Mundos botánicos.
En el
Botánico de Lisboa, cuando el viento ha arreciado, el rumor poderoso de los
árboles borra por completo el de la ciudad.
Fotografia Rita Baleia
Para las personas de
imaginación aventurera pero de carácter perezoso el mejor sustituto de las
expediciones novelescas que no llegarán a hacer nunca son las visitas a los
jardines botánicos, más que los libros de viajes. Sin duda hay un placer
extraordinario en leer las aventuras de Shackleton
en la Antártida, o el diario del capitán Franklin en los hielos del Ártico, o
seguir en una buena biografía los itinerarios del capitán Cook, que llegó a
Tahití cuando parecía el paraíso terrenal y avanzó mucho más al sur de lo que
se había atrevido nadie, vislumbrando entre nieblas de tormenta los acantilados
antárticos, o caminar por las soledades de la Patagonia o de los desiertos de
Australia en las páginas de Bruce Chatwin.
Pero el contraste entre el nomadismo esforzado de los relatos y el confort de
la lectura es demasiado grande como para dejarle a uno la conciencia tranquila,
y después de todo leer es una tarea demasiado sedentaria y demasiado
intelectual, que debe ser compensada de inmediato con el ejercicio físico, para
evitar ese peligro de desequilibrio entre la vida real y los mundos de los
libros del que fue tan consciente Cervantes.
Un buen jardín
botánico es la solución perfecta. Los árboles de los trópicos o los del
Himalaya o los de las islas del Pacífico se ofrecen a la mirada y al tacto de uno
y le regalan su exotismo, sin la penosa servidumbre de los animales en las
jaulas tristísimas de los zoológicos, y desde luego sin los padecimientos
pavorosos del explorador que se abre paso entre los pantanos y los mosquitos de
una jungla, o el que se juega la vida escalando una montaña. En un botánico, a
diferencia de en la naturaleza, cada árbol y cada planta tienen un letrero con
su nombre científico y su nombre vulgar, lo cual es un placer para quien
disfruta de la sonoridad de los bellos nombres latinos y un alivio para el
aficionado ansioso que no sabe ver de verdad una planta o un pájaro si no puede
nombrarlos. El problema es más grave en la literatura en español, y quizás más
todavía la española, en la que la naturaleza, con raras excepciones, tiene una
presencia vaga y general o directamente no existe. Nosotros no hemos tenido un Wordsworth, un Thoreau, un Robert Frost, un William Carlos
Williams que celebren con precisión de naturalistas la riqueza
botánica del mundo. Tenemos, desde luego, a Antonio Machado,
a Miguel Delibes, a José Antonio
Muñoz Rojas, pero la nuestra es en general una cultura poco permeada
por las ciencias naturales, en la que cualquier referencia no alegórica o
despectiva al campo, a los paisajes, a los jardines, queda cancelada por el
miedo a la cursilería, o peor aún, al costumbrismo rural.
Hablo por experiencia
propia. Yo creo que no me fijé de verdad en una planta hasta pasados los cuarenta
años. Por miedo a parecer paletos, los fugitivos del campo cultivábamos con
vehemencia el esnobismo de lo urbano. Era parte de esa negación algo neurótica
del pasado que suele afectar a sociedades que se modernizan tardía y
atolondradamente, y destruyen y malvenden a cambio de baratijas lo más valioso
de su patrimonio popular. Por fortuna, los jardines botánicos, como algunas
obras maestras de la literatura, no se dejan afectar por las tonterías de las
modas culturales, y esperan con paciencia a que uno llegue a la madurez
necesaria para disfrutarlos. El tiempo de los árboles es más lento y mucho más
largo que el de las vidas humanas. Los científicos y los jardineros que los
cuidan están menos sujetos a las veleidades del gusto que los artistas o los literatos,
menos ansiosos por halagar al público. Los jardines botánicos tienen el mismo
origen ilustrado que los museos nacionales, que las bibliotecas públicas y que
las instituciones públicas de enseñanza. Como nacieron en la época en la que el
conocimiento formaba parte del impulso general de la emancipación humana, y en
el que la curiosidad científica era uno de los placeres de la imaginación, los
jardines botánicos son simultáneamente lugares de investigación y de recreo,
parques públicos y laboratorios, espacios de retiro y centros de enseñanza. En
un país tan arboricida y tan poco hospitalario para el saber como España, cada
vez que uno entra a un jardín botánico le dan ganas de pedir asilo político.
En
el Botánico de
Madrid hay una armonía geométrica de parque francés del siglo XVIII.
La primera vez que entra al de Lisboa el visitante novelero siente enseguida
que se sumerge en un bosque, en una selva tupida pero también apacible, con
dragos de Madeira y araucarias y casuarinas gigantes de Australia y Nueva
Zelanda, con palmeras altísimas que oscilan como mecidas por un viento del
Pacífico. El Botánico de Madrid es plano y de ángulos rectos: el de Lisboa está
en cuesta, y sus senderos son sinuosos, de manera que las perspectivas están
cambiando siempre, y hay momentos en los que uno se encuentra completamente
rodeado por una vegetación tan densa como la que atravesaban a machetazos los
exploradores de los antiguos libros de viajes. En el Botánico de Lisboa, cuando
el viento ha arreciado, el rumor poderoso de los árboles borra por completo los
ruidos de la ciudad. Salgo de él al cabo de una visita de una hora y es como si
volviera de un retiro en una montaña y de una expedición.
Fernando Pessoa escribió que se bajaba del
tranvía después de un breve trayecto con el mareo de un viaje al otro lado del
mundo. El viaje más exótico de mi vida, y también uno de los más confortables,
lo he hecho yo en poco más de un cuarto de hora, en el tranvía número 15, entre
la parada de la Praça do Comércio y la de Belém, que me ha dejado a unos pasos
del Jardim Tropical, una mañana de domingo entre soleada y nubosa, en este
clima que es lo bastante húmedo y lo bastante templado para que prosperen en él
plantas que no resistirían los inviernos de Madrid. En el Jardim Tropical hay ficus australianos de
cortezas como lomos de paquidermos, de extrañas ramas que cuelgan como
estalactitas, de sistemas de raíces que se hunden en la tierra como vastas
copas invertidas; hay pavos reales y grandes gallos portugueses de porte
arrogante y cresta roja; hay invernaderos abandonados que parecen ruinas de
puestos coloniales devoradas por la selva; hay pérgolas con azulejos de tigres,
de leones, de elefantes y de gacelas; hay pórticos con tejadillos chinos que
dan paso a jardines secretos en los que crecen árboles de Macao y de Goa; hay
palmeras decapitadas como columnas de templos emergiendo en la jungla; hay un
palacio de amplias estancias sucesivas donde se guardan tesoros cartográficos
de la época colonial, anaqueles con muestras de semillas, láminas de plantas
disecadas, estanterías de una xiloteca en la que en vez de libros se guardan
ordenadas más de tres mil muestras de maderas. En la luz cambiante, en el sol y
el nublado, el bosque era unas veces umbrío y otras luminoso. De vez en cuando
me cruzaba con alguien tan hechizado como yo. De un botánico así se salen con
ganas de escribir un libro de viajes.
Antonio
Muñoz Molina
In jornal El
País, de 20 de Novembro de 2013