Estoy sentada en el salón de mi casa de Málaga. La chimenea ha ardido todo el día y creo que es la primera vez en estas vacaciones de navidad que, definitivamente, no tengo frío. Ha sido un buen día. Elsa y Arantxa han venido esta mañana y hemos dibujado mandalas. Por la tarde ha venido MQEN y hemos meditado juntos. Podía observar los pensamientos cruzando fugaces por mi cerebro: apenas ráfagas de luz en la noche oscura de la consciencia. Sólo me desconcentraba cuando pensaba en J., mi J.
Después de que MQEN se fuera he estado un rato tocando el piano. Había quedado a las once en el centro, pero ya sabía que no iría, así que he esbozado unas cuantas piezas con la sordina puesta. Mis dedos están débiles y torpes por la falta de práctica. A veces saben más que mi mente, a veces menos. Y yo pienso que la estructura de las piezas está completa en mi cabeza, sin fallos y, sin embargo, por alguna teoría aleatoria del caos, un chispazo equivocado de mis neuronas, fallo: piso entre teclas, no mantengo el ritmo, desplazo los acordes.
Después de tocar mando un mensaje a Arantxa y le digo que no voy a ir al centro. Estoy cansada, la chimenea me atrapa con el arder tranquilo de sus troncos. Luego me pongo a leer La hija de la amante, de A.M. Homes. En el libro, Homes habla de su adopción y de cómo conoció a sus padres biológicos cuando tenía treinta años. Sus padres biológicos resultan ser personajes ridículos, sórdidos, así que ella lleva setenta páginas hablando de su tristeza, de cómo se siente rota cuando su padre le oculta frente a su otra familia, cuando le regala joyas ridículas por su cumpleaños. De cómo le hace fotos a los armarios de su madre cuando va a limpiar su casa tras su muerte.
Yo estoy tranquila hoy, después de tantas horas junto a la chimenea, dibujando, meditando, leyendo. Sola y en compañía de personas a las que amo. Siento compasión por A.M. Homes, por cómo hay también sufrimiento cuando hay éxito, por cómo ni siquiera escribir puede salvarnos. Me digo que a un nivel elemental, todos estamos rotos; hasta los hijos de las familias felices. Recuerdo a Mariana hablándome de cómo nunca podría aspirar al nivel de amor y felicidad que tenían sus padres, y del miedo que le daba eso. Y, en cualquier caso, hay pocas familias felices.
Releo este texto y me doy cuenta de que sólo he comenzado a situarme, de que si fuera una escritora honrada y no pensara publicar esto en el blog continuaría en alguna dirección durante un par de páginas más. Pero estoy cansada. He meditado dos horas hoy. La apertura, la capacidad de sentirlo todo, también tienen un límite. Ahora prefiero irme a dormir y encontrarme con el territorio neutral de la inconsciencia. Voy a publicar esto, aun así, aunque sólo sea porque lo he escrito a ordenador y hay que aprovechar para que no se me marchen los lectores.
Entonces, buenas noches.
Después de que MQEN se fuera he estado un rato tocando el piano. Había quedado a las once en el centro, pero ya sabía que no iría, así que he esbozado unas cuantas piezas con la sordina puesta. Mis dedos están débiles y torpes por la falta de práctica. A veces saben más que mi mente, a veces menos. Y yo pienso que la estructura de las piezas está completa en mi cabeza, sin fallos y, sin embargo, por alguna teoría aleatoria del caos, un chispazo equivocado de mis neuronas, fallo: piso entre teclas, no mantengo el ritmo, desplazo los acordes.
Después de tocar mando un mensaje a Arantxa y le digo que no voy a ir al centro. Estoy cansada, la chimenea me atrapa con el arder tranquilo de sus troncos. Luego me pongo a leer La hija de la amante, de A.M. Homes. En el libro, Homes habla de su adopción y de cómo conoció a sus padres biológicos cuando tenía treinta años. Sus padres biológicos resultan ser personajes ridículos, sórdidos, así que ella lleva setenta páginas hablando de su tristeza, de cómo se siente rota cuando su padre le oculta frente a su otra familia, cuando le regala joyas ridículas por su cumpleaños. De cómo le hace fotos a los armarios de su madre cuando va a limpiar su casa tras su muerte.
Yo estoy tranquila hoy, después de tantas horas junto a la chimenea, dibujando, meditando, leyendo. Sola y en compañía de personas a las que amo. Siento compasión por A.M. Homes, por cómo hay también sufrimiento cuando hay éxito, por cómo ni siquiera escribir puede salvarnos. Me digo que a un nivel elemental, todos estamos rotos; hasta los hijos de las familias felices. Recuerdo a Mariana hablándome de cómo nunca podría aspirar al nivel de amor y felicidad que tenían sus padres, y del miedo que le daba eso. Y, en cualquier caso, hay pocas familias felices.
Releo este texto y me doy cuenta de que sólo he comenzado a situarme, de que si fuera una escritora honrada y no pensara publicar esto en el blog continuaría en alguna dirección durante un par de páginas más. Pero estoy cansada. He meditado dos horas hoy. La apertura, la capacidad de sentirlo todo, también tienen un límite. Ahora prefiero irme a dormir y encontrarme con el territorio neutral de la inconsciencia. Voy a publicar esto, aun así, aunque sólo sea porque lo he escrito a ordenador y hay que aprovechar para que no se me marchen los lectores.
Entonces, buenas noches.