No trabajó ni la mitad que la noche anterior y llegó a casa derrotado, como últimamente, sin nada que traer para comer. Le esperaban en la mesa de la cocina para desayunar juntos, pero era fin de mes y no había nada que llevarse a la boca. Abrió la alforja y vació “la nada” que llevaba dentro. Pensó, mientras miraba a su pequeño, cómo explicarle que ni hoy, y, quizás mañana, tampoco comerían; cómo explicarle lo dura que podía llegar a ser la vida. Empezó el bebé a llorar desesperado, angustiado, hambriento... La madre le susurró una nana a la oreja para que no llorase; que pronto pasaría el hambre. El hermano mayor, nervioso, como si estuviera arrepentido de algo, sacó del bolsillo un mendrugo de pan duro y se lo dio a su hermanito diciéndole que la vida era muy dura, como el trozo de pan que le había dado; que tenía que acostumbrarse. Éste empezó a chuparlo y chuparlo; y, con su diente, su único diente, a roerlo y roerlo. Entonces sonrió y parpadeó dos veces con su ojo, su único gran ojo. La familia sonrió al verlo tan feliz, y no dudaron en reír abiertamente, enseñando todos su diente, su único y afilado gran diente.