientos.

El Acné del Averno no ha desaparecido por completo, pero se ha estabilizado en un nivel que puedo manejar.

He escrito varios post, pero no he colgado ninguno porque eran un tostón.

He empezado a apuntar mis sueños, con el fin de hacer un inventario y descubrir en qué medida estoy perturbada.

He soñado con mi amigo A. el que no me habla dos veces, con bebés y niños varios dos veces, con meditar una vez y con hombres que me gustan y me ignoran dos veces. También he soñado con un happening de gente con túnicas de colores que cantaban "Oh Maria".

Una paciente ha estado a punto de hacerme perder los nervios de verdad. Pero de verdad de verdad. Ha llegado un momento en que he pensado "Pues si se suicida, que se suicide".

He visitado neonatología del hospital y he sentido mucha grimita al ver a los prematuros. No son monos. Son siniestros.

Me he comprado unos zapatos. Me he pasado definitivamente al tacón.

Mi casa tiene el aspecto de haberse vomitado encima.

El traumatólogo me ha dicho que mi rodilla no está MAL, pero tampoco está BIEN. Que quizá debería aceptar que no podré correr nunca y dedicarme a ver Barrio Sésamo.

El calentador de mi casa se estropeó, recé y se arregló solo (verídico).

Estoy haciendo un cursillo acelerado en Carnavales, y ya sé la diferencia entre una comparsa, una chirigota, un cuarteto y un coro.

Me he comprado el libro del Señor K. por Internet.

He tocado la guitarra en el baño para probar la acústica.

Se me ha cagado una paloma en el bolso.

He escuchado el cuarto movimiento de La Ley Innata por lo menos diez veces.

Se me caen los ojos de sueño.

Estoy cansada.

Pero contenta.