Esa canción sí que me hiere
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¡Si te mueres, te mato!
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¡Si te mueres, te mato!
Y al final uno se pregunta: ¿Qué carajos es la vida? Y la vida se empeña, a su sigilosa manera, en írsenos de las manos de manera irremediable. Medio centenar de caracoles silvestres han invadido nuestro jardín y hemos resuelto adoptarlos como mascotas una vez que evaluamos las estrategias posibles para darles exterminio. Salvo que se cuente con un arsenal nuclear, la batalla contra estos resbalosos animalitos está perdida de antemano. Todo esto viene a colación ya que después de ingerir ocho Heinekens y contemplar con desgano durante tres horas ininterrumpidas el desplazamiento de uno de estos animalejos, comprendí, así de reatazo, que en aquél minúsculo laberinto, refiriéndome a la conchita que llevan a cuestas, se encierra el verdadero misterio de la vida. Si hoy por hoy no recuerdo exactamente el recurso lógico que me hizo desetrañar tal proeza de descubrimiento posiblemente se deba al trance tequilero que vino después de agotarse el segundo six pack, pero el hecho es tan real y verídico como los jugosos y azucarados duraznos que ahora crecen en nuestro jardín, apenas una manifestación más del interminable poema existencial. El intelecto nos juega estos trucos que nos hacen olvidar la verdadera esencia de las cosas sólo, me atrevo a suponer, para mantenernos interesados en el juego de la vida. Esto lo vine a comprobar después por mero accidente. Hacía una tarde esplendorosa pero en esta ocasión las cervezas, de alguna incomprensible manera, no obraron el mismo efecto que la vez anterior. Los caracoles me parecieron tan sin sentido como la cerilla en mis oídos. Tal vez esto de la vida es todo un acto bastante bien montado donde uno forma parte de un elenco no anunciado donde se improvisa en un cambiante escenario de nubes que se deshacen en jirones y de un tibio viento que parece cantar silencioso en la lejanía. Porque es bien sabido que hay canciones que hieren, que abren heridas invisibles, tan intangibles que el Merthiolate y el agua oxigenada no surten efecto alguno. Pero así de cambiante es la vida y tarde o temprano uno, animal de instintos, termina por acostumbrarse hasta que se presenta una sorpresa mayor e inesperada. Si la vida es ya de por si incomprensible, más aún lo es la muerte. Habrá que confesar que tales sutilezas solamente consigue entenderlas el abuelo. La tarde se deshizo bajo el influjo de una Luna arrogante. Así sin ovaciones ni “bravos” cayó finalmente el telón. Esta vez el acto cerrador lucía un tanto dramático y desolador. Los mariachis callaron. Rematando la escena final, posando sobre el pasto a manera de bodegón, tres duraznos ya en descomposición, varios envases verdes y una alfombra de cascarones deshechos de lo que minutos antes fueron graciosos caracoles.