Entre la luz difusa que se produce al atardecer entre la tierra y el horizonte parece haber segundos de tiempo dormidos, completamente extasiados, resistiéndose a desaparecer o a continuar con esa incansable rutina de avanzar linealmente hacia el infinito. En esa luz las miradas suelen perderse. Son atrapadas de un modo casi magnético, y así, los ojos se posan en un horizonte más etéreo que físico y la mente divaga, se compenetra con la nada misma y los pensamientos lo inundan todo permitiendo al individuo hipnotizado y extasiado bucear a lo largo del tiempo: pasado, presente y un hipotético futuro.
El viento del desierto corre sibilante, ajeno a todo. El hombre que contempla el horizonte lo hace en paz, sentado en una terraza de adobe y piedra, en completa soledad. Pocas personas se hospedan en el albergue. Es una temporada baja para el turismo, sin embargo, siempre hay quienes gustan de aislarse y tomar contacto consigo mismo. Desde que llegó ha pasado cada atardecer contemplando la puesta de sol. Se dirige en silencio desde su cuarto a la terraza y allí, compenetrado profundamente con la armonía cielo-tierra, se queda en trance sin importarle nada.
Fue entonces que la mujer de rasgos delicados y figura esbelta lo vio por primera vez en su vida. Ella viajaba desde Inglaterra a Sudáfrica, y en su itinerario decidió también asistir a la comunión del silencio que producen los atardeceres en aquel lugar del mundo.
Se vieron cómo se ven los que se ignoran. Se miraron sin mirarse. Estuvieron por vez primera más juntos que nunca, a pocos centímetros un cuerpo del otro, sin siquiera percibirse. A lo lejos, cuando la tierra ahora tibia comenzaba a engullir el sol, los pensamientos de ambos danzaban armónicamente y en completo silencio. Ambos estaban tan absortos, tan idos, que hasta el mismo silbar del viento era ignorado.
Fue él quien la miró al rato y observó sus facciones suaves y atractivas. Notó en la piel de esa extraña mujer el paso generoso del tiempo, de la vida misma. Tan joven, tan bella y a la vez tan extraña. Sin embargo, no dijo una palabra. Sólo se limitó a observarla, con insistencia, de soslayo, con esa timidez que se apodera tanto de hombres y mujeres al momento de la conquista.
Pero ella no percibía la mirada del hombre. Sus pensamientos se remontaban más allá de la puesta del sol, tal vez a escenas del pasado, a momentos olvidados que ahora le parecían muy vívidos. Pero también fue ella quien repentinamente le lanzó una mirada sin tiempo, profunda y rápida, dándose cuenta que él la observaba. Sus labios se cargaron de timidez, pero eso no bloqueó una débil mueca de sonrisa. Eran dos extraños en medio de un desierto en el cual muy pocas almas lo habitaban. Él receptó la mirada y sintió el impulso irrefrenable de hablarle, de saludarla, de presentarse o tal vez de gritar. Sin embargo, y a pesar de todo, de los impulsos también está cincelado el humano y tras un breve saludo la vida de ambos cambió para siempre.
“Tal vez” –dijo él años después- “si hubiese evitado el saludo, si no hubiese sonreído, si mi campo de percepción visual hubiera seguido enfocándose en el horizonte mi vida hubiera seguido otros derroteros, otros caminos. Sin embargo, bastó un simple y escueto saludo para que nuestras vidas bifurcaran…”
Las guerras, las hecatombes, los desastres naturales, las revoluciones, todo tiene un inicio en alguna parte, y sucede cuando uno menos lo imagina. Así, entre el lejano horizonte y la pequeña sonrisa a flor de labios se creó una burbuja, atemporal, donde la vida de la mujer desconocida y la de él confluyeron para iniciar un camino juntos.
Al anochecer de ese día la terraza estaba vacía. El viento proveniente del mar soplaba fresco y con más fuerza. Dentro de las habitaciones de paredes de adobe las lumbres oscilaban temblorosas, movilizándose por corrientes de aire que brotaban de cualquier hendija. La noche caía implacable sobre el desierto. Las estrellas se mantenían altivas y titilantes, irradiando sus destellos sobre la superficie ahora fría y dormida de la tierra. En una de las habitaciones un hombre y una mujer hacía horas acababan de pactar su futuro, sin siquiera darse cuenta. Fue el destino el único fisgón atrevido que se encargó de echar los dados y tensar ese delgado hilo rojo del que tantas religiones antiguas hablan. Allí, en medio de la nada misma, entre el calor tibio de los cuerpos en poses amatorias, se estaban escribiendo nuevos recuerdos, fugaces añoranzas, y tal vez, por qué no, tristes olvidos.
© Miguel Luis
Aguilera