jueves, 25 de junio de 2009
Malagueando
Ahora estoy estudiando en el Centro Cultural Provincial, en calle Ollerías. La calle es sucia y rara, y la gente es un poco amenazante (en cualquier caso, toda Málaga es un poco así: sucia, rara y amenazante), pero la biblioteca es preciosa. Luminosa, modernita, de techos altos y suelos de parqué. En el descanso voy a desayunar a un bar super auténtico y me tomo un sombra descafeinado en vaso pequeño y un pitufo con tomate y aceite. Miro por la ventana y veo el balcón de enfrente con una malla alrededor de los barrotes, y me pregunto si será porque tienen gato y no quieren que se caiga.
Esta tarde, sin embargo, he ido a la Biblioteca Municipal de Málaga. La he encontrado buscando en google y he llegado milagrosamente en moto, teniendo en cuenta mi precario sentido de la orientación. Es algo así como el edificio más espantoso que he visto en mi vida: azul pitufo, con salas diminutas y oscuras y llena de gente amenazante en bañador y chanclas (y lo que que la gente es amenazante en Málaga es cierto. No es un sesgo mío). Además, está en un barrio que no sé ni cómo se llama, pero que es feísimo y que por lo que sé podría ser Algeciras o Getafe, por decir sitios raros y feos y lejanos.
Parece ser que tendré que pasar allí mucho tiempo, porque no he encontrado otro sitio que abra por las tardes en verano. Reconozcámoslo, he sido expulsada del paraíso. Y no lo digo sólo por la biblioteca.
lunes, 22 de junio de 2009
Ordenar
Por ejemplo: la maqueta de tecnología. Detesto profundamente esa maqueta. La hice para un proyecto de tercero de ESO y es monísima: una reproducción a escala de mi habitación con minimuebles, un minitablón de anuncios, minipósters en las paredes y minicojincitos. No es tan bonita como para ser un disfrute de los sentidos, pero sí lo suficiente como para resistirme a tirarla cada vez que ordeno. La miro, respiro hondo, la tiro a la bolsa de basura, suspiro, la saco y la coloco de nuevo en su sitio jurándome que voy a encontrar el momento de volver a pegar las maderas.
O las libretas. Después de 24 años conviviendo conmigo misma, aún no he aceptado que No Escribo A Mano Nunca. Sí, yo querría ser como Torrente Ballester o como Ana Frank y tener una pluma fetiche con la que rasguear las páginas mientras la lluvia golpea en la ventana. Pero odio profundamente escribir a mano. Así que tengo algunas libretas llenas y otras (la mayoría) con unas cuantas páginas garabateadas y el resto en blanco. Las pocas páginas que tengo escritas contaminan toda la libreta con su obscena carga de pasado, y arrancarlas me da cargo de conciencia.
¿Tiene sentido acumular "recuerdos"? Entradas de cine, dedicatorias de campamentos, programas de las fiestas de fin de curso... al fin y al cabo, sólo los ves cuando ordenas. Nunca dices "voy a mirar recuerdos" y luego te pones a flipar y a cantar Karina.
Sin embargo, estoy recordando que el verano pasado, cuando J. estaba tan triste, le dije que sabía perfectamente cómo se sentía, porque yo había estado igual cuando volví de Barcelona. Al llegar a mi casa, saqué las libretas y comencé a leerlas muerta de miedo. No sabía qué iba a encontrarme debajo de esas tapas. En Barcelona sí escribía a mano, por pura testarudez. Cuando empecé a leer toda la ilusión, la confusión y la pena de aquellos cuadernos, no me sentí avergonzada ni estúpida, como pensé que pasaría. Me sentí orgullosa. Pensé que le eché mucho valor.
Pero es una mierda, porque ahora cada vez que me plantee tirar los cuadernos pensaré en la nostalgia, en el valor, el crecimiento personal y todo eso, y seguirán acumulándose y criando polvo en los cajones de mi estantería.
sábado, 20 de junio de 2009
Planes
He llegado hoy a Málaga después de un día de mudanza muy loco. No he dormido, he cargado cajas como una mula y he terminado por tirarle un huevo al coche de un tío que nos había quitado el aparcamiento (no quiero comentarios sobre mi falta de ecuanimidad). Ahora estoy sentada en mi cuarto (tan grande, tan limpio, tan silencioso) en una tarde malagueña fresca y húmeda que, después de cocerme a cuarenta grados durante una semana en Granada, me está sentando estupendamente.
Pues bien: voy a opositar. Qué opción original para esta época de crisis, ¿verdad? Voy a hacer el examen para conseguir una plaza PIR. ¿Qué es el PIR? Básicamente, como el MIR de los médicos, pero con una pequeña diferencia: mientras que ellos tienen más de una plaza por cabeza, nosotros tenemos aproximadamente una para cada 18. Mis expectativas no son malas, sin embargo: considerando mi expediente y mi capacidad, creo que puedo hacerlo.
Empiezo a estudiar el lunes y el examen es en enero. Si no saco plaza, no sé si continuaré estudiando otro año o cambiaré de planes; depende de cómo se me dé esto de opositar. No estoy muy preocupada. Hace unas semanas lo estaba, pero ahora mismo me encuentro bien: motivada, con fuerza y con ganas de empezar algo nuevo. Si saco esa plaza, tendré formación y sustento asegurados durante los próximos tres o cuatro años. Conseguiré el título de psicóloga clínica y podré trabajar en la sanidad pública o montármelo por mi cuenta.
¿Qué voy a hacer con este blog? Intentaré escribir, aunque no creo que me pase gran cosa más allá de ir de mi casa a la biblioteca. Pero me esforzaré. Contaré recuerdos de mi infancia o me inventaré las vidas de la gente. Sin embargo, puede que el ritmo o el interés de las actualizaciones baje. Sed comprensivos y amorosos.
De momento, me quedo con esta tarde de primavera en el trópico, si es que eso existe. Ya iremos viendo qué tal anda todo lo demás.
viernes, 19 de junio de 2009
El suspiro del moro
Yo no quería escribir el post sobre irme de Granada, porque eso confirmaría que me voy y que no hay nada que pueda hacer para remediarlo. Así que llevo días evitando el asunto, y pensando que si la vida se está volviendo tan posteable es precisamente por tocarme las narices.
Ayer iba caminando hacia Puerta Real a comprarme un helado de yogur. De camino vi que estaba empezando una de las pelis del festival Cines del Sur en la plaza de las Pasiegas. Me senté al aire libre frente a la catedral y me quedé muy quieta, sosteniendo el programa entre llas manos mientras respiraba el aire templado. Pasé media hora viendo una peli china sobre un cantante de ópera y decidí continuar con el plan original del helado de yogur. Cuando tuve mi tarrina en la mano y eché a andar hacia mi casa sentí una rara felicidad privada. Hay que joderse, pensé. Cinco años para hacerme un hueco y ahora resulta que ésta no era la verdadera vida.
Hoy, en la clase del taller, una mujer lee un texto sobre una exposición de pintura. "No has descrito ningún cuadro", le dice un chico cuando termina". "Sí que lo ha descrito", digo yo, "pero no nos ha dejado ver por qué era importante para ella". Entonces les explico que a principios de año estuve en una exposición en la galería Cidi Haya y que vi un cuadro que me impresionó mucho. Era una imagen enorme de Granada: de Puerta Real y la unión de Recogidas con Isabel la Católica. Para quien no conozca la ciudad, es la parte más concurrida del centro. En el cuadro era de noche y no había nadie en la calle: sólo las luces brillando sobre el pavimento húmedo, Granada resplandeciendo cuando todo el mundo duerme. El cuadro me recordó a todas las noches que he pasado por allí, o por cualquier otro lugar de la ciudad, y las calles estaban vacías porque al día siguiente era lunes, o jueves, y yo caminaba a esa hora de vuelta a mi casa porque nadie me obligaba a estar en ningún sitio al día siguiente, y sentía el mismo tipo de felicidad privada e intensa que hoy cuando me comía el helado. Les explico a mis alumnos que para contar cuánto le gusta a uno una cosa, tiene que explicar la relación que tiene con ella. Entonces no harán falta grandes adjetivos: el lector lo entenderá.
No puedo explicar cuánto me conmueve y me gusta Granada. Tendría que contaros todo lo que me ha pasado aquí. La amistad y el amor, que han nacido y han continuado o se han gastado. Las bicicletas, las cañas, las tapas, los helados, las lágrimas, los portales, los apuntes, los cafés, las flores, las lecturas de cuentos, el puto acordeonista de la catedral. No puedo contarlo, porque sería demasiado largo y demasiado cursi y, aun así, de alguna manera, tenía que escribir este post.
Es posiblemente mi última noche en la ciudad como habitante de la ciudad. Voy a tomar algo con Funes y con Adri. "¿Te acuerdas de cuando me acompañaste a ver la facultad el primer día que vine a Granada?", le pregunto a Adri. Ese día caminé desde la estación de autobuses hasta la acera del Darro pensando sobre mi vida y mi futuro. Acababa de volver de Barcelona y estaba destrozada. Desde ese momento, todo ha ido a mejor; a veces, tan despacio que parecía que estaba retrocediendo. La ciudad se ha tomado su tiempo para enseñarme.
Pienso en dar un paseo por el Albayzín antes de irme a dormir, pero decido que no. Les explico a Adri y a MQEN que eso es como los polvos de despedida. Si sabes que la relación se acaba, ¿para qué vas a follar? Al final te pasa que follas y lloras porque sabes lo que estás a punto de perder. Yo no pienso follarme al Albayzín esta noche. Después vengo aquí y escribo esto. Recorro despacio el camino desde los sentimientos hasta las palabras y recuerdo a Kerouac: "La sensación que experimentas encontrará la forma que necesitas". Al final, supongo, escribir esto es lo más parecido que conozco a dormir tranquilamente abrazada a la ciudad.
lunes, 15 de junio de 2009
Tanatoterapia
Después pienso que lo más probable es que las firmas cosméticas acaben por aprovecharse y meterlo en sus productos. Oligoelementos marinos y proteínas de cadáver. Como si lo viera.
sábado, 13 de junio de 2009
Memoria
- Muy bien, chicos - el doctor Goldberg se acercó a los pies de la cama, mientras los residentes formaban una línea en el lateral -. ¿Alguien puede hablarme del caso de la señora O’Hara?
Ocho manos se alzaron a la vez.
- ¿McKinley?
- La señora O’Hara padece un caso típico de hipermnesia senil - Mc Kinley, el primero de su promoción en Yale, intentó que su voz sonara firme.
- ¿Puede contarnos algo más sobre la hipermnesia senil?
- Por supuesto, señor - McKinley carraspeó -. Hace ya diez años que se descubrió la cura del Alzheimer y se consiguió regenerar y remielinizar el cerebro anciano. Sin embargo, una vez eliminada la demencia senil y la mayoría de as enfermedades neurodegenerativas, y con el aumento de la esperanza de vida de las últimas décadas, apareció una nueva patología. Se trata de la saturación de recuerdos o hipermnesia senil.
- Muy bien. ¿Síntomas?
- Aturdimiento, migrañas, logorrea, ataques de pánico - enumeró de carrerilla Petersen, una chica menuda con gafas de pasta -. Insomnio que no responde a benzodiacepinas u otros tranquilizantes. La fase terminal consta de alucinaciones y, finalmente, lleva al coma y a la muerte.
Todos miraron a la señora O’Hara que, ajena a la clase que se estaba dando en su honor, recitaba a toda velocidad anécdotas de su infancia.
- Y en cuarto curso tuve a la señorita Beavis, que era muy amable y olía a caramelo, pero un día me sacó a la pizarra para hablar de la guerra de la Independencia y me quedé en blanco, así que me puso una mala nota, y cuando llegué a mi casa mi madre me castigó sin postre, y había tarta de chocolate, que estaba buenísima, pero por lo menos me dejó ir al cumpleaños de mi amiga Mary, ese mismo fin de semana…
- Curioso, ¿verdad? - el doctor Goldberg sonrió levemente -. Parece que el Alzheimer no era más que una respuesta defensiva de nuestro cuerpo, su forma de atacar el exceso de recuerdos. Una respuesta exagerada, desde luego, pero justificada.
La señora O’Hara había empezado a balancearse adelante y atrás en la cama.
- Estereotipia - apuntó presurosa Petersen -, me había olvidado de la estereotipia.
- Muy bien. ¿Qué protocolo se sigue en el caso de la hipermnesia senil?
- Inducción de recuerdos con Resonancia Magnética funcional, mapeo de las áreas implicadas y anulación de los circuitos neuronales con Estimulación Magnética Transcraneal.
- Brillante, Smith - el aludido sonrió -. Encárguese de la inducción. McKinley, solicite un quirófano.
- Perdone, señor, por curiosidad… ¿qué recuerdos son los que se extirpan? Quiero decir, ¿es una época en particular, o se extraen recuerdos aleatorios de toda la vida?- era Jacobs, que había entrado uno de los últimos en el programa de residencia y andaba un poco despistado.
Goldberg suspiró.
- Jacobs, si no tiene usted empollada la hipermnesia para mañana, le voy a tener cambiando vendajes lo que queda de curso.
- Normalmente se respetan la infancia y la juventud - intervino McKinley -, y dependiendo de la historia de vida del sujeto, se escoge un periodo poco trascendente. La mayoría eligen deshacerse de la mediana edad: los cuarenta y cincuenta años. No van más adelante porque quieren recordar a sus nietos.
Jacobs tragó saliva y asintió.
- Muy bien, señores, a trabajar.
Goldberg apretó brevemente la mano a la señora McKinley y miró a los residentes desperdigarse por los pasillos. Mientras caminaba en dirección a la siguiente habitación de la planta, se preguntó cómo se las apañaba el ser humano para terminar complicando tanto las cosas.
jueves, 11 de junio de 2009
El gran día de Marcos
- El mío – contestó Carmen.
- ¿Qué? – la mujer que había preguntado, una rubia teñida con chanclas de plástico verde, arqueó las cejas.
- Que es un niño. El mío. Ése de ahí – y miró a Marcos, que estaba sentado en el borde de la pista jugando con la goma de las zapatillas.
- Ah… qué curioso – la rubia miró al suelo. Carmen supo que estaba esperando que le preguntara cuál era la suya, pero no le iba a dar ese placer. Fingió estar muy ocupada cambiándole las pilas a la cámara de vídeo hasta que, después de unos segundos de silencio, la rubia optó por desplazarse al otro extremo de la grada.
La entrenadora había dicho el primer día que ella no tenía problema en que Marcos fuera a clase, pero que tenía que mentalizarse de que en gimnasia rítmica no podría competir.
- No hay categoría masculina – le dijo a Carmen.
- Pues vaya. ¿Y eso no es discriminación? – contestó ella -. Porque luego mucho hablar de que a las mujeres se las discrimina, como aquélla que quería sacar un trono en Semana Santa, y ahora resulta que los niños no pueden competir en gimnasia rítmica. Si fuera al revés, seguro que alguien lo habría denunciado y habrían abierto una categoría.
- Bueno, señora, qué quiere que le diga – la entrenadora, una chica joven con el pelo recogido en un moño tirante, se encogió de hombros.
- Nada, hija, nada. Si de todas maneras tampoco van a competir, las criaturas, ¿no? Bailarán un poco como Dios les dé a entender y ya está.
- Hombre, no se trata de bailar, es gimnasia. Y ahora mismo no competirán, pero en el futuro quién sabe.
Carmen quedó en traer a Marquitos la semana siguiente y se fue mascullando entre dientes. ¿Qué se había creído la niñata aquella, que entrenaba para las olimpiadas? Si total, era una actividad del ayuntamiento, habrían cogido a la primera que hubiera dado un par de años de gimnasia. A las campeonas no las iban a traer, eso estaba claro. Además, la entrenadora tenía el culo gordo. Seguro que por eso no había llegado más lejos.
Vicente se había tomado regular lo de la gimnasia del niño.
- Vamos, que no hay otra actividad, ¿no? Vas a ser el cachondeo del barrio, Marcos, hijo, que no te enteras. Tú no serás mariquita, ¿no?
Marcos se encogió de hombros.
- No sé.
- No sé, no sé, ¿cómo no lo vas a saber? Eso se sabe.
- Vicente, hazme el favor de dejar tranquilo al niño – Carmen cogió a Marquitos del brazo y le levantó de la silla -. Vamos, hijo, a tu cuarto a hacer los deberes. Y no le hagas caso a tu padre, que no dice más que tonterías.
Una semana después vieron un vídeo de
- No hay nada que hacer, está claro – murmuró Vicente, y le dio una colleja a Marquitos antes de llevarle a casa y consentir en que se apuntara a gimnasia.
Para la gala de fin de curso, la madre y la entrenadora habían discutido sobre qué ropa ponerle.
- Pues si todas llevan maillot, a él habrá que ponerle algo bonito también, ¿no? Algo que le luzca.
- A ver, señora – a la entrenadora le caía bien Marquitos, que trabajaba duro y era muy disciplinado, pero lo de su madre la sacaba de quicio -. ¿Qué quiere que luzca el niño? Se trata de gimnasia, no es un pase de modelos.
- Yo quiero llevar maillot, mamá – dijo Marquitos.
Carmen se imaginó a su hijo con un maillot bicolor de gimnasia y suspiró. Marcos le miraba con los ojos muy abiertos, sonriendo con los dientes salidos como un ángel tonto. Al final quedaron en que llevaría un pantalón corto negro y una camiseta blanca. No pegaba con el maillot de las compañeras, pero la entrenadora le había pedido por favor a Carmen que el niño no diera la nota.
Por fin le tocaba el turno al grupo de Marcos. Siete niñas pequeñas, todas muy flacuchas menos una, que estaba un poco rechoncha, y su hijo. Carmen pensó en lo fácil que sería ser la madre de cualquiera de las otras niñas, en lo bien que se lo habría pasado maquillándole los párpados con purpurina y recogiéndole una coleta con el toto de flores que la entrenadora había comprado igual para todas. Pero ahí estaba su hijo, con su camiseta blanca y sus pantalones negros, con las zapatillas de gimnasia rítmica que la vendedora le había tendido a Carmen mientras preguntaba “Pero, ¿son para él?”.
Dudó antes de sacar la cámara de vídeo. Después pensó que, al fin y al cabo, tanto si resultaba que Marquitos acababa como una drag queen de ésas, como si al final le daba por el fútbol y por la lucha libre, le gustaría tener aquel recuerdo. Encendió la cámara, abrió la pantalla lateral y se dedicó a seguir con el pulso lo más firme posible las evoluciones de su hijo sobre la pista.
- ¿Cuál es la tuya? – era otra madre con ganas de confraternizar.
- El mío – repitió Carmen, un poco cansada ya de la misma conversación.
- Ah, ¿es el chico?
- Sí.
- Qué bien. Es muy salao. Lo hace estupendamente.
Carmen sonrió, orgullosa. La verdad es que su niño era el que mejor llevaba el ritmo.
- ¿Cuál es la tuya? – concedió, generosa.
- La mía… bueno, ésa de ahí, la del aro.
- ¿La rubita?
- No, la de al lado, la castaña… la gordita, vamos.
- Ah – Carmen miró a la niña, que intentaba seguir el ritmo de los demás con poca gracia -, pues también lo hace muy bien.
- Gracias – la otra madre sonrió -. ¿Has venido sola?
- Sí. Mi marido no quiere venir. Dice que es una pérdida de tiempo.
- Ya, el mío también. Dice que para que se rían de su hija, mejor se queda en casa. Pero se les ve contentos, ¿no?
Carmen miró a su hijo a través de la cámara. Sonreía tanto que los dientes brillaban en mitad de la pantalla.
- Sí, se les ve muy contentos.
Las dos madres se quedaron en silencio un momento, mirando cómo el grupo daba vueltas al ritmo de la música. A una niña se le escapó un aro, pero lo recuperó con gracia y continuó con el ejercicio. Carmen pensó que los niños eran tan fuertes, tan perfectamente sanos; también Marquitos, con sus zapatillas y sus pantalones cortos, doblándose sobre la pista como si fuera de goma.
- Si me das tu teléfono, te paso la cinta cuando la tenga – ofreció a la madre de la niña gordita.
- Sería estupendo, gracias.
Carmen apretó brevemente la mano de la otra en la suya y pensó que la próxima vez no iba a dejar que Vicente se librara tan fácilmente. Luego el ejercicio terminó y las dos madres aplaudieron con todas sus fuerzas.
El gran día de Marcos
- ¿Quién es la tuya?
- El mío – contestó Carmen.
- ¿Qué? – la mujer que había preguntado, una rubia teñida con chanclas de plástico verde, arqueó las cejas.
- Que es un niño. El mío. Ése de ahí – y miró a Marcos, que estaba sentado en el borde de la pista jugando con la goma de las zapatillas.
- Ah… qué curioso – la rubia miró al suelo. Carmen supo que estaba esperando que le preguntara quién era la suya, pero no le iba a dar ese placer. Fingió estar muy ocupada cambiándole las pilas a la cámara de vídeo hasta que, después de unos segundos de silencio, la rubia optó por desplazarse al otro extremo de la grada.
La entrenadora había dicho el primer día que ella no tenía problema en que Marcos fuera a clase, pero que tenía que mentalizarse de que en gimnasia rítmica no podría competir.
- No hay categoría masculina – le dijo a Carmen.
- Pues vaya. ¿Y eso no es discriminación? – contestó ella -. Porque luego mucho hablar de que a las mujeres se las discrimina, como aquélla que quería sacar un trono en Semana Santa, y ahora resulta que los niños no pueden competir en gimnasia rítmica. Si fuera al revés, seguro que alguien lo habría denunciado y habrían abierto una categoría.
- Bueno, señora, qué quiere que le diga – la entrenadora, una chica joven con el pelo recogido en un moño tirante, se encogió de hombros.
- Nada, hija, nada. Si de todas maneras tampoco van a competir, las criaturas, ¿no? Bailarán un poco como Dios les dé a entender y ya está.
- Hombre, no se trata de bailar, es gimnasia. Y ahora mismo no competirán, pero en el futuro quién sabe.
Carmen quedó en traer a Marquitos la semana siguiente y se fue mascullando entre dientes. ¿Qué se había creído la niñata aquella, que entrenaba para las olimpiadas? Si total, era una actividad del ayuntamiento, habrían cogido a la primera que hubiera dado un par de años de gimnasia. A las campeonas no las iban a traer, eso estaba claro. Además, la entrenadora tenía el culo gordo. Seguro que por eso no había llegado más lejos.
Vicente se había tomado regular lo de la gimnasia del niño.
- Vamos, que no hay otra actividad, ¿no? Vas a ser el cachondeo del barrio, Marcos, hijo, que no te enteras. Tú no serás mariquita, ¿no?
Marcos se encogió de hombros.
- No sé.
- No sé, no sé, ¿cómo no lo vas a saber? Eso se sabe.
- Vicente, hazme el favor de dejar tranquilo al niño – Carmen agarró a Marquitos por el hombro -. Vamos, hijo, a tu cuarto a hacer los deberes. Y no le hagas caso a tu padre, que no dice más que tonterías.
Una semana después vieron un vídeo de
- No hay nada que hacer, está claro – murmuró Vicente, y le dio una colleja a Marquitos antes de llevarle a casa y consentir en que se apuntara a gimnasia.
Para la gala de fin de curso, la madre y la entrenadora habían discutido sobre qué ropa ponerle.
- Pues si todas llevan maillot, a él habrá que ponerle algo bonito también, ¿no? Algo que le luzca.
- A ver, señora – a la entrenadora le caía bien Marquitos, que trabajaba duro y era muy disciplinado, pero lo de su madre la sacaba de quicio -. ¿Qué quiere que luzca el niño? Se trata de gimnasia, no es un pase de modelos.
- Yo quiero llevar maillot, mamá – dijo Marquitos.
Carmen se imaginó a su hijo con un maillot bicolor de gimnasia y suspiró. Marcos le miraba con los ojos muy abiertos y su media sonrisa de dientes salidos, sonriendo como un ángel tonto. Al final quedaron en que llevaría un pantalón corto negro y una camiseta blanca. No pegaba con el maillot de las compañeras, pero la entrenadora le había pedido por favor a Carmen que el niño no diera la nota.
Por fin le tocaba el turno al grupo de Marcos. Siete niñas pequeñas, todas muy flacuchas menos una, un poco rechoncha, y Marcos. Carmen pensó en lo fácil que sería ser la madre de cualquiera de las otras niñas, en lo bien que se lo habría pasado maquillándole los párpados con purpurina y recogiéndole una coleta con el toto de flores que la entrenadora había comprado igual para todas. Pero ahí estaba su hijo, con su camiseta blanca y sus pantalones negros, con las zapatillas de gimnasia rítmica que la vendedora le había tendido a Carmen mientras preguntaba “Pero, ¿son para él?”.
Dudó antes de sacar la cámara de vídeo. Después pensó que, al fin y al cabo, tanto si resultaba que Marquitos acababa como una drag queen de ésas, o si al final le daba por el fútbol y por la lucha libre, le gustaría tener aquel recuerdo. Encendió la cámara, abrió la pantalla lateral y se dedicó a seguir con el pulso lo más firme posible las evoluciones de su hijo sobre la pista.
- ¿Quién es la tuya? – era otra madre con ganas de confraternizar.
- El mío – repitió Carmen, un poco cansada ya de la misma conversación.
- Ah, ¿es el chico?
- Sí.
- Qué bien. Es muy salao. Lo hace estupendamente.
Carmen sonrió, orgullosa. La verdad es que su niño era el que mejor llevaba el ritmo.
- ¿Quién es la tuya? – concedió, generosa.
- La mía… bueno, ésa de ahí, la del aro.
- ¿La rubita?
- No, la de al lado, la castaña… la gordita, vamos.
- Ah – Carmen miró a la niña, que intentaba seguir el ritmo de los demás con poca gracia -, pues también lo hace muy bien.
- Gracias – la otra madre sonrió -. ¿Has venido sola?
- Sí. Mi marido no quiere venir. Dice que es una pérdida de tiempo.
- Ya, el mío también. Dice que para que se rían de su hija, mejor se queda en casa.
- Pero se les ve contentos, ¿no?
- Sí, se les ve muy contentos.
Las dos madres se quedaron en silencio un momento, mirando cómo el grupo daba vueltas al ritmo de la música. A una niña se le escapó un aro, pero lo recuperó con gracia y continuó con el ejercicio. Carmen pensó que los niños eran tan fuertes, tan perfectamente sanos; también Marquitos, con sus zapatillas y sus pantalones cortos, doblándose sobre la pista como si fuera de goma.
- Si me das tu teléfono, te paso la cinta cuando la tenga – ofreció a la madre de la niña gordita.
- Sería estupendo, gracias.
Carmen apretó brevemente la mano de la otra en la suya y pensó que la próxima vez no iba a dejar que Vicente se librara tan fácilmente. Luego el ejercicio terminó y las dos madres aplaudieron con todas sus fuerzas.
martes, 9 de junio de 2009
Jorjazos: la leyenda
Cuando salimos a
Cada vez que pasaba por nuestro piso, yo le gritaba frases de ánimo a través del la puerta del ascensor, en plan “¡¡Tranquilo, estamos contigo!!”. La PK me miraba, toda roja, y murmuraba algo como quevergüenzamarinaporfavor. No sé por qué; a mí me gustaría que alguien hiciera eso por mí si me quedo encerrada en el ascensor.
Al cabo de un rato, llegaron los bomberos. Las vecinas y nosotras esperábamos ese momento con emoción, pero en lugar de ser hombres altos y fornidos vestidos de rojo, aparecieron dos señores mayores con barriga y uniforme azul, que dijeron que eso ellos no lo podían arreglar y pusieron post-it en todas las puertas en los que escribieron: “No funciona”.
Cuando por fin vinieron los técnicos del ascensor y consiguieron pararlo y sacar al chico, pensábamos que saldría de ahí un despojo humano lloroso y vomitante. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando aparece el hombre más parecido al de Prison Break que he visto en mi vida: alto, moreno de piel, rubio de pelo, ojos verdes, chaqueta naranja, vaqueros, hermosa sonrisa.
JORJAZOS*.
Jorjazos salió como si nada, sonrió a la concurrencia, agarró sus bolsas del Mercadona y subió hacia su casa. Yo llevaba mis gafas chungas y veía borroso, así que cuando volví a entrar en el piso, le pregunté a la PK:
- ¿Es mi imaginación, o el vecino está tremendo?
- El vecino está tremendo – contestó ella, asintiendo con gravedad.
Si esto fuera un libro de Marian Keyes, lo una serie americana cualquiera, la PK, o yo, o las dos, habríamos tenido una aventura con Jorjazos. Como esto es la vida, resulta que desde entonces (y esto pasó en noviembre) nunca, NUNCA nos lo hemos vuelto a cruzar. Miramos por el patio hacia su tendedero estremecedoramente vacío y gritamos su nombre, pero sólo nos responde un gran silencio.
Hemos urdido varios planes para acercarnos a su puerta, como vender galletas o soltar globos de helio (para que lleguen hasta su piso, que nosotras vivimos en el tercero), ir a recogerlos y caernos contra el timbre. Al final, sin embargo, nuestros planes han quedado en nada.
¿Fue Jorjazos contratado por la NASA después de resistir heroicamente al ascensor-mezcladora?
¿Es Jorjazos un fantasma que murió en el ascensor de nuestra casa, en plan “La chica de la curva”, y que aparece cada año para advertir a posibles víctimas?
¿Inventó nuestra imaginación a Jorjazos en un día de otoño con poco que hacer?
¿Es Jorjazos una leyenda urbana que hemos terminado por creernos?
Jorjazos, si alguna vez lees esto: manifiéstate. Crúzate con nosotras en el portal o deja caer un calcetín sobre nuestro tendedero. Si alguien conoce a Jorjazos, que le hable de nosotras. Que le diga que somos muy majas y que tenemos mucho que compartir con él.
Jorjazos: nuestro edificio te necesita.
*Seudónimo derivado de Jorge, que es el nombre que pensamos que le pega, y Ojazos.