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viernes, octubre 06, 2017

'La montaña entre nosotros', los problemas que van y vienen

Las historias de supervivencia afrontan un reto adicional al de cualquier otro tipo de historias. Han de ser creíbles para el espectador. Y no solo por el escenario, sino por la forma en que los protagonistas superan o sucumben a dicho escenario. La montaña entre nosotros supera solo la mitad de ese reto. Su escenario, modélico y bien construido. Sin explicaciones innecesarias y sometiéndose a un azar realista que convence, sobre todo porque Hany Abu-Assad, sorprendente elección la suya siendo un director que destaca por un cine mucho más profundo que este como evidencia Paradise Now, encuentra una forma muy imaginativa de rodar el accidente de avión que da inicio a la trama. Porque eso es lo que se nos cuenta, un cirujano y una fotoperiodista que no se conocen de nada hacen frente a la cancelación de su vuelo comercial alquilando una avioneta que se estrella en la montaña del título y les obliga a luchar por sus propias vidas en un entorno hostil.

La cuestión es que la historia se va inventando obstáculos que aparecen casi por azar, sin demasiada explicación, y que se disuelven casi de la misma manera. No los impone casi nunca el escenario, sino la necesidad de establecer nuevos cimientos para lo siguiente que nos venga. Y eso hace que la película se alargue en exceso en esta sufrida parte. Una de esas soluciones surgidas de la nada hace además que la película cambie radicalmente de planteamiento, deja de ser, al menos en su fondo, una historia de supervivencia para convertirse en otra cosa. No hay que echarle demasiada imaginación para saber en qué se convierte, pero apostaremos a la ingenuidad del espectador para no analizarlo aquí. ¿Convence ese cambio? La verdad es que no demasiado. Un poco más en el epílogo, porque ahí sí regresa al menos al terreno de la verosimilitud realista, pero aún así no termina de convencer.

¿Que queda entonces? Pues disfrutar de las vistas, rodadas de una manera algo impersonal por Abu-Assad, lo que sorprende de manera negativa viendo sus ganas de ser creativo en la mencionada escena del accidente, y admirar los buenos recursos de los dos protagonistas y casi actores únicos de la cinta, Idris Elba y Kate Winslet, entre los que se establece una química bastante agradable que casi permite olvidarse, al menos por momentos, de los problemas que tiene la película. Ninguno de los dos siente la necesidad de mostrarnos un sufrimiento extremo e imposible a lo Leonardo Di Caprio en El renacido, pero sí sabe cómo ponernos en la piel de sus respectivos personajes. Y eso que juegan con un elemento importante en contra, y es que tantos sus diálogos como la misma historia les llevan con demasiada frecuencia a situaciones bastante previsibles.

La montaña entre nosotros se convierte así en una aceptable historia de supervivencia con actores notables, pero que se conforma con ser simplemente eso. No termina de acertar en las explicaciones a los escollos que se encuentran los protagonistas ni tampoco en la forma en que los resuelve, sumando contratiempos casi porque sí, no mide bien los tiempos porque la película se alarga demasiado en su cuerpo central sin tener necesidad para ello, ni por lo que enseña ni por lo que construye narrativamente, y se rinde, sin más, a lo que puedan hacer los actores. Pero como Winslet y Elba dan mucho, la película pasa con cierto agrado. Ellos acumulan casi todos los méritos de La montaña entre nosotros, porque juntan dos miradas increíbles y porque se mantienen fieles a sus personajes en los diferentes momentos de su odisea.

viernes, agosto 19, 2016

'Star Trek. Más allá', la imagen apabulla al contenido

Se diga lo que se diga, y por mucha normalidad que se aparente vivir, el cambio del capitán siempre provoca turbulencias. J. J. Abrams actualizó Star Trek de una manera valiente, starwarsizándola, y el experimento no salió nada mal. Cambiaba algo de la esencia, desde luego, pero ofreció dos películas tremendamente entretenidas y con historias que contar. En Más allá, tercera cinta del reboot de título indefinido por completo y en realidad sin mucho sentido, se da un paso atrás claro. De la mano de Justin Lin y con un guión escrito a toda prisa por Simon Pegg y Doug Jung, la imagen se ha comido a la historia, no hay contenido real, no pasa nada realmente trascendente en la película para ningún miembro de la tripulación del Enterprise, y aún con las solventes gotas de entretenimiento que sigue dejando la serie estamos sin duda ante la más floja de las tres entregas moderna, una en la que no hay tema de fondo, aunque parece que se intenta que lo haya, y donde hay poca emoción.

El primer gran problema que tiene Más allá es justo ese, que no se sabe muy bien qué se está contando, qué historia es la que quiere transmitir, más allá de un tópico enfrentamiento con un malo misterioso que está ya mil veces visto. Eso funciona bien, pero el orden de los factores en esta ocasión sí altera el producto. No funciona que la gran escena climática (por lo que implica para cualquier trekkie de pro) esté en el primer tercio del filme, desde luego no genera ni por asomo el mismo impacto emocional que cuando vimos algo parecido en las películas originales, y desde luego falla que la motivación del villano quede completamente oculta prácticamente hasta el final de la historia. La desconexión que hay por tanto entre héroes y villanos es total. Y las explicaciones que tendrían que tener muchísimos elementos de la película brillan por su ausencia de una manera clamorosa, dejando en mal lugar al guión.

Y el caso es que la incorporación de Simon Pegg a esas labores de escritura, sumado a lo que se había visto en los trailers, anunciaba una deriva aún más cómica de la serie. Ahí está la sorpresa de Más allá, que no arranca así, incluso prescinde de chistes en la primera hora de la cinta. No falla por donde se podía anticipar, sino por otras cuestiones. Y es que esos intentos de dar un poso, un peso y una profundidad al relato de Kirk, Spock y compañía palidecen porque no hay continuidad y porque no hay un malo a la altura. El añadido de Idris Elba bajo toneladas de maquillaje es más testimonial que otra cosa, como también el añadido de dos personajes femeninos que, hay que reconocerlo, están por estar y porque lucen bien en sus imaginativas revisiones para que encajen en Star Trek. De hecho, y aunque a Lin le obsesiona girar su cámara en un movimiento repetitivo y sin mucho sentido, lo visual funciona bien, si eliminamos secuencias un tanto absurdas como aquella en la que Chris Pine se pone a los mandos de una moto.

Pero, claro, hay un problema evidente y es esa mencionada falta de emoción. Esa sensación sólo se alcanza cuando hay referencias a la tripulación original del Enterprise, la que encabezaban William Shatner y Leonard Nimoy. Chris Pine, Zachary Quinto, el propio Pegg o Zoe Soldana (aquí, más florero y damisela en apuros que nunca por desgracia) han asumido muy bien sus roles, pero la película no les da mucho material con el que jugar. Carreras, saltos, teorías científicas delas que todos parecen saber sin tener en cuenta que Scotty es ingeniero y Uhura se dedica a las telecomunicaciones, porque todos parecen saber de todo, y mucha acción en gravedad cero, que al final parece la excusa que se ha dado el equipo para rodar Star Trek. Más allá. Y el caso es que entretiene, es una película simpática que saca sonridad de vez en cuando (la relación entre el Spock de Quinto y el Bones de Kalr Urban, lo mejor de largo), pero sabe a poco después de Star Trek y Star Trek. En la oscuridad.

viernes, mayo 22, 2015

'Caza al asesino', los misteriosos caminos hasta el despropósito

Hay muchas formas de convertir una película en un despropósito y Caza al asesino parece que se ha dedicado a coleccionarlas. La película es, efectivamente, un auténtico despropósito. Arranca con ideas que podrían haber dado para un interesante thriller político de denuncia, que es probablemente lo que explica la presencia de Sean Penn, pero eso acaba tan diluido que apenas llega a la categoría de McGuffin. Pasa así a ser una película de acción, que es lo que justifica que Penn se haya musculado hasta el punto de parecer un trasunto de Sylvester Stallone, algo tan innecesario como muchas de las escenas de la película con las que se justifica su habilidad para ser el perfecto asesino sin corazón o ese rocambolesco triángulo amoroso sencillamente imposible de creer. Y finaliza siendo una postal turística, en este caso de Barcelona, que termina en el más inverosímil de los escenarios, hasta el punto de que en los créditos hay que introducir una nota que actúa como enmienda a la totalidad y colofón al enorme despropósito que es el filme.
 
La verdad es que da pena que la película de Pierre Moral, director de Venganza, sea tan deficiente porque en la película había elementos interesantes, incluso partiendo del inevitable cliché del agente (a uno u otro lado de la ley) que se ve obligado a retomar su actividad por los ecos del pasado. Pero el problema es que todo es superfluo. Se toma como base el conflicto en la República Democrática del Congo, pero eso pierde tanto interés que desaparece hasta una nota final, una tardía llamada a la reflexión por cuestiones que la película no quiere aprovechar. Y el clímax acontece en Barcelona, pasando antes por Londres y Gibraltar, y no en cualquier otro lugar del mundo probablemente porque es la ciudad que ofrecía unas condiciones interesantes para rodar (económicas, por supuesto, y no hay más que ver el rótulo de neón que se atisba desde la habitación del personaje de Penn o cierto lugar emblemático iluminado de noche como quien no quiere la cosa).
 
Todo es tan conveniente para los propósitos puntuales de la historia que excede claramente la ingenuidad, pide demasiado al espectador para lo poco trabajado que parece todo. Sin más consideración, cada elemento que se ve es terriblemente simplista, desde la insinuación en la primera parte de la película de un triángulo amoroso entre los personajes de Sean Penn, Javier Bardem y Jasmine Trinca hasta la forma en que se resuelve la historia, pasando por la participación de dos secundarios sin apenas papel como Ray Winstone o Idris Elba (¡que incluso aparece en el cartel a pesar del mínimo tiempo que tiene en pantalla!) o la ejecución de algunas secuencias que no tienen mucho sentido. En ese terreno, ni siquiera las escasas escenas de acción parecen bien rodadas o culminadas, y los actores no parecen saber qué hacer tampoco con sus personajes. Penn mantiene mínimamente el tipo, aunque por momentos dé la impresión de que sólo pretende lucir musculatura a su edad, y Bardem es quien mejor ejemplifica la falta de sutileza que afecta a toda la película.

 
Caza al asesino tiene además otro defecto demasiado habitual en el cine de este estilo, y es su duración. Rondando las dos horas, ni siquiera es capaz de ofrecer una historia atractiva. Los pocos elementos que tenía interesantes se van pasada la primera media hora y por mucho esfuerzo que se ponga en aceptar la poca verosimilitud de la película es imposible aceptar nada de lo que sucede a partir de la necesidad de hacer hablar a Bardem en inglés en una conferencia en la que le han hecho una pregunta en español simplemente para que Penn le pueda interrumpir o con ese viaje casi instantáneo entre Barcelona y Gibraltar por carretera, de noche y con un personaje enfermo al volante. Esas son las anécdotas, pero ilustran a la perfección la enorme cantidad de cosas que no se han pensado antes de llevarlas no ya al montaje final de la película sino incluso a su mismo rodaje. Qué fácil resulta en nuestros días hacer mal las cosas en el thriller de acción.

viernes, enero 17, 2014

'Mandela: del mito al hombre', un buen biopic que va de menos a más

Fue una de esas curiosidades de cine que Nelson Mandela perdiera la vida prácticamente al tiempo que se producía la premiere de Mandela: del mito al hombre, basada en el libro escrito por el propio ex presidente sudafricano. Y es una afortunada coincidencia que se pueda repasar en el cine la vida de un hombre trascendental para el siglo XXI justo cuando la noticia de su muerte hará que muchos se den cuenta de lo poco que sabían sobre él, más allá de lo que el mismo cine, especialmente a través de Invictus, ya había enseñado. Por hablar en términos cinematográficos, y si se permite la licencia, Mandela es casi la precuela de Invictus, es el recorrido por toda su vida adulta hasta que se convierte en presidente de su país. Como biopic, Justin Chadwick logra una película buena, correcta, pero que claramente va de menos a más y que cuenta como su mejor baza con el fantástico trabajo de un Idris Elba que, como la película, va haciéndose con el personaje poco a poco hasta llegar a un final espléndido.

Esto, los altibajos y un actor protagonista en estado de gracia, suele ser una constante en las películas biográficas. El ansia de contarlo absolutamente todo, algo que se multiplica cuando el relato procede además de un original literario como es este caso, hace que el ritmo se resienta. Es prácticamente inevitable y la única diferencia en ese sentido que ofrecen los distintos biopics está en cuándo decae la narración. Afortunadamente, en Mandela eso sucede en su primer tramo, lo que hace que se termine la película con un gran sabor de boca. Sin embargo, esa concepción lastra bastante y es la principal causa de que la película se extienda hasta los 141 minutos. De haberse recortado con más habilidad artística o, quizá, menos presiones desde los despachos (de quien sea: los editores del libro, los personajes implicados, los productores de la película...) habrían deparado una película mucho más trascendente.

A esa sensación, la de que hay un buen material y la de que el final sea aún mejor, contribuye decisivamente el gran trabajo de Elba dando vida a Mandela. Es verdad que hay un claro salto entre la primera y la segunda mitad de la película también en este sentido, incluso con un maquillaje a veces discutible por artificial, pero es que todo parece cobrar sentido cuando Mandela es encarcelado. Lo mejor de la película en todos los sentidos está a partir de ahí. Lo mejor de Idris Elba, lo mejor de su conflicto con Winnie Mandela (muy interesante en el papel Naomie Harris, la última chica Bond en Skyfall), lo mejor del auténtico retrato de una Sudáfrica angustiada, las mejores escenas de masas y lo más humano del relato. A Chadwick, autor de Las hermanas Bolena, se le nota la pretensión de buscar planos bonitos para enriquecer la historia, cuando es la propia historia lo que le da la posibilidad de lucirse con mucha más naturalidad, filmando a Idris Elba al recibir en prisión un telegrama o o en su salida al balcón para ser aclamado como presidente.

Es curioso que sea con esa sencillez cuando Mandela cobra la trascendencia que exige el personaje. Es más evidente que al abordar las escenas de alta política es cuando la película llega a sus cotas más altas. Le sobra metraje y los historiadores podrán discutir la veracidad de los detalles de lo que se cuenta, puesto que la única fuente es el libro escrito por el propio Mandela. En ese sentido, se nota que en algunos momentos se quiere deslizar algún aspecto que rompa una imagen inmaculada de Mandela, que le coloque como el ser humano que en realidad fue, más allá del mito, pero es un héroe casi intachable, el que requiere la historia. Y aunque suena más adecuado el título original de la película (Long Way to Freedom, El largo camino a la libertad, la de Mandela y la de Sudáfrica) que el que tendremos aquí en España, lo cierto es que el filme deja un sabor de boca agradable. Quizá más que por los méritos cinematográficos por sí solos sea por la propia historia, una que tendría que servir de referente para la política actual pero que a día de hoy parece una hermosa ficción.

viernes, agosto 09, 2013

'Pacific Rim', un mastodóntico y entretenido juguete

Pacific Rim es, por encima de todo, un mastodóntico juguete que ha costado cerca de 200 millones de dólares y que supone un aumento de escala en la filmografía de un Guillermo del Toro que, apeándose de El hobbit, no dirigía desde que en 2008 estrenó la segunda entrega de Hellboy. Aparquemos por un momento los prejuicios que puedan formarse sobre una película basada en las continuas batallas de robots y monstruos gigantes. ¿Hecho? Bien, entonces ya e puede decir que Pacific Rim es una película muy entretenida. No busca otra cosa, aunque por un momento, sólo por uno y que el propio Del Toro destroza (luego explico cómo), casi da la impresión de que puede aspirar a algo más. Pero habiendo visto lo que otros directores han hecho con material más o menos cercano, lo que procede es alabar la forma en que el responsable de El laberinto del fauno ha llevado a la pantalla esta descomunal frikada.

Mucho se ha hablado, por supuesto antes de ver el filme, del parecido de Pacific Rim con otras franquicias, fundamentalmente Transformers y Godizlla. Podemos añadir otras referencias del anime como Mazinger Z o Robotech. Obviamente, la cinta de Del Toro va de robots gigantes y de monstruos del mismo o mayor tamaño. ¿Es que no se pueden hacer ya películas que traten sobre estos dos asuntos, tan apetecibles para un público friki? Pues eso. Pero es que Pacific Rim suma otra virtud. Si realmente lo fuera, sería mejor Transformers que el de Michael Bay y mejor Godzilla que el de Roland Emmerich. Lo que Del Todo hace es rodar batallas que se pueden seguir, que se entienden, que tienen una coreografía y un lenguaje. A partir de ahí podemos discutir la gracia que pueda tener eso, pero el mexicano da argumentos de sobra para defender su forma de entender un cine de espectáculo grandilocuente por encima, sobre todo, de la de Michael Bay.

¿Y tiene gracia ver a robots y monstruos peleando? Pues sí, la tiene, siempre y cuando se asuma la ausencia de pretensiones. Es casi un videojuego que se ha permitido Del Toro y que ha costado una millonada, pero que acaba ofreciendo lo que se espera de una película palomitera de verano. Eso también comporta un peaje, que además de las habituales incongruencias aquí vuelve a tener la forma de varios secundarios cómicos. Hay dos científicos, interpretados por Charlie Day y Burn Gormann, que, volcándose en la caricatura, dejan escapar algunas de las ideas más perversas y atractivas que había en la parte del guión de Del Toro y Travis Beacham que no va sobre peleas. Y los cameos de los amigos del director, Ron Perlman y, sobre todo, Santiago Segura, son absolutamente superfluos. Con ellos tiene que ver la escena que hay después de los primeros créditos (se está poniendo de moda ubicar ahí el último chiste, sin necesidad de esperar al final), pero sobre todo lo más lamentable de la película: la ruptura del mejor instante.

El descenso de Pacific Rim a lo terrenal sólo se produce en ese en un momento, justo el que hace saltar por los aires el cameo de Santiago Segura, un hermoso flashback que explica el papel en la trama de Mako Mori (interpretada por Rinko Kikuchi, conocida por la sobrevalorada y probablemente bastante olvidada Babel). En esa escena está toda la fuerza emocional que, probablemente, falta en el resto de la película para que Pacific Rim fuera algo más que un juguete, por entretenido que sea. Y es que el resto del reparto viene a cumplir papeles prefabricados. Raleigh Becket y Chuck Hansen, interpretados de forma suficiente por los guapos Charlie Hunnam y Robert Kazinsky, vienen a reeditar el duelo en todo de Maverick y Iceman en Top Gun, mientras que Idris Elba aporta empaque dando vida al jefe militar que está presente en cualquier película de género que se precie. Corrección absoluta por ese lado, conscientes todos ellos de que lo que el espectador ha ido a ver es la brutal batalla de dos categorías diferentes de monstruos.

Me resulta particularmente agradecido ver batallas en las que puedo seguir los movimientos. Eso es lo que ofrece Del Toro. Casi parece una expresión de ese deseo de visibilidad la pelea para probar la compatibilidad entre Raleigh y Mako, un mensaje claro de que apuesta por un cine de acción diferente al que hoy es norma, que se basa en movimientos atropellados e imposibles de seguir. Salgo de Pacific Rim pensando en que sé cómo son tanto los robots como los monstruos, cómo se mueven y cómo es su forma de pelear, a pesar del eterno truco de mostrarlos en la oscuridad y la lluvia para camuflar las flaquezas (muy bien camufladas, por cierto) de los efectos visuales, y eso es algo que no puedo decir de películas como Transformers o Battleship, por recordar aquella copia mezclada con el juego Hundir la flota. Pacific Rim no pasará a la historia como un título imprescindible, pero sus 131 minutos son un acertado y entretenidísimo homenaje al mundo de mechas y monstruos del imaginario de ficción japonés.