viernes, 31 de julio de 2009

49 días (FIN)




8.



Nuevo mundo

Día 49



Fue una mañana de día domingo que Ernesto había pasado por primera vez a buscar a Julia para dar un paseo a solas. La familia de Julia ya conocía a Ernesto, y esa nueva relación entre los jóvenes contaba con la bendición. En aquellos tiempos la bendición era un augurio positivo que indicaba, fantásticamente, que la relación tendría siempre un manto positivo y esperanzador sobre ella. Puntual, Ernesto tocó timbre y se acomodó su corbata. Julia ya estaba lista. Tan solo retocó su cabello frente al espejo, ruborizó sus pómulos un poco más y presurosa abrió la puerta. Ambos, envueltos por ese halo que tan solo produce el enamoramiento percibieron al día como uno sin igual y partieron rumbo al río. El muelle no distaba mucho de la casa de Julia. Decidieron ir en bicicleta.

- Una bella mañana para andar en bicicleta, ¿no te parece? –afirmó una Julia sonriente y totalmente enamorada.
- Sí, hermosa. Además, siempre me ha gustado andar en bicicleta y ahora hacerlo con vos a mi lado ha tomado aún más atractivo, Julia. A veces ni yo puedo creer que haya nacido algo tan fuerte entre nosotros. Por las noches pienso si todo esto es real. Tú sabes, yo soy un tipo bastante solitario, de pocos amigos, pocas mujeres han pasado por mi vida y tu entrada a mi vida ha sido algo que la ha trastocado mucho, tanto que hasta tengo que pellizcarme para sentirme vivo –comentó Ernesto mientras pedaleaba displicentemente por el camino de grava que conducía al río.

Julia solo sonreía. Ese pudor único que sucede bajo el efecto del enamoramiento hacia estragos en ambos. Los cruces de las miradas, las sonrisas, observarse los labios, pensar y planificar decenas de escenas mentales, todo ello sucedía en cortos intervalos de tiempo que casi pasaban desapercibidos al unísono y solo se percataban de ello de manera separada. Cada uno vivía en su mente una fantasía distinta en la cual el otro era el personaje principal. Dejaron las bicicletas contra una pared de un depósito y caminaron hasta uno de los muelles. Hacía frío y un viento fresco soplaba erizando la piel. A lo lejos se veían un par de ancianos pescando y un grupo de niños con un mediomundo dentro del agua intentando darle caza a algún pez diminuto.

- ¿Te gusta éste lugar? –preguntó él.
- Me encanta. Cada lugar, más allá de haberlo conocido yo sola, se ve diferente estando contigo a mi lado. Éste mismo muelle ahora me parece otro, uno que jamás conocí, y sé que eso es porque lo vivo aquí, ahora, con vos. Me pregunto porqué suceden estas cosas.
- No lo sé. A mí también me pasa.

Y en ese instante él la tomó por la cintura, apretándola contra su cuerpo y besándola delicadamente.

Ernesto por un instante perdió su mirada en el río. La corriente estaba fuerte y algún que otro pájaro caía en picada en busca de peces. Julia lo observó durante un breve momento. Recorrió su rostro milímetro a milímetro. Atesoró el recuerdo.

- ¿Crees que viviremos el resto de nuestras vidas juntos, Julia? –preguntó él sin quitar la mirada del río.
- Tal vez, esas cosas nunca se saben. Pero tal vez podamos de a poco aprender a transitar la vida de la mano. Al menos yo tengo ese interés y las ganas de hacerlo –dijo ella.
- Hay días que he pensado en ello. Desde que te conozco pienso en este tipo de cosas. Dentro de mi cabeza, como si fuese un sinfín de una máquina picadora de carne, las ideas sobre un futuro juntos me giran y giran hacia un horizonte imaginario que no puedo divisar ni adivinar.
- No te atormentes. Mírame. Anda, mírame -Julia sonrío- ¿Ves cómo sonrío?, pues lo hago porque estoy disfrutando este momento. Te disfruto a ti, disfruto este sol que nos baña, disfruto el poder compartir este precioso momento en el tiempo y aunque no lo creas también disfruto, en estas cosas que parecen diminutas, una felicidad que nunca antes había sentido. Y esa felicidad ha nacido dentro de mí, algo así como germinar una semilla día tras día dentro de un frasco. Y tú lo has hecho posible.
- Te amo –dijo Ernesto mirándola con el rabillo del ojo y brindándole una cálida sonrisa.

Julia lo abrazó. Fuerte, muy fuerte.

Había algo en la expresión de Ernesto que hizo pensar a Julia. En su mirada perdida en el río aquel hombre parecía ver el futuro más allá que a él ese futuro pareciera negársele. El brillo de sus ojos era similar a un vidrio espejado que tan solo se dejaba ver de un lado pero nada podía observarse detrás de él. Tras el abrazo de Julia él la abrazó aún más fuerte. Ella sintió una verdadera sensación de protección. La mano firme contra su brazo no solo le transmitía firmeza sino también calidez y seguridad. Ella se acurrucó en su pecho, percibió su perfume y por primera vez deseó con todo su cuerpo a aquel hombre.

- Me encantaría que hagamos el amor –susurró Julia mientras mantenía sus labios casi hundidos en el cuello de él.

La correntada murmuraba un lenguaje ininteligible y daba a toda la escena una sensación única de soledad. Julia abrazó aún más a ese cuerpo masculino que la llenaba de señales. Ese mismo día hicieron el amor. Ernesto, un hombre que ya había tenido sexo con otras mujeres en su vida de a poco guió a Julia en sus primeros pasos encaminándola en ese descubrimiento interesante y único de la propia sexualidad. De a poco aquella ceremonia comenzó a darse con más intensidad. Ella fue liberándose y cada día que pasaba su cuerpo le pertenecía más y más. Un lenguaje invisible y poderoso es el que une a los cuerpos cuando se aman. Ellos lo percibían. Cada vez que él la penetraba parecían vivir una fusión cósmica, sin parangón. Increíblemente el sexo y el amor habían empezado a nacer entre ellos como una unidad única e inconmensurable que duraría hasta el resto de sus vidas.

El día número cuarenta y nueve había llegado y sorprendió a Julia dormida sobre el viejo sofá de aquella extraña casa. Tal vez en aquel sofá Ernesto había pasado muchas noches de insomnio o angustia, y tal vez por su mente y su corazón habían flotado muchos pensamientos sobre ella y de cuánto la extrañaba tras la separación. Julia se había quedado dormida la noche anterior en aquel sitio, extenuada por las emociones y el cansancio. Tan solo al abrir los ojos supo que aquel era el día número cuarenta y nueve y recordó aquella leyenda que Raquel había escrito. La casa dormía silenciosa como siempre. De vez en cuando algún rechinar de las maderas de la buhardilla llegaba hasta el dormitorio. Ella permaneció inmóvil durante un rato recordando cada etapa de su vida con Ernesto. Miró el reloj, era media mañana. Había dormido toda la noche serenamente, sin percatarse de nada, ni extrañar su propia cama matrimonial. Seguramente aquel sofá y aquella casa estaban impregnados con algo de su esposo. Dicen que cuando uno habita un lugar y lo hace a gusto o transita vivencias profundas en él parte de nuestro ser impregna los objetos. Tal vez eso mismo había pasado allí. Cerró los postigos de las ventanas, juntó las cortinas, organizó las sillas, cerró la diminuta ventana de la buhardilla y dando dos vueltas de llave cerró la puerta del frente de la casa. Bajó las escaleras y tras pasar el tejido y la puerta del jardín una paz increíble se apoderó de ella. Una ráfaga de viento levantó la hojarasca del jardín en un girón y el olor penetrante del pino se sintió más fresco. Miró a su alrededor, sintió miedo. El cazador de ángeles que pendía de un esquinero de la casa hacía chocar sus pedazos de vidrio dejando oír una melodía aguda. Todo parecía haberse vuelto loco de repente. Con los ojos llorosos recordó a Ernesto. Algo le decía que todo aquel berrinche era fruto de él. Era tiempo de decirle adiós. Sin embargo no podía. Tan solo se limitó a decirle un “hasta pronto”. Apretando fuertemente su abrigo contra el pecho dejó atrás la casa, mientras, rememoró cada uno de los cuarenta y nueve días transcurridos intentando descifrar aquel mensaje final de la leyenda.

No importa el número de días, tampoco importa el corto o largo tiempo que se permanezca junto a quien se ama, tan solo cuenta la intensidad, ayudada por las ganas, el respeto, la pasión y por sobre todo, el amor genuino. Finalmente Julia dejó ir a Ernesto.



FIN.


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sábado, 25 de julio de 2009

49 días (7)



7.

El mundo perceptivo
El capullo


Hay mundos ocultos. Están diseminados por doquier, mostrándose, pero ocultos para nuestros ojos. Tras abrir la puerta Julia se adentró en uno de ellos. Ese mundo era el que Ernesto había habitado en los momentos que lograba evadirse del que ambos conformaban. Aquel hombre galán que compraba el periódico por las mañanas y que sonrientemente mantenía charlas con el viejo Don Julián había impregnado la vida de ella mucho más profundamente de lo que se imaginaba. Aquella casa mantenía un mundo oculto cargado de un montón de recuerdos y vivencias detrás de una frontera que ella jamás había logrado divisar. A través de la ventana los pinos de la casa vecina se balanceaban en un vaivén asincrónico dejando dibujadas sobre el piso sombras vagas. Fotografías colgadas de las paredes marcaban el paso del tiempo. Allí estaban ella, sus hijos, y personas desconocidas que nunca había visto en su vida. En aquella nebulosa donde aquel mundo flotaba, Julia sintió encontrar una parte de aquel Ernesto que amó. Una parte desconocida para ella.

La punta de sus dedos recorrió lentamente la superficie de todas las paredes de la casa. Lentamente recorrió cada centímetro edificado observando todo aquello que estaba sumergido en la quietud ensordecedora de la casa. La muerte, ese temido horizonte para algunos parecía no tener significado dentro de aquel sitio. Ernesto había vivido una vida feliz, mortalmente feliz y había dejado en aquel lugar el eco de su personalidad, pincelazos de sus propias locuras, tal vez sus mismos demonios atrapados. Pequeños molinillos de viento estaban parados sobre una maceta al pie de una de las ventanas. El aire proveniente de la calle los hacía girar como pequeñas ruedas alocadas. Julia sintió la presencia de Ernesto por todo el lugar, a cada instante. Un verdadero amor trasciende las fronteras de la lógica –se dijo, y cerrando sus ojos dejó su cuerpo perceptivo, escuchando todo a su alrededor, sintiendo nuevamente el olor de la piel de él, la suavidad de su barbilla, la textura de sus labios, el sonido de su risa.

Tras pasar la puerta de la buhardilla sintió la misma sensación que la vez que abrió la caja de Raquel. Esa sensación de vértigo atrapado con curiosidad y temor. La buhardilla era pequeña y rebosaba de óleos, marcos viejos de cuadros y bastidores. Cuadros a medio empezar, algunos listos pero sin enmarcar, decenas de fotografías familiares colgadas de las paredes. Fotografías de la misma Julia, desde los comienzos de toda la historia de amor; de los niños y de sus distintas etapas de crecimiento, inclusive una o dos de Lucrecia. Aquel pequeño cuarto parecía un mundo extraído de un libro de fantasía. Estaba lleno de incógnito, atravesado por una honda sensación de desesperación. Cuantas cosas no sabía de él –se dijo Julia- y tras un momento de quedarse parada al lado de los bastidores camino hacia la pequeña ventana de la buhardilla. Las ramas más altas de uno de los pinos del patio rozaban contra el vidrio y el sonido del viento se percibía claramente indicando ausencia y paz. Un tibio sol dibujaba un rectángulo desdibujado sobre el piso de madera y generaba sombras vagas sobre las paredes. Por un momento ella recorrió con la mirada todo el lugar, tramo a tramo, sintiendo en su interior cómo habría sido un día en donde él estuviese allí, en ese mundo tan personal, en esa otra realidad que le permitía escapar de la realidad de ambos. Un fuerte olor a pino se coló por la ventana. Abrió los postigos y dejó que el aire de la tarde y el aroma del pino inundaran la buhardilla. Desde abajo subía el ruido de los molinillos de viento jugando con la corriente de aire. El ambiente comenzó a enfriarse y ella se arropó firmemente. La casa del vecino parecía abandonada y el anciano nuevamente estaba sentado debajo del pino observando su tronco. Aquel extraño lugar parecía dormir un descanso eterno, alejado del resto de los mundos en los cuales las personas comunes vivían.

Dentro de uno de los cajones del escritorio había un puñado de cartas prolijamente escritas. Julia temerosamente abrió uno de los sobres y tomando el papel de adentro comenzó a leerla con la misma sensación de miedo de estar parada al borde de un abismo. Se quitó los guantes y acarició el papel sintiendo la suavidad y reviviendo las manos de Ernesto tocándolo. Era una carta de amor, para ella. Una carta que jamás él le había entregado. Una carta escrita en aquellos meses donde ambos se habían extrañado pero jamás se habían dicho nada al volver a reencontrarse. Ahora, después de tanto tiempo y de la eterna ausencia de él, la carta había llegado por fin a su destino. Revisó las demás. Todas eran de amor. Un Ernesto culpable y rememorativo de los buenos tiempos dejaba en palabras sobre el papel todo su interior. Las lágrimas poco a poco fueron recorriendo el rostro marcado por arrugas de Julia. Las ramas del pino seguía acariciando los vidrios y el aroma se hacía más y más profundo. Mi querido Ernesto –sollozó- y dejando caer las cartas sobre el escritorio exhaló un hondo suspiro. A veces el amor tiende a ocultar mensajes que nunca llegaran a destino, gritos de desesperación en habitaciones sin oídos, escenas de súplica detrás de murallas altivas, y es cuando eso sucede que la sensación de impotencia se apodera de la persona volviéndola un capullo inexplorado e imposible de abrir. Ernesto había sido una mariposa que durante once meses había estado dentro de una crisálida respirando amor, viviendo amor y sufriendo por ello.

Ese día terminó, y el día número cuarenta y nueve amanecía.

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Bebe, "No más llorá", del album "Y."

martes, 21 de julio de 2009

49 días (6)



6.

El pequeño sol
El increíble interrogante de quién realmente somos



Los días pasan y parte de nosotros se va con ellos. Invisiblemente, casi imperceptiblemente a no ser porque la piel, la carne y los cabellos lo exteriorizan. Cada vez que Julia se miraba en un espejo pensaba así. El otoño estaba a medio extinguirse, ya casi en su último halito cuando cayó en la cuenta que tan solo faltaban un par de días para cumplirse los cuarenta y nueve días de la muerte de su esposo. Cada vez que miraba un almanaque, estuviese donde estuviese, recordaba aquella carta de Raquel y la leyenda de los días. Se sentía un tanto estúpida de pensar que aquello pudiera ser así, Ernesto no estaba más, se había marchado, su cuerpo yacía varios metros debajo de la tierra en un cementerio plagado de pinos, pero no obstante otra parte de su interior aún seguía alimentando una utópica idea de que llegado el día número cuarenta y nueve su amado hombre le diera alguna señal de partida. Sus familiares casi no se percataban de situaciones anormales en su conducta. Ella jugaba normalmente con sus nietos, charlaba con sus nueras y mantenía ese dialogo fluido con sus hijos que tanto hincapié hizo para sostenerlo durante toda su vida. La familia, ese núcleo primario, giraba en torno a ella. Similar a un pequeño sol, con su débil luz, ella aún seguía irradiando a quienes alumbraba. Así, Julia continuaba su vida.

Dentro de su habitación, en la caja de madera, las llaves aún estaban esperándola. Había momentos que la curiosidad era fuerte y tendía a dominarla, no obstante ella se aguantaba y no se atrevía a usarlas. Su hijo mayor había conseguido la dirección de una casa que estaba a nombre de su abuelo paterno. Julia nunca supo de ello. Tampoco se imaginaba porqué Ernesto nunca se lo había contado. Todos tenemos secretos y algunos se llevan hasta la tumba –pensaba. Mientras, aún teniendo la dirección de aquella casa no se atrevía a ir. Sabía, o mejor dicho suponía, que en aquel lugar encontraría tal vez cosas que no le gustaría ver porque muy probablemente le hablaran de una faceta de Ernesto desconocida por ella, o bien de un Ernesto completamente distinto al que ella sintió y vivió durante años. Increíblemente las personas tienden a tener un lado oscuro, al cual el único sol que lo alumbra es el de su propia conciencia. Abrió la caja y tomó las llaves. Miró por la ventana y vio jugando a sus nietos en el jardín. Volvió a mirar las llaves y pensó cuántos secretos ellas dejarían al descubierto; inmediatamente recordó aquellos encuentros en la cerca entre su Ernesto y la jovencita Lucrecia. Imaginó a su esposo hablarle a aquella niña como a una hija, contarle cosas que tal vez él escondía y que vaya a saber porqué motivo nunca le había contado. De a poco la muralla que mantenía aislada a la curiosidad de su conciencia se fue desmoronando. Apretó fuerte las llaves en su mano y tomó la decisión. Debía conocer aquel lugar.

Lentamente el taxi ingresó al barrio. Julia estaba muy nerviosa. Las palmas de sus manos estaban sudadas. El automóvil estacionó frente a una pequeña casa, con techo de dos aguas de chapas acanaladas. Un bonito rosedal bordeaba todo el frente. Un jardín descuidado era el primer impacto, lo que recibía no felizmente a quién tuviera intenciones de acercarse a la casa. A simple vista se percibía el abandono del lugar. Le pagó al taxista y se quedó parada en la vereda mientras el automóvil lentamente se alejaba del lugar. Durante un par de minutos permaneció inmóvil, solamente seducida por la visión de lugar. Inexplicablemente percibía la presencia de él. Algo, no sabía cómo exteriorizarlo, le hablaba de que él también estaba allí. Miró a su alrededor, el barrio estaba tranquilo, desierto. Era la hora de la siesta de un día nublado. En un barrio así, en donde todo el mundo permanece descansando a esa hora, no era rara aquella soledad opresiva. Delante de ella una diminuta puerta de madera y alambres dividía el espacio que ocupaba la casa del resto del mundo. Abrió la puerta y caminó por el corto camino serpenteante hasta detenerse en las escalinatas de la casa. Cuando estuvo a punto de tomar la fina cadena de una campana de recepción se percató que la casa tenía una entrada lateral. Caminó lentamente hasta allí y observó un enorme patio, con una hermosa hojarasca cubriéndolo. Unos cuantos pinos se mecían bajo el cielo encapotado. Cientos de hojas deambulaban de acá para allá sin que nadie le impartiese una orden o un orden. Caminó hasta el patio. Nada bloqueaba el camino.

Una cerca de alambre dividía aquella casa de la del vecino. En la casa vecina, en un banco de madera y debajo de un pino, un anciano fumaba un cigarrillo con la mirada perdida en el tronco del árbol como estudiando quién de los dos había vivido más tiempo. Julia se acercó a él y desde detrás de la cerca lo observó por un instante en silencio. El anciano parecía no percatarse de la existencia de Julia.

- Buenos días señor, disculpe mi interrupción –dijo Julia- ¿tiene idea quién es el propietario de ésta casa?
- Todo el mundo muere –dijo el anciano inclinando levemente la mirada hacia ella.

Julia se sobresaltó por aquella respuesta. El tono de aquel anciano era formal, duro, carente de todo tipo de calidez. Parecía provenir de alguien que solo dejaba fluir las palabras sin tener idea del peso de las mismas.

- Toda persona tiene que morir un día u otro –añadió.
- ¿Perdón?, no le entiendo.
- Me refiero a Ernesto, Julia.
- ¿Usted me conoce a mí?
- No, nunca la había visto en mi vida, no obstante no me ha sido difícil reconocerla. Ernesto la ha descripto a la perfección. Él siempre me hablaba de usted.

Por un instante Julia se sintió entumecida. Dentro de su cabeza un montón de interrogantes se lanzaron en una carrera alocada mareándola y dejándola expuesta a sus sentimientos más agresivos. De la nada, después de la muerte de Ernesto, distintas personas habían aparecido hablándole de un hombre que parecía tener una vida que ella no conocía y de la cual jamás se había percatado. Todo giraba en sentido contrario, el mareo le continuó por un buen rato. Aferrada a la cerca aguardó un instante hasta recomponerse.

Después de aquel corto exordio ella levantó la cabeza intentando seguir preguntándole cosas al anciano pero él ya se había marchado. Ya no estaba. Abrumada volvió por el camino lateral de la casa. Parada en las escaleras del frente sintió que aquella casa encerraba tal vez mundos misteriosos y sabía que una vez cruzara su puerta tal vez ya nada sería idéntico a cómo lo recordaba. Una fuerte oleada de viento jugó con la hojarasca, la levantó bien alto y la dejó posarse lentamente en el suelo. Aquello llamó la atención de Julia. Faltaba un día para el número cuarenta y nueve. Muchas cosas habían pasado en aquellos cuarenta y ocho días. Tantas que había momentos que se preguntaba quién era realmente ella y quién había sido realmente Ernesto. Tomó la llave, la introdujo en la puerta, la giró dos veces, asió el pomo y dio el primer paso hacia una nueva etapa de su vida a tan solo horas del día marcado.


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jueves, 16 de julio de 2009

49 días (5)






5.


Autobuses amarillos
Galaxias lejanas


Al salir a la puerta de calle vio una fila de autobuses escolares. Estaban parados a orilla de la acera. Todos amarillos, todos enormes. Se asemejaban a un largo gusano amarillo de alguna isla exótica, de algún trópico, de algún planeta, de alguna galaxia. Los autobuses estaban allí, vacíos, sin niños dentro, tan solo estacionados como si alguien los hubiese abandonado a su suerte y la risa de los niños aún deambularan por sus pasillos. Por un instante Julia los contempló con admiración. Algún que otro recuerdo sobre sus hijos y los momentos escolares comenzaron a aflorar en su mente. Las veces que Ernesto acompañaba a los niños a esperar el autobús y ella los miraba desde la ventana pensando en esa perfección absoluta que su propia vida tenía. Los atardeceres calmos y rojizos del otoño, los niños corriendo desesperadamente al bajarse del autobús y chocar violentamente contra su regazo y rodeándola con un abrazo cálido mientras sus mejillas frías acusaban el efecto del clima. Era increíble cómo los momentos de una vida parecen escribir páginas de un libro. Así sintió Julia aquel día. Caminó a la par de los autobuses mirándolos de reojo y tras alejarse de ellos aún los recuerdos de su juventud y la niñez de sus hijos le rondaban por su cabeza. Como si aquellas moles amarillas hubieran abierto una pequeña rendija en su memoria donde los recuerdos comenzaban a desparramarse como un aceite pesado y viscoso.

Tras un par de cuadras decidió sentarse en la plaza. Cansada, los años pesan –se dijo-, decidió disfrutar un momento del bullicio. Niños corrían de aquí para allá, jugaban en toboganes, andaban en bicicletas. Parejas de enamorados caminaban de la mano, alguno que otro anciano daba vueltas en círculo en la plaza intentando matar el aburrimiento y sosegar la vejez. Cada cosa era motivo digno de admiración, y ella lo tomaba así, con calma, y escudriñaba minuciosamente el hecho. Por un instante pensó en los días de su viudez. Ya iba casi un mes. Treinta días sin Ernesto y así mismo parecía una verdadera eternidad. Ya no borraba los días en el almanaque, lo hacía en su interior. Día tras día al levantarse sabía que el día número 49 estaba cada vez más cercano, casi a la vuelta de la esquina. Ese día tal vez invisiblemente él partiría definitivamente de su lado. Esa sensación de pérdida la oprimía y la angustiaba en demasía. Contempló a una niña jugar con su cachorro y eso la enterneció. Julia no había olvidado las bondades de la vida ni tampoco apreciar lo bonito y lo alegre que desprenden las pequeñas cosas, esas mismas que muchas veces parecen tontas o carentes de importancia. Un joven se acercó a su lado y se sentó displicentemente en el balcón donde ella estaba sentada. Tomó un libro de su mochila y se echó a leer. Aquella acción del joven la tomó de sorpresa.

- ¿Qué lees jovencito? –le preguntó.
- Una novela, ficción.
- Parece interesante, ¿no?
- Sí, hace poco empecé a leerla pero la verdad me tiene atrapado, así que en mi horario de almuerzo me vengo a la plaza, como un sándwich y leo.

Julia le sonrió. Fue un momento en que todo parecía paralizado en la plaza. El joven parecía inmóvil con su libro en las manos, los niños que correteaban de aquí para allá parecían suspendidos en el tiempo, nada parecía moverse y todo parecía ir contra las reglas de la gravedad. Al principio se asustó, pero luego sintió que tal vez aquello era la oportunidad para poder dejarse hacer lo que le viniera en gana, lo que nunca se atrevía hacer y que muchas veces Ernesto le reprochaba. Es que tú nunca haces nada fuera de lo rutinario Julia –solía decirle él. No es que no me guste sino que muchas veces no sé qué hacer mi amor, a veces me parece que si hiciera lo que siento, lo que se me ocurre hacer, todo el mundo se reirá de mí, ¿me entiendes? –respondía ella. Levantándose del banco se dirigió al césped, se arrodilló y se recostó sobre él extendiendo sus piernas y sus brazos. Enfocó el cielo, el sol le daba de lleno en la cara. Cerró los ojos por un momento y un profundo silencio parecía ingresarle lentamente por los oídos y recorrerla por completo. Aquel silencio cargaba paz. Se sentía como el suave susurro de un campo lleno de molinos eólicos trabajando en armonía. El viento recorriendo las aspas de los molinos tan solo dejaba sentir un breve silbido que brindaba una sensación placentera al escucharlo. El césped se sentía perfectamente húmedo y vivo. Con ambas manos aprisionó entre sus dedos un puñado de él y se aferró sin soltarlo. Ahí estaba, haciendo algo que deseaba, lo que su interior le dictaba, lo que tantas veces Ernesto le había inducido hacer, y sin miedos, tan solo dejándose llevar por lo que su interior le dictaba.

- Señora, ¿está bien? –preguntó el joven lector.

Julia lentamente abrió los ojos. A su alrededor un manojo de niños estaban abarrotados mirándola con sus ojos abiertos a mas no poder. El joven estaba en cuclillas a su lado con cara de susto.

- Sí, estoy magníficamente bien.

Al regresar a su casa los autobuses amarillos habían partido. Tal vez en ese momento estarían visitando alguna galaxia de las que ella ya regresaba.

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Athlete, "Fliying Over Bus Stops", del albúm "Beyond The Neighbourhood"

martes, 14 de julio de 2009

49 días (4)


4.


La casa de campo
Las llaves


El tercer domingo después del funeral, ya casi veintidós días después, Julia sintió la necesidad de volver al cementerio parque. Esa mañana de domingo se levantó, se puso el vestido que más le agradaba a él y caminó hasta el cementerio. No quiso que nadie la llevara, tan solo quería caminar y no pensar en nada. De alguna manera el caminar oxigenaba su interior, la envolvía y la llevaba hasta un páramo donde los recuerdos no la lastimaban y donde la ausencia de Ernesto solo se manifestaba como un bello recuerdo. Muy despacio, paso a paso, las calles fueron pasando debajo de sus pies una tras otra liberándose de tensiones y de angustias, tan solo liberaba su mente y se perdía habitando en aquel páramo. El frío y un cielo gris plomo amenazante dieron a esa mañana una tristeza palpable, casi lastimera. Al llegar al cementerio traspasó los primeros pinos y enfiló hacia el claro en donde estaba la tumba de su esposo. Un movimiento frenético y constante acusaban las hojas de las copas más altas de los árboles. Algún que otro pájaro cantaba desde su nido y una poderosa sensación cargada de soledad y ausencia llenó por un instante cada rincón de aquel vergel eterno. Faltando poco observó que frente a la tumba había alguien. Era Lucrecia, la joven vecina.

- ¡Qué sorpresa niña!, ¿qué haces tú aquí? –dijo animadamente Julia.
- Hola señora Julia. Nada, o mejor dicho, sí, algo estoy haciendo, claro. No lo sé, anoche estaba junto a la cerca y un recuerdo fuerte del señor Ernesto vino a mi mente y fue entonces que decidí venir al cementerio. Supuse que éste lugar sería lo más cerca que podría estar de él, y que tal vez él quisiera que yo estuviera aquí, tal como lo hacíamos las noches que nos juntábamos a la orilla de la cerca.
La niña permanecía en cuclillas frente a la tumba y tan solo había girado su cuello para mirar a Julia.
- Qué lindo gesto Lucrecia. Seguramente Ernesto se pondría feliz de verte aquí. Yo también he tenido la necesidad de venir. Aquí me siento tranquila, y siento que su presencia flota por estos lugares, por eso la necesidad de estar aquí.
- Sí, es lindo estar aquí, en silencio, rodeada por la naturaleza y pensando que nuestro ser querido también disfruta junto a nosotras. Me gusta mucho el olor que despiden los pinos y cómo el viento al soplar y pasar por las ramas deja un sonido envolvente que estremece. Ese sonido me hace recordar a los pinos de la casa de campo de Don Ernesto.
- ¿Casa de campo? –preguntó Julia un tanto desorientada.
- Sí, la casa de campo de ustedes.
- No, niña. Es que no tenemos casa de campo, nunca la tuvimos y nunca estuvo en nuestros planes tener una.
- Qué raro… Don Ernesto por las noches solía contarme que cuando se sentía agobiado por los problemas o tenía ganas de pintar o de escribir solía irse en su automóvil a ese lugar.

Julia no dejaba de salir de su asombro. Todo era muy confuso. Muchas preguntas sin respuesta se empezaron a colar en su mente como nubes de algodón colgando de su materia gris. Unos nubarrones negruzcos oscurecieron aún más el domingo, y ambas mujeres, en silencio, permanecieron contemplando la lápida mientras cada una, en sus respectivos mundos, recordaban al difunto.

Al volver del cementerio, justo en medio del camino, Julia recordó el día que Ernesto y ella habían discutido y él se había marchado. El haber encontrado aquellas viejas polaroids había abierto una brecha en su memoria desde donde brotaban recuerdos de toda índole produciéndole distintos tipos de sensaciones. Sin tomar nada de la casa él se había marchado. Nunca habían vuelto a hablar sobre dónde había estado él aquellos once meses que se había ausentado, ni qué había hecho de su vida. Todo había quedado sumido en el más absoluto silencio como si fuese un pacto de hermetismo el que se debía cumplir sin más. Durante aquella época él solo se limitaba a depositar en el banco mes a mes casi todo su sueldo quedándose tan solo con un resto para sus gastos. El orgullo de Julia era más fuerte que su lado sensible y hasta que él no tomó la iniciativa de volver ella jamás volvió a mencionar su nombre ante nadie. El día de su retorno él se paró delante del tejido mosquitero de la puerta del patio y e quedó mirándola a través de los cientos de cuadraditos diminutos. Los niños estaban en la escuela. Solo estaban ellos dos, sin hablar, observándose, y viendo cómo después de once meses aún sentían esa misma voz invisible que los invitaba a seguir unidos.

Ese día ella cocinó el plato preferido de él. Se peinó y se puso su mejor vestido. Los niños estaban felices. La depresión de once meses había quedado en el olvido, tal como si nunca hubiese pasado nada. En la mesa, mientras almorzaban, las miradas cubrían todo el espectro.

- Los eché de menos –dijo él.
- Nosotros también –respondió ella acompañando las palabras con una leve sonrisa.


Tras recordar aquel momento una imagen le vino inmediatamente a la cabeza. Un par de llaves que Ernesto aquel día le entregó y dejó encargado que ella guardara. El lugar seguro era la caja de madera de Raquel. Allí estaban aquellas llaves de las cuales ella jamás se preguntó de qué serían. Tal vez sean de una casa de campo –se dijo, y se propuso buscarlas ni bien llegara a la casa.

Unas gotas comenzaron a caer, días de lluvia se avecinaban.

viernes, 10 de julio de 2009

49 días (3)




3.


La lejana estrella donde habita un alma
Polaroid
s


Después de aquella tarde cargada de recuerdos Julia decidió no entristecerse. Recordó la alegría que siempre Ernesto tenía para con ella y para con todas las personas que circulaban a su alrededor. Él jamás hubiera permitido una lágrima en su mejilla por su ausencia. Por la mañana tras levantarse tomó un calendario de pared y contando cuarenta y ocho días redondeó el número cuarenta y nueve con un fibrón. Por un instante se quedó contemplando el círculo mientras por su mente pasaban recuerdos como burbujas flotando por el aire. El día marcado en el almanaque era el 17 de junio. Ese mismo día Ernesto partiría para siempre.

Invisiblemente la vida no parecía la misma. Nunca se había planteado la posibilidad que su esposo partiera antes que ella de esta vida. Sin embargo ahora era una realidad. Ella había quedado y él había partido. Durante todas las noches de los cuarenta y nueve días Julia se sentó en su silla mecedora bajo la galería del patio. La vieja parra dejaba colarse los destellos de luna noche tras noche, y ella, con la mirada perdida en el cielo, permitía que su corazón se estrujase y añorara a su esposo. La muerte es así –se decía- nos arrebata físicamente pero seguramente nos permite vivir en otro lugar, más bonito, con una nueva vida y tal vez eternamente.

Sus nietos la visitaban a diario, sus hijos también. Jamás estaba sola, salvo cuando ella buscaba la soledad por las noches o cuando salía a dar algún paseo por las tardes. A medida que los días pasaban marcaba con una cruz el día pasado en el calendario y volvía a pensar una y otra vez en aquella historia esperanzadora que su difunta hermana había escrito.

Una noche soñó. Ernesto aparecía al pie de su cama y acariciaba su pelo mientras ella dormía. Le susurraba al oído que no sufriera más por él, que él estaba bien, que ahora todo era nuevo y bello y que él vendría a buscarla cuando fuera el momento justo. Despertó asustada en medio de la noche. Fuera el cielo era de un profundo azul oscuro y los arbustos del jardín se mecían bruscamente por un viento norte. Tomó su manta, la puso en su espalda y salió al jardín. Un viento helado la recibió. Lentamente camino bajo la luz de luna en la oscuridad. Aquel sueño la había dejado nerviosa y temerosa. ¿Podría ser que Ernesto quisiera decirle algo?, ¿sería aquel un mensaje real para ella?, ¿o tan solo sería una treta de su subconsciente? Demasiadas preguntas, se decía.

- Señora Julia, ¿es usted? –preguntó una voz detrás de la cerca del jardín.
Temerosamente Julia observó en la oscuridad y pudo lentamente delinear el rostro de la jovencita hija de sus vecinos.
- ¿Eres tú Lucrecia?
- Sí señora Julia, soy yo.
- ¿Y qué haces aún levantada a esta hora de la madrugada y tras la cerca, niña?
- Nada. Fumo, miro el cielo y leo.
- Eres muy jovencita para fumar Lucrecia. Deberías estar durmiendo ya. Tus padres seguramente no saben que estás aquí afuera, ¿no?
- No, no lo saben. Además no me lo permitirían. Por eso cuando se van a dormir salgo por la ventana de mi habitación y me siento aquí, a la orilla de la cerca, a fumar y leer.

Julia dejó salir una pequeña sonrisa después de mucho tiempo. Contempló la frescura de Lucrecia que bajo la luz plateada de la luna parecía un minúsculo ser cargado de vida.

- Señora Julia, ¿puedo preguntarle algo?
- Claro hija, claro que puedes. Dime.
- ¿Extraña al señor Ernesto?
- Mucho. Tal vez demasiado.
- Yo también lo extraño. Éramos buenos amigos.
- Ah, ¿sí?, no lo sabía. Así que tú y mi Ernesto eran buenos amigos. Me alegra saberlo Lucrecia.
- Sí. Algunas veces el señor Ernesto salía a caminar por las noches. Él decía que usted dormía profundamente y no se daba cuenta que él salía a caminar. Él había descubierto mi lugar secreto y cuando salía por la noche nos encontrábamos detrás de la cerca.
- ¿Y qué hacían?
- Hablábamos. Él me contaba historias, o me hablaba de pasajes sobre los libros que leía. Me contaba de lo feliz que era con usted, de la alegría que sentía al tener tantos nietos. También me retaba cuando me encontraba fumando, así, como lo hizo usted ahora. Nos llevábamos bien. Yo también lo echo de menos.

Ambas callaron por un instante.

Julia cruzó la manta sobre sus hombros y volvió a su habitación dejando a Lucrecia en la cerca. Se sentó en la cama y volvió a contemplar el cielo, el mismo cielo que miraba Lucrecia. Ambas, en la madrugada, miraban las estrellas como intentando descifrar en cual de todas ellas podía habitar un alma.

Después de diez días todo alrededor de la vida de Julia parecía haber vuelto a una normalidad extraña para ella pero conocida para todas las personas que giraban en torno a su vida. No había pasado un solo día que ella no recordara a Ernesto. Esa mañana, la del décimo día luego del funeral, mientras acomodaba la ropa de Ernesto en el placar encontró las viejas fotografías. Sacadas con una vieja polaroid, ahí estaban todas, atadas con una bandita elástica y casi en el olvido. Muchas estaban partidas en dos y pegadas con cinta transparente. Otras dobladas y algunas con tachones de lapicera. Aquel montón de recuerdos afloró lágrimas en los ojos de Julia y una terrible opresión en su pecho. Tomó aire inhalando profundamente. Presionó con fuerza el manojo de fotografías contra su pecho y por un momento se trasladó en el tiempo llegando hasta el día en que aquellas fotografías no estaban rotas y eran sinónimo de felicidad. Ese día fue un día que nunca pudo olvidar. Los niños estaban en la escuela y Ernesto había llegado del trabajo cansado y malhumorado. La discusión había comenzado en la cocina y se había trasladado a todos los rincones de la casa. Él escapándole a la situación y ella por detrás intentando llegar a un entendimiento. Luego, los gritos, la bronca, las lágrimas y el portazo de Ernesto largándose de la casa. En ese momento las fotografías fueron el blanco fácil de la ira. Una a una las rompió, las dobló o simplemente tachó el rostro de su esposo. Entre lágrimas y bronca escribía para un futuro un momento en sus vidas. La separación duró once meses, y luego volvió la calma. Nunca más se volvieron a separar; sin embargo, en aquel manojo de fotografías había quedado atrapado un tiempo amargo del cual ninguno de los dos quiso volver a hablar ni recordar. Haber encontrado las fotografías en el placar esa mañana reavivó una herida que parecía cerrada. Pensó en ese instante en él y se imaginó recordando el mismo momento junto a ella. Entristeció. Y volviste a dejarme –susurró.


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Kt Tunstall cover de Radiohead, "Fake Plastic Tree", del albúm "The Bends"

domingo, 5 de julio de 2009

49 días (2)




2.


La caja de madera

49 días
El paseo de los Tilos



Cuando Julia volvió del funeral cerró la puerta de su habitación lentamente, casi sin hacer ruido. En la casa los familiares la miraban de soslayo interesándose tal vez por su corazón o por algún disgusto súbito que le arrancase el último hálito de vida para llevarla al lado de su amado. Pero nada de eso pasó. Lentamente se sentó sobre el borde de la cama y observó por la ventana de su habitación cómo aquel atardecer frío de abril comenzaba a extinguirse. Todo se extingue, tarde o temprano todo se extingue –susurró para sus adentros- y así permaneció inmóvil por un buen rato. En realidad nada aplaca el dolor de una pérdida sentimental, y más cuando la unión con la persona ha permanecido por años. Sin embargo, Julia lo tomó con altivez, con pocas lágrimas y conteniendo la opresión de su pecho. Cuando el sol se había ocultado encendió el velador que reposaba sobre la mesa de luz y tomó del cajón de ésta una vieja caja de madera decorada con increíbles dibujos. Su mano recorrió lentamente la tapa y la punta de sus dedos recorrieron las líneas y contornos de los dibujos tallados. Inmediatamente apretó fuertemente la caja contra su pecho y estalló en un sollozo incontenible, cargado de recuerdos y sensaciones que aún habitaban dentro de ella.

Ernesto había sido la increíble luz que la mantuvo iluminada y cálida durante casi toda su vida, pero en antaño, cuando Julia era una niña alguien más había existido dándole forma a casi toda su niñez, su hermana Raquel. Julia y Raquel eran hermanas mellizas. No solo compartían desde juguetes hasta sus prendas, sino que también se complementaban a la perfección en sus formas más íntimas. Raquel era una niña introvertida y Julia todo lo contrario. Raquel era sumamente inteligente y gustaba de resolver acertijos y crucigramas. Solía pasar horas tirada sobre el césped dibujando o resolviendo acertijos y crucigramas en revistas de entretenimiento. A Julia aquello le parecía algo fascinante. La inteligencia de su hermana la deslumbraba y ciertamente la hacía admirarla. A su vez Raquel envidiaba sanamente la manera en que su hermana se comunicaba con las personas y cómo éstas recibían con beneplácito esa comunicación. Es que no todos somos iguales –siempre pensaba Raquel e intentaba nivelar con ello el lado que ella consideraba débil en su personalidad. Y tenía mucha razón, pues si bien ambas hermanas eran distintas, el vínculo de hermandad era tan profundo que muchas veces pensaban que más que mellizas debían de ser gemelas. En una clase de manualidades Raquel diseñó una caja de madera y hábilmente talló dibujos pictóricos en su tapa. Días anteriores había visto aquellos dibujos en una enciclopedia en la biblioteca y le habían fascinado, así que al momento de la decoración de la caja no dudó en imitar aquellos pictogramas. Al llegar de la escuela corrió al cuarto donde Julia descansaba y colocó la caja de madera en su regazo.

- Es para ti Julia –le dijo sonriendo.
- ¿Para mí?, ¿en serio?
- ¡Claro!, es que tú eres mi hermana preferida, hasta ahora… si tenemos otro hermano o hermana no lo sé, pero hasta ahora lo eres y entonces ¿a quién mejor que tú para obsequiarle mis cosas?
- Pues, tú tienes amigas Raquel. Está Mercedes, la hija del verdulero, o Ivana, la hija de la señorita directora. Ellas te quieren mucho también.
- Lo sé. Pero yo quiero que tú tengas esta caja. Y una cosa más, dentro de la caja hay otro regalo más para ti.

Entonces Julia lentamente levantó la tapa y observó que dentro de la caja había un pequeño sobre. Lo tomó y lo abrió. Dentro, había escrito de puño y letra de Raquel un texto que nunca más olvidaría.

“Querida hermana:

Hoy estando en clases la señorita de literatura nos contó una bonita leyenda. Era una leyenda de enamorados. Todas nosotras permanecimos calladas mientras ella nos deleitaba con la historia. Yo no pude contener mis lágrimas, me fue imposible. No sé si fue por el silencio reinante en la clase o por cómo la señorita contaba la historia, pero todas en un momento dado lloramos. Si nos hubieras visto te hubieras reído. Parecíamos tan tontas. Al salir de clases tomé lápiz y papel y anoté la historia como la recordaba. Seguramente algunas partes me las salteé, pero la esencia, el núcleo de la historia se mantiene vivo en este texto que estás leyendo. Decidí escribirlo y guardarlo en la caja de madera que ahora estoy diseñando en mis clases de manualidades y pienso regalártelo junto con ella para que siempre guardes tus tesoros allí.

La leyenda que la señorita nos contó habla de una joven princesa que se enamoró de un pordiosero. La corte de su reinado se oponía a aquel compromiso pero el amor que ella sentía por él era demasiado grande así que ordenó cambiar las leyes. Se casaron y convivieron un tiempo en su palacio, pero cierto día la guerra acechaba y el joven rey tuvo que partir a batallar. Desde el día que partió las estaciones del año se sucedieron una tras otra, año tras año. La guerra había terminado y nadie supo qué había pasado con el rey. Los generales y soldados que lucharon a la par de él dijeron que se había internado a luchar en el medio del campo de batalla y que después no lo volvieron a ver. Su cuerpo jamás apareció entre los muertos del campo. La joven reina entristeció muchísimo. Sin embargo recordó unas palabras de su difunta madre, “hija, cuando alguien amado parte de éste mundo al cabo del día número 49 de haberse ido también lo hará su alma; mientras tanto su alma, aún enamorada, permanecerá flotando a tú alrededor intentando aplacar las penas y el gran dolor causado”

Desde ese momento la joven reina supo que su amado la acompañaría 49 días hasta irse completamente su alma de este mundo. Durante ese lapso de tiempo la reina recordó profundamente todos los hermosos momentos vividos con el joven rey. Cantó las canciones que a él le gustaban, recorrió los valles que juntos transitaban, escribió poemas para él, y se rodeó de todas las personas que amaron en vida al rey absorbiendo cada palabra y cada detalle que hablara de las bondades de su esposo fallecido. El día número 49, una fuerte ráfaga de viento se coló en la habitación de la reina despertándola. Asustada miró hacia la ventana y difusamente la silueta del joven rey se dibujó. Él le sonrió y con una mano extendida le hizo un gesto de que ya era libre y que él debía partir. Una lágrima recorrió la mejilla de la joven reina pero en ese preciso momento sintió que parte de ella se desprendía de su cuerpo y flotaba en la habitación. Una luz cegadora iluminó de repente todo el ámbito y la figura desdibujada del joven rey se unió a la luz desapareciendo completamente. La habitación volvió a la normalidad y la joven reina supo que ahora sí el alma de su amado había pasado a otro plano y que ya su corazón era libre. Pensó que parte de su propia alma había acompañado en aquel viaje luminoso al joven rey, y con eso se sintió vivir nuevamente.


Querida hermana, espero que este texto te guste tanto como a mí. Guárdalo siempre contigo. ¿No te parece una bonita forma de pensar a alguien que has amado y haya muerto?, a mí me lo parece.

Raquel.”


El día que Ernesto se atrevió a hablar a Julia llovió, pero inmediatamente salió el sol. Ese tipo de transiciones parecía ser común en la vida de ambos. Nada era gris, más bien todo tomaba cierta polaridad, o blanco o negro, tonos medios, nunca. Fue un día de semana que ambos coincidieron en el puesto de diarios de Don Julián. Nerviosamente se miraron entrecortadamente hasta que poco a poco cada uno fue rindiéndose a la mirada del otro y dejando que las sonrisas tomaran el verdadero protagonismo. Ernesto la invitó a tomar un paseo, de manera desinteresada -le aclaró. Ella accedió sonriente. Caminaron rumbo al viejo camino del paseo de los tilos, vecino a la ciudad. Hojas amarillentas estaban desparramadas por doquier dando una visión única y haciendo pensar que un hermoso manto amarillento se había tendido por sobre el camino para que ellos transitaran sobre él. Intercambiaron sonrisas, palabras, hablaron de libros, de sus familias, de lo que deseaban en la vida. De a ratos enmudecían y luego terminaban riendo nerviosamente ambos como si cada uno pillara al otro en ese juego invisible de la atracción. Al llegar al área de los bancos se sentaron sobre uno bastante alejado. La tarde se sentía magnífica y ambos irradiaban felicidad. Aquellos encuentros de miradas que durante tanto tiempo habían llevado a cabo entre ambos ahora se habían plasmado en una realidad casi inesperada, ambos se tenían uno al lado del otro y tan solo dejaban paso al remolino de emociones que interiormente sentían.
Ernesto tomó su mano y nerviosamente ella lo miró hasta que sin pensarlo ambos se fundieron en un beso fugaz pero tremendamente poderoso que nunca olvidarían. Hay momentos que escriben historias en un corazón. Esos momentos son los que se saborean plenamente y que no pueden estar guardados en ningún otro lugar más que en el interior de nuestro propio ser. Ambos, guardaron aquel momento por el resto de sus vidas.


Cuando el sol lanzó los primeros destellos, Julia despertó. Había quedado dormida sobre la cama con la caja de madera a su lado. Sin moverse miró como un joven sol anunciaba un nuevo día. Acarició la tapa de caja y la colocó nuevamente en su mesa de luz. Corrió las cortinas, abrió la ventana y dejó que el aire fresco y húmedo de la mañana se colara en toda la habitación. Imaginó la habitación de la princesa. Recordó el texto de Raquel y dando un suspiro largo y hondo susurró, “49 días… Ernesto… nos quedan 49 días”.



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Youme, "Knockin' On Heaven's Door", del soundtrack del film "Windstruck"

miércoles, 1 de julio de 2009

49 días (1.)






1.

El saludo

Los dedos meñiques

La muerte



Cada mañana antes de abrir los ojos Julia recordaba los momentos más emotivos de su vida. Lo hacía como una especie de ritual, sintiéndose cómoda con ello. Apretaba sus párpados fuertemente obligando a su mente a sacar de los viejos cajones momentos felices que la hicieran tener ganas de vivir un día más. Increíblemente cada mañana lo lograba. Algunas veces lograba recordar escenas de muchísimos años atrás, de tal manera que hasta le parecía increíble que fuera ella quien los había vivido. Al abrir los ojos por lo general era con una sonrisa; sin embargo algunos de los recuerdos la emocionaban tanto que una que otra lágrima se escapaba mejilla abajo. Se enderezaba en la cama, corría las sábanas, calzaba sus pantuflas y muy despacio caminaba hasta la pequeña ventana que comunicaba su habitación con el mundo exterior. Una diminuta cortina florida dejaba pasar la luz solar. Corriéndola daba paso a la vida, a la nueva vida que cada mañana Julia volvía a sentirse vivir.


En la primavera de 1954 Julia conoció a Ernesto. Él era un empleado bancario, soltero, y vecino de su barrio. Julia vivía en un barrio humilde, de casas bajas y de gente trabajadora. Cada mañana antes de ir a trabajar Ernesto tenía la costumbre de pasar por en frente de la casa de Julia y comprar el diario en el puesto del barrio. Una mañana, mientras Julia barría la vereda por orden de su madre, Ernesto reparó en ella y con un gesto de caballerosidad inclinó su sombrero. Ella se sintió especial por un momento. Sintió que todo el universo había alineado las estrellas en dirección a ella. Aquel hombre, el que todas las mañanas religiosamente compraba el diario en frente de su casa, la había saludado e inesperadamente a ella ese saludo le había gustado. Más bien, le había encantado. Ernesto prosiguió camino al Banco y ella siguió barriendo, pero desde aquel día cada mañana ya no sería como la anterior; al contrario, cada mañana la ansiedad por ver nuevamente al hombre del sombrero se acrecentaba. Julián Domínguez era el dueño del puesto de diarios. Don Julián lo llamaban todos en el barrio. Un tipo barrigón, con grandes bigotes y una exquisita tonada italiana. Don Julián había percibido ciertas conductas en aquellos dos individuos, pues era evidente que la mujercita vecina cada vez que salía a barrer la vereda y era saludada por su cliente no dejaba de ruborizarse. Esas cosas del corazón, –pensaba el diarero- y frotándose el grueso bigote ceñía sus ojos y contemplaba el ritual matinal de aquellos dos. En las radios sonaba Bill Haley and The Comets con su nuevo éxito, “Rock around the clock”. A Julia le gustaba sintonizar la radio y escuchar la nueva ola de música que bajaba desde Estados Unidos. Más de una vez se había visto sorprendida por su madre bailando frente al espejo, pero eso a ella no la incomodaba. Era una muchacha alegre y bastante extrovertida. Era común que en casa de Julia hubiese siempre reunión de amigas, juegos de canasta y reuniones para escuchar las radionovelas que cada tarde se escuchaban por radio nacional. Don Julián también solía cruzarse y sentado en un amplio sillón de la casa escuchaba las radionovelas con las muchachas a su alrededor. Ellas disfrutaban más de ver a aquel viejo bonachón abstraído por el diálogo radial que por la transmisión de las radionovelas en sí.

Un sábado por la mañana Ernesto compró el diario en el puesto de Don Julián como de costumbre y éste no pudo contenerse.

- Discúlpeme caballero, ¿puedo hacerle una pregunta? –preguntó el viejo.

- Claro, ¿qué será Don Julián?

- Usted dirá que soy un viejo metido por lo que le preguntaré pero tómelo de la mejor manera posible, es que este viejo tiene muchos años sobre la espalda y cuando percibe ciertas cosas adivina casi lo que pasará.

Mientras decía esto el viejo Julián jugaba con su bigote, algo que era común en él cuando estaba nervioso o feliz. Una ambigüedad bastante grande.

- No le entiendo bien Don Julián –dijo Ernesto- tal vez si fuera más claro podría responderle o ayudarlo.

- Mire hijo, yo he visto como usted mira a la niña Julia, la moza que barre la vereda de en frente, mi vecina. En las mañanas cuando usted me compra el diario he visto cómo se saludan y esa manera de mirarse que tienen, a mi humilde modo de ver, tiende a una sola conclusión, y es que se atraen, se gustan, usted me entiende muchacho… ¿estoy en lo cierto?

El joven Ernesto por un instante sintió un fuego que lentamente pasaba por todo su rostro y bajaba hacia su pecho. Sin mirar a los ojos del viejo por un instante pensó cual era la respuesta correcta ante semejante observación. Titubeó. Nerviosamente hacía girar su sombrero sobre su mano derecha hasta que mirando fijamente al viejo le respondió.

- Es inevitable no saludar a esa muchacha, Don Julián. Es una de las mujeres más bella de éste barrio. Y la verdad, entre nosotros, ella me gusta.

- ¡Ya me parecía! –espetó el viejo- ¡Ya me parecía!, seré viejo pero aún no he perdido el olfato para las cosas del corazón hijo.

- Pero debo pedirle algo Don Julián –nerviosamente dijo Ernesto- Debo pedirle que por nada del mundo le diga a la señorita que yo he puesto mis ojos en ella. Prométamelo Don Julián, por favor.

- Claro, yo no me metería en sus asuntos joven. Pero le daré un consejo de anciano, si usted me lo permite.

- Sí, claro.

- A veces hay que arriesgarse en la vida. Hay un refrán que versa que la vida no es para los cobardes y yo mirándolo a usted no creo que lo sea. Al contrario, pienso que usted es un buen muchacho. Y conozco perfectamente bien a Julia. Yo suelo compartir momentos con ella y su madre, son buena gente y excelentes vecinas. Si sus intenciones son nobles para con ella y su corazón está atrapado en esa maraña que llaman amor, y yo mucho no comprendo, usted debería de alguna manera hacérselo saber. Por cómo lo mira esa niña a usted creo que ella siente lo mismo, y si hay algo que no se debe permitir nunca en esta vida es dejar pasar el tren cuando se está en el andén correcto.

Las palabras del viejo sonaron como un conjunto de máximas en los oídos de Ernesto. Poniéndose el sombrero y dedicándole una sonrisa y cortés saludo se marchó con el diario debajo del brazo mascullando cada una de las palabras que el viejo le había dicho.


Esa noche, en su habitación, Ernesto siguió reflotando en su mente cada una de las palabras escuchadas de boca de Don Julián. Tirado sobre la cama, mientras leía “La metamorfosis” de Kafka se sintió por un momento ser Gregorio Samsa, convertido en un enorme insecto de grueso caparazón y extraño a los ojos de todos. Ernesto era único hijo y sus padres habían muerto cuando él era pequeño, y la única parentela que tenía en el mundo era una tía lejana que trabajaba en una biblioteca en un pueblo vecino. Alquilaba una pequeña habitación en una pensión del barrio y mes a mes guardaba el dinero que podía del cobro del banco para poder algún día comprarse una casa. Era su sueño. Un enorme sueño pensaba él, pero no por ello imposible. Mientras leía el libro no podía sacarse de la mente la imagen de Julia. Había empezado a darse cuenta que aquella muchacha estaba más adentrada en sus entrañas que lo que él realmente había imaginado. Se levantó, tomó un bolígrafo y volvió a echarse en la cama. Tenía por costumbre dibujar en la esquina de las páginas de los libros. Realizaba distintos tipos de animaciones cuadro por cuadro. En cada hoja dibujaba una escena distinta y cuando las páginas del libro se pasaban velozmente la escena cobraba vida como si fuera un dibujo animado. Esa diversión la tenía desde niño y nunca la pudo dejar. En realidad muchas veces se sentía ser un niño nuevamente. A veces se sentía avergonzado que todos sus libros tenían animaciones en sus hojas. ¿Qué pensará una persona de mí si me pide prestado un libro?, –solía decirse- No obstante era más fuerte que él y seguía dibujando escenas. Esa noche dibujó dos dedos meñiques. Al pasar las hojas rápidamente los dos dedos de estar separados pasaban a unirse y entrelazarse, un signo de unión –eso pensó.


La mañana que Ernesto murió fue un día frío de abril. Pocas personas se llegaron hasta su velorio. Julia estaba destrozada. Tras tantos años de amarse el uno al otro ahora ella debía seguir viviendo sin el hombre que había sido su compañero de casi toda la vida. Por un momento, mientras todo el mundo sollozaba, se imaginó estar parada en el borde de un enorme rascacielos con los brazos extendidos sintiendo como el viento fuerte de las alturas la atravesaban por completo, y en un momento sintió apagar su mente y arrojarse al vacío, pero no en un acto de suicidio sino de búsqueda. Se imaginó volar y buscar el único punto en el universo que le interesaba, justo donde ahora estaba Ernesto. Esa imagen mental acompañó a Julia durante todo el velorio y gran parte del funeral. Cuando todos se marcharon del cementerio parque Julia quedó sola con el ataúd encajado en la tierra húmeda y el susurro de los pinos meciéndose al viento. El aire frío enfriaba su piel ya ajada por los años, pero ella no sentía nada. O mas bien sí, sentía un profundo dolor que lentamente circulaba por su pecho. En su mano un clavel blanco se bamboleaba a gusto del viento. Lo depositó sobre el ataúd, murmuró unas palabras de amor y llevándose al viento se marchó. Cargada de una soledad opresiva ahora transitaba una nueva etapa de su vida. Camino a su casa aquel día del funeral recordó las mañanas de 1954 cuando aquel galante joven compraba diarios frente a su casa materna. “Cómo ha pasado la vida” –pensó- y casi sin querer una lágrima se escapó recorriéndole lentamente su mejilla dejando un surco de ardor y dolor.

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Stars, "Heart", del albúm "Heart"